Kitabı oku: «¡Arriba corazones!»

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Primera edición

D. R. © 2019, Julio César Magaña Ortiz

Editorial Página Seis, S. A. de C. V.

Teotihuacan 345, Ciudad del Sol

C. P. 45050, Zapopan, Jalisco.

Tel. 52 (33) 3657 3786 y 3657 5045

www.pagina6.com.mx

Se editó para publicación digital en septiembre de 2019

ISBN 978-607-8676-21-7

Hecho en México


«Siempre listos, realmente significa que siempre estamos listos para despedirnos de un miembro de nuestra familia. Pero cuando llega el momento de enfrentar ese vacío, cuando realmente te das cuenta de que no volverás a ver ese rostro otra vez, no tocarás esa piel, ni sentirás su calor, ni escucharás su latido… es entonces cuando la pregunta es: ¿estamos de verdad listos?»

Para Juan Carlos.

Aun con el corazón roto eres mi fortaleza.

El frío cala hasta los huesos. Jamás había enfrentado este frío. Miro al cielo como en aquel sueño en donde lloviznaba en aquella formación de salida, en la que ya no estabas en la meta esperándome.

Gracias por haber venido conmigo, Sandra. Gracias por tus porras en la distancia, Juan.

Mamá, gracias por estar a mi lado.

¡Arriba Corazones! está dedicado a todos los que estuvieron con nosotros en los últimos días de vida de mi madre, Juliana Ortiz Balleza. A los que caminaron la vida a su lado y a los que lo hacen al lado de la de mi hermano y la mía.

El cáncer es un enemigo implacable. Sueño con el día en que sea derrotado. Sin embargo, por poderoso que sea, no nos impide convertirnos en seres de luz, como lo es ella ahora.

Nos volveremos a ver.

Noviembre 2015, Philadelphia, E U A

¿Cómo llegamos aquí?

15 de enero de 2015

«Listos los boletos», fue el aviso que hice a mi madre para asistir juntos a un concierto. Acabábamos de pasar el fin de año y, dos meses antes, regresamos de Europa. Fue su primer viaje trasatlántico y en el que tuve la oportunidad de verla feliz en lugares que nunca imaginó visitar.

«De la emoción, casi me caigo de la silla…». Aún tengo ese mensaje grabado en el buzón de mi celular, y lo escucho de vez en vez para recordar su emoción. Asistiríamos al concierto de una banda mexicana de música de viento que para estas fechas se destacaba como una de las más populares en el género. Habíamos intentado ir a verlos anteriormente, pero por diversas causas no lo habíamos logrado. Esta vez quedaban pocos días para la presentación, así que alcanzamos los últimos lugares disponibles. Volé a México el sábado 17 por la mañana, exclusivamente para ir por ella.

Manejé hasta el Auditorio Nacional de la Ciudad de México con suficiente tiempo para poder quedar estacionados cómodamente y así evitar caminar de más. Como nos quedaba tiempo suficiente para el evento, le pedí que me acompañara a un centro comercial cercano. Tomamos un taxi, y después de ello, caminamos unas cuadras hacia la estación del metro Polanco de regreso. Al pasar por la avenida Ejército Nacional, frente al hospital Español, nos preguntamos cómo serían los consultorios, sin imaginarnos que unas semanas después nunca llegaríamos a la cita que tendríamos ahí con el Dr. Isidro Minero. A mi madre le gustaba caminar a mi paso y a veces trataba de ir más rápido que yo.

—¿Llevas prisa? —le pregunté.

—¿No hay necesidad, verdad?

—No, disfruta el sábado, hoy Polanco está muy tranquilo y tenemos tiempo.

Bajamos las largas escaleras eléctricas del metro, recordando aquellas en París donde teníamos que pegarnos al lado izquierdo para que los apurados parisinos no nos empujaran enfurecidos por ir estorbando.

—¿Te acuerdas? Pégate a la derecha para no estorbar.

