Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 10
Se convierten en metalúrgicos
Al día siguiente, 17 de abril, las primeras palabras del marino fueron para preguntar a Gedeón Spilett:
–Y bien, ¿qué vamos a hacer hoy?
–Lo que quiera el señor Ciro —contestó el corresponsal.
Los compañeros del ingeniero habían sido hasta entonces alfareros y en adelante iban a ser metalúrgicos.
La víspera, después del almuerzo, se había llevado a cabo la exploración hasta la punta del cabo Mandíbula, distante unas siete millas de las Chimeneas. Allí concluía la extraña serie de dunas y el suelo tomaba un aspecto volcánico. No se veían altas murallas como en la meseta de la Gran Vista, sino un bordado extraño y caprichoso, que formaba el marco de aquel estrecho golfo comprendido entre dos cabos y el compuesto de materias minerales vomitadas por el volcán. Los colonos, al llegar a aquella punta, habían retrocedido, y al caer la noche entraban de regreso en las Chimeneas; pero no se entregaron al sueño hasta que estuvo resuelta definitivamente la cuestión de si debían abandonar la isla de Lincoln o permanecer en ella.
Era una distancia considerable, 1.200 millas separaban la isla del archipiélago de las Pomotú. Una canoa no habría sido suficiente para atravesar, sobre todo al acercarse la mala estación; así lo declaró Pencroff. Ahora bien, construir una canoa, aun teniendo los útiles necesarios, era una obra difícil y, careciendo de herramientas, era preciso comenzar por hacer martillos, hachas, azuelas, sierras, barrenas, cepillos, etcétera., lo que exigía bastante tiempo. Se decidió, pues, invernar en la isla de Lincoln y buscar una morada más cómoda que las Chimeneas para pasar en ella los meses de invierno.
Ante todo se trataba de utilizar el mineral de hierro, del cual el ingeniero había observado algunos yacimientos en la parte nordeste de la isla, y de convertir aquel mineral en hierro o en acero.
El suelo no contiene generalmente los metales en estado de pureza; en su mayor parte se hallan combinados con el oxígeno o con el azufre. Precisamente las dos muestras recogidas por Ciro Smith eran una de hierro magnético no carbonatado, y la otra de pirita o sulfuro de hierro. El primero, o sea óxido de hierro, había que reducirlo por medio del carbón, es decir, desembarazarlo del oxígeno para utilizarlo en estado de pureza. Esta reducción debía hacerse sometiendo el mineral mezclado con carbón a una alta temperatura, ya por el método catalán, rápido y fácil, que tiene la ventaja de transformar directamente el mineral en hierro con una sola operación, bien por el método de los altos hornos, que cambia primero el mineral en fusión y después la fusión en hierro, quitándole el tres o cuatro por ciento de carbón, que se ha combinado con ella.
Ahora bien, ¿qué necesitaba Ciro Smith? Hierro y no fundición, y debía buscar el método más rápido de reducirlo. Por lo demás, el mineral que había recogido era por sí mismo muy puro y rico, o sea ese mineral oxidulado, que, hