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Capítulo 1 La «operación plebeya» del ministro Portales 98

La Guerra Civil de 1829-1830, que culminó con el asalto al poder por parte del grupo «portaliano» o «pelucón», no fue propiamente una guerra social. Como era la norma en el Chile de aquellos tiempos, los dos bandos en disputa correspondían a grupos de élite, aunque con diferentes visiones respecto del país que se estaba en proceso de construir. El mundo plebeyo ciertamente estuvo presente en el conflicto, ya sea como tropa combatiente o como público espectador, pero no era su propio proyecto de sociedad lo que estaba en juego –con la posible pero no muy numerosa excepción del artesanado, que en los meses y años anteriores se había identificado con la facción «pipiola» o liberal–. Sin embargo, el triunfo del bando portaliano sí implicaba, como de hecho implicó, profundas consecuencias para el futuro de la convivencia social en Chile. Instalada firmemente en el timón político, la oligarquía agrario-mercantil que rodeaba al ministro Portales inició un proceso de construcción social del estado en el que los sectores populares ocuparon un lugar clara y rigurosamente definido, y no en un sentido favorable para ellos mismos. No se visualizaban allí perspectivas de nivelación social, participación democrática, o incluso derechos ciudadanos elementales. En el esquema portaliano, la plebe estaba básicamente llamada a obedecer, trabajar y, si la patria lo requería, ofrendar su sangre en los campos de batalla, todo a cambio de una recompensa simbólica cifrada en la pertenencia a una «comunidad nacional», por cierto que jerarquizada y desigual, reputada como ordenada, exitosa y progresista. ¿Qué más podía ambicionar una «masa humana» reunida por el todopoderoso ministro bajo el estigma de «el peso de la noche»?

El problema era que esa «masa humana» no se iba a prestar mansamente para semejante operación. Al fracturar temporalmente las jerarquías coloniales, la Independencia había permitido al mundo plebeyo no tanto aproximarse a la utopía del «mundo al revés» (o a utopía alguna), pero sí ganar algunos espacios de libertad para vivir la vida más de acuerdo a sus propios parámetros, e incluso, en las etapas de mayor despliegue liberal, adquirir un rol levemente más participativo dentro de las deliberaciones políticas en curso. La instalación del orden portaliano obviamente clausuraba ese panorama, reemplazándolo por otro de muy dudoso aliciente. En esas circunstancias, el estado chileno conservador iba a tener que edificarse por sobre previsibles resistencias populares, respuesta de un actor histórico convocado a ajustarse a un libreto que escapaba a sus propias preferencias e intereses.

Enfrentado a ese escenario, el orden portaliano debió partir por «desalojar» a los sectores plebeyos de los espacios políticos, ya fuesen de orden deliberativo o eleccionario, a los que los experimentos pipiolos les habían permitido asomarse. A ese desalojo de orden institucional se sumaría otro de corte más «expresivo», delineado por las formas de sociabilidad popular –concurrencia a las chinganas, pasión por los juegos de azar, «desarreglo» familiar, profusión de festividades y cultivo de los espacios lúdicos en general– que los constructores de estado consideraban atentatorias contra el orden que anhelaban restaurar. La primera fase de la «aclimatación» plebeya a ese orden, por tanto, consistió en una suerte de expulsión de la comunidad autoproclamada como «decente», y en el consiguiente levantamiento de barreras fácticas o institucionales –represión sumaria, dispositivos policiales y legales– que bloquearan cualquier prurito de retorno a los territorios ahora vedados.

Pero como un orden verdaderamente nacional no podía edificarse sobre la base de la exclusión permanente de sus clases populares, un segundo momento de la operación plebeya portaliana consistió en «domesticar» o disciplinar a los expulsos, extrayendo de ellos al menos una aceptación resignada del diseño político y social en vías de implantación. Esto suponía naturalizar conductas de acatamiento espontáneo a la autoridad de las leyes y de las clases superiores, inculcar hábitos de trabajo reglamentado y cada vez más ajenos al control de los propios trabajadores, y en general fomentar una actitud de subordinación acrítica al orden establecido. «La tendencia de la masa al reposo», una disposición que el ministro Portales consideraba consustancial al alma plebeya (o al menos así lo decía en sus escritos), era en realidad en esos momentos más bien un objetivo a lograr.

