Kitabı oku: «Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador»
Prólogo
A propósito de las cocinas del Ecuador
Horizonte de la cocina ecuatoriana
Cocinas regionales del Ecuador
Signos de la cocina interregional del Ecuador
Datos para una historia de la cocina tradicional del Ecuador
Influencia de la cocina española
Cocinas iberoamericanas
Cocina barroca de la Audiencia de Quito
El patrimonio culinario y la cocina internacional
Culinaria fronteriza
VI Encuentro para la promoción y difusión del patrimonio inmaterial de los países andinos, Medellín, 2005
Situación de las cocinas tradicionales del Ecuador
Unas palabras
El sabor de la memoria. Historia de la cocina quiteña
La cocina en el mundo de Joaquín Pinto
Notas sobre la cocina como patrimonio dinamizador del turismo
Pambamesa
Fanesca y rosero, aproximación semiótica
Aji, en taíno, y en quichua, uchu
Dulces tradicionales de Quito
Manual de la cocinera, repostero, pastelero, confitero y botillero, con el método para trinchar y servir toda clase de viandas, y la cortesía y la urbanidad que se debe observar en la mesa5
Las recetas de doña Doloritas Gangotena y Álvarez7
Consultas al Diccionario de la Lengua, de Carlos R. Tobar9
Persistencia de la tradición
Conclusiones
Bodegones de la cocina tradicional del Ecuador
Platos emblemáticos
La tradición del maíz de Chillo en Sangolquí
Cocinas del Reino de Quito
Recetas antiguas de la cocina del Ecuador
Prólogo
Por Santiago Páez
Hay distintas perspectivas para acercarnos al gran tema cultural de la cocina, del preparar y comer los alimentos. Roland Barthes, más como escritor deslumbrante que como semiólogo, nos recordaba que sabor y saber tienen el mismo origen etimológico, ambos términos están relacionados con la noción del discernimiento, están asociados con la idea de la discriminación de los componentes del mundo. Actuamos y transformamos la realidad que nos rodea porque somos capaces de asumir el cosmos en el proceso de asociar o disociar sabores o saberes: sin esa capacidad de discriminación, enfrentaríamos el caos, el desorden en el que naufraga el pensamiento, la muerte, en suma.
Esa acción de distinguir los componentes de la realidad, para luego asociarlos en construcciones humanas, es el gesto inicial de la cultura y es, también, el acto que caracteriza al creador –científico o artístico–, a la mujer o al hombre que sin resignarse a las limitaciones del mundo natural, social o cultural que le ha tocado vivir, recombina algunos de sus elementos para generar algo nuevo: una ecuación matemática, un poema, una sonata, un bodegón, una catedral o un plato de sopa.
Junto a esta perspectiva tan fuerte, desde la que podemos interpretar la comida como creación, se han hilvanado otros discursos menos afortunados que han visto todo lo relacionado con el cocinar y el comer como expresiones culturales cuyo valor es su calidad de autóctonas: Hay una visión acartonada que vincula los alimentos con una tradicionalidad social e histórica, y que los ata a un nacionalismo exaltado y populista. Es en este contexto que la cocina nacional se convierte en hito de identidad ecuatoriana, en parte de nuestra calidad medular de ecuatorianos, en una supuesta expresión de las más íntimas cualidades de un espíritu del pueblo que emanaría de la tierra que nos ha visto nacer. Hallamos esta perspectiva en los discursos institucionales y en los medios de comunicación de masas.
Un discurso como el descrito, que llega a la sensiblería y a la exaltación patriotera, soslaya la verdadera intensidad del hecho culinario en la cultura, en la cotidianidad y en la vida de todo un pueblo. Esta fuerza, ventajosamente, ha sido percibida con claridad y expresada con justeza por dos tipos de pensadores sociales: los etnólogos y los poetas.
Un ejemplo poderoso de la manera en que los poetas nos han inventado y entregado el tema de los alimentos, nos lo brinda el Julio Pazos, en un texto de su obra Levantamiento del país con textos libres, titulado "SANCOCHO", caldo al que se refiere el autor en varias páginas de este libro:
SANCOCHO
La hora de partir no llega.
