Kitabı oku: «El sueño de Vara»

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El sueño de Vara

El sueño de Vara

Julián Resquicio


© del texto: Julián Resquicio

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24

Edificio SEVILLA 2

41018 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

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www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: marzo, 2022

ISBN: 978-84-19106-89-6

«Cualquier forma de reproducción, distribución,

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A mis hijos, cuyas fantasías

infantiles engendraron

el perfume de esta historia.

Índice

Agradecimientos

A modo de prólogo que bien puedes evitar

Capítulo 1: Así pudo empezar todo

Capítulo 2: El encuentro con las ratas de agua

Capítulo 3: Una visita inesperada

Capítulo 4: Un extraño suceso: en el templo de los francmasones

Capítulo 5: La tormenta interior

Capítulo 6: Un breve sueño de amor

Capítulo 7: La locuacidad de las flores

Capítulo 8: En la granja de los hombres

Capítulo 9: Los sueños y el deseo

Capítulo 10: Esa dura realidad…

Epílogo

Agradecimientos

A mi hija Ana, por sus entusiastas y motivadores comentarios y por los bellos y tiernos dibujos de la serpiente verdiamarilla realizados en su niñez. Sin ellos, difícilmente hubiéramos retomado esta historia.

A mi sobrina y exdiscípula de francés, Carla, por sus opiniones sobre este relato y muy especialmente sobre la idoneidad de madurez de sus probables lectores.

A la biblioteca pública Ricardo Magdalena de Zaragoza y también a la de Biescas (Huesca), cuyas responsables en ambos casos me brindaron el lugar idóneo para escribir una gran parte de este relato. A ambas (las dos eran mujeres), mi sincero agradecimiento.

A modo de prólogo que bien puedes evitar

Distinguido y respetado lector, el breve relato que tienes ante ti, nació con la voluntad de ser un cuento dirigido a niños de no menos de cinco años. De hecho, lo iniciamos con el título previo de La serpientita, un título que puede gustarte o no, pero que responde al de un breve relato improvisado que, machaconamente, reiteraba en los oídos de mis dos hijos mayores cuando apenas tenían entre tres y seis años.

Todavía recuerdo sus vocecitas inocentes que, al unísono, me pedían que les contase el cuento de «la serpientita», al mismo tiempo que recibían el relato, casi siempre reiterado en su integridad, con unos ojos muy abiertos, entre sorpresivos y vigilantes: sorpresivos, porque para los niños la reiteración más absoluta constituye siempre una forma de novedad, ellos van reconstruyendo el relato en sus dóciles mentes a la vez que lo reciben por enésima vez; vigilantes, porque ellos esperan que no introduzcas ningún cambio en la narración, que se repita la misma historia una y otra vez. En un momento en el que para ellos todo está sometido al cambio, los niños prefieren que su ocio sea estático, que no haya variaciones, que los induzca a la paz, esa paz que en el mejor de los casos los conducirá al sueño anhelado por sus padres.

Pero las cosas no siempre suceden como los narradores deseamos. Pronto me di cuenta de que el derrotero de La serpientita no era el esperado, lo que me fue confirmado ya en el comienzo del segundo capítulo por mi querida hija Ana (atenta a los movimientos de su padre), y mi no menos querida sobrina Carla, entonces de doce años, quienes me aconsejaron, con distintos argumentos propios de su madurez, que elevase la edad del posible lector a un mínimo de doce años.

Siguiendo sus sabios y variados consejos, intenté continuar la historia con un tono asequible a la edad de ese futurible lector, a partir de doce años. Pero no bastó con ello, me vi obligado a reescribir los dos primeros capítulos para adaptarlos a ese lector más avezado, más maduro, cambiando incluso el nombre de La serpientita, que me era tan añorado. La protagonista continuaba siendo una pequeña serpiente verdiamarilla (¡todo un reto, si se tiene en cuenta la escasa simpatía que generan estos animales!), pero ahora tenía ya un nombre propio, Vara, apelativo que luego se fue llenando de contenido hasta devenir en El sueño de Vara, con que se ha intitulado este improvisado primer relato con el soy capaz de presentarme ante ti.