A propósito quise pasar por esa estación para que viera la escalera musical montada meses atrás. Una copia de algún lugar de Europa, en donde al pisar cada escalón se emite una nota musical; los pocos viajeros en sábado podíamos disfrutar del sonido sin la prisa tradicional de la semana. Avanzamos una estación y nos perdimos al momento de encontrar la salida. Ya oscurecía e incluso me parecía peligrosa la salida por la cual regresamos a la superficie para caminar hacia el auditorio. Fue tanto mi nerviosismo que le hice pegar tremendo brinco para cruzar la calle y evitar que un automóvil nos arrollara. Un poco más tranquilos por ver movimiento y luces, nos dirigimos a nuestro último evento. Fue una noche como muchas que tuvimos juntos. Cantamos, gritamos, me preguntaba las canciones: «¿esa cómo se llama?», «¡esa me encanta!».

Estuvimos cerca de cuatro horas, y como siempre lo hizo conmigo, gustosa me acompañó a cenar unos tacos. Yo no puedo entender hasta el día de hoy ir a un concierto y no concluir la velada haciendo esto. Es un ritual que no puede faltar, y cuando no ocurre, siento incompleto el evento.

Regresé el domingo a Guadalajara habiendo cumplido con ella. Una noche juntos, no importaba la distancia ni el costo, yo quería verla feliz.

Una semana después comenzó todo.

—Hijo, tengo un dolor, siento como un vacío en medio del abdomen.

—¿Ya fuiste al doctor?

—Sí, pero ya no sé qué hacer. Me dicen que tengo colitis, gastritis, madritis.

—¿Por qué no vas con Bonilla?

—Sí, voy a ir, porque los matasanos solo me llenan de medicinas y eso me deprime.

—Tranquila, ve y me platicas qué te dice. ¿Estás haciendo ejercicio? ¿Sigues en el club?

—Sí, eso no lo dejo. Ya hasta me cambiaron la rutina, pensé que eso podía haber sido porque incluso bajé de peso.

—No creo, pero bueno, veamos que dicen los doctores. ¿Me avisas, entonces?

—Sí, cuídate.

Sin embargo, fue necesaria una consulta más, aquella que cambió todo.

—Hijo, voy a ver a Gilberto. Ya pasó casi un mes y sigo con el dolor.

—Mmm… eso no está bien. Ya es mucho tiempo.

—Pienso lo mismo. Te aviso.

Lunes 9 de marzo

Trataba de volver a correr y esa noche decidí hacer cinco kilómetros. Regresé con más desánimo que relajación; con más dudas que cansancio. Entré a casa y sonó mi teléfono.

—Mi hijo, ¿cómo estás?

—Bien, todo en orden.

—¿La chamba?

—Bien, bien.

—Te escucho apagado.

—No, es solo que vengo de correr.

—Fui a ver a Gilberto. Quisiera que hablaras con él, ya me hizo el estudio, pero no le entendí lo que me quiso decir. Me dijo que le echara ganas, que venían cosas fuertes para mí, que tengo unas meta no sé qué…

Quise no haber escuchado lo que dijo. Quise creer que no había entendido y que «meta no sé qué» era cualquier otra cosa diferente a las «meta sí sé qué» que imaginaba. Los «no puede ser» pasaron por mi mente vertiginosamente.

—Yo hablo con él y le pregunto. No te preocupes.

Apenas colgué ya estaba enviando mensajes.

—Hola. ¿Cómo la ves?

—Pues tu mamá se hizo el ultrasonido. Tiene unas tumoraciones en el hígado.

—Eso no suena bien…

—Y otra detrás del páncreas. Le mandé hacer una tomografía, ya que estas tumoraciones parecen metástasis de algún otro tumor. Mientras, mantén la calma hasta tener un diagnóstico adecuado. Realmente no suena muy bien pero hay que esperar.

—De acuerdo… Gracias por estar siempre con nosotros.