La parte de la vida de espaldas a la nada es mayor.
En la madrugada, las cimas navegan en las nubes y
sólo nosotros
Con luces en los ojos.
El sancocho nos libera de las garras del partir.
Con ritmo secreto se precipita el caldo
Y ni siquiera fugaces trenes subterráneos,
Sangrantes cuchillos,
Nos asustan.
Una ola nos levanta y vamos de rodillas.
Ocarinas rompen el azófar del medio día.
¿Qué papel cumple el alimento –concretamente, el sancocho- en este poema? Está claro: nos libera de la muerte, de esas “garras del partir”, de esos “sangrantes cuchillos”. El preparar los alimentos y el comer, queda asentado en la anteriores líneas poéticas, es una forma –colectiva y entrañable– de exorcizar la muerte.
Pero la cocina es más, y Julio Pazos –aproximándose al pensamiento etnológico– nos muestra en este libro y en otros valiosos trabajos suyos de esas otras riquezas de lo culinario. En un texto de hace varios años, por ejemplo, nos informa que para hacer puchero, sopa tradicional ecuatoriana –que se cocina en los meses de febrero y marzo de cada año- hacen falta: 25 trozos de pollo grande, 1 kg. de res, 1 kg. de espinazo de cerdo, 1 kg. de chorizo, 500 grs. de garbanzo, 200 grs. de arroz, 240 grs. de tapioca, 12 zanahorias blancas (arachatas), 12 camotes, 3 hojas de col, ramas de cebolla blanca, 1 cucharadita de pimienta, 4 cabezas de ajo, ramas frescas de orégano, 1 rama fresca de albahaca, achiote al gusto, 60 grs. de manteca de cerdo, 60 grs. de mantequilla, 1 trozo de raspadura, 6 clavos de olor, 25 duraznos, pelados y cortados en cruz, 25 peras uvillas, 4 plátanos maduros cocinados con su cáscara y luego pelados y troceados, 3 membrillos medianos pelados y troceados (se conserva el agua de su cocimiento), 300 gramos de ciruelas pasas, 1 rama de canela, sal al gusto1.
Con estos veintisiete componentes, y luego de una larga labor, se prepara una de las sopas más deliciosas del mundo. ¿Cuál es el monto descomunal de trabajo necesario para producir y combinar esos veintisiete ingredientes? ¿Qué implicaciones culturales y sociales tiene este trabajo enorme?
Cada uno de los productos citados reclama de jornadas y jornadas de trabajo en crianza y faenamiento de los animales, en la siembra, en el tratamiento de las materias primas e insumos, en el transporte y circulación de los productos y en su elaboración final; hasta la disposición de los platos es laboriosa: “Cuidar que en cada plato vaya un trozo de cada ingrediente y por supuesto, una pera y un durazno”2. En la mesa, pues, en cada cucharada de nuestros alimentos, preparados con más o menos primor, cada día, confluyen los trabajos y las inteligencias de miles de hombres y mujeres ecuatorianos. Es ésta la riqueza a la que nos referíamos: en la cocina se condesa la experiencia productiva y creativa que nos constituye.
Con este libro –como lo ha hecho con sus poemarios– Julio Pazos no sólo hace una verdadera etnografía de la cocina de nuestro país, nos da también algo más hondo: nos muestra las matrices de pensamiento que ordenan nuestra apropiación del mundo, a partir de las estructuras que tiene nuestra culinaria.
1 Julio Pazos, Recetas criollas, Quito, Corporación Editora Nacional, 1991, p. 147. Pazos, además de ser un esforzado productor de poesía, ha trabajado, incansablemente, en la recuperación de la cultura gastronómica tradicional de nuestro país.
2 A. Darío Lara, Viajeros franceses al Ecuador en el siglo XIXI, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972.