Tras estas rectificaciones, todavía las cosas tendieron a cambiar por sí solas. Pronto me di cuenta de que mi relato no estaba escribiéndose según unas pautas preconcebidas y estudiadas de antemano como sucede en la mayoría de los casos, no, yo simplemente me limitaba a ponerme al servicio de mis personajes y les dotaba de un flujo inconsciente que los hacía vivir, pero, a partir de ahí, eran ellos quienes decidían su horizonte, quienes hacían crecer mi relato (¿su relato?) hacia unas latitudes que no siempre me eran conocidas. Unas veces me obligaban a recrear situaciones sutil o fuertemente poéticas, otras me arrastraban por el camino de las lecciones magistrales (¡de las que tanto he aprendido!) y, finalmente, creo que todo su paradigma de desarrollo se orientaba a contar una historia poética que tiene como protagonistas, con mayúsculas, la Naturaleza, la Ecología y la Biodiversidad, conceptos cuyo interés general parece compartido por la inmensa mayoría de los jóvenes pero que, a su vez, es ignorado por la mayor parte de los Gobiernos que se obstinan en desear vivir cada vez más alejados de todos estos valores que dificultan sus presupuestos y hacen inviables sus aspiraciones macroeconómicas.

El relato avanzaba con paso firme hasta alcanzado el capítulo cuarto que habla de Vara en el templo de los francmasones. Este capítulo podría presentar cierta dificultad para gran parte de mis hipotéticos lectores. Podríais pensar que estoy muy presente aquí tocando todos los hilos de la acción, pero no os engañéis, tampoco aquí mi voluntad de narrar era manifiesta. Acababa de salir por la puerta de atrás de una obediencia masónica en la que al parecer no tenía encaje, les resultaba demasiado puro, demasiado sincero, demasiado entusiasta, demasiado trabajador, demasiado libre. Eso me produjo dolor, mucho dolor, y una noche hube de levantarme de madrugada para narrar, en bruto, este capítulo. Vara se me había escapado de las manos —¡tal era su grado de libertad!— y se había introducido en el templo, el templo con el que yo soñaba, en el que yo me afanaba en conformar y pulir la gran piedra de mi vida para ser útil a aquella sociedad discreta (así les gustaba a ellos considerarse), a la que ahora me veo obligado a ver casi como una secta. Para Vara fue un sueño, o al menos un estado momentáneo de inconsciencia; para ambos, un sueño compartido, su sueño dentro mi sueño (o tal vez al revés, no lo sé), lo que indicaba que, en cierto modo, había adquirido personalidad plena.

Las dificultades de comprensión de este capítulo, tal vez se verían allanadas con un plano de situación y unas breves nociones de fracmasonería (algo que adoro, podéis creerme), pero la carencia de estos elementos de ayuda no impide una lectura cálida y sencilla del mismo, basta con que la imaginemos en un lugar arcano donde se desarrollan acciones de una cierta liturgia ancestral y secreta, oculta para los no miembros del grupo. Lógicamente, un conocimiento somero de la masonería nos permitiría una lectura más compleja e interesante, si bien también podría originar disensiones sobre las opiniones vertidas que, por lo demás, no van mucho más allá de una visión crítica e irónica, tal vez algo burlesca, de lo que puede otear nuestra curiosa protagonista.

Asumidos los hechos, tuve que emplearme a fondo. Por una parte, pensaba que lo más prudente sería eliminar el capítulo soñado por mí del sueño de Vara; por otra, veía en esta supresión una censura previa de la propia autonomía de mi personaje que me desagradaba, ¿no era esto lo que me sucedió a mí en la Obediencia, donde su máximo representante preconizaba la libertad absoluta de conciencia de sus miembros, pero luego era incapaz de soportarla? ¡No, no me parecía correcto recortar aquello que algo ajeno a mi propia voluntad había dispuesto!

Entonces, decidí dejarlo y lo reescribí, le busqué encaje en el relato, lo desarrollé hasta poderlo integrar en la experiencia vital de mi protagonista.

El problema surgió cuando hubo necesidad de sacarla de allí. Para ello, tuve que intervenir en el relato (¡Vara era la narradora, yo el autor!), era la única posibilidad de sacarla del templo, de salir de su sueño, de nuestro sueño simultáneo.

La duda, la oportunidad o no de este capítulo, ha sido una constante a lo largo de toda la redacción de nuestra novela, de nuestra fábula, de nuestro relato, llamadla como queráis, pero a medida que el relato avanzaba, esta pequeña parcela de este estaba tan integrada en la experiencia de nuestra joven serpiente, que hacerlo hubiera supuesto una redacción casi completa, casi en su integridad.