Metástasis. Hígado. Páncreas. Tomografía. ¿Cómo explicas eso a alguien que te dio la vida? ¿Cómo explicas todo eso si ni siquiera lo alcanzas a entender? ¿Cómo pegas el ojo esa noche sin tener a quien contárselo?, ¿Cómo concilias el sueño si las pesadillas comienzan?

—Mi amor, ya no me dijiste si le entendí bien a Gilberto.

¿Qué le digo? ¿Le miento? ¿Me miento?

—¿Cuándo te haces el estudio?

—Pues mañana el de creatinina.

—¿Y la tomografía…?

—El sábado.

—Está bien. Lo importante es que hagamos los estudios para entender bien qué está pasando. No te preocupes de más.

«No te preocupes de más». No. Creo que pronto estaremos preocupados todos.

Sábado 14 de marzo

—Ya estoy con tu hermano en el laboratorio. ¿A qué hora llegas?

—Aterrizo a las 9:00. ¿Los alcanzo?

—Nos vemos en la casa. Que tengas buen viaje.

Ese día fue cuando noté que mi madre había bajado de peso considerablemente. La vi más delgada, un tanto cansada, pero fuerte como siempre. Seguía trabajando, manejando y haciendo su vida como siempre. Todo me parecía igual que siempre. Pero no me daba cuenta de que las cosas estaban cambiando radicalmente.

—¿Qué vas a cenar?

—No se me antoja nada, hijo, no tengo ganas de comer nada.

—¿Una sopa? ¿Atole? ¿Te traigo un pan?

—El atole puede ser… Si quieres ve por pan.

—¿Quieres ir mañana al parque a caminar?

—¿A qué hora nos vamos?

El monstruo

Domingo 15 de marzo

Fuimos varias veces juntos al parque Bicentenario de Azcapotzalco. Desde aquella primera vez nos sorprendió la limpieza y la tranquilidad con la que se podía estar ahí. Esa mañana de domingo correría un poco y ella caminaría. Ese binomio lo hicimos varias veces en varios lugares. En recorridos circulares yo la alcanzaba varias veces y así me daba cuenta del momento de parar. Pero en el Bicentenario tenía que regresar por ella, pues ahí la perdía de vista. Sin embargo, esa mañana no me sentía con ganas de alejarme, de tardarme, así que hice un recorrido corto y volví a donde la había dejado. Ella usaba una especie de turbante que le cubría la cabeza y la hacía ver elegante, con aire de gran señora, que sin duda lo era, pero que además, como ella misma lo reconocía, le permitía no tener que peinar su alborotada cabellera. Usaba una chamarra color vino que le gustaba por práctica y poco estorbosa. Imagino que llevaba su teléfono y quizá se escribió con alguna amiga durante esos minutos.

Cuando regresé no la vi e imaginé que estaría en los servicios sanitarios. Ahí la encontré, y me llamó la atención su sorpresa cuando me dijo:

—¿Cómo sabías que estaba yo aquí?

—Lo imaginé.

Después caí en la cuenta de que no se sentía bien del todo y recurrió al baño para tratar de sentirse mejor. En ese momento, ni ella ni yo lo entendíamos.

—Ya abrieron el lago al final del parque. Vamos a que lo veas.

—Es hermoso, qué bien les quedó. ¿Se puede uno meter?

—Creo que no, pero al menos puedes acercarte.

Nos sentamos en una banca unos minutos a ver el espejo de agua, casi sin ruido cercano, con una llovizna ligera y un poco de frío.

—¿Te gusta?

—Sí, mucho.

—Hijo, cuando ya pase todo esto, hay que ver si nos vamos a algún lado.

—Lo haremos.

Ir a comer con Alberto a nuestro lugar de alitas era siempre una oportunidad de celebrar. Esa tarde algo me decía que no sería así, sin embargo, acepté la invitación. Además, era un fin de semana largo por ser festivo y los resultados de la tomografía estarían disponibles hasta el lunes 16. Juan Carlos estaba en casa con mamá y yo regresaría temprano.

Pedimos lo de siempre, y mientras llegaba la comida, entró el mensaje de Juan Carlos: «Ya están los resultados».

