Kitabı oku: «La isla misteriosa»

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La isla misteriosa


La isla misteriosa (1874) Julio Verne

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Mayo 2021

Imagen de portada: Rawpixel.

Traducción: Ricardo García

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  I

2  Un globo a la deriva

3  Cinco prisioneros en busca de libertad

4  Ha desaparecido Ciro smith

5  Encuentran un refugio, las “Chimeneas”

6  Una cerilla les abre nuevas ilusiones

7  Salieron de caza y a explorar la isla

8  No vuelve Nab y tienen que seguir a Top

9  ¿Estaba vivo Ciro Smith?

10  Fuego y carne

11  La subida a la montaña

12  Exploración de la isla

13  Exploración de la isla. Animales, vegetales, minerales.

14  Primeros utensilios y alfarería

15  Se determina la longitud y la latitud de la isla

16  Se convierten en metalúrgicos

17  Buscan refugio para invernar en la isla

18  Abren una brecha en el lago con nitroglicerina

19  El desagüe del lago resulta un palacio de granito

20  Transforman el “Palacio de granito” en cómoda morada

21  Resuelven el problema de la luz

22  Exploración y conversación sobre el futuro de la Tierra

23  Pasa el invierno y salen de su Palacio de granito

24  II

25  Síntoma de que están acompañados

26  Frecuentaron un despojo útil

27  Intentan explorar toda la isla

28  Siguen explorando la isla y encuentran un jaguar

29  Encuentran el globo y señales de que hay alguien

30  La jugada de los orangutanes

31  Puente sobre el río y animales de tiro

32  Se hacen ropa y aprovisionan la granja

33  Construyen un ascensor y fabrican el cristal

34  Encuentran tabaco y “desemboca” una ballena

35  De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible

36  Jup lucha como uno más. Prueba del barco construido

37  Van a la isla Tabor a salvar a un náufrago

38  Exploran Tabor y encuentran “un hombre salvaje”

39  El “salvaje” se aclimata y parece recobrarla razón

40  Los remordimientos del “salvaje”, a quien dejan libre

41  El “salvaje” cuenta su pasada vida de criminal

42  Establecen el telégrafo en la isla

43  Piensan en su futuro y antes quieren conocer la isla a fondo

44  Pasan el nuevo invierno y en una fotografía descubren un lago

45  III

46  ¡Buque a la vista!

47  Una nave pirata espiada por Ayrton

48  Defensa contra la nave pirata

49  La nave pirata, destruida, y los colonos se aprovechan de los resto

50  ¿Presencia de un ser extraordinario? Prueban las baterías

51  Se interrumpe el telégrafo entre la dehesa y el Palacio de granite

52  Buscan a Ayrton y hieren a Harbert

53  Cena de Harbert. La fortuna empieza a darles la espalda

54  Nab se pone en contacto con ellos y abandonan la dehesa

55  Harbert lucha persistentemente con la muerte

56  Los colonos salen en busca de los presidiarios y del personaje misterioso

57  Aparece Ayrton vivo en la dehesa y los presidiarios muertos

58  Buscan a su protector. ¡Nadie! ¡Nada!

59  Los colonos deciden construir una embarcación grande

60  Un telegrama conduce a los colonos ante el “capitán Nemo”

61  El capitán Nemo cuenta su vida y sus ideales

62  Muere el capitán Nemo, y los colonos cumplen su última voluntad

63  Se despierta el volcán y temen lo peor

64  El volcán sigue vomitando y hace desaparecer la isla Lincoln

65  Una roca en el Pacífico y una isla en tierra firme

I

Los náufragos del aire

Un globo a la deriva

Un globo a la deriva

—¿Remontamos?

—¡No, al contrario, descendemos!

—¡Mucho peor, señor Ciro! ¡Caemos!

—¡Vive Dios! ¡Arrojen lastre!

—Ya se ha vaciado el último saco.

—¿Se vuelve a elevar el globo?

—No.

—¡Oigo un ruido de olas!

—¡El mar está debajo de la barquilla!

—¡Y a unos quinientos pies!

Entonces una voz potente rasgó los aires y resonaron estas palabras:

—¡Fuera todo lo que pesa! ¡Todo! ¡Sea lo que Dios quiera!

Estas palabras resonaron en el aire sobre el vasto desierto de agua del Pacífico, hacia las cuatro de la tarde del día 23 de marzo de 1865.

Seguramente nadie ha olvidado el terrible viento del nordeste que se desencadenó en el equinoccio de aquel año y durante el cual el barómetro bajó setecientos diez milímetros. Fue un huracán sin intermitencia, que duró del 18 al 26 de marzo. Produjo daños inmensos en América, en Europa, en Asia, en una ancha zona de 1.800 millas, que se extendió en dirección oblicua al Ecuador, desde el trigésimo quinto paralelo norte hasta el cuadragésimo paralelo sur. Ciudades destruidas, bosques desarraigados, países devastados por montañas de agua que se precipitaban como aludes, naves arrojadas a la costa, que los registros del Bureau-Veritas anotaron por centenares, territorios enteros nivelados por las trombas que arrollaban todo lo que encontraban a su paso, muchos millares de personas aplastadas o tragadas por el mar; tales fueron los testimonios que dejó de su furor aquel huracán, que fue muy superior en desastres a los que asolaron tan espantosamente La Habana y Guadalupe, uno el 25 de octubre de 1810, otro el 26 de julio de 1825.

Al mismo tiempo en que tantas catástrofes sobrevenían en la tierra y en el mar, un drama no menos conmovedor se presentaba en los agitados aires.

En efecto, un globo, llevado como una bola por una tromba, y envuelto en el movimiento giratorio de la columna de aire, recorría el espacio con una velocidad de noventa millas por hora, girando sobre sí mismo, como si se hubiera apoderado de él algún maelstrom aéreo.

Debajo de aquel globo oscilaba una barquilla, que contenía cinco pasajeros, casi invisibles en medio de aquellos espesos vapores, mezclados de agua pulverizada, que se prolongaban hasta las superficies del océano.

¿De dónde venía aquel aerostato, verdadero juguete de la tempestad? ¿En qué punto del mundo había sido lanzado? Evidentemente no había podido elevarse durante el huracán; pero el huracán duraba desde hacía cinco días, y sus primeros síntomas se manifestaron el 18. Así, pues, era lícito creer que aquel globo venía de muy lejos, porque no había recorrido menos de dos mil millas en veinticuatro horas.

En todo caso, los pasajeros no habían tenido medios para calcular la ruta recorrida desde su partida, porque no tenían punto alguno de comparación. Debió producirse el curioso hecho de que, arrastrados por la violencia de la tempestad, no lo sintieron.

Cambiaban de lugar y giraban sobre sí mismos, sin darse cuenta de esta rotación, ni de su movimiento en sentido horizontal. Sus ojos no podían penetrar la espesa niebla que se amontonaba bajo la navecilla. Alrededor de ellos todo era bruma. Tal era la opacidad de las nubes, que no hubieran podido decir si era de día o de noche. Ningún reflejo de luz, ningún ruido de tierras habitadas, ningún mugido del océano había llegado hasta ellos en aquella oscura inmensidad, mientras se habían sostenido en las altas zonas. Sólo su rápido descenso había podido darles conocimiento de los peligros que corrían encima de las olas.

No obstante, el globo, libre de pesados objetos, tales como municiones, armas, provisiones, se había elevado hasta las capas superiores de la atmósfera a una altura de cuatro mil quinientos pies. Los pasajeros, después de haber reconocido que el mar estaba bajo la barquilla, encontrando los peligros menos temibles arriba que abajo, no habían vacilado en arrojar por la borda los objetos más útiles, y tratando de no perder nada de aquel fluido, de aquella alma de su aparato, que les sostenía sobre el abismo.

Transcurrió la noche en medio de inquietudes que hubieran sido mortales para otras almas menos templadas. Llegó después el día y con el día el huracán mostró tendencia a moderarse.

Desde el principio de aquel día, 24 de marzo, hubo algunos síntomas de calma. Al alba, las nubes más vesiculares habían remontado hasta las alturas del cielo. En algunas horas la tromba fue disminuyendo hasta romperse. El viento, del estado de huracán, pasó al gran fresco, es decir, que la celeridad de traslación de las capas atmosféricas disminuyó la mitad. Era aún lo que los marinos llaman “una brisa a tres rizos”, pero la mejoría en el desorden de los elementos no fue menos considerable.