Pero no podía ser sino un objetivo transitorio. Porque si lo que se ambicionaba era reemplazar el fenecido estatuto colonial por otro igualmente hegemónico, ahora en clave republicana y «nacional», no bastaba con el acatamiento pasivo de un componente del cuerpo social que, en su doble condición de mayoritario e imprescindible para el funcionamiento colectivo, debía identificarse de manera más auténtica y profunda con dicho proyecto. Para tal efecto, lo que se requería era nada menos que un «reformateo» del ser plebeyo en función de ese imperativo, una suerte de «revolución cultural» que hiciese de la masa «bárbara», «supersticiosa» y «concupiscente» un cuerpo ciudadano en plena sintonía con las demandas de una agenda progresista, capitalista e ilustrada. Materializado ese ambicioso libreto, Chile supuestamente quedaría en una situación expectante para encarar con la frente en alto los desafíos de la modernidad, con el crédito consiguiente para quienes hubiesen conducido el proceso.

El capítulo que se desarrolla a continuación se propone reconstruir esa secuencia de «desalojo-contención-disciplinamiento» durante el primer decenio del régimen portaliano, aquel que se verificó bajo la presidencia de José Joaquín Prieto (1831-1841). Por supuesto, el ordenamiento sugerido tiene un sentido más analítico que cronológico, pues los componentes de lo que se ha denominado aquí la «operación plebeya portaliana», como cualquier proceso histórico complejo, no se ajustan a un esquema tan pulcro, caracterizándose más bien por la superposición y el aparente «desorden» de los acontecimientos. Sin embargo, se estima que un esquema de ese tipo puede resultar útil para recuperar y dimensionar bien el sentido de la política seguida por ese régimen respecto de los sectores populares, a objeto de hacerlos más funcionales a su propio afán fundacional. Dicho de otra forma, el capítulo persigue reconstruir la etapa inicial de la «construcción social del estado» bajo conducción portaliana, considerando por cierto no tan sólo las iniciativas desplegadas «desde arriba», sino también las respuestas que éstas despertaron entre su «público objetivo»: el mundo plebeyo.

1. El desalojo

Antes de cumplirse un año desde la batalla de Lircay (librada el 17 de abril de 1830), el ministro Portales expresaba a la Corte Suprema su preocupación ante el «estado deplorable» en que se encontraba la administración de justicia, a su juicio el «ramo más importante» entre los que debía atender cualquier gobierno serio y con pretensiones de eficacia. Fruto de ello, continuaba, eran las «frecuentes y amargas quejas de varios pueblos de la República por la continua alarma en que pone a sus vecinos la repetición de atroces asesinatos y robos inauditos». Sin negar la efectividad de los hechos denunciados, el presidente del máximo tribunal, Juan de Dios Vial del Río, respondía que el desborde criminal respondía, entre varios otros factores, a «la desorganización política de los pueblos», consecuencia inevitable de las convulsiones que el país venía experimentando desde 1810. Precisaba, para mayor abundamiento, que «cada revolución política arroja, como la erupción de un volcán, una lava de malhechores que por mucho tiempo permanecen cometiendo las depredaciones y atentados más horribles». Era la discordia civil la que «ponía en acción a tan infames agentes», los que al convertir sus intenciones criminales en «objetos de alta política», se «embanderaban» en los partidos, recibían armas, y «aun cuando siguen en la carrera de sus excesos, es con un nuevo colorido que los autoriza para cometerlos peores». Pasada la tormenta, los malhechores «continúan habituados con la impunidad sin máscara alguna en su ejercicio», reforzados adicionalmente por «la copia de prófugos, desertores y otros muchos desvalidos que en estas crisis de horror pierden su pequeña fortuna y carecen de arbitrios para sobrellevar sus deberes». Todo ello, concluía, no podía sino inutilizar el buen funcionamiento de la justicia, «cuyo movimiento regular sólo puede existir en el seno de la paz y del orden»99.

