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4. Un balance problemático: la refractariedad de la plebe

El 18 de septiembre de 1841, Joaquín Prieto se dirigió por última vez como presidente al Congreso Nacional. Más que satisfecho con el desenlace de su decenal gestión, invitaba a sus auditores a recordar «aquellos días de zozobra en que nada parecía vaticinar a nuestra patria un destino más próspero que el de otros pueblos hermanos». Desgarrada por la crisis de la independencia y por las normales tribulaciones de un estado naciente, la sociedad chilena se había visto afectada por «la exageración de principios, que en todas partes ha traído en pos de sí la inseguridad, el desorden, la dilaceración, la inmoralidad, y todos los vicios y males de una larga y a veces incurable anarquía». En tan alarmante contexto, la necesidad que su gobierno había venido a llenar, según él exitosamente, era la de instalar «un orden moderador, que pusiese trabas a los elementos de disociación». Entre éstos, de más está decirlo, figuraban con especial relieve los encarnados en una plebe levantisca, viciosa, y, para peor de males, con cuotas altamente inconvenientes de figuración política. Fruto de su remoción, concluía, «nuestro edificio social ha descollado sereno y majestuoso en medio de tempestades que han sembrado de escombros todas las secciones del territorio hispano-americano; y a su sombra no sólo han desarrollado rápidamente los gérmenes de prosperidad material, sino la cultura del entendimiento, y los goces de una civilización refinada»229.

Anticipando de manera casi idéntica las palabras del presidente saliente, El Araucano se congratulaba algunos meses antes de que «la nación que acababa de salir de la anarquía y la guerra civil, entregada ahora a la industria y al trabajo, no sólo vio desaparecer pronto hasta las últimas trazas de los males pasados, sino que también empezó a disfrutar de una prosperidad y adelanto, desconocidos antes en este país o en cualquiera otro de los hispano-americanos»230. Haciendo referencia específica al problema del orden social, el periódico oficial aseguraba que «ahora vivimos en medio de la más completa seguridad», y precisaba: «los delitos se castigan con la prontitud y severidad necesarias: todo ha cambiado de aspecto; y la generalidad del pueblo ha llegado a conocer cuán perjudicial era para la represión del crimen, para la seguridad y la moral, la antigua compasión o mal entendida caridad para con los delincuentes»231. Este reconocimiento popular se hacía a su juicio extensivo al conjunto de la obra portaliana, lo que habría quedado en evidencia con el todavía reciente triunfo en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, reforzado por «el entusiasmo público que siguió a nuestros bravos desde su embarque y les acompañó en todos sus pasos y acciones», lo que permitía concluir que «el espíritu nacional estaba formado, y no era extraño que produjera tan grandes resultados». En suma, la estabilidad del orden autorizaba a proclamar «sin temor de la menor contradicción, que la revolución había terminado en Chile, y que este país afortunado sobre los que tuvieron el mismo origen y emprendieron una misma carrera, salía el primero de ella con honor y gloria, para entrar en la vida ordinaria de los pueblos cultos, que sin tocar a los fundamentos del edificio social (énfasis mío), sólo aspiran a mejorarlo y embellecerlo»232.

¿Se justificaba realmente tanto triunfalismo? La propia documentación oficial, ya sea de cuño administrativo o periodístico, permite ponerlo en duda. Ateniéndose estrictamente al orden de lo social, es significativo que antes de transcurrido un mes desde la muerte de Diego Portales, la peonada del mineral de Chañarcillo, enardecida por la aplicación de la pena de azotes a uno de sus compañeros acusado de robar «piedras ricas» (acto que en la jerga minera se conocía como «cangalla»), se haya sublevado en masa contra las autoridades locales, configurando lo que María Angélica Illanes califica como una de las primeras rebeliones con «expresa identificación de clase» de la era pelucona233. Según el parte del gobernador de Copiapó, «sólo unos pocos de los amotinados eran peones de las faenas que hay en aquel Mineral, y el resto como en número de cincuenta o sesenta eran gente advenediza y vagos, de los muchos que seducidos por el interés de la compra de piedras se mantienen y conservan allí, a pesar de las activas y eficaces medidas que constantemente se han tomado para exterminarlos».