Hacia las once, la parte inferior del aire se había despejado mucho. La atmósfera despedía esa limpidez húmeda que se ve, que se siente después del paso de los grandes meteoros. No parecía que el huracán hubiese ido más lejos en el oeste; al contrario, parecía que se había disipado por sí mismo; tal vez se había desvanecido en corrientes eléctricas, después de la rotura de la tromba, como sucede a veces a los tifones del océano Índico.

Pero hacia esa hora también se pudo comprobar de nuevo que el globo bajaba lentamente, por un movimiento continuo en las capas inferiores del aire. Parecía que se deshinchaba poco a poco y que su envoltura se alargaba dilatándose, pasando de la forma esférica a la forma oval. Hacia mediodía, el aerostato se cernía a una altura de dos mil pies sobre el mar. Medía cincuenta mil pies cúbicos, y gracias a su capacidad había podido mantenerse largo tiempo en el aire, bien porque hubiese alcanzado grandes latitudes, bien porque se había movido siguiendo una dirección horizontal.

En aquel momento los pasajeros arrojaron los últimos objetos que aún pesaban en la barquilla, los pocos víveres que habían conservado, todo, hasta los pequeños utensilios que guardaban en sus bolsillos, y uno de ellos, alzándose sobre el círculo en el que se reunían las cuerdas de la red, trató de atar sólidamente el apéndice inferior del aerostato.

Era evidente que los pasajeros no podían mantener más el globo en las zonas altas y que les faltaba el gas.

¿Estaban, pues, perdidos?

En efecto, no era ni un continente, ni una isla lo que se extendía debajo de ellos. El espacio no ofrecía ni un solo punto para aterrizar, ni una superficie sólida en la que su áncora pudiera morder.

¡Era el inmenso mar, cuyas olas se chocaban con incomparable violencia! ¡Era el océano sin límites, hasta para ellos que lo dominaban desde lo alto y cuyas miradas abarcaban entonces un radio de cuarenta millas! ¡Era la llanura líquida, golpeada sin misericordia, azotada por el huracán, que les debía parecer como una multitud inmensa de olas desenfrenadas sobre las cuales se hubiera arrojado una vasta red de crestas blancas! ¡Ni una tierra se veía, ni un buque!

Era menester, pues, a toda costa, detener el movimiento de descenso, para impedir que el aerostato se hundiese en medio de las olas, y en esa a todas luces urgente operación se ocuparon los pasajeros de la barquilla. Pero, a pesar de sus esfuerzos, el globo bajaba cada vez más, al mismo tiempo que se movía con extrema celeridad, siguiendo la dirección del viento, es decir, de nordeste a sudoeste.

Situación terrible la de aquellos infortunados. Evidentemente no eran dueños del aerostato. Sus tentativas no tuvieron resultado. La cubierta del globo se deshinchaba, el fluido se escapaba sin que fuera posible retenerlo. El descenso se aceleraba visiblemente y, a la una de la tarde, la barquilla no estaba suspendida a más de seiscientos pies sobre el océano.

Era, en efecto, imposible impedir la huida del gas, que se escapaba libremente por una rasgadura del aparato.

Aligerando la barquilla de todos los objetos que contenía, los pasajeros pudieron prolongar, durante algunas horas, su suspensión en el aire. Pero la inevitable catástrofe no podía tardar y, si no aparecía alguna tierra antes de la noche, los pasajeros, barquilla y globo habrían desaparecido definitivamente en las olas.

La sola maniobra que quedaba por hacer fue hecha en aquel momento. Los pasajeros del aerostato eran, sin duda, gente enérgica y sabían mirar la muerte cara a cara. No se oyó ni un solo murmullo escaparse de sus labios. Estaban decididos a luchar hasta el último segundo, y hacían todo lo que podían para retrasar su caída. La barquilla era una especie de caja de mimbre, impropia para flotar, y no había posibilidad de mantenerse en la superficie del mar, si caía.

A las dos el aerostato estaba apenas a cuatrocientos pies sobre las olas.