A propósito de las cocinas del Ecuador
Hasta donde la memoria me alcanza, que no es solo la de mis años, sino la de mi padre, que nació en 1899 y siendo niño se trasladó de Pelileo a Guayaquil, se puede decir que los ecuatorianos han comido cuatro veces durante el día: el desayuno fue, en las haciendas, un locro de papas menudas con alverjas y huevo, luego un chocolate medio leche medio agua, acompañado con tortillas asadas en tiesto o con pan de huevo y manteca. Una vez que el ferrocarril introdujo cambios de costumbres se desayunó café con leche, tostadas o pan de agua, huevos revueltos, mermelada, en algunos casos caspiroleta o ponche y queso frito. En Manabí suelen desayunar hígado encebollado y en Esmeraldas, bala de plátano con café negro y queso fresco.
El almuerzo de las 12 del día sigue siendo sopa, segundo, jugo y postre. No voy a decir los pormenores de los manjares, pero mencionaré que durante años se sirvió la sopa después del segundo; cabe anotar que la gente se benefició del morocho con leche o de avena con naranjilla como postres universales. En mesas un poco más exigentes apareció el postre de frutas y otras golosinas. En la década del setenta se insistió en la Coca Cola, como bebida entre los platos del almuerzo, no diré que ese líquido misterioso contribuyó al embotamiento del gusto, porque sus devotos podrían tildarme de maestro anacrónico y enemigo de la globalización.
Entre las 15:00 o 16:00 horas solían tomar café acompañado con un pan, costumbre curiosa que sorprendería a visitantes del Medio Oriente o de Italia. Pero nadie se engañe, era un café transparente tan dulce como la miel, todo lo opuesto al expreso y al capuchino. En las ciudades, este entredía adquirió protagonismos variadísimos: en Ambato bien podía ser una fritada o unas bonitísimas; en Quito, un jugo acompañado con quesadilla o un sánduche de pernil; en Guayaquil, un helado con melbas; en Atacames, café con bolón, etc.
A partir de las 19:00 horas la merienda consistía en arroz con huevo frito o sopa de pan, alguna colada dulce o un pastelillo. No se dice nada aquí de la cena, porque su práctica y el uso de la palabra es un melindre de gente estirada. Por cierto, la pitanza mencionada favoreció a la clase media urbana y a la burguesía rural. No fue lo cotidiano de los indios de altura ni de la oligarquía ni de la alta burguesía. Quedan a un lado conventos y cuarteles, instituciones que han regulado su alimentación según estrictas normas, en un caso curiosas y en el otro poco creativas.
Hambruna no ha sufrido la mayoría del pueblo, aunque sí fallas nutricionales. Punto, este último, motivo de discusión, porque se ha dicho que la dieta carecía de proteínas, yodo y minerales, insuficiencias que provocaban tardanza en el pensar y en consecuencia, nefastos resultados políticos. Se deja este tema, el de la dieta alimenticia, a las versadas conclusiones de la Dra. Irene Paredes, que descansa en paz, y a las novedosas y científicas recomendaciones del Dr. Plutarco Naranjo Vargas.