Entré a mi correo. La comida llegó. Tomé un bocado y fue el único que comí. El reporte del laboratorio era contundente: «se identifica tumor de forma ovalada, contornos irregulares y mal delimitados que mide 6.7 × 6.6 × 5.8 cm…». Sé que soy injusto en limitar este resultado, pues en realidad la hoja carta de conclusiones da una detallada descripción del aparato digestivo del paciente, de cada uno de sus órganos con dimensiones y hallazgos. Quiero imaginar a los profesionales que hacen estos estudios sentados frente a una máquina cuando redactan este tipo de conclusiones. ¿Qué pasa por su mente? ¿Pueden ser tan fríos como para escribir esto sin pensar en la reacción del paciente o del familiar al leerlo? ¿Habría espacio para un poco de compasión o romanticismo de que pudiera decir algo diferente? ¿Se imaginan que uno pudiera leer algo distinto?: «su cuerpo ha generado una respuesta que aún no podemos comprender y que se refleja en forma de una pelotita a la cual habrá que ponerle atención de más…», o quizá «encontramos la causa de su dolor y nos unimos a usted, pues lo que viene no será fácil de entender, y menos de aceptar».

Creo que esa tarde la alegría se fue de mi vida de manera permanente. El lugar se congeló a mi alrededor. No encontraba oídos que me escucharan. El mismo Alberto estaba lejos en ese momento a pesar de que estaba sentado junto a mí. ¿Quién podía escucharme? ¿A quién le podía decir, gritar que eso no estaba pasando?

—Gil, te mando los resultados de la tomografía. Márcame.

Lloré con él en el teléfono.

—¿Y ahora…?

—Está cabrón. Lo que viene es muy difícil. Yo no puedo hacer mucho, es más casi nada. Vayan al seguro de tu mamá. El tratamiento es una operación de «caballo», de esas que duran diez, doce horas. Luego radioterapia… quizá quimioterapia.

Algo de mí se quedó ahí afuera en el teléfono. Quien regresó a la mesa era alguien diferente, incompleto, golpeado. Le pedí a Alberto que ordenara la cuenta, yo debía regresar a casa.

Al salir, el de Alberto fue el primer abrazo sincero, de consuelo, de los muchos que vendrían en las siguientes semanas.

Pedí a Juan Carlos que buscara un pretexto para vernos en mi departamento, tres pisos debajo de donde mamá tenía el suyo, en esos departamentos de Acalotenco que habían visto pasar 30 años de nuestras vidas.

Creo que conocimos la calle de Acalotenco cuando mi madre visitaba a su amiga Mercedes Mena a unos minutos de ahí. Era una calle chica, no como la actual, en que además de tener dos carriles de ida y vuelta, se pueden estacionar los coches en ambas aceras, y los grandes y pesados camiones de la fábrica de pan transitan día y noche, a veces logrando cimbrar los edificios como si fuera un temblor de aquellos en esta ciudad. Imagino que tiempo después este tránsito de unidades grandes y la necesidad de construir los complejos de edificios que hoy son tan comunes en la Ciudad de México provocaron que Acalotenco se convirtiera en la Calzada Acalotenco y diera pie a que se levantara el número 45 con sus cinco edificios de veinte departamentos cada uno.

Nosotros vivíamos en un hermoso departamento en una colonia que solo mis padres llamaban Zermeño, pues no logré encontrarla nunca en ninguna guía postal. Finalmente terminamos perteneciendo a la no muy afamada Victoria de las Democracias, que para mi infancia era conocida como «zona de menor nivel», esto para los chicos de la escuela que habitaban en la cercana Nueva Santa María o en las bellas Electricistas o Clavería, muy cercanas al rumbo. Todo esto en la calle de Yerbabuena, que no medía más de dos cuadras y que ahora, en una ironía de vanidad, ha desaparecido para dar paso a la calle de Narciso.