El resto del relato no me presentó ninguna dificultad. Las cosas sucedían como tenían que suceder, los acontecimientos se producían de manera tranquila, incluso las terribles tormentas que causaban estragos. Vara hacía bien su papel, solo cuando me llevaba a situaciones que no me parecían razonables (el encuentro con Goba, su amigo del alma), debía hacerme presente en el relato para no turbar el sueño global de una historia que de algún modo flotaba en mi memoria en su totalidad. Vara crecía casi sin mi intervención, pero lo hacía sobre un esquema global (mental, claro) del que no podía salirse. Su sueño era parte de mi sueño y eso había que respetarlo, era una prioridad.

Creo que, si algo va a salir en claro de este relato fabulado, tal vez sea el amor a los reptiles (¡ya casi en peligro de extinción en Europa!), al menos a los que tienen escasa o nula peligrosidad, aunque sin descartar a ninguno de ellos, evidentemente, pues Vara está adornada con los mejores atributos que puedan concebirse en cualquier ser humano.

¡Los seres humanos, ay, sí, nosotros! Estos son los más denostados en el relato que mis devotos animales han escrito, era imprescindible que una vez más tuviera que implicarme a fondo si deseaba salvar su autoestima, pero eso no voy a desvelarlo, eso solo puede suceder cuando ellos me hayan arrastrado hasta el final de esta bella aventura, cuando Vara haya culminado su hermoso sueño de acercarse a los hombres y, tal vez, de amarlos.

Espero que en tu calidad de adolescente o de adulto que todavía conserva huellas de su niñez, sepas identificarte con el recorrido vital y natural de nuestra protagonista.

CAPÍTULO 1


Así pudo empezar todo

Había una vez una familia de serpientes que habitaba bajo un cúmulo de piedras que soportaba un viejo poste de teléfono, en un hermoso prado de montaña. Tenían una sola hija de apenas dieciocho meses.

Sus recursos parecían escasos, pues el entorno era apenas visitado por moscardones y mariposas nocturnas, lo que representaba un gran problema de abastecimiento para la familia, dado que el moscardón es rápido y desconfiado, en tanto que las polillas no tenían gran cosa que llevarse a la boca. Esto, sin contar con que Vara, así se llamaba la hija de nuestra humilde familia, se sentía más bien vegetariana, ¡bueno, en la medida en que esto fuera posible!, pues todas las serpientes son carnívoras. Además, era alérgica al polvo que se desprende de las alas de las mariposas.

Cuando hubo cumplido apenas veinte meses, tomó la decisión de dejar de ser una carga para sus padres, y aprovechando el momento de la comida en que, eventualmente, los tres disfrutaban de una amena conversación sobre la abundante floración del prado en aquella primavera, Vara les espetó:

—¡Mamá, papá, me gustaría recorrer el mundo! Deseo ver unas flores distintas de las que llevo viendo a lo largo de mi vida y además deseo dejar de ser una carga para vosotros que sois tan pobres.

—¡Ay, hijita, recorrer el mundo! Pero el mundo está lleno de peligros y tú todavía no has alcanzado los dos añitos —le respondió muy triste su madre.

—¡No sabes lo que dices, hija mía!, el mundo que deseas recorrer es muy peligroso, incluso para mí. En ese mundo hay muchos animales que intentarán hacerte daño, especialmente los hombres, esos seres extraños que en tiempos remotos debieron pertenecer a nuestra familia pero que ahora caminan erguidos como el poste que se sostiene sobre nuestras cabezas. Esos seres son muy dañinos, hasta los más chicos, pues utilizan piedras y palos para hacernos daño —le aclaró su padre, no menos triste y apenado que su esposa.

—Lo sé, papá, ¡pero no todos esos seres serán tan malos! Además, yo también puedo ser muy peligrosa —se defendió la serpientita, al tiempo que mostraba sus dos hileras de dientecillos, apenas visibles, en cada una de sus mandíbulas.

—Pero, Vara, nosotras no tenemos ponzoña, solo somos peligrosas para pequeños animales o insectos. Correrás grandes riesgos que van a preocuparnos en exceso —le matizó su madre, que temía que su decisión fuese ya irrevocable.