En aquel momento una voz varonil —la voz de un hombre cuyo corazón era inaccesible al temor—se oyó. A esta voz respondieron voces no menos enérgicas.

—¿Se ha arrojado todo?

—¡No! ¡Aún quedan dos mil francos en oro! Un saquito pesado cayó entonces al mar.

—¿Se eleva el globo?

—¡Un poco, pero no tardará en volver a caer!

—¿Qué lastre nos queda?

—¡Ninguno!

—¡Sí!... ¡La barquilla!

—¡Acomodémonos en la red y, al mar, la barquilla!

Era, en efecto, el único y último medio de aligerar el aerostato. Las cuerdas que sostenían la barquilla al círculo fueron cortadas, y el aerostato, después de la caída de aquella, remontó dos mil pies.

Los cinco pasajeros que se habían metido en la red, encima del círculo, y se sostenían en los hilos de las mallas miraban el abismo.

Es conocida la sensibilidad estática de los aerostatos. Bastaba arrojar el objeto más ligero para provocar un movimiento en sentido vertical. El aparato, flotando en el aire, obra como una balanza de exactitud matemática. Se comprende que, aligerado de un peso relativamente considerable, su movimiento sea importante y brusco. Fue lo que pasó en aquella ocasión. Pero, después de estar un instante equilibrado en las zonas superiores, el aerostato volvió a descender. El gas se escapaba por una rasgadura imposible de reparar.

Los pasajeros habían hecho todo lo posible. Ningún medio humano podía salvarles. Sólo tenían que contar con la ayuda de Dios.

A las cuatro el globo estaba a quinientos pies sobre la superficie de las aguas.

Se oyó un ladrido. Un perro, que acompañaba a los pasajeros, estaba asido, cerca de su dueño, a las mallas de la red.

—¡Top ha visto alguna cosa! —exclamó uno de los pasajeros. Poco rato después se oyó una voz fuerte que decía:

—¡Tierra! ¡Tierra!

El globo, arrastrado sin cesar por el viento hacia el sudoeste, después del alba había franqueado una distancia considerable, unos centenares de millas, y una tierra elevada acababa, en efecto, de aparecer en aquella dirección.

Pero aquella tierra se encontraba aún a treinta millas a sotavento. Faltaba más de una hora para llegar a ella, con la condición de no desviarse. ¡Una hora! ¿No se habría escapado ya el fluido que les quedaba?

¡Este era el problema! Los pasajeros veían distintamente aquel punto sólido, que era menester alcanzar a toda costa. Ignoraban lo que era, isla o continente, porque apenas sabían hacia qué parte del mundo el huracán los había arrastrado. ¡Pero aquella tierra, estuviese o no habitada, fuera o no hospitalaria, era su único refugio!

Cerca de las cuatro el globo no podía sostenerse. Rozaba la superficie del mar. Las crestas de las enormes olas habían lamido muchas veces la parte inferior de la red, haciéndola aún más pesada, y el aerostato no se levantaba sino a medias, como un pájaro que tiene plomo en las alas.

Media hora más tarde la tierra no estaba más que a una milla de distancia, pero el globo ajado, flojo, deshinchado, enrollado en gruesos pliegues, sólo conservaba gas en su parte superior.

Los pasajeros, asidos a la red, pesaban ya demasiado para él, y pronto, medio sumergidos en el mar, fueron golpeados por las furiosas olas. La cubierta del aerostato se infló entonces, y el viento lo empujó, como un buque con viento de popa. ¡Parecía que iban a llegar a la costa!

Pero, cuando no estaban más que a dos cables de distancia, resonaron gritos terribles, salidos de cuatro pechos a la vez. El globo, que, al parecer, no podía ya levantarse, acababa de dar un salto inesperado, a impulsos de un formidable golpe de mar. Como si hubiera sido aligerado súbitamente de una nueva parte de su peso, remontó a una altura de mil quinientos pies, y allí encontró una especie de remolino de viento que, en lugar de llevarlo directamente a la costa, le hizo seguir una dirección casi paralela a ella. En fin, dos minutos más tarde se acercaron oblicuamente y cayó sobre la arena de la orilla, fuera del alcance de las olas.

