Kitabı oku: «Huéspedes»

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HUÉSPEDES

HUÉSPEDES

Julio Botella


Título:

Huéspedes

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Copyright © Julio Botella. 2021

Primera edición: 04/2021

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-57-7

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

comunicacion.deconatus@deconatus.com

ÍNDICE

1. HUÉSPEDES

2. BALONCESTO

3. SHANGRI-LA

4. HEAVEN

5. REDACCIÓN

6. NANA

7. BALÚ

8. MERCROMINA

A mis hijas, Victoria y Jimena.

Se abre el telón y el autor, ilusionista, prestidigitador, mentiroso, mago pide voluntarios para sus trucos. Algunos suben obligados al escenario. Los mete a todos en un armario y de la chistera empiezan a salir palomas y conejos, sapos y culebras que recorren el teatro, salen a la calle y se pierden por ahí.

Huésped:

Vegetal o animal en cuyo cuerpo se aloja un parásito.

1
HUÉSPEDES


Invisibles como el espíritu del viento vuelan las águilas sobre nuestras cabezas. Yo las veo a veces, posadas en el poste de Elm de madrugada o perdiéndose bosque adentro, al atardecer. Hay una que planea temprano monte abajo, cruza la carretera, vuela raso sobre nuestros tejados y bate alas remontando hacia el otro lado del río, desde donde llega el traqueteo de la planta de la River Sands, un sonido que cambia con el viento, pero que siempre está ahí. Si tienes suerte y alguien te invita a cenar al Country Club, entre el tintineo de cubiertos y copas, por el ventanal puedes ver, más allá del hoyo siete, el resplandor de los focos iluminando el turno de noche. Algunos vecinos, ancianos o padres primerizos, se siguen quejando del ruido, pero en el laberinto administrativo del condado de Hamilton los trámites discurren sin prisa.

Desde la ventana de vuestro cuarto veo en la penumbra la camioneta de Frank Hagen al ralentí. Una, dos, tres, su casa es la cuarta a la izquierda. En invierno Frank madruga para esparcir sal por calles y aparcamientos y quitar la nieve acumulada durante la noche. Su camioneta expulsa cristales azulados por el depósito atornillado atrás mientras por delante la pala hidráulica arroja la nieve a los lados de la carretera. Cuando llegamos aquí, a este mundo nuevo y desconocido, Frank y su mujer, Linda, nos ayudaron ofreciéndonos su hospitalidad y acogiéndoos a tu hermana y a ti por las tardes después del cole, hasta que mami o yo llegábamos a casa, aunque a ella nunca le gustó que pasarais tanto tiempo con sus hijos. «Cinco minutos más porfa», susurras desde la cama. En cuanto amanece sobre su tejado y el sol incendia las copas peladas de su lado de la calle, bajo deprisa para quitar la cafetera del fuego y ver desde la cocina cómo se tiñen de rojo también las del nuestro. Después bajáis las dos. Tú distraes unas oreos en el tazón de leche mientras ella unta una tostada. Tú retuerces entre los dedos una goma del pelo mientras ella bebe su zumo. Tú te vas al cole mochila al hombro protegiendo tus secretos con un gruñido malhumorado mientras ella te sigue con la suya, en silencio. Espero que Frank tenga suerte y le concedan el crédito que necesita. Es un buen tío.

Friego mirando las ramas tronchadas por el viento, tendidas sobre la nieve como signos de puntuación en una hoja en blanco. Veo las huellas dejadas durante la noche por los conejos, junto a la valla, al abrigo de búhos y lechuzas. El jardín tiene una vida fascinante que me hubiera gustado poder compartir contigo este invierno, chiqui, y espiar juntos a los animales nocturnos, pero ahora, después de lo que pasó anoche, ya no es posible. Cierro el grifo y me seco las manos con cuidado, sentado frente al corazón de chinchetas de colores que hiciste al llegar aquí, en el corcho de la cocina. Las tengo asquerosas de tanto montar muebles de Ikea en nuestro nuevo hogar, de tanto rozarme las ampollas y los sabañones en los bolsillos del vaquero y de tanto remojarme las llagas en grasa y detergente cada mañana. Me las vendo despacio y tomo algo para la resaca. Anoche bebí y hoy tengo el alma como el puto fregadero. He vuelto a soñar con puertas solitarias que se me ofrecen para atravesar su umbral y desaparecer por ellas. La de esta noche era la de un remolque caravana plantado en medio de la nieve, plateado, deslumbrante. En el sueño el aire soplaba metálico. La casa huele a café frío. Después de lo de ayer, lo mejor será acercarme a casa de los Hagen y tener un gesto con ellos, aquí hay que guardar las formas. Les haré una tortilla de jalapeños. Como en la nevera no quedan ni huevos ni jalapeños ni cervezas ni nada, me voy al supermercado.