Y, en efecto, la decisión de Vara era ya irrevocable. Durante los escasos días que siguieron, nuestra protagonista se proveyó de un pequeño hatillo en el que puso un poquito de todo. Algo para comer, alguna camisa por si mudaba y algunos utensilios de uso frecuente y poco voluminosos que podrían serle útiles. Cuando tuvo todo preparado, se despidió cariñosamente de sus padres y apenas despertó el nuevo día partió a su aventura un tanto entristecida, pero a la vez llena de animosidad y de deseos de conocer cosas nuevas y, sobre todo, a los hombres, esos seres casi desconocidos e intrigantes que, sin saber muy bien por qué, siempre le habían fascinado.

CAPÍTULO 2


El encuentro con las ratas de agua

La primera jornada de su viaje resultó tranquila. Apenas tuvo necesidad de comer unas babosas que abundaban por doquier, pues continuamente caminaba por la orilla umbrosa de un riachuelo que de ningún modo se le ocurrió atravesar.

Ya la oscuridad desalojaba a la mortecina luz del atardecer cuando de repente atisbó a lo lejos el humo blanquecino de una fogata. Como estaba muy fatigada y el frío comenzaba a hacer mella en su alargado y minúsculo cuerpo, Vara sintió al mismo tiempo un gran alivio y un temor desconcertante. A esas horas su familia solía recogerse al calor del hogar y solamente cuando amanecía, ya desayunados, se colocaban en la dirección del sol naciente para recibir su calor benefactor. Sin embargo, esas sensaciones que tanto le agradaban, pertenecían ya a un pasado que a la vez le parecía inmediato y muy lejano. Ahora era ella misma la que tenía que asumir su destino, la que debía tomar las decisiones, acertadas o no, para poder sobrevivir.

Mientras pensaba en qué cara debería mostrar, si la de una frágil serpientita o la de un peligroso reptil lanzando su bífida lengua al aire, Vara se iba acercando lentamente a lo que ella deseaba imaginar, un cálido lugar de acogida. Pronto le fue posible distinguir a sus moradores, pues estos vivían aquí, junto a unos carrizos no demasiado densos de la orilla. Recordó con cierto estremecimiento que este animal, quizás de menor tamaño, había sido en numerosas ocasiones el menú favorito de sus padres, lo que le hizo avergonzarse un tanto cuando por fin se aproximó:

—¡Buenas noches, señoras rat… as!

—¡Buenas noches! —respondieron casi en coro varias ratas entre la cortesía y el estupor, pues ellas no entendían demasiado de serpientes, pero no ignoraban que las había muy diminutas y no por eso eran menos peligrosas.

—¡Uf!, estoy agotada —balbuceó la serpientita—, y he pensado que tal vez ustedes podrían darme refugio hasta el amanecer.

—¿Nos… otras? —protestó escandalizada la que parecía ser la jefa del campamento—. Pues... verás... es que apenas tenemos sitio, y… —apuntó finalmente a modo de conclusión, aunque dichos argumentos apenas fueron ya audibles para nuestra joven protagonista. El resto del grupo, cuyo estupor inicial parecía haberlas paralizado, exclamó casi al unísono:

—¡Eso, eso, no tenemos sitio!

—¡Vamos a ser generosas! —corrigió comedida la regente temiéndose lo peor, y que lo peor, además, comenzase por ella misma—. Le concederemos asilo por esta noche y le daremos algo de cena. En cuanto amanezca deberá partir, pues aquí hay niños y no hay espacio para tanta gente.

—¡Eso, eso, que se quede esta noche! —respondieron casi en coro las restantes ratas del grupo que no deseaban contrariar a su jefa y todavía menos a su pretendida invitada.

Vara se sentó junto al fuego y bosquejó un bostezo involuntario que generó mucha alarma e incertidumbre entre las ratas de agua. Estas mantuvieron su espacio y le aproximaron algo de alimento que no desagradó en exceso a la serpientita, pues, aunque el menú contenía algunos pétalos de diente de león, lo sustancial eran insectos y pequeños pececillos parduscos o asalmonados, algunos de ellos ya malolientes. Después de la cena, Vara se despidió de la colonia de roedores con un «buenas noches» bastante afectivo que fue replicado de forma masiva e inmediata por casi todas sus anfitrionas, ante el temor nada desdeñable de verla encolerizada. Tras esto se hizo un silencio casi absoluto, pues pese al hábito nocturno de estos roedores, esa noche todas descansaron para no levantar sospecha alguna que pudiese alterar el sueño de su temida hospedada.