No obstante su tranquilizadora afirmación de que «las desgracias nacidas de este atentado no han sido de consideración», llama la atención que en uno de los epicentros de la bonanza económica portaliana se permitiese pulular a tanta «gente advenediza y vagos», o que sus propios trabajadores hayan exhibido tal propensión a la rebeldía masiva. Así lo reconocía a renglón seguido el citado gobernador, señalando que pese a ocupar «el arreglo y orden de este Mineral» la atención preferente del gobierno local, «no ha sido posible contener del todo los desórdenes», razón por la cual se comprometía a elaborar, «de acuerdo con el Gremio de Mineros», el reglamento de régimen laboral recordado páginas más arriba, y cuya entrada en vigencia, en abril de 1841, coincidió casi al minuto con los balances celebratorios de la administración Prieto234. Sin embargo, estos preparativos no evitaron que en julio de 1839 estallase un nuevo motín en Chañarcillo, esta vez con el propósito de «apoderarse de la prisión que allí existe, y poner en libertad varios reos presos por robos». Pedía al efecto el Gobernador el aumento de la fuerza militar a su disposición, pues la existente era «escasamente lo bastante para la conservación del orden y la sujeción de la peonada siempre díscola, siempre tumultuosa e interesada en trastocarlo todo»235. Como se ve, el orden no estaba tan garantizado como se decía, tal como lo refrendaba el propio intendente de la Provincia de Coquimbo un año después, al decretar, una vez más, ante la proliferación de «riñas, robos y otros desórdenes», el cierre de pulperías y bodegones236.

Similares conclusiones pueden extraerse a partir del devenir de otro de los símbolos del orden social portaliano: el presidio ambulante, escenario permanente de fugas, violencias y revueltas. El 7 de julio de 1839, cuando en el país aún se celebraba el retorno victorioso de las tropas vencedoras en Yungay, el intendente de Santiago informaba al gobernador de Rancagua sobre la sublevación en Casablanca de «treinta o más criminales» que eran conducidos a los carros-jaula, logrando trece de ellos darse a la fuga237. Mucho más grave fue la estallada menos de dos años después en las inmediaciones de Valparaíso, la que arrojó un saldo de 27 presidiarios muertos, ocho heridos y veinte fugados, así como tres soldados heridos. Comentando al respecto, El Araucano revertía sus juicios anteriores sobre las bondades del presidio ambulante y aseguraba que el gobierno, «que conocía por experiencia todos los riesgos y desventajas del sistema actual de presidiarios, meditaba muy de antemano el remedio, o sea el establecimiento de otros que, sin tales inconvenientes, pudiesen llenar las exigencias de la ley»238. Esto no ocurriría hasta 1847 –es decir, mucho después del término de la administración Prieto– cuando el presidio ambulante fue reemplazado por la flamante Penitenciaría de Santiago239. Por lo visto, ni la pena de azotes ni los carros-jaula eran antídotos suficientes frente a una plebe «díscola», «tumultuosa», y siempre presta a trastocarlo todo.

Ni siquiera el corazón mismo de la capital, la Plaza de Armas de Santiago, estaba libre de ese tipo de tumultos. Según lo relata el historiador Diego Barros Arana, testigo presencial de los hechos, la concurrencia de un gran número de personas, «especialmente de plebe», a presenciar el espectáculo de una ascensión en globo aerostático, se vio alterada por el mal funcionamiento del novedoso aparato. Enardecida ante lo que consideró una estafa, la multitud las emprendió contra el frustrado aeronauta, y, al ser protegido éste por la policía, en contra de ella también. El enfrentamiento, alimentado con el empedrado que por entonces pavimentaba la plaza, fue escalando hasta afectar las casas contiguas, entre las cuales descollaba la residencia presidencial (que aún no se trasladaba al Palacio de La Moneda). Ante esta circunstancia, intervino un escuadrón de la escolta presidencial, que «sable en mano, cayó como un rayo sobre la plebe». El incidente concluyó con la dispersión total de los «revoltosos», un número indeterminado de los cuales quedó herido, «tendidos por el suelo». Según el recuerdo del historiador, corría el mes de abril o mayo de 1839, es decir, la etapa final del tan justipreciado cierre de la primera presidencia del «orden»240.