Recuerdo este departamento en una esquina con una entrada de un escalón y dos puertas que solo abrían cuando la ocasión lo ameritaba: la llegada de un mueble nuevo, de las mesas para un convivio o la limpieza del pasillo del recibidor. El resto del tiempo, solo se abría una hoja de la puerta y la otra permanecía cerrada con un candado en el pasador. A la derecha, una hermosa puerta de doble hoja de madera con cristales te recibía para dar paso a una luminosa estancia que incluía una pequeña jardinera como división entre la sala y el comedor. En esa jardinera mi madre siempre procuró tener alguna enredadera que seguramente escalaba por las paredes como abrazando la casa, como reconociendo el amor de mi madre hacia ella. Había tres recámaras, y hasta donde recuerdo, Juan Carlos y yo siempre compartimos la del fondo, pues aunque se podía habilitar una para cada uno de nosotros, la tercera recámara fue ocupada como cuarto de triques y posteriormente estudio, con un gran restirador en donde mi hermano hizo sus tareas de dibujo técnico en la secundaria. Ese mismo cuarto fue en algún momento recámara para nuestra primera perra chihuahueña, la Pinky, quien finalmente fue dueña de ese espacio.

Nuestra recámara compartida daba justo a la cochera, y aunque debido a la posibilidad de que por ese medio algún intruso pudiera entrar a la casa, esta se mantenía cerrada con otro candado. Mi madre me enseñó a acceder a ese patio para jugar cuando yo tendría unos ocho o nueve años tal vez. Ese fue mi primer estadio, mi primer escenario imaginario en donde las más grandes batallas deportivas se celebraban cada tarde. Había una especie de tope en forma de portería para que los autos no pegaran contra la pared y ese era para mí el marco a vencer con las pelotas anaranjadas que ocasionalmente llegaron a mis pies para patearlas. Imagino que mi madre estaría tranquila de que yo estuviera jugando en casa y no en la calle, pues la fama de la colonia era real; afuera solo había vagos y a veces los clásicos borrachos de esquina que desafortunadamente aprovechaban el escalón de la entrada como banca para beber. En una ocasión, habría tres o cuatro de estos sedientos caballeros cuando llegamos del colegio y uno se atrevió a tratar de tocar el tobillo de mi madre cuando estábamos entrando. Pobre hombre, abrió una de las puertas del infierno, pues recibió cachetadones y elegantes reclamos de mi madre, pues debo reconocer que no salió de su hermosa boca una sola palabra altisonante, claramente puedo recordar que hasta con respeto le demostró su enojo diciéndole «óigame, ¿qué se cree?». Minutos más tarde la policía apareció llevándose a los seguidores de Baco y no recuerdo haberlos visto sentados en nuestra entrada nunca más.

Yo no entendía por aquel entonces si el departamento era nuestro o no, pero mamá siempre presionó a papá para tener «algo nuestro» y así fue como llegamos a Acalotenco. A ese departamento del cuarto piso, mucho más pequeño, sin patios, ni puertas de doble hoja. A donde los muebles no entraron pero donde Juan Carlos y yo tuvimos nuestros propios cuartos. Era más chico, sí, pero era nuestro.

Ahí fue donde a Juan Carlos le pedí que bajara para hablar.

Mientras llegaba a casa, hablé con el Dr. Rafael Montufar, director médico de la farmacéutica en donde trabajaba para ese entonces en Guadalajara, pues además de su experiencia en nefrología, llevaba la pequeña división de productos oncológicos. Le compartí el estudio y se ofreció a apoyarme con sus contactos en la materia. Así que cuando llegué a casa ya tenía avanzada la conversación con nuestro médico de cabecera y al menos los estudios con una segunda opinión.

Juan Carlos no necesitó pretexto para bajar, pues mamá dormía, tal como lo venía haciendo ya de un tiempo a la fecha y lo atribuíamos a su edad y no a otra cosa. Entró al departamento y solo atiné a decirle: «no son buenas noticias».