Cuando enciendo el motor veo más huellas en la nieve alrededor de la basura e imagino al merodeador hambriento husmeando en busca de los restos. Un mapache, una zorra, lo que sean. Espero a que se caliente este cacharro de segunda mano recordando tu cara radiante anoche, cuando vinieron a buscarte tus amigos. ¡Por fin! ¡Hacía tanto tiempo que no salías con ellos! Apartar los deberes y bajar a saltos la escalera fue todo uno. Allí estaba Scott, el pequeño de los Hagen; y Holden, el tirillas de pelo a lo estrella del pop que te ronda y que hasta ahora no se había atrevido a asomar la jeta aquí dentro. Y también Sean, el mayor de los Hagen, con un amigo. «Claro que te doy permiso, chiqui, anda, sal y disfruta». Me abrazaste a escondidas, te calzaste tus botas nuevas y salisteis los cinco en busca de Gwen, la que disimula su ortodoncia y sus espinillas a base de capas de maquillaje, y de Sandy, que se pasa las tardes en casa de Gwen y va para tía buena de la pandilla. Arranco y conduzco despacio por la carretera sobre las bolitas de sal azuladas, los regueros de agua y las alimañas aplastadas. Paso junto a un ciervo atropellado y reventado entre la nieve apilada en el arcén. ¿Te acuerdas de nuestro ciervo? Una mañana de nuestro primer otoño aquí fuimos a pasear temprano junto al río y surgiendo de entre la maleza apareció ante nosotros un ciervo joven y majestuoso, fuerte y delicado. Se paró para observarnos un segundo y de un salto, ciervo de cola blanca, se hundió en la niebla. Fue un instante mágico.

Pero anoche, cuando quise darme cuenta, ya estabas de regreso. Te escuché subir corriendo las escaleras en busca de tu hermana. Escuché sus gritos en cuanto empezó la pelea. Otra vez. Algo debía de haberte pasado con la pandilla, pero me dio igual, porque cuando aparecí en vuestro cuarto tú ya destripabas con unas tijeras su peluche favorito, el que la había acompañado en nuestro viaje hasta aquí. Me hirvió la sangre, se me nubló la mente como siempre y estallé. Aún retumban en mi cabeza los gritos mientras empujo el carrito en el supermercado. «¡Ni por favor por favor papá ni hostias! ¡No, no hay perdón que valga, no hay papá por favor! ¡Y no llores, no llores y no me grites, hostias!», te gritaba zarandeándote. Algo debía haberte pasado, sí, pero de eso mi mente no quería saber nada. En el supermercado suena una melodía tintineante, con campanillas y cascabeles, pero no la oigo, porque ahora estoy parado, viendo en la puerta de una cámara frigorífica el mismo reflejo de anoche en el cristal de vuestra ventana, el rostro de un ser furibundo rugiendo en vuestro cuarto. Mi rostro.

Cargo la compra en el coche y como aún es pronto enciendo la radio y regreso dando una vuelta por el otro lado del río. Bajo el puente, una barcaza se abre camino despacio entre el vapor que desprende el caudal y los bloques de hielo que se arrastran corriente abajo. En la emisora hablan de la sonada victoria del equipo local contra los Ravens, pero lo que yo escucho es tu voz. «Papi, me das miedo», dijiste antes de escaparte. Me acertaste de lleno y me quedé allí paralizado, mirando desde la puerta de casa cómo desaparecías en la oscuridad, escuchando tus pasos en la nieve y tu llanto llegando a través del aire que soplaba helando los porches. Me quedé allí hasta que sólo quedó el zumbido de la procesadora de la River Sands y entré.

Tienes razón, chiqui, no puedo dejar que la ira me nuble el pensamiento, cambie mi cara y te asuste. No puedo dar golpes, ni gritar, ni obligarte a soportarlo. Os he dado miedo a tu hermana y a ti demasiadas veces. Como el día que te arrepentiste de haberle pegado demasiado tarde, o cuando no conseguí ese trabajo que tanto necesitábamos y os machaqué con mi frustración y mi rabia hasta haceros sentir indignas.

Tras el puente, la carretera serpentea entre lomas arboladas, naves industriales, casas solitarias, comercios, explotaciones agrícolas, lo que sea. Paso junto a los almacenes de sal, que emergen a los lados redondos como platillos volantes abandonados en la nieve por sus tripulantes. Paso junto al «Citylights», el único bar de los alrededores donde tomarse una copa con Frank por las noches. La radio empieza a chirriar y cambio de emisora. Paso junto al vivero, que en esta época del año sólo vende ornamentos de piedra para jardín, fuentes, enanitos, ángeles, vírgenes, todo expuesto junto a la carretera en filas cubiertas de nieve. Todo petrificado, todo muerto. En la radio hablan del acosador que merodea por los colegios del condado y que tiene en vilo a la población local. Paso por un tramo sinuoso dejando atrás una salida, y otra y otra más. Tras cada curva los desvíos dibujan nervaduras de asfalto que se ramifican por entre el inmaculado dominio blanco, el laberinto donde caza el águila.

«Papi me das miedo». Como el que os di la noche que sonó el teléfono y era mami llamando desde un bar donde se tomaba una copa con los compañeros del trabajo. Al colgar descargué la tormenta cuando intentabas que tu hermana no me molestara con sus carantoñas. «Shhh… calla, que papi se va a enfadar», le decías intentando evitar lo inevitable. Sorbiéndoos las lágrimas me confesasteis después que os daba miedo quedaros a solas en vuestra propia casa, con vuestro propio padre, conmigo. En la radio suena ahora Supertramp. En la orilla del río yacen apiladas las canoas del área recreativa, canoas que las familias alquilan en verano, cubiertas ahora también de nieve. «Papi me das miedo». Me gustaría poder olvidar la primera vez, Dios mío, cuando dándote la papilla cucharada a cucharada, siendo tú aún un bebé, me desesperaste y hasta yo mismo me asusté al escuchar esa bestia temible y cobarde salir rugiendo de mi interior, tensando mis músculos, erizándome el cabello, gobernando sobre mis rasgos y cebándose con una víctima débil, indefensa, inocente, sentada en una trona forrada de hule. Contigo.

Se me empañan los ojos y cuando la sal de las lágrimas me llega al paladar tengo que parar, justo al pasar frente a la planta de la County River Sands, una inmensa explanada con pirámides terrosas coronadas de nieve, con cintas transportadoras arrojando arena y tierra sobre los montones, entre volquetes y excavadoras que van y vienen, entre casetas por las que trajinan hombres con las manos enfundadas en gruesos guantes. Apago el motor y dejo los intermitentes puestos, tic tac, tic tac, ese tintineo metálico, tic tac, tic tac. Las manos doloridas me palpitan bajo los guantes, pegados ya al vendaje de tanto apretar el volante.

¿Recuerdas el día que llegamos? Max, el perro de los Hagen se metió en casa mientras descargábamos las cajas y así conociste a Scott, que llegó en su busca. Él te presentó a los demás y a los pocos días ya pasabas de jardín en jardín como una ardilla. Te dejaron una bici vieja que llevasteis a arreglar y con ella ya podías ir al parque, a la tienda de la carretera o incluso, pasada la antigua vía del tren, hasta el canal. Poco importaba que no hablaras el idioma, la empatía de la inocencia bastó para que encajaras. Y después encajó también tu hermana, aunque a ti no te hacía gracia tener que compartir tu nueva pandilla con ella. Para septiembre, cuando se celebró la fiesta de final del verano, ya conocías a todo el mundo y te perdías entre la multitud haciendo cola en las atracciones o enseñando a tus amigas la bolsa de agua con un pez que te ganaste de premio explotando globos con un tirachinas. Hacía un día radiante, humeaban las hamburguesas en la parrilla, el aire caliente agitaba los banderines tendidos desde la pérgola del parque y la chavalería disfrutaba enloquecida de la fiesta. Al pez le pusiste «Bubbles».