Otra historia es la que se cuenta de pasados festines ocurridos en estas laderas de los Andes, cuando todavía dominaban los criollos de tierras y fortunas. Estas fueron las experiencias que describe el vizconde de Kerret, francés que visitó el país en el año 1853, durante el gobierno del mestizo-indio, dice Kerret, de José María Urbina. Trae la información el libro Viajeros franceses al Ecuador en el siglo XIX, de Darío Lara. Viene así el relato de la corta permanencia en Nagsiche, provincia de Cotopaxi. En ese lugar ofrecieron a la comitiva “una sopa de carne secada al sol, cocida con patatas y una agua amarillenta; era algo como para causar vómito en cualquier otra ocasión; pero, como nos moríamos de hambre, hicimos honor al plato, al que añadimos unos huevos duros y agua fresca; quedamos encantados de la cena” (Lara, 1972). Fue pues una sopa de charqui, papas y leche pintada con achiote, es decir, un locro. Comida andina, heredera de un centenario código. Pero qué encandelilló al vizconde, ya una vez en Quito, fue la invitación a cenar que recibió del conde y la condesa de Aguirre. Cito:
Espléndido palacio, frente al del Presidente Urbina. […] Al llegar a esa admirable mansión nos hicieron entrar en un inmenso salón en donde se encontraban los amos de la casa, gente muy simpática. El señor Aguirre, que había realizado una parte de sus estudios en Francia, tenía todos los modales franceses. Esa enorme pieza estaba separada por una galería en arcos de bóveda y columnatas elegantes; entre cada columna había leones y tigres disecados, así como otros animales. […] Llegamos a un soberbio comedor; toda la vajilla era de plata. Se nos hizo un primer servicio en ese comedor: todo lo que el país tiene de cacería se hallaba en esa mesa, hasta un excelente foie gras y unos diminutos pescados […] en un segundo servicio, nada más sorprendente que vernos conducidos a un segundo comedor, con platería tan hermosa como en el que estábamos; vinos los más finos y los mejores de Europa; carnes de cacería mayor y de aves deliciosas; era una cena para echarnos por tierra, absolutamente de mil y una noches. Creíamos haber terminado, cuando se nos invitó a pasar a un tercer comedor para servirnos los postres, helados y café […] Aquí todo el servicio era de oro, los vasos de cristal los más hermosos del mundo; la mesa cubierta de frutas las más variadas, sorbetes, etc. (Lara, 1972).
Como consta, también aquí, en esta ciudad de campanarios y arcángeles, los banquetes de Lúculo y de Trimalción tuvieron sus homólogos. Al frente de la casa de los condes Aguirre, medio se levantaba el Palacio de Carondelet, digo medio porque fue García Moreno quien completó su arquitectura. Poco sabemos de las cocinas de palacio, afrancesadas hasta bien entrado el siglo XX. Consta que el presidente Oswaldo Hurtado introdujo la cocina del Ecuador al protocolo oficial. Pero como ese lugar, en Carondelet, desfilan personas de talantes diversos y de inteligencias de muy curiosas características, las cosas se presentan intrincadas y la historia de la cocina de palacio, en el futuro, encontrará materia que superará el realismo mágico del célebre novelista colombiano.
Estas apostillas que aluden a la cocina cotidiana de los ecuatorianos, a un momento de la historia del país y al asunto de la cocina oficial pretenden ilustrar sobre los interesantes contenidos de la investigación culinaria. No se trata de la gastronomía, nombre que se da al refinamiento del gusto, sino sencillamente, de conocer los códigos que dan forma a la cocina del Ecuador. En otras palabras, se intenta indagar sobre la manducatoria o sustento. Es una actividad que valora e ilumina una parcela de la cultura. En fin, el afán investigativo apunta a la identidad: la culinaria refleja nuestro modo de ser y a la inversa, proyectamos el ser en nuestra culinaria. Pero, además, el pan de cada día, por la vía de la memoria y las emociones, se convierte en poesía, en esa constancia rítmica que en el idioma o en el silencio del corazón ardiente, da cuenta de la lucha frenética contra el tiempo.
2005
Horizonte de la cocina ecuatoriana
Se ha dicho que el pueblo griego se definió a partir del paisaje, de un ámbito de objetos que dieron lugar a su constitución vital y a sus creaciones artísticas. La uva, la oliva, la harina de trigo, las frutas asiáticas: naranja, dura, pera, etc., y la caza alimentaron al pueblo griego. Y no solo en el sentido de la supervivencia, sino también espiritualmente. El culto a Dionisio transfiguró el cultivo de la vid; otros dioses se representaron con plantas y animales. La cultura del pueblo griego, como la de tantos otros, totalizó y resumió los objetos de su espacio –parece ser éste un primer nivel de experiencia cultural, más tarde esa experiencia material se abstrae y trasciende en elementos intelectuales y afectivos–.
No de otra manera pueden enfocarse los rasgos de las llamadas cocinas regionales. Por una parte, conjunto de fórmulas y combinaciones, por otra, prácticas que se repiten tradicionalmente y que enlazan costumbres y frutos de la tierra.