Los pasajeros se ayudaron los unos a los otros, logrando desprenderse de las mallas de la red. El globo, libre de aquel peso, fue recogido par el viento y, como un pájaro herido que encuentra un instante de vida, desapareció en el espacio.

La barquilla contenía cinco pasajeros, más un perro, y el globo sólo había arrojado cuatro sobre la orilla.

El pasajero que faltaba había sido evidentemente arrebatado por el golpe de mar, que, dando de lleno en la red, había permitido al aparato, aligerado de peso, llegar a tierra.

Apenas los cuatro náufragos —se les puede dar ese nombre—habían tomado tierra, todos, pensando en el ausente, exclamaron: —¡Quizá podrá ganar la orilla a nado!

¡Salvémoslo! ¡Salvémoslo!

Cinco prisioneros en busca de libertad

No eran ni aeronautas de profesión ni amantes de expediciones aéreas los que el huracán acababa de arrojar en aquella costa: eran prisioneros de guerra, a los que su audacia había impulsado a fugarse en circunstancias extraordinarias. ¡Cien veces estuvieron a punto de perecer! ¡Cien veces su globo desgarrado hubiera debido precipitarlos en el abismo! Pero el cielo les reservaba un extraño destino, y el 20 de marzo, después de haberse fugado de Richmond, sitiada por las tropas del general Ulises Grant, se encontraron a siete millas de aquella ciudad de Virginia, principal plaza fuerte de los separatistas durante la terrible guerra civil de Secesión. Su navegación aérea había durado cinco días.

He aquí en qué circunstancias se realizó la evasión de los prisioneros, evasión que debía terminar como ya conocemos.

En el mes de febrero de 1858, en un golpe de mano intentado, aunque inútilmente, por el general Grant para apoderarse de Richmond, muchos de sus oficiales cayeron en poder del enemigo en la ciudad. Uno de los más distinguidos prisioneros pertenecía al Estado Mayor Federal y se llamaba Ciro Smith.

Ciro Smith, natural de Massachusetts, era ingeniero, un sabio de primer orden, al que el gobierno de la Unión había confiado durante la guerra la dirección de los ferrocarriles por el papel estratégico de los mismos. Americano del norte, seco, huesudo, esbelto, de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y canoso, barba afeitada, con abundante bigote. Tenía una cabeza numismática, que parecía hecha para ser acuñada en medallas: los ojos ardientes, la boca seria, la fisonomía de un sabio de la escuela militar. Era uno de esos ingenieros que empiezan manejando el martillo y el pico, como esos generales que partieron de soldados rasos. Al mismo tiempo que agudeza de espíritu, poseía habilidad de manos. Sus músculos presentaban notables síntomas de tenacidad. Verdadero hombre de acción, al mismo tiempo que hombre de pensamiento, lo ejecutaba todo sin esfuerzo, bajo la influencia de una larga expansión vital, desafiando todo obstáculo.

Muy instruido, muy práctico, muy campechano, para emplear una palabra de la lengua militar francesa. Tenía buen carácter, pues, conservándose siempre dueño de sí, en cualquier circunstancia, reunía las condiciones que determinan la energía humana: actividad de espíritu y de cuerpo, impetuosidad de deseo, fuerza de voluntad. Y su divisa hubiera podido ser la de Guillermo de Orange en el siglo xvii: “No tengo necesidad de esperar para acometer una empresa, ni de lograr el objeto para perseverar.”

Al mismo tiempo Ciro Smith era el valor personificado. Había tomado parte en todas las batallas durante la guerra de Secesión. Tras haber empezado a las órdenes de Ulises Grant con los voluntarios del Illinois, había combatido en Paducah, en Belmont, en Pittsburg-Landig, en el sitio de Corinto, en Port-Gibson, en la Rivera Negra, en Chattanooga, en Wildemes, sobre el Potomak, en todas partes y valerosamente. Fue un soldado digno del general que respondía: “¡Yo no cuento jamás mis muertos!” Y cien veces Ciro Smith había estado a punto de ser uno de aquellos que no contaba el terrible Grant. Sin embargo, en esos combates, donde se exponía tanto, la suerte le favoreció siempre, hasta que fue herido y hecho prisionero en el campo de batalla de Richmond.