El desquiciamiento del orden social, reconocido y deplorado por dos de las máximas autoridades del naciente estado portaliano, era así vinculado de manera directa con la crisis del orden político. Empeñados en resolver esta última, los conductores del régimen debían por tanto ocuparse preferencialmente del primero, cuyos principales promotores se encontraban dentro del mundo popular, componente mayoritario de aquella «lava de malhechores» que tanto horror causaba al presidente de la Corte Suprema. Es verdad que, como lo ha demostrado la historiografía relativa al período colonial tardío, los sectores plebeyos nunca habían sido particularmente «mansos» frente a superiores jerárquicos o autoridades establecidas. La insolencia, la refractariedad al trabajo subordinado, la afición a las fiestas, el alcohol y los juegos de azar eran conductas populares largamente denunciadas y perseguidas por los grupos dirigentes, particularmente bajo la vocación disciplinadora inaugurada por las reformas borbónicas100. Sin embargo, la disolución de los controles políticos que acompañó la ruptura independentista, sumada a las fracturas que esta misma provocó en el bloque patricio, tuvieron el no muy sorprendente efecto de ensanchar las compuertas a través de las cuales tradicionalmente se filtraba dicha insubordinación. Junto con ello, la instauración de un nuevo orden político que buscaba legitimarse bajo el principio de la soberanía popular, sin mencionar la movilización militar impuesta por las guerras, creaba posibilidades inéditas de penetración plebeya en ámbitos antes proscritos.

Hay, en efecto, más de algún indicio de participación plebeya en los sucesos políticos que conmocionaron la segunda mitad de la década de 1820, exaltada por Gabriel Salazar como evidencia de una «democracia pipiola» plenamente asumida, o relativizada por Sergio Grez como «convocatoria política instrumental», digitada por diferentes sectores de la élite101. «El bajo pueblo», sostiene el segundo de los autores citados, «constituía una mera fuerza de choque o, como ocurría con una fracción del artesanado, masa electoral que los bandos trataban de ganar en períodos de votaciones». En esas circunstancias, «los sectores más miserables y marginales de la plebe urbana estaban dispuestos a venderse al mejor postor o, en su defecto, a seguir a aquellos que les permitiesen obtener beneficios concretos e inmediatos en un contexto político inestable»102. Pero aun si sólo se hubiese tratado de eso, no pueden desconocerse las múltiples expresiones de insubordinación social protagonizadas durante esos mismos años por tales actores, desde la proliferación de la delincuencia y el bandolerismo (incluyendo fenómenos de clara proyección política, como la guerrilla de los Pincheira), hasta la acentuación de prácticas culturales y de sociabilidad repudiadas por todos los sectores patricios, tales como las chinganas, el «vagabundaje» y diversas formas de recreación y convivencia popular103. Se ha discutido si estas expresiones, en tanto no portaban una propuesta explícitamente articulada y alternativa, importaban un desafío político real, pero los personeros portalianos parecen haberlo considerado así104. Las rebeldías subalternas, siempre preocupantes, cobraban en un contexto de crisis hegemónica una peligrosidad aumentada, tanto en los espacios sociales tradicionales como en el novedoso espacio de la política republicana y nacional.

A partir de ese diagnóstico, el régimen instaurado en Lircay implementó prontamente una serie de medidas destinadas a erradicar toda intromisión plebeya en un escenario que se quería restringir a quienes se consideraba los únicos capacitados para ejercer tan delicadas y complejas funciones. Editorializando sobre los efectos perniciosos de la Constitución pipiola de 1828, el periódico oficial El Araucano, portavoz de la opinión pelucona triunfante, privilegiaba entre ellos «la demasiada extensión del derecho de sufragio y la multitud de elecciones populares», lo que a su juicio abría excesivo campo a «las maquinaciones de los partidos». Apuntando al fondo del problema, señalaba: «el derecho de sufragio solamente debiera concederse a los individuos que sean capaces de apreciarlo en su justo valor, y que no estén expuestos a prestarse a los abusos de un intrigante, ni a ser engañados por algún corruptor, ni sometidos a voluntad ajena». «La miseria», abundaba, «hace al hombre perder su dignidad por el abatimiento del espíritu a que le reduce la escasez, por el entorpecimiento de la razón que le ocasiona la desdicha, y en este estado adquiere una propensión a usar de todos los medios que pueden proporcionarle algún interés, sin consideración a la decencia, ni a ningún respeto». Una persona reducida a esta condición «frecuentemente es víctima de las pasiones, o esclavo de los vicios, y un ser de esta clase no puede tener voto en esas solemnes conferencias en que se estipulan las obligaciones de la vida social». En consecuencia, concluía, «circunscribiendo este privilegio a los que tengan una propiedad que les produzca para una subsistencia decente y cómoda, se evitarían muchos peligros, y se disminuirían las causas de los desasosiegos»105.