Según Alejo Carpentier, la comida mexicana se ha universalizado, como otras cocinas –francesa, italiana, española y china– porque manifiesta una personalidad inconfundible. Los tacos, guacamoles y enchiladas expresan el modo de ser del mexicano y su vinculación con la tierra. No se entiende de otra manera, puesto que constituyen productos que asumen carácter nacional.
El tipo de preparación y los ingredientes que se combinan siguen patrones que se ocultan a los gustos de otras latitudes y es claro que los sibaritas internacionalizan su gusto por diversas razones. Saborear, en este contexto, significa sentir placer con los alimentos que se consumen, pero, sobre todo, recordar la infancia, la familia, los amigos, imaginar el huerto y el campo de envolvente olor a humus.
Por esta razón los alimentos van de la mano con los climas, las características del suelo, la proximidad de ríos y mares, con desiertos y selvas, se dan la mano con las religiones, atavismos, hierofanías, fiestas e historias individuales. Hay pues, comidas “funerarias”, de bodas, de iniciaciones y bautizos. Hay comidas colectivas e individuales, comidas sagradas y profanas, dietas curativas y banquetes horrendos. Todo lo dicho se sitúa en la preparación de alimentos.
Por esto se habla de la fanesca, de las “cosas finas” y del chagrají, se habla del mantel largo y de la papa chola, de la harina de Castilla; se habla con un léxico especial.
La comida ecuatoriana es múltiple como son diversas las culturas y las zonas de las que proviene. Tres elementos marcan fuertemente la cocina ecuatoriana: la fauna y la flora, la raíz indígena y la raíz hispánica. Los elementos árabes son curiosidades: alfeñiques y alfajores. Las modalidades “modernas” son cosas de una burguesía empeñada en parecerse a otras burguesías, de internacionalizarse en el sentido de las estrellas de cine –esta gente consume una supuesta comida francesa, hot dog, hamburguesas, salsa de tomate, pizza, y quién sabe qué otras invenciones–.
Las comidas indígenas de Oriente, Sierra y Costa conservan sus hábitos. En el Oriente la comida cotidiana enlaza yuca y plátano, chicha y frutas (coconas, anonas, cocos, limas, etc.). En ciertas épocas del año comen chontacuros y ranas. Para eventos especiales salen los varones de cacería. Atrapan guantas, guatusas, monos, armadillos, dantas, pavos silvestres, y puercos saínos.
Limpian, salan y ahúman las carnes. Las mujeres, entre tanto, elaboran las mocahuas –cuencos de fina arcilla decorados con signos mágicos– y la chicha de yuca. Mascan la masa de yuca y la amasan en grandes artesas. Llegados los varones con las carnes ahumadas, se preparan los caldos con yuca y plátano. La chicha completa la comida; en ocasiones, el maito disminuye la fuerte tensión del paladar tribal, es un pescado fresco, limpio y con sal, que se envuelve con hojas de plátano y se cocina a la brasa.
Se comprenderá que esta comida entraña la participación de todos los individuos de la colectividad, la ceremonia no solo incluye la fabricación de vajilla, sino que se acompaña con tambores, danzas y el reparto de roles de importancia.
Los indígenas de altura tienen una dieta muy sencilla: harinas de maíz, de cebada, de haba, de habilla. También melloco, quinua y papas, chochos y col. El mote y la harina de cebada son los alimentos cotidianos. En días de fiesta se ofrecen cuy asado o en locro, sango de maíz, arroz de cebada, chahuarmishqui y tortillas de maíz.
Los tsáchilas y chachis se alimentan con plátano, yuca y carne de caza. Arroz y gallina son para días de fiesta.