A la vez que Ciro Smith otro personaje importante cayó en poder de los sudistas. Este era nada menos que el honorable Gedeón Spilett, corresponsal del New York Herald, encargado de seguir las peripecias de la guerra entre los ejércitos del Norte.

Gedeón Spilett era de esos cronistas ingleses o americanos, de los Stanley y otros, que no retroceden ante nada para obtener una información exacta y para transmitirla a su periódico rápidamente. Los periódicos de la Unión, tales como el New York Herald, constituyen verdaderas potencias, y sus enviados son los representantes con que cuentan. Gedeón Spilett figuraba entre los primeros enviados.

Hombre de mucho valor, enérgico, preparado a todo, lleno de ideas, habiendo recorrido el mundo entero, soldado y artista ágil en el consejo, resuelto en la acción, no temiendo penas, ni trabajo, ni peligros cuando se trataba de saber algo, para él primero, y para su periódico después, verdadero héroe de la curiosidad, de la información, de lo inédito, de lo desconocido, de lo imposible. Era uno de esos intrépidos observadores que escriben bajo las balas, “haciendo las crónicas bajo el fuego de los cañones, y para los que todos los peligros son un pasatiempo”.

Él también había asistido a todas las batallas en primera fila, con el revólver en una mano y las cuartillas en la otra, y la metralla no hacía temblar su pluma. No cansaba los hilos con telegramas incesantes, como suelen hacer los que no tienen nada que decir.

Sus notas, cortas, claras, daban luz sobre algún punto importante. Por otra parte, “el buen humor” no le faltaba. Él, después de la acción de la Rivera Negra, queriendo a toda costa conservar su puesto junto a la ventanilla de la oficina telegráfica, para anunciar a su periódico el resultado de la batalla, telegrafió, durante dos horas, los primeros capítulos de la Biblia. Costó dos mil dólares al New York Herald, pero fue el primer informado.

Gedeón Spilett era alto y tenía unos cuarenta años. Unas patillas rubias tirando a rojo enmarcaban su rostro. Su mirada era tranquila, viva, rápida en sus movimientos; la mirada de un hombre que tiene la costumbre de percibir todos los detalles de un horizonte. Robusto y de buena salud, estaba acostumbrado a todos los climas, como la barra de acero en el agua fría.

Desde hacía diez años, Gedeón Spilett era el corresponsal oficial del New York Herald, al que enriquecía con sus crónicas y sus dibujos, ya que manejaba tan bien el lápiz como la pluma. Cuando fue hecho prisionero, estaba haciendo la descripción y el croquis de la batalla. Las últimas palabras anotadas fueron: “Un sudista me apunta con su fusil y...”

Y Gedeón Spilett se salvó, porque, siguiendo su invariable costumbre, salió de aquel peligro sin ningún arañazo.

Ciro Smith y Gedeón Spilett, que se conocían por su reputación, habían sido trasladados a Richmond. El ingeniero, que había curado de su herida, conoció al corresponsal durante su convalecencia. Aquellos dos hombres simpatizaron y se estimaron mutuamente.

Pronto su anhelo común no tuvo más que un objeto: volver al ejército de Grant y combatir en sus filas por la unidad federal.

Los dos americanos estaban decididos a aprovechar una ocasión; pero, aunque fueran libres en la ciudad, Richmond estaba tan vigilada que una evasión parecía imposible.

Acompañaba a Ciro Smith un criado, que era la fidelidad y la abnegación personificadas: un negro, nacido en las posesiones del ingeniero, de padres esclavos, pero que, desde hacía tiempo, Ciro Smith, abolicionista de ideas y de corazón, había emancipado. El esclavo, una vez libre, no quiso separarse de su amo. Le quería tanto, que hubiera dado la vida por él. Era un mozo de treinta años, ágil, hábil, inteligente, dulce y tranquilo, a veces sencillo, siempre sonriente, servicial y bueno. Se llamaba Nabucodonosor, pero respondía al nombre abreviado y familiar de Nab.

Al enterarse Nab de que su dueño había sido hecho prisionero, abandonó Massachusetts sin vacilar, llegó a Richmond y, a fuerza de astucia y destreza, después de arriesgar veinte veces su vida, penetró en la ciudad sitiada. No es posible describir la alegría de Ciro Smith al ver de nuevo a su criado y Nab al encontrar a su amo.