Tal vez previsible en el ámbito de lo «estrictamente» social, inherentemente esquivo al control policial o gubernamental, esta incapacidad también comenzó a hacerse manifiesta en el de la política, tan celosamente despejada de intromisiones plebeyas desde los albores de la administración Prieto. Hay por cierto que advertir que ese afán desmovilizador siempre reconoció límites, hasta cierto punto inevitables para quienes habían optado por atenerse a los parámetros fundamentales del republicanismo, y a lo que esa alineación implicaba en materia de legitimación política241. Así, aun aplaudiendo el término de los «tumultos» y los «desenfrenos» de la era pipiola, el discurso oficial no perdía ocasión para asegurar que el orden restablecido era al fin y al cabo sólo un síntoma de su universal y espontánea aceptación por parte de las grandes mayorías nacionales, inevitablemente ganables para una propuesta que se cimentaba en la unión y el progreso colectivo (entendiendo este último adjetivo en su acepción de «nacional»).

En esa veta, y refiriéndose a la tranquilidad en que habían transcurrido las elecciones municipales de comienzos de 1831, El Araucano aseguraba que «la masa de la población descansa en los sufragios de esa fracción que sabe dar dirección a sus destinos, y como no ha divisado un partido de oposición capaz de hacerle frente, ha permanecido quieta, manifestando que su voluntad es la misma, en esa aprobación y alegría con que celebra el resultado de las votaciones»242. Algo similar se señalaba respecto del clima con que se había festejado el 18 de Septiembre de 1834: «en ninguna de las fiestas anteriores ha sido tan universal el regocijo. Contribuían sin duda a exaltarlo el sentimiento de paz y seguridad, que cuatro años de orden y sosiego han arraigado al fin en los ánimos, y la esperanza de un porvenir dichoso, de que vemos tan alegres presagios en la creciente prosperidad del país»243.

En una coyuntura particularmente crítica para el régimen, como lo fue la que derivó en el Motín de Quillota y la muerte de Portales, la falta de adhesiones plebeyas a dicho movimiento subversivo fue interpretada como demostración palmaria de validación política: «la mejor prueba de la regularidad de la administración y del orden que reina en todos los ángulos del Estado, es el entusiasmo general con que se han pronunciado los individuos de todas las clases en defensa de las autoridades y de las leyes»244. Lo propio habría ocurrido, o al menos así lo interpretó el discurso oficial, ante el desafío planteado por la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. Con motivo del recibimiento masivo brindado a las tropas vencedoras, El Araucano editorializaba complacido: «en estos transportes de júbilo vemos algo más que aclamaciones efímeras… Hay la aprobación espontánea y universal de un pueblo, que sella los actos de sus mandatarios, y se da el parabién a sí mismo por el acierto de su elección». «El profundo interés de los Chilenos de todas clases», continuaba, «ha contribuido a la solemnidad y alegría de esta fiesta patriótica; cada cual ha hablado el lenguaje que le era propio; y las demostraciones honoríficas del Gobierno han sido dignamente sostenidas por el exaltado alborozo del pueblo»245.

Pero el régimen no siempre se conformó con un apoyo meramente «tácito». Así por ejemplo, cuando se promulgó la Constitución de 1833, se estimó necesario organizar en todos los pueblos de la República actos masivos de adhesión, cuidadosamente coreografiados por el Ministerio del Interior. Tras la jura del documento por las autoridades locales correspondientes, éstas debían convocar al «pueblo»–entendido aquí como el conjunto de la población respectiva–, solicitando un juramento análogo bajo la siguiente invocación: «¿Juráis por Dios y por los santos evangelios observar como ley fundamental de la República de Chile, el Código reformado por la Convención? –Sí juro– Si así no lo hiciereis, Dios y la Patria os lo demanden». Como en todos los festejos públicos de la época, esta ceremonia, realizada en la plaza principal de cada localidad, debía ser acompañada de «repique general de campanas y salvas de artillería», además de iluminación y embanderamiento de las viviendas. Se instruía asimismo a sus organizadores a solemnizar la proclamación «lanzando al pueblo monedas y medallas»246. De acuerdo a los informes recibidos de diversas autoridades locales y regionales, las expectativas oficiales se habrían cumplido a plenitud. En Talca, por ejemplo, el pueblo respondió a la lectura de la Constitución «con gritos de entusiasmo y demostraciones de júbilo: ¡Sí Juramos, viva la Constitución, honor a la Gran Convención!»; en tanto que en Rancagua, durante tres días, «el pueblo todo sólo se ha ocupado en celebrar el porvenir venturoso, que nuestra Carta le ha afianzado para siempre»247.