En la planta ha finalizado el turno de noche y los hombres van saliendo. Uno se aparta de los demás, se quita los cascos de insonorización y se despide del guarda. Lleva gorro de lana, gafas oscuras y barba y se sube a una vieja Explorer. Él también atiende a la descripción del acosador que han dado por la radio. El sospechoso puede ser cualquier trabajador honrado, con los mismos problemas y preocupaciones que todo el mundo: una madre enferma, un trabajo de mierda, demasiadas facturas o simplemente nadie en casa a quien contarle ni lo del insomnio ni todo lo demás. Arranca y se marcha confundiéndose con el resto de vehículos que transitan dibujando rastros bajo la nieve. Arranco.

¿Y tu primer baile aquí? Seguro que no lo has olvidado. Justo cuando ibas a sentarte a descansar en un banco con tus amigas, sonó una lenta y Holden, el tirillas, se acercó, rojo como un tomate, y te pidió el baile. Las centellas luminosas de la bola de discoteca convirtieron la penumbra del gimnasio en un universo mágico que por fin giraba a tu alrededor. Suspiraste tan hondo sobre su hombro que desde entonces, las tardes que el chaval acaba rápido los deberes, se las pasa calle arriba, calle abajo, en patín, en bici, botando un balón, corriendo, caminando solo o con Scott y te invita a jugar al baloncesto, a bañar a su perro, a buscar ranas al canal. Hasta ha merodeado con la pala de su padre al hombro por si yo le pedía que quitara la nieve de nuestra entrada. Pero mientras bailabais, las lucecitas también recorrían las caras de tus amigas en la oscuridad, aflorando sus miradas de estupor, despertando el latir de la envidia.

De regreso paso por donde Manny, con su cafetería y su taller mecánico, con el viejo cartel colgado sobre una cabeza de tiburón de plástico. Bajo la nieve el local tiene un aire irreal, como de perdido en el tiempo, con sus bombillas de cabaret rodeando el falso trofeo de pesca, con los viejos surtidores de gasolina años cincuenta, las máquinas expendedoras inservibles, los anuncios oxidados y los coches de choque antiguos reconvertidos en jardineras. Oí que Manny padre, aparte de excéntrico, de joven fue un gran pescador y que de unas vacaciones en Florida se trajo una cabeza de tiburón de verdad. Una cabeza enorme. Pero de aquella cabeza, la verdadera, al parecer sólo queda la dentadura, que además Manny perdió años después en una partida de póker. La de ahora es de pega. Veo camionetas aparcadas y tras las ventanas de la cafetería los de la planta procesadora desayunan y ríen entre bromas. Por aquí no hay colegios. La decoración retro del lugar en realidad es un reclamo comercial del negocio de antigüedades y trastos viejos que Manny ha puesto justo detrás, siguiendo la flecha con la palabra «ANTIGÜEDADES». Giro y entro por el camino cubierto de nieve que indica la flecha, internándome tras una arboleda. Por matar el tiempo.

Un domingo, por Navidad, llevé a tu hermana a casa de tu amiga Sandy para que pasara la tarde con su hermana pequeña. Se llama Jill, ¿no? Aburrida en casa, tú convenciste a mami para salir a dar una vuelta al centro comercial y recorristeis juntas las galerías entre música de villancicos, entrando y saliendo de todas las tiendas sin decidirte por nada. Te probaste seis pares de botas, te cambiaste la goma del pelo quince veces de sitio, dudaste entre cuatro fundas nuevas para el teléfono móvil, contaste hasta diecisiete Santa Claus con sus campanas, once globos flotando sueltos en el techo del centro comercial junto a las rejillas de ventilación, con sus cintas colgando, y durante los veintitrés minutos que te aburriste sentada mientras mami se tomaba un café y te hablaba de la vida, te fijaste en todas las niñas que iban de la mano de sus padres. Y de repente lo viste: tus amigas tomando un helado con tu hermana pequeña, con Jill y con el resto de tu pandilla. No lo podías creer, se te nubló la mente, como a mí, mientras el veneno te entraba gota a gota. Así funciona. Tu hermana reía las bromas de los mayores ajena a estar siendo el vehículo de una venganza infantil. Te estaba robando los amigos. Se iba a enterar. Bastaron entonces unas cuantas tardes apáticas tirada en el sofá para que una avanzadilla de la vida adulta se atrincherara en tu alma arrinconando para siempre tu bendita inocencia. Una de esas tardes Bubbles murió y cuando lo enterramos junto a la puerta de la cocina, enterramos mucho más en su pequeña tumba. Yo me tuve que esconder en el baño para que no me vierais llorar. Gota a gota entra, sí señor, así entra.