Siempre he visto a mi hermano inquebrantable, a veces como un ser capaz de reservar la expresión de sus emociones, pero no por ello incapaz de tenerlas. Es un verdadero soldado en este sentido. Son cualidades que se heredan pero que además nos distinguen. Mamá y yo podríamos derramar una lágrima con un nudo en la garganta ante la más simple provocación emotiva de un discurso o de un guión de película; a Juan Carlos tendría que motivarlo algo más grande para ello, aunque estoy seguro que por dentro sus sentimientos se encuentran igual de estimulados que en cualquiera. Ese día vi por primera vez en mi vida el estímulo capaz de hacer que mi hermano se doblara y reventara en un llanto desgarrador.

Lo abracé. Sentí cómo se desmoronaba entre mis brazos aquel soldado implacable. Temblaba como el hermano pequeño que no tuve, como el chiquillo que me hubiera gustado proteger. Nada en esta vida, hasta ese momento, me había partido el alma de esa forma. Lo más terrible de todo es que yo me encontraba igual y seguramente él vio lo mismo en mí, pero de una manera completamente invertida. Las lágrimas apenas y salieron de mis ojos. El nudo en la garganta que en otras ocasiones ni siquiera me dejaba hablar, me permitió decir que ya estaba viendo alternativas para que la atendieran.

—Yo ya sabía que algo andaba mal. Que algo como esto se venía.

—Ya hablé con los doctores y están viendo los estudios. Si mañana no abren en el seguro, iremos el martes. Yo me quedaré en México. ¿Ya despertó?

—Sigue dormida.

—Tenemos que decírselo. Avísame cuando despierte para cenar juntos.

Entendí que me tocaría explicarlo, al menos tratar de hacerlo. Entendí que me tocaba enfrentarme a lo que viniera y buscar toda la ayuda posible. Esa tarde, entendí que me enfrentaría al enemigo más difícil que me podría haber tocado en una pelea por la vida.

—¿Qué se te antoja de cenar?

—Yo creo que me calentaré mi atole.

—Ahí hay pan. Yo tomaré solo un vaso con leche. Supongo que Juan se preparará su cereal.

—Sí, ya sabes que él con eso tiene.

Mientras bebía la leche y comía con completo desgano una galleta, pensaba en las palabras más correctas, o tal vez las más suaves y amorosas para decirle a mi madre que ahora ya teníamos un poco más claro el origen de sus malestares. Juan Carlos se notaba triste, serio, pero en realidad podría pasar desapercibida su tristeza en la media luz que teníamos en el comedor de mamá.

—¿Qué pasa?

—Llegaron tus resultados.

—¿Ah, sí?

—No son buenas noticias.

«No son buenas noticias». Vaya. Eso fue lo más atinado que tuve que decir. Juan Carlos soltó en llanto de inmediato. El nudo apareció en mi garganta y creo que sentí la madurez tomando mi vida de golpe y porrazo. Hasta entonces a lo mejor seguía viviendo mi adolescencia o mi juventud, pero en ese instante sentí que lo que se venía no era un juego infantil ni cuento de superhéroe.

Y entonces, la demostración de mayor fortaleza y estoicidad que he visto en toda mi vida se hizo presente. No en mí, no en Juan Carlos. En ella.

—Hijos, yo los he disfrutado enormemente, como ninguna madre lo ha podido hacer. Todos tenemos una línea de la vida marcada. Si la mía ya llegó a su fin, estoy tranquila.

¿Qué discurso tienes para responder a eso? ¿Qué puedes argumentar para completar o desmentirle a la persona que te dio la vida cuando solo tienes una hoja de resultados de laboratorio y dos opiniones médicas? Cuando, además, tu madre los toma de la mano a ti y a tu hermano con la misma fortaleza con que seguramente los sostuvo al dar sus primeros pasos y sin derramar una lágrima o ahogar una frase, insiste: «no los quiero ver así».

—¿Qué sigue ahora?

—Debemos ir al seguro. No sé si mañana abran.

—Haremos lo que ustedes me digan.

Acordamos que, a pesar de ser día de descanso obligatorio, acudiríamos a la clínica que le correspondía a mi madre a ver si había servicio. Los tres nos fuimos a dormir y seguramente fue la primera noche en que ninguno descansó. Aún sin poder superar el asombro de la noticia, la incertidumbre del porvenir, pero sobre todo, la respuesta de mamá, me fui a la cama.

—¿Vas estar bien esta noche?

—Esta y todas las noches que siguen voy a estar bien.

—Vamos a salir de esta juntos.

Martes 17 de marzo

Como era de esperarse, el lunes no tuvimos fortuna, pues la clínica del Seguro Social no laboró. Esto obligó a que el martes Juan Carlos tuviera que regresar a sus labores en el colegio y yo me hiciera cargo de comenzar la batalla con mamá acudiendo a la primera de varias citas médicas. A ella le gustaba que la acompañara siempre en esos casos, porque ella sobrevaloraba mi experiencia en el conocimiento médico debido a los años que trabajé como voluntario siendo técnico en urgencias médicas. Habían ya pasado años de eso, pero aún quedaba en mi corazón (y creo que se mantiene encendida) una flama de interés por la medicina. Terminé estudiando ingeniería industrial más por concluir con algo y empujado por los consejos de mi amigo Miguel Ángel Esparza, que años atrás me dijo: «vente, aquí aprenderás de todo».

Había dos razones por las cuales no había yo estudiado medicina: la primera, mi preocupación por no representar una carga económica en casa con una carrera que según yo implicaría gastos escolares por muchos años sin una compensación económica oportuna. No sé si en realidad es así, pues nunca me adentré más en averiguarlo. La segunda, quizá la que más pesó, era mi temor de enfrentarme un día al dolor, al sufrimiento, a la enfermedad irremediable en alguno de mis seres amados y toparme con la impotencia de no poder remediarlo. No me sentía y no me siento aún capaz de quedarme de brazos cruzados y aceptar una derrota de esas características.

A pesar de ello, mamá siempre me vio como «su enfermero», «su mejor doctor». Más de una vez lo dijo, y cuando debía acudir a un tema médico, siempre me platicaba y me preguntaba con seriedad: «¿qué opinas?». A veces con una risa burlona le respondía: «¿Yo? Si yo no soy médico», a lo que ella siempre respondía: «pero le sabes, no te hagas». Ella entonces me pedía que la acompañara a una cita, revisara sus estudios, o hasta analizara sus medicamentos. Pero esto era diferente. Del domingo al martes ya había leído lo más que había podido sobre los tumores en páncreas, diagnósticos, orígenes, tratamientos, posibilidades.

Con la mente ocupada en ello, y sabiendo los problemas que había en la oficina, acudimos a las 10:00 a la clínica. Para alguien que no conoce el sistema de atención médica pública, como yo en ese momento, puede sorprenderle la mecánica para acceder a una cita. El turno de mamá comenzaba a las 14:00 y a partir de ahí, la atención se iría dando en el orden de llegada. Hasta ahí todo iba bien, excepto porque la fila de pacientes podía comenzar desde muy temprana hora, y entonces, habría que esperar por horas hasta que llegara el turno. Me cuesta trabajo entender y aceptar que una persona en condiciones de enfermedad, sea cual sea, deba esperar de manera anticipada cuatro o cinco horas antes de que inicie el horario de atención, y todavía encima, esperar a que le corresponda pasar con su médico. Sin contar que no necesariamente iniciaría ahí su atención.

—¿La primera persona del turno de la tarde?

—Soy yo.

—¿Hay alguien más además de usted, señora?

—Creo que no.

—Gracias. Usted es la uno, nosotros el dos.