Las casi doce horas en que la oscuridad mantuvo secuestrada a la luz, permitieron un sueño plácido y blando a la serpientita. Sus sueños contenían la imagen de sus progenitores que se mostraban satisfechos de la forma en que se desenvolvía su querido y único vástago. Vara, pese al temor nada disimulado de sus hospedadoras que no conseguían conciliar el sueño, se sumergía en un paraíso de bondad, donde todo el mundo pudiese vivir en una paz de equilibrio, con el mínimo desgaste para todos los seres que habitaban la Tierra. En sus sueños alzaba el vuelo como una paloma, se sumergía en los lagos como una perca, recorría los grandes espacios sin necesidad de arrastrarse, como lo haría un gran lagarto de la pradera. Su sueño era placentero cuando le sorprendió la derrota de la oscuridad con el nacimiento de un muevo y luminoso amanecer.

Cuando abrió los ojos, el campamento de roedores estaba ya soliviantado.

—¡Buenos días! —dijo la serpientita casi al mismo tiempo que bostezaba, mostrando involuntariamente su lengua bífida que tanto asustaba a las ratas que le acogían.

—¡Buenos días! —respondió la jefa del cado que, sin embargo, no se adelantó ni un solo segundo a los buenos días generalizado de sus temerosas colegas.

Tras este escueto saludo, se le agasajó con un pequeño y breve desayuno, compuesto de raicillas carnosas y alguna larva, que Vara degustó sin demasiados gestos de desagrado, pero que era casi una invitación a su partida.

—¡Tengo un problema! —dijo de repente nuestra viajera, lo que produjo nuevamente un fuerte estremecimiento en todos los roedores que la miraban entre impávidos y aterrorizados.

—¡Tiene un problema! —aclaró la jefa del grupo como si el resto de las ratas no hubieran podido oírla por sí mismas.

—¡Tiene un problema! —exclamaron en coro el resto de las ratas, sin poder evitar un miedo escénico que les impedía mantener quietos sus largos rabos pelados sobre el casi cenagoso suelo.

—Me gustaría… poder pasar al otro lado del río para continuar con mi itinerario —aclaró la serpientita produciendo un cierto alivio entre sus hospedadoras—, pues he recorrido ya un largo camino bordeando este riachuelo sin apenas apartarme más de un quilómetro de mi casa.

—¡Podemos ayudarte! —le tranquilizó la jefa del lugar, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para alejarla definitivamente de allí.

—¡Podemos ayudarla! —replicaron al unísono sus obedientes partidarias, confirmando la indiscutible autoridad de su jefa y el deseo de complacerla.

Se trazó un plan que pasaba por hacer una pasarela improvisada a base de ramitas de una a otra orilla, pero a Vara le pareció una obra de ingeniería que le mantendría en el lugar al menos un día más, eso contando con que no hubiera una tormenta en las próximas horas, pues dicho riachuelo tenía más bien un origen torrencial, era un canal de desagüe del lugar, apenas un río de cauce permanente. Vara les sugirió un plan más simple y que hacía más creíble y seguro su paso a la otra orilla. Las ratas formarían una fila india flotante de una a otra orilla y la capitana del campamento pasaría sobre ellas portando sobre sí a nuestra pequeña heroína suavemente anillada a su cuello, por si caía al agua, ella odiaba el agua y además no sabía nadar. Eso garantizaba su seguridad, pues solo cuando estuviera en el suelo firme de la orilla contraria, desharía el abrazo simuladamente amenazante de su presa.

A las ratas no les pareció mal la idea, con la excepción de la capitana del campamento, hizo un gesto de desagrado que no tardó en fundirse en una simulada sonrisa que sería bien recibida por todas sus comandadas y no menos por nuestra hábil protagonista. La operación, dado que el lecho del río apenas superaba los dos metros de anchura, se realizó de inmediato y resultó ser todo un éxito de coordinación y eficacia. En algunos momentos, la pasarela «ratil» se tambaleaba, debido quizás al temblequeo constante de las temerosas ratas, pero la capitana se movió sobre ellas con inaudita y prudente agilidad hasta alcanzar la orilla contraria, sin complicación alguna que merezca ser mencionada.

Tan pronto como hubieron alcanzado suelo, la serpientita se separó tiernamente de su cuello y dándole las gracias por el gran favor que le habían prestado, quizás en exceso efusiva, les prometió que algún día volvería a este lugar con algo para agradecerles tanta amabilidad. Al oír tan gentil amenaza, todas inclinaron levemente su cabeza hacia nuestra heroína y sin pensarlo dos veces regresaron nadando a su campamento.

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