«Si buenamente se anhela porque las elecciones se hagan con la propiedad que debe apetecerse», concurría en una misma línea El Mercurio de Valparaíso, «es necesario no prodigar con ligereza la acción de votar; porque los perjuicios que se originan en la práctica perniciosa de prodigarla no se irrogan como podría decirse a los traficantes en elecciones, sino a la nación y principalmente a aquellos a quienes indebidamente se les confiere la acción de votar». Estos últimos, según el articulista, «claman por la acción de votar únicamente para venderla después», lo que aparte de desvirtuar el sentido de dicho ejercicio, daba origen a todo tipo de tumultos, como supuestamente venía ocurriendo desde 1823. Por otra parte, la venta de votos hacía que los poderosos pudiesen disponer a su arbitrio de la voluntad política de sus subordinados, tal como ya se veía entre los hacendados respecto de sus inquilinos, o de los patrones respecto de sus sirvientes. «Todas aquellas personas», concluía el artículo, «que en la clase ínfima del pueblo se hallan en estado de servidumbre», no trepidaban en sacrificar un derecho electoral «cuyo objeto no conocen» a los imperativos de su «subsistencia y bienestar», lo que obviamente distorsionaba el sentido de una práctica cuyo verdadero espíritu era garantizar «la más estricta igualdad entre los votantes hábiles, para que la opinión forme los gobiernos, y no la compra de votos». En tal virtud, y en una curiosa contorsión lógica, «si el legislador sabiamente los priva de la acción de votar, no hace otra cosa más que poner el hacendado al nivel de los ciudadanos que no tienen inquilinos»106.

Un ámbito en el cual la ampliación de la ciudadanía política había cobrado particular relieve (y por tanto, desde la perspectiva pelucona, particular peligrosidad), era el de la generación de las autoridades regionales y locales, atribución que la Constitución de 1828 había radicado en las asambleas provinciales y los cabildos (lo que Gabriel Salazar ha caracterizado como la «soberanía local»)107. Como era de suponerse, esta autonomía respecto del poder central no fue bien vista por el bando portaliano, en tanto la «buena marcha» de la administración se veía «entorpecida» por instancias que a final de cuentas quedaban entregadas a la voluntad de los electorados locales. «Siendo el Gobierno obligado a velar sobre la tranquilidad pública y la conservación del orden», editorializaba al respecto el periódico oficial, «parece muy natural que todos los subalternos que le han de auxiliar en el desempeño de este cargo, deban ser de su entera confianza y satisfacción, y nombrados por él para que su responsabilidad sea efectiva». Este principio tenía la ventaja adicional de aquietar las tensiones políticas, pues con la designación centralizada de las autoridades locales «se minorarían en gran parte las causas de las convulsiones, y se evitaría el incendio de los partidos que son consiguientes en las elecciones que se verifican por las asambleas y cabildos». Es verdad que esto podía ser visto (y criticado) como una vulneración del sistema representativo, y como un ataque a los derechos de los pueblos. Sin embargo, aseguraba el redactor oficialista, «los pueblos desean gozar de una libertad organizada, y exigen un sistema de administración firme, estable y vigoroso que no les exponga a esas alteraciones que frecuentemente los inquietan». Porque a final de cuentas, «ni la soberanía popular, ni la libertad consisten en instituciones producidas por ideas exageradas»108.

Ya verificadas las primeras votaciones bajo mandato pelucón, El Araucano insistía una vez más en la necesidad de restringir la participación electoral, juicio ahora inserto en un debate más general sobre la necesidad de reformar la Constitución liberal de 1828: «hasta ahora no se ha negado que la constitución de 828 (sic) contenga principios reconocidos, y cosas comunes a otros códigos de su clase; mas esto no quita que sea defectuosa, e insuficiente para asegurar la tranquilidad pública». Prueba palmaria de ello era «ese tráfico escandaloso que se hizo del derecho del sufragio, debido a la extensión ilimitada que se dio en el código a esa preciosa facultad». A la luz de esa experiencia, quedaba claro para el periódico oficial que «la facultad de sufragar sólo debe concederse a los ciudadanos que sepan apreciarla y que no hagan de ella agente de desorden, vendiéndola a los intereses de un partido, como lo hemos visto en el año de 29, que se abrieron puestos públicos para comprar calificaciones». El solo hecho de ser chileno, argumentaba, «no basta para intervenir en esos actos sagrados de la vida social; es necesario que haya, además, alguna propiedad, y ciertas cualidades que aseguren la libre voluntad del sufragante y el recto uso del sufragio». Ello valía también para los requisitos para ser electo, que en el caso de los diputados consistía sólo en tener «un modo de vivir con decencia, sin designar cantidad», en tanto que para los senadores bastaba con «una renta de que goza cualquier artesano de segundo orden». Así las cosas, «la formación de las leyes puede encargarse, según esa constitución, a personas incapaces de servir, y de hacer respetar tan augusta función»109.

Estos juicios dieron lugar a una interesante polémica con un defensor de la constitución impugnada, quien objetó con vehemencia el sesgo «aristocrático» y autoritario que deseaban entronizar los redactores del periódico oficial. «Nuestra Constitución», afirmaba el contradictor de El Araucano, «no ha vinculado el mérito a las riquezas», puesto que no era raro encontrar «un ciudadano pobre, pero virtuoso», en tanto que no faltaban los ricos «que no se harten, y que puedan ceder en los congresos a los estímulos de su propio interés». También le preocupaba el ensanche que se les quería dar a las atribuciones del Ejecutivo, así como la supresión de las instancias autónomas de poder local: «La constitución, señor Editor, ha querido también, y no sin especiales motivos, que todos los actos de la administración se hagan con acuerdo de un consejo y no por un individuo aislado que no preste garantías y que no puede tener los conocimientos prácticos de diez o doce personas que le dirigen». En respuesta a este último argumento, el cronista oficial aclaraba que «no hemos pedido la facultad de erigir cadalsos al arbitrio de un malvado, ni que se inmolen víctimas a sus aspiraciones», sino simplemente que «conociendo la necesidad de establecer un gobierno vigoroso, se le faciliten los medios que la constitución le niega, para asegurar el orden, y se destruya la acogida que ella presta a los perturbadores». Y en cuanto a su llamado a restringir el derecho electoral, insistía en su juicio de que «en los campos y talleres hay millares con derecho a sufragio sin libertad ni reflexión», carentes por tanto de aquellas cualidades cívicas «que la constitución no tuvo cuidado de designar». En consecuencia, la exigencia de propiedades para acceder a dicha condición no era otra cosa que establecer garantías para que el acto de sufragar no fuese distorsionado por intereses espúrios, «premiando al laborioso»–entendiendo por tal al propietario–»y separando al holgazán de las distinciones que no merece». Y por último, «más tendríamos que temer de esa democracia absoluta que el autor (del artículo crítico) quiere establecer, que de la aristocracia moderada y necesaria para equilibrar el poder popular»110. O como lo decía más descarnadamente otro prohombre del régimen portaliano, el jurista Mariano Egaña, un orden político en regla no podía quedar entregado al «voto inconsciente de la muchedumbre»111.

A la postre, ese fue el espíritu que inspiró a la «Gran Convención» que reemplazó la cuestionada carta de 1828 por la Constitución «pelucona» de 1833, mediante la cual se consagró el diseño político de los nuevos gobernantes. La reforma constitucional, sostenía ese cuerpo deliberante, se justificaba como un necesario antídoto frente a «las exageraciones de una falsa democracia» que, por evitar el hipotético despotismo de un gobernante, daba lugar al despotismo de todos, «o lo que es lo mismo, a la anarquía»112. En plena sintonía con ese juicio, que equiparaba abiertamente la democracia con la anarquía, se congratulaba el periódico oficial que el nuevo código no incluyese «aquellos principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia», y que claramente obedecían «a teorías inaplicables a las circunstancias del país». Especialmente destacable le parecía «la restricción del derecho de sufragio, barrera formidable que se ha opuesto a los que en las elecciones hacían de la opinión pública el agente de sus aspiraciones secretas. Únicamente se ha concedido esta preciosa facultad a los que saben estimarla, y que son incapaces de ponerla en venta»113. También celebraba la supresión de las asambleas provinciales, resabio de «la fiebre federal que en los tiempos anteriores hubo de devorarnos», y cuyo principal oficio había sido el de «servir de hincapié a las revoluciones». En la nueva carta, se jactaba, el nombramiento de intendentes provinciales y jueces letrados se confería a las instancias a quienes «naturalmente» les correspondía, vale decir, al Poder Ejecutivo. En suma, «la organización del gobierno de Chile establecido por la Constitución reformada, es la más adecuada que puede apetecerse»114.

Muy parecidos fueron los juicios pronunciados por el Presidente de la República, Joaquín Prieto, en la ceremonia de promulgación de la nueva carta. Sus redactores, aseguraba el mandatario, «despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables», sólo se habían preocupado de «asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos». En su opinión, el nuevo ordenamiento institucional ponía fin «a las revoluciones y disturbios a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia», conectando así explícitamente la crisis que se quería superar con la ruptura hegemónica instalada por el colapso del régimen colonial. Lo propio afirmaba su ministro del Interior Joaquín Tocornal en su memoria de 1834: «las empresas útiles han sucedido a las convulsiones políticas; el hábito del orden se fortifica, sus inestimables beneficios se sienten y aprecian; y el respeto a las autoridades constituidas ocupa el lugar de aquel desenfreno licencioso, que se equivocaba con la libertad y que sólo sirve para abrir su sepulcro»115. Dos años después, ya en vísperas de la reelección de Prieto a la primera magistratura, El Araucano todavía pulsaba la misma cuerda, agradeciendo que «las tempestuosas agitaciones, que suelen acompañar estas crisis políticas, no turban nuestra quietud, los odios duermen, las pasiones no se disputan el terreno, la circunspección y la prudencia acompañan el ejercicio de la parte más interesante de los derechos políticos». E ironizaba, a modo de conclusión, con la previsible frustración de aquellos sectores críticos que supuestamente «querrían que este acto fuese solemnizado con tumultos populares, que le presidiese todo género de desenfreno, que se pusiesen en peligro el orden y las más caras garantías: ¡Oh! ¡Nunca lleguen a verificarse en Chile estos deseos!»116.

De esta forma, los políticos y legisladores portalianos se hacían partícipes de los temores que invadieron en la Europa postrevolucionaria a numerosos círculos de opinión liberal que, sin renunciar a las ideas fundantes de 1789, tomaron categórica distancia de los «excesos» derivados de una aplicación a su juicio demasiado literal del principio de soberanía popular, error en el que también habría incurrido el pipiolaje chileno de los años veinte117. Como lo dejan en evidencia todas las expresiones reproducidas en los párrafos anteriores, la presencia plebeya en los espacios de deliberación y decisión política, ya fuese en clave electoral o tumultuaria, resultaba a todas luces inconveniente para el logro de ese objetivo supremo que era el restablecimiento del orden, entendido como acatamiento a las jerarquías sociales y políticas de viejo o nuevo cuño. Una encarnación hasta cierto punto extrema de esos temores fue la conformada por la montonera de los hermanos Pincheira, defensores empecinados de una causa realista militarmente desahuciada desde mediados de la década anterior118. Pese a reivindicar hasta el final su condición de movimiento político, esta guerrilla sólo mereció del gobierno portaliano una estigmatización como mero desborde destructivo o delictual, verdadero paroxismo de la «barbarie» plebeya contra la que se había declarado la guerra total. Haciéndose eco retrospectivo de ese sentimiento, el historiador conservador Ramón Sotomayor Valdés descalificaba el posicionamiento doctrinario de los Pincheira –a quienes denominaba «bárbaros» y «bandidos»– como «un ridículo pretexto para alzarse contra la sociedad y sus leyes más sagradas», en tanto que Diego Barros Arana, otro historiador emblemático del siglo XIX, descartaba el apoyo social que éstos conservaron hasta el final en la zona de Chillán como mero «fanatismo político o religioso, o depravación moral»119. Al representarlos como delincuentes, la opinión patricia podía descartar, sin mayores argumentos, su interpelación en clave política a la tarea de ordenamiento portaliano.