A parte de la cocina de las comidas indígenas orientales que ha permanecido intacta, los alimentos de la Sierra y Costa han formado, con los elementos introducidos, la cocina del ecuatoriano de hoy. La mezcla de lo europeo y americano se encuentra en cada fórmula. Los buñuelos españoles se hacen con harina de maíz; tamales y hayacas llevan aceitunas; las tortillas de papa al modo ambateño, se acompañan con aguacate, lechuga, huevo frito y chorizo; el yahuarlocro se adereza con hierbabuena. Por este estilo, sigue la mazamorra morada que involucra hojas de arrayán y naranjo, y el rosero con estrellitas de hoja de naranjo. La fanesca incluye granos americanos y europeos, además de leche y queso.
Los alimentos básicos resumen las experiencias culturales de variadísimas formas: el cerdo, que llegó de Europa, se ha instalado mágicamente en toda clase de viandas. El mote pillo al modo de Cuenca se mezcla con tocino; mazamorras, locros llevan carne o cuero de cerdo; los bolones se hacen con chicharrón. La fritada se combina con empanaditas de harina de Castilla como en la chugchucara de Latacunga, igual cosa ocurre con la carne colorada de Cotacachi.
Si se pensara en representatividad todo ecuatoriano podría señalar estos platos: cuy asado con papas, llapingachos, guatita, ceviches, corvina frita, cazuela de verde y pescado, caldo de mariscos, fritada, hornado, pernil, bolas de verde, yahuarlocro, tamales, chigüiles, maqueños hornados, empanadas de morocho o de verde, rosero, humitas, carne en palito, arroz con menestra; dulces de babaco, de chigualcán, de tomate de árbol, bollo de plátano, quimbolitos, quesadillas, torta de camote, champús, jucho y toda clase de frutas deliciosas.
Ya hemos dicho que la cocina recoge remotas presencias culturales. En torno a las viandas, por otra parte, se desarrollan diversos acontecimientos ecuatorianos. No hemos leído nuestra historia, nuestra leyenda y nuestra literatura desde esta perspectiva. No hemos liberado parte de nuestra cultura –se debe advertir que en esta empresa poco tienen que decir los gastrónomos o sibaritas y los comerciantes– sin embargo, en documentos de cronistas y de viajeros se describen los alimentos y sus presentaciones. Eliécer Cárdenas se ocupa de este contexto en su Polvo y Ceniza, también lo hacen algunos poetas.
Las chichas y el ají completan la mesa ecuatoriana. Chichas principales son la jora, la yamor, la aloja, la de morocho; otras menos frecuentes son la de yuca y la de chontaduro; otra de menos celebridad pero muy común es la de avena con naranjilla o piña y canela. Y una humilde, que va por esos pueblos, de casa en casa, es la chicha milagrosa o mágica. Las chichas pueden ser suaves o tiernas, maduras o fuertes o simplemente tóxicas.
El ají pone ángeles y demonios en labios y paladares. Los indios del Oriente muelen y deshidratan este condimento. La gente serrana prefiere el ají en salsa: se hace ají con cebolla, con tomate riñón, con tomate de árbol, con huevo duro, con chochos, con maní, con semillas de sambo y hierbas aromáticas. Las piedras para moler ají fueron célebres, dos hermosos cuadros de Eduardo Kingman confirman lo dicho. En la Costa hacen ají curtido, pescados y mariscos resplandecen con ajíes verdes y rojos. En las casas de campesinos se pone una piedra con ají y los comensales directamente van remojando sus papas en el molido.
La diversidad de la comida ecuatoriana se colorea con achiote.
La culinaria ecuatoriana, en ocasiones, se presenta como un hecho colectivo. Se necesitan muchas manos para elaborar humitas: unas desgranan, otras preparan las hojas, otras muelen, otras baten, etc. La jora necesita desgranadores, gente que prepare los germinaderos y los secaderos, que muela y que luego cocine los materiales.
Finalmente creo que esta breve reflexión busca liberar algún rasgo no visible por cotidiano de la cultura ecuatoriana. Por supuesto, creo que la liberación total vendrá cuando todos los ecuatorianos coman tranquilamente y no se pasen los días con harina de cebada y agua de canela, a la vera de los caminos, bajo un sol que sonríe para unos pocos.
1982