Aunque Nab pudo penetrar en Richmond, le hubiera sido muy difícil salir, porque eran vigilados de cerca los prisioneros federales. Había que aguardar una ocasión favorable para intentar una evasión con alguna probabilidad de éxito, y esta ocasión era difícil hallarla.

Entretanto, Grant continuaba sus enérgicas operaciones. La victoria de Petersburgo le había costado mucho. Sus fuerzas, unidas a las de Butler, no habían alcanzado ninguna victoria ante Richmond, y nada hacía presagiar que la libertad de los prisioneros estaba próxima. El corresponsal, a quien su cautividad no le proporcionaba ya un detalle interesante que anotar, no podía resistir más. Su idea fija era salir de Richmond a toda costa. Muchas veces intentó la aventura y fue detenido por obstáculos insuperables.

El sitio continuaba y los prisioneros tenían prisa por escaparse para unirse al ejército de Grant. Algunos sitiados no tenían menos deseos de escaparse, para reunirse con el ejército separatista, y entre ellos, un tal Jonathan Forster, furibundo sudista. Si los prisioneros federales no podían abandonar la ciudad, los confederados tampoco, porque el ejército del Norte los cercaba. El gobernador de Richmond no podía comunicarse con el general Lee y necesitaba urgentemente refuerzos. Jonathan Forster tuvo entonces la idea de elevarse en globo, para atravesar las líneas sitiadoras y llegar al campo de los separatistas.

El gobernador autorizó la tentativa. Un aerostato fue fabricado y puesto a disposición de Jonathan Forster, al que le debían acompañar en el viaje aéreo cinco compañeros armados para defenderse en donde aterrizaran, en caso de ser atacados, y víveres, por si la excursión se prolongaba.

La partida del globo había sido fijada para el 18 de marzo. Debía efectuarse durante la noche, y con un viento de nordeste de mediana fuerza los aeronautas creían que en pocas horas llegarían al cuartel general de Lee.

Pero el viento del nordeste no fue más que brisa; el día 18 pudo observarse que se convertiría en huracán. Sobrevino la tempestad, y la partida de Forster fue aplazada, ya que era imposible arriesgar el aerostato y a los ocupantes en medio de los desencadenados elementos.

El globo, hinchado en la plaza de Richmond, partiría al calmarse el viento, y en la ciudad había impaciencia porque la atmósfera no se modificaba.

Transcurrieron el 18 y el 19 de marzo sin que se produjera ningún cambio en la tormenta, y costó ímprobo trabajo mantener el globo amarrado y evitar que lo destrozara el huracán.

Pasó también la noche del 19 al 20; por la mañana, el huracán hacía que la partida fuera imposible.

Ese día se acercó al ingeniero Ciro Smith, en una de las calles de Richmond, un hombre a quien no conocía: era un marino llamado Pencroff, de treinta y cinco a cuarenta años de edad, fuerte, de rostro atezado, ojos vivos y parpadeantes, pero de buen aspecto. Pencroff era un norteamericano que había corrido todos los mares y le había sucedido todo lo que puede ocurrir a un bípedo sin plumas. Es inútil decir que era de carácter emprendedor, capaz de todo y que no se admiraba de nada. Pencroff, a primeros de año, había ido para asuntos particulares a Richmond, con un joven de quince años, Harbert Brown, de Nueva Jersey, hijo de su capitán, un huérfano al que amaba como a su propio hijo. No habiendo podido abandonar la ciudad antes de las primeras operaciones del sitio, se encontró bloqueado con gran disgusto y sólo pensaba escaparse como fuera. Conocía la reputación del ingeniero Ciro Smith y sabía que esperaba lo mismo que él deseaba. Así, pues, no vaciló en acercarse a él diciéndole sin rodeos:

—Señor Smith, ¿está usted cansado de Richmond? —El ingeniero miró al hombre que le hablaba así, y que añadió en voz baja—: Señor Smith, ¿quiere usted escapar?

—¿Cuándo...? —respondió el ingeniero, y se puede afirmar que esta respuesta se le escapó, pues aún no había examinado al desconocido que le había dirigido la palabra.

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