No sería difícil descartar estas descripciones como mera propaganda oficial, destinada al autoconvencimiento de una élite que, con o sin ese apoyo plebeyo, no tenía intención alguna de renunciar a lo que hacía mejor: el ejercicio fáctico del poder. Como es de suponer, el «entusiasmo» popular seguramente no se originaba en reconocimiento alguno, sino simplemente en el reparto de monedas y la perspectiva de tres días de festejos autorizados y gratuitos. En perspectiva de largo plazo, sin embargo, la necesidad de reconvertir la dominación en hegemonía requería de mecanismos un poco más consensuales o sutiles de validación política, aunque sólo fuese para distender las disidencias oligárquicas que, pese al transcurso de los años, se resistían a desaparecer, y que siempre podían apoyarse, como ya lo habían hecho durante los años veinte, en potenciales adhesiones plebeyas. En ese contexto, y como lo han hecho notar numerosos autores, la desaparición física del ministro Portales y el triunfo contra la Confederación Perú-Boliviana propiciaron un clima de reconciliación política que podía conducir a una verdadera estabilización institucional, sin los sobresaltos y conspiraciones que habían jalonado el primer decenio portaliano248. Así lo comprendió el gobierno de Prieto cuando resolvió poner término a la prolongada vigencia (noviembre de 1836 hasta mayo de 1839) de las facultades extraordinarias y el estado de sitio, anunciando unas próximas elecciones parlamentarias y presidenciales bastante más libres y competitivas que las verificadas durante todo el período anterior, y donde, por lo mismo, una movilización plebeya, activa o manipulada, como electores o como guardias cívicos, adquiría nuevamente ribetes estratégicos.

El primer capítulo de esta nueva coyuntura de politización plebeya se escribió hacia comienzos de 1840, en torno a las elecciones parlamentarias que tuvieron lugar los días 29 y 30 de marzo. Estimulada por la apertura política en curso, la emergente oposición liberal creó por esos meses una «Sociedad Patriótica» integrada, entre otros, por antiguos pipiolos como José Miguel Infante o Joaquín Campino. Según el relato de Barros Arana, esa organización se propuso «distribuir impresos entre las clases trabajadoras, para ilustrarlas contra el gobierno y ganar en ellas auxiliares para la próxima batalla electoral». Colaboraba en el mismo sentido una renaciente prensa opositora, encabezada por El Diablo Político del tribuno Juan Nicolás Álvarez, donde se llamaba a «derrocar la tiranía y establecer sin estragos ni desgracias un gobierno que mereciese el encantador epíteto de republicano». Aunque el historiador citado calificó los temores que estos hechos suscitaron en el gobierno como «infundados», por cuanto «el pueblo», posiblemente «levantisco en una asonada», no estaba preparado «para dejarse arrastrar a una verdadera contienda política», lo cierto es que las autoridades acusaron a Álvarez por delitos de injuria y sedición, y terminaron declarando nuevamente el estado de sitio. Oficiaba al respecto a los intendentes regionales el ministro del Interior, Ramón Luis Irarrázaval, que «los díscolos, los que no se conformarán jamás con el imperio del orden y de las leyes», procuraban «alucinar a las gentes sencillas y menos advertidas» con el objeto de «arrebatarnos los bienes que diez años de tranquilidad y progresos han hecho saborear a cada habitante de la República». Por su parte, el propio Presidente de la República justificaba la nueva suspensión del régimen constitucional aludiendo a «la seducción con que se pretendía apartar de sus deberes a las guardias cívicas», y a la organización en Santiago de «reuniones tumultuosas que en la plaza pública prorrumpiesen a presencia del mismo Gobierno en gritos sediciosos»249. De hecho, el juicio público seguido al editor de El Diablo Político fue acompañado, citando nuevamente a Barros Arana, por los bulliciosos vítores de «grupos de gente del pueblo», y por nuevos tumultos plebeyos que motivaron «la intervención enérgica y resuelta de la policía»250.