Eran las 10:05. Mamá no mostraba para entonces signos de mucho dolor o fatiga excesiva. Sin embargo, no podía aceptar tenerla esas cuatro horas ahí sentada. En muchos años, era la primera vez que veía a mamá como un adulto mayor. Hasta antes de esto, mamá era mi cómplice de aventuras. No me importaba llevarla de viaje a una hacienda, a una pirámide, a madrugar antes de una carrera en domingo, a un concierto o a un salón de baile. Mi mamá no había envejecido hasta entonces. Muchos se sorprendían al escuchar que mi mamá trabajaba aún, que tomaba su automóvil para ir a la oficina cada mañana o que invertía sesenta minutos al día en equipos de ejercicio en un gimnasio. Tengo amigas que envidiaban la tersura de su piel y me interrogaban sobre sus secretos para lograrlo. Ella engañaba a veces a sus futuros jefes bajándose la edad por temor a que no la contrataran por «vieja»… y lograba su objetivo (siento mucho si los ingenieros Meneses, Saldaña o Eduardo Zehaib fueron víctimas de esto, pero estoy seguro de que la calidad personal y laboral de mi mamá los convenció por encima de su edad).

Esa mañana no la vi igual. Así que la devolví a casa en un auto y le pedí que descansara, para que llegado el horario de consulta, regresara. Yo estaba en la fila de espera leyendo correos en mi móvil y atendiendo conferencias con colegas en Guadalajara y Puerto Rico, pero con la cabeza en las mil posibilidades de lo que vendría después: ¿el doctor daría un pase urgente a otro servicio? ¿Nos harían esperar semanas? ¿Sería momento de acudir a un servicio privado? Los pacientes y los correos se iban acumulando, los minutos avanzando, y la ansiedad de la espera aumentaba.

—Ya me quiero ir.

—Ya va el chofer por ti.

—Ok.

Mamá sabía desempeñar su oficio de madre de manera implacable. En ocasiones llegamos a discutir porque incluso antes de preguntarme cómo me encontraba, sus primeras palabras siempre eran «come algo». Eso a mí me llegó a desesperar porque a veces necesitaba un abrazo, un beso o una palabra suya antes que una tortilla. Pero aprendí a valorar que la energía de la comida es indispensable para seguir adelante y ella siempre se preocupó por ello. Estando lejos llegaba a preguntarme si ya había comido, pero su curiosidad no terminaba en mi respuesta afirmativa: «¿y qué comiste?». Si de casualidad había mentido al responder que sí, o si mi comida había sido algo que no resultaría de su agrado, mi mente debía trabajar rápido en un menú que nunca terminaría de convencerla, o en un simple «¿por qué?», que terminaba con el interrogatorio, pero que seguramente la dejaba con la angustia de que su «pequeño» no comía bien. Afortunadamente los comedores industriales de mis trabajos me ayudaban, pues decir que comía en la oficina era suficiente para que dijera «ah, qué bueno» (si hubiera conocido «las caldosas» en Guadalajara, seguro no lo diría). Mamá regresó a la clínica con una bolsa que le compré en el barrio del Sagrado Corazón en París y que, a partir de ese momento, no dejó de acompañarnos en este proceso, cargada con las provisiones suficientes para alimentar a su cachorro. Mis nervios, de entrada, rechazaron la comida, pero al mirarla y ver la mirada de «la jefa» pidiéndome que comiera, no me quedó otra opción que salir al pequeño patio de la clínica y comer rápidamente de acuerdo a mi costumbre.

A las 13:30 vimos llegar a su médico, el Dr. René. Hubo un suspiro de alivio en ella de saber que él continuaba en el servicio y que eso daba una aire de confianza y quizá hasta de flexibilidad por lo que pudiera ocurrir. Acto seguido, la enfermera llamó a los pacientes del turno de la tarde al consultorio dos «a pesarse».

—He bajado ya diez kilos desde enero.

—¿Segura?

—Sí.

Pasó una hora más para ser recibidos finalmente por el médico familiar.

—Señora, qué gusto verla. ¿Por qué no había venido? La veo muy bien. ¿Cuándo nos vimos por última vez?

—Hace como dos años doctor. Le presento a mi hijo el menor.

—Mucho gusto. Cuénteme, qué la trae por aquí.