Tras pasar la arboleda me detengo junto al almacén de antigüedades. Hay otro Explorer cubierto de nieve aparcado junto a la entrada. Las huellas dejadas por el conductor están suavizadas por la nieve caída durante toda la noche. Llamo a la puerta, pero no abren. Miro por las ventanas y veo las sombras polvorientas de cientos de trastos. Aporreo la puerta varias veces, toco también en las ventanas y espero un buen rato, pero como nadie da señales de vida y no abren, me dispongo a abandonar. Entonces escucho el graznido de un águila justo encima de mi cabeza, miro al cielo buscándola, pero sólo veo una capota plomiza de nubes que avanzan deprisa arrancando tonos metálicos al terreno junto al almacén, un pastizal pelado, oculto a la carretera por la arboleda que lo rodea y cubierto totalmente de nieve virgen. Al fondo se distingue un montículo en el que no había reparado antes, una elevación del terreno circular sobre la que se levanta un granero destartalado entre troncos de árbol secos. Lo observo en silencio. Comienza a silbar el aire entre las ramas peladas de los árboles. Sopla más fuerte, arrancando ráfagas de nieve en polvo que serpentean sobre la ondulante superficie helada. Sopla más fuerte aún, aullando, y me empuja hacia el montículo.

Cuando anoche te encontró mami por fin, llorando a la entrada de la tienda de la carretera, a ella sí le contaste lo que no me contaste a mí. Lo que había pasado en casa de los Hagen. Le contaste que tus amigos no querían jugar, sino sólo hablar de cosas, de «esas» cosas. Le contaste que mientras tú te hacías la tonta y jugabas con Max, los demás se pusieron a fumar. Y a beberse las cervezas de Frank. Le contaste que al principio te sentías rara, sólo eso, pero que cuando empezaron a hablar de tu hermana te diste cuenta de que a los chicos no les interesabas tú, sino las demás, incluida ella. Te habían estado utilizando. Le contaste a mami que entonces tuviste miedo y que huiste enrabietada tropezando en la entrada con el jarrón favorito de Linda, el que compraron ella y Frank durante una escapada romántica a Memphis. Sí, ese jarrón de porcelana, más maceta que otra cosa, con forma de Elvis tocando la guitarra. Le contaste que se rompió vertiendo la tierra en la moqueta. Y que te fuiste dando un portazo. Todo eso le contaste a mami, pero lo que pasó después en casa no se lo contaste, que subiste corriendo al cuarto de tu hermana para avisarle sobre los chicos de la pandilla. Pero tu hermana se rió en tu cara pensando que te movía la envidia, se burló de ti y tú explotaste. La frustración y la impotencia te hicieron hervir la sangre y pasó lo que pasó. Así es como funciona.

Camino hundiendo las piernas en la nieve. El viento levanta ráfagas que me azotan desde todos lados, golpeándome en la cara como agujas heladas y silbándome al oído mientras las sombras de las nubes se deslizan arremolinándose en torno a mí y el reflejo de luz me obliga a cerrar los ojos. Cuando consigo ver de nuevo, ya estoy al pie del cerro, al abrigo del viento. Me detengo sudando como un gorrino y veo que la vegetación a mi alrededor esta tronchada, aplastada y cubierta de nieve por la ventisca fantasmagórica. Sólo se tienen en pie, milagrosamente, algunos cardos altos, erguidos como vigías que mecen temblorosos, esponjosos copos de nieve clavados en los pinchos de sus flores secas.

Yo sé que no sólo tuviste miedo por tu hermana, chiqui, sé que también tuviste miedo por ti, por no tener el cariño de tus amigos, que te compensa el que yo te arrebato cada día en casa. Tuviste miedo, sin saberlo, de que sin uno ni otro, al crecer te fueras a perder de ti misma como me perdí yo. Erré el tiro, chiqui, no debía haber descargado mi cólera sobre ti, sino sobre mí. No te odio, hija mía, te quiero y me enfurezco porque me veo en ti y no sé cómo ayudarte.