En ese clima, y bajo las restricciones propias del estado de sitio, tuvieron lugar las elecciones, en las que pese a todas las dificultades la oposición liberal logró llevar a nueve de sus candidatos a la Cámara de Diputados, rompiendo así con el monopolio pelucón imperante desde 1830. Según el siempre parsimonioso Barros Arana, estos resultados nunca estuvieron en riesgo, sobre todo considerando que la Guardia Nacional, «regularizada por el ministro Portales para moralizar al pueblo y para el mantenimiento del orden y de la tranquilidad, era en esas luchas un auxiliar poderoso del gobierno»251. Así y todo, varios testimonios de la época proyectan una impresión bastante menos flemática de tales comicios, sobre todo de sus ribetes más plebeyos. El Mercurio de Valparaíso, por ejemplo, denunciaba la compra de votos «a varios infelices que no saben lo que hacen»; acusaba a «inconsecuentes demagogos» de «proclamar la igualdad de derechos, sentar que no deben existir ni existen clases en la sociedad, y que el pueblo lo componen las masas no pensadoras»; y ridiculizaba, a través de un imaginario diálogo entre un patrón y su sirviente, la injerencia extemporánea del vulgo en cuestiones políticas que superaban su capacidad de comprensión252. Por su parte, una vez verificadas las elecciones, el intendente de Coquimbo deploraba «los muchos desórdenes y excesos cometidos por la multitud» durante dicho acto, exponiendo la ciudad de La Serena «a un desastre», lo que llevó al Ministerio del Interior a exigir «la formación de un proceso indagatorio a fin de proceder criminalmente contra los que resultaren culpables, y que se les aplique el condigno castigo»253.

La agitación política volvió a encenderse al aproximarse las elecciones presidenciales, programadas para el 25 y 26 de junio de 1841. Emergieron de cara a ellas tres candidaturas: una oficialista, encarnada en el general Manuel Bulnes; una liberal, a cargo del expresidente pipiolo Francisco Antonio Pinto; y una «ultra-conservadora», del antiguo ministro Joaquín Tocornal, movilizada por el bloque portaliano más intransigente, descontento con la apertura que venía articulando el presidente Prieto. Se trataba, como es evidente, de una coyuntura nuevamente propicia para la seducción y la activación política plebeya, como de hecho aconteció. En su minucioso estudio sobre el «republicanismo popular» santiaguino, James Wood da cuenta de los esfuerzos de todas las candidaturas por convocar y movilizar al mundo artesanal y a los guardias nacionales (también denominados a estas alturas «cívicos»), fundando sendos periódicos dirigidos expresamente a dicho público (dos de ellos se denominaban El Artesano y El Hombre del Pueblo, un tercero se titulaba El Miliciano, en referencia precisamente a los guardias nacionales, en tanto que el cuarto, El Infante de la Patria, evocaba con su nombre el antiguo batallón independentista conformado por sujetos populares, en su mayoría de origen afro-americano)254. Un quinto periódico, titulado La Guerra a la Tiranía e impulsado, irónicamente, por el grupo más conservador, fue clausurado por el gobierno por amenazar «el edificio social en sus cimientos, acostumbrando a la multitud, poco educada, a mirar en menos la moralidad y la decencia, y a perder toda idea de consideración y respeto a los primeros magistrados»255. Ya casi en vísperas de los comicios, el periódico oficial exhortaba a las personas «más eminentes y respetables» (y por tanto, «que tenían algo que aventurar»), a «dar el primer ejemplo a las clases inferiores, o a los que poco reflexionan acerca de los inminentes riesgos que correría el país, si se desbordase el espíritu de agitación y con él todas las malas pasiones que lo acompañan de ordinario»256.