Consumada la derrota final de la guerrilla a manos del general Bulnes a comienzos de 1832, el propio ministro Portales no disimulaba su euforia en una carta escrita desde Valparaíso: «alcé las manos al cielo y recé el credo en cruz… la noticia ha endulzado mi alma y parece que me hubieran regalado 100 talegas. Felicite Ud. a mi nombre al Presidente, y dígale que cuando a Bulnes escriba, le diga de mi parte muchas cosas, especialmente por la viveza con que ha hecho jugar el fusil; pues esos facinerosos son incorregibles y habrían vuelto a formar montoneras, si Bulnes no les hubiese aplicado ese remedio tan radical». Instaba asimismo a su interlocutor a inducir al Araucano a resaltar el logro «en una hora» de lo que los gobiernos pipiolos no habían podido hacer en diez años120.

Recogiendo la recomendación ministerial, el órgano oficial aseguraba pocos días después que «ningún objeto más glorioso podía ofrecerse al gobierno de Chile que la destrucción de la gavilla de salteadores que capitaneaba Pincheira», librando al país tras catorce años del «yugo espantoso de las devastaciones de estos bárbaros». Luego de reconstruir minuciosamente dichas devastaciones, tal como lo había sugerido Portales en su carta, y enlazando abundantes referencias a «las ruinas de las provincias del sur, los gemidos de familias desoladas, el abandono de campos fecundos, la sangre vertida, de que ellos mismos han sido testigos, los alaridos de las víctimas y todos esos males que muchas veces han lamentado», el articulista daba cuenta de las exigencias de Pablo Pincheira de que se respetase su adhesión a la monarquía española como «condiciones muy ignominiosas en que el gobierno no podía convenir», y mero pretexto para que «se le dejaran bajo sus órdenes los forajidos que le acompañaban», y «se permitiese vivir en Chile a su gavilla como al resto de los ciudadanos honrados». Por último, homenajeaba a Bulnes, «ese verdadero ciudadano armado que en 829 (sic) fue mandado por los pueblos a la vanguardia del ejército que sostuvo la causa de sus leyes», por haber logrado introducirse «en los aduares de la semi-horda» y «con la vehemencia del rayo libertar a Chile en pocas horas de esos enemigos que lo devoraban»121.

El propio Bulnes, en el parte elevado a sus superiores para dar cuenta de su tan celebrada hazaña, se refería al enemigo derrotado como «horda de bandidos», unida casi como por un lazo carnal con «los bárbaros pehuenches», cuyo exterminio era calificado por el general vencedor como «la más interesante parte de este triunfo»122. Por su parte, el presidente Prieto se sumaba al coro de alabanzas señalando al Congreso que «conquistada la independencia a costa de infinitos sacrificios, aún nos restaba por conquistar la propiedad y seguridad individual constantemente atacada por una horda de bandidos» –la misma expresión de Bulnes–»que validos de su movilidad, han desolado nuestros campos esparciendo en ellos la desolación y la muerte por espacio de catorce años, hasta que últimamente un conjunto de acertadas disposiciones debidas a la experiencia, actividad y pericia del general en jefe, proporcionaron la ocasión de atacarlos y concluirlos de un modo que jamás volverán a sentirse sus estragos»123. «El hacendado», concurría exultante El Mercurio de Valparaíso, «podrá contar segura la posesión de sus intereses», en tanto que «el pacífico labrador se entregará tranquilo al cultivo de las fértiles campiñas, que han servido tantas veces de abrigo a los bárbaros del interior de la cordillera»124. El exterminio de los Pincheira, en suma, hermanaba el restablecimiento del orden político-militar con el afianzamiento de un derecho de propiedad que, al menos en la mente de las autoridades portalianas, nunca estaría garantizado bajo condiciones de «desenfreno» plebeyo.

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