Arriba del cerro el interior del granero se abre amenazante y oscuro por el hueco del portón desmoronado, como si fueran las fauces abiertas de una fiera sobre sus dominios. Subo la pendiente, miró hacia atrás y veo el rastro que he dejado a mis espaldas. Contemplo, al final del camino emprendido, a mis pies, la balumba de huellas de todo tipo dejadas allí arriba por ciervos, coyotes, mapaches, conejos, ardillas, zorros, aves, mofetas, zarigüeyas y qué sé yo cuánto bicho más. El registro silencioso de la vida invisible. El aire sopla de nuevo entre las ramas de los árboles secos que flanquean la ruinosa construcción y silba contra los tablones de la pared del fondo. Escucho entonces algo que me hace estremecer, un tintineo metálico, un cascabeleo justo detrás, el mismo sonido metálico de mi sueño. Rodeo el granero y a sus espaldas me encuentro, abandonado, el remolque caravana, plateado, deslumbrante entre la nieve que cubre sus ruedas, se amontona a los lados y corona su techo. Con su puerta cerrada esperándome en silencio para que la abra y desaparezca por ella y una cadenita que tintinea colgando del picaporte. Quizás de ahí colgó alguna vez una llave. La nieve cruje bajo mis pies cuando me acerco. Limpio con el brazo el recuadro de un estrecho ventanuco y veo lo mismo que vi anoche en el reflejo de la ventana de vuestro cuarto: mi monstruo furibundo y cobarde blandiendo entre rugidos frente a su hija las tijeras que le acaba de arrebatar.

Entonces giro el picaporte. Adiós chiqui, me voy. Yo también tenía un mundo inocente y confuso, pero al crecer se desmoronó igual que ahora el tuyo y me quedé tan solo como lo estás tú ahora. Así albergamos el dolor y la rabia, el miedo y el rencor que ahora estoy condenado a traspasarte. El odio, chiqui, un odio que se aloja en nosotros y nos usa como huéspedes para sobrevivir pasando de unos a otros. De repente unas ramas se agitan y el águila que no conseguí ver antes aparece ahora desplegando sus alas, enorme y majestuosa, y emprende el vuelo aleteando sobre mí. Pero la puerta no se abre, chiqui, la puerta está cerrada. No hay escape. Este es mi rastro, hija, la herencia que no sé cómo evitar legarte. Así que vete, vete que estás mejor sola en la oscuridad de la noche que con este niño rabioso y descontrolado, ofendido y cruel que se ha convertido en tu padre. Esta bestia solitaria y febril que husmea entre la nieve y el hielo buscando un huésped al que traspasar su condena. Un huésped que no seas tú.


Cuando llamo al timbre de los Hagen, escucho a Linda a través de la puerta mosquitera, pero ella a mí no me oye porque está al teléfono. Espero en el porche. ¿Hace un mes? ¿Embargarnos la casa? Entra en el recibidor y mira la mancha en la moqueta mientras encaja lo que esté escuchando, intentando que la dejen hablar. Hay ciertas cosas que sí se tramitan con celeridad en el condado de Hamilton. Finalmente confirma, doblegada, que avisará a su marido sobre no sé qué de un último plazo, repara en mí y abre. Sin saber qué hace el vecino en su casa, el padre de la friki, el que se lleva por las noches a su marido a beber por ahí, con algo humeante envuelto en papel de aluminio.

Sin saber que mendigo comprensión y perdón para ti.

Qué va a saber, si cuando Frank regrese del trabajo discutirán como siempre, habrá bronca como siempre, él beberá y la tomará con los chicos como siempre. ¿Tendrá suficientes ansiolíticos en casa?

Desde la orilla opuesta del río, del otro lado del bosque, llega el ruido de la procesadora de la River, un sonido que cambia según el viento pero que siempre está ahí. Un águila vuela sobre nosotros. ¿Sabrán los conejos que atraviesan de noche los jardines, que van dejando un rastro de blancas, nítidas, inmaculadas huellas?

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172 s. 5 illüstrasyon
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9788417375577
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