A la postre, y como era de esperarse, la candidatura Bulnes se impuso holgadamente, esta vez sin estado de sitio y con el beneplácito de la oposición liberal (no así de la intransigencia portaliana, la gran derrotada en esta coyuntura). Según el juicio de Barros Arana, era incuestionable que ella había contado con el apoyo de la intervención oficial, encarnada concretamente en la Guardia Nacional, y en las autoridades regionales y locales, todas designadas por el Ejecutivo (lo que de paso ilustraba la creciente eficacia del estado en construcción). Sin embargo, agregaba, «el hecho de no haber ocurrido a violencias para alcanzar el triunfo, y la entidad de éste, su extraordinaria magnitud, revelaban a no caber duda, que esa candidatura tenía un gran prestigio, y fuerzas propias fundadas sobre todo en la gloria militar»257. La agitación plebeya, por lo visto, no había jugado un papel tan determinante ni había alcanzado a pasar a mayores, lo que de alguna manera refrenda la interpretación de Sergio Grez de ser ésta una instancia más de lo que ha denominado una «convocatoria política instrumental», que hacía del pueblo llano no más que «un elemento secundario de la lucha política»258.

Para James Wood, sin embargo, el reconocimiento generalizado por parte de los sectores de élite sobre el papel estratégico del involucramiento plebeyo, y sobre todo el renacer de la antigua alianza pipiolo-artesanal, anunciaban un cambio político más profundo, premonitorio de iniciativas populares más auténticamente independientes259. Algo parecido sugiere el evidente alivio con que el oficialismo celebró la tranquila y «decorosa» conducta (sus propias palabras) observada durante los comicios por «las clases inferiores del pueblo, instigadas y preparadas por los partidos a tomar en esta circunstancia más parte que las que les había cabido antes en otras iguales o análogas»260. Cuando se recuerda la intransigencia con que esa misma opinión había impuesto, a comienzos de la administración Prieto, la total exclusión política de las clases plebeyas, los hechos recién reseñados revelan que los resultados no habían sido precisamente los esperados, como tampoco lo habían sido, según se constató más arriba, en materia de conductas cotidianas u orden social. En definitiva, los «años de plomo» del régimen portaliano no habían producido ni reconversión, ni disciplinamiento, ni desalojo. Y con un nuevo gobierno que presagiaba aires todavía más «aperturistas», el futuro tampoco parecía apuntar en la dirección deseada.

98 Una parte del material presentado en este capítulo fue publicado previamente en mi artículo «¿La tendencia de la masa al reposo? El régimen portaliano enfrenta al mundo plebeyo, 1830-1851», Historia, Nº 44, vol. II, julio-diciembre 2011, pp. 401-442. Se agradece a la Dirección Editorial de esa revista por la autorización para incorporar dicho material en este libro. Ver sobre este tema James Wood, The Society of Equality, op. cit., especialmente su capítulo 2. También Sergio Grez, De la «regeneración del pueblo» a la huelga general, op. cit., capítulo IV.

99 Ministro del Interior a Corte Suprema de Justicia, 15 de enero de 1831; Corte Suprema de Justicia a Ministro del Interior, 20 de enero de 1831; ambos reproducidos en El Araucano (Santiago), 29 de enero de 1831.

100 Para las conductas «alborotadoras» de la plebe durante el período tardo-colonial, ver Alejandra Araya, Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial, Santiago, DIBAM, 1999; Leonardo León, Plebeyos y patricios en Chile colonial, 1750-1772. La gesta innoble, Santiago, Universitaria, 2014; Verónica Undurraga, Los rostros del honor. Normas culturales y estrategias de promoción social en Chile colonial, siglo XVIII, Santiago, Universitaria/DIBAM, 2012; Mario Góngora, «Vagabundaje y sociedad fronteriza en Chile (siglos XVI a XIX)», Cuadernos del Centro de Estudios Socio-económicos, Nº 2, Santiago, 1966, pp. 1-41; Renato Gazmuri, «La élite ante el surgimiento de la plebe. Discurso ilustrado y sujeción social en Santiago de Chile, 1750-1810», tesis inédita de Licenciatura en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2002.

101 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile, op. cit.; Sergio Grez, De la «regeneración del pueblo» a la huelga general, op. cit., capítulo IV.

102 Sergio Grez, De la «regeneración del pueblo» a la huelga general, op. cit., p. 203.

103 Se ha analizado con mayor detenimiento este proceso en Julio Pinto y Verónica Valdivia, ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación, op. cit.; especialmente capítulos 3 y 4.

104 Ver los artículos de María Angélica Illanes y Sergio Grez en Manuel Loyola y Sergio Grez (comps.) Los proyectos nacionales en el pensamiento político y social chileno del siglo XIX, op. cit.

105 El Araucano (Santiago), 27 de noviembre, 1830.

106 El Mercurio, (Valparaíso), 10 de noviembre, 1830.

107 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile, op. cit., particularmente el capítulo VII.1.

108 El Araucano, (Santiago), 4 de diciembre, 1830.

109 El Araucano (Santiago), 2 de julio, 1831.

110 El Araucano (Santiago), 9 de julio, 1831.

111 Diego Barros Arana, Historia general de Chile, tomo XVI, p. 218.

112 Las actas de la «Gran Convención» constituyente han sido publicadas en el tomo XXI de las Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile, 1811-1845, editadas por Valentín Letelier entre los años 1887 y 1908, Santiago, Imprenta Cervantes. Las frases citadas corresponden a la sesión de 24 de octubre de 1831, y aparecen en las pp. 10-12 del tomo indicado.

113 El Araucano (Santiago), 25 de mayo, 1833.

114 El Araucano (Santiago), 1º de junio, 1833.

115 «Memoria que el Ministro de Estado en el Departamento de lo Interior presenta al Congreso Nacional, año de 1834», en Sesiones de los Cuerpos Legislativos, tomo XXII, Cámara de Diputados 1833-1834, Santiago, Imprenta Cervantes, 1901; p. 17.

116 El Araucano (Santiago), 22 de julio, 1836.

117 Para un análisis exhaustivo del pensamiento de esta corriente «liberal-conservadora» en el caso francés, ver Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot, París, Gallimard, 1985; y también Biancamaria Fontana, Benjamin Constant and the Post-Revolutionary Mind, New Haven, Yale University Press, 1991. Para el caso chileno, ver Ana María Stuven, «Una aproximación a la cultura política de la élite chilena: Concepto y valoración del orden social (1830-1860), Estudios Públicos, 66, 1997; y sobre todo su libro La seducción de un orden, op. cit.; también Alfredo Jocelyn-Holt, La independencia de Chile. Tradición, modernización y mito, Madrid, MAPFRE, 1992; y Simon Collier, Chile: The Making of a Republic, op. cit.

118 Para el fenómeno de los Pincheira, ver Ana María Contador, Los Pincheira: un caso de bandidaje social, op. cit.; y Carla Manara, «Revolución y accionar guerrillero en las fronteras andinas del sur», op. cit.

119 Ramón Sotomayor Valdés, Historia de Chile bajo el gobierno del General don Joaquín Prieto, 4 vols., 3ª edición, Santiago, Fondo Histórico Presidente Joaquín Prieto, 1962-1980; tomo I, p. 147; Diego Barros Arana, Historia general de Chile, tomo XVI, p. 85.

120 Epistolario de Portales, 2ª edición a cargo de Carmen Fariña, dos tomos, Universidad Diego Portales, 2007; Portales a Garfias, Valparaíso, 21 de enero, 1832, tomo I, p. 178.

121 El Araucano (Santiago), 28 de enero, 1832.

122 El Mercurio (Valparaíso), 21 de enero, 1832.

123 Sesiones de los Cuerpos Legislativos, tomo XIX, Cámara de Senadores, 1831-1832, Oficio del Presidente Prieto a la Cámara de 3 de agosto de 1832, p. 394.

124 El Mercurio (Valparaíso), 21 de enero, 1832.

125 Benjamín Vicuña Mackenna, La guerra a muerte, edición original Santiago, Imprenta Nacional, 1868.

126 El Araucano (Santiago), 21 de enero, 1832.

127 James Wood, The Society of Equality, op. cit., p. 107.

128 Ver a este respecto Alejandra Araya, Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial, op. cit.

129 El Araucano (Santiago), 2 de octubre, 1830.

130 El Araucano (Santiago), 23 de octubre, 1830.

131 Boletín de las Leyes, Órdenes y Decretos del Gobierno (citado en adelante como BLODG), Libro Quinto, N° 1, Decreto del Ministerio del Interior de 8 de junio de 1830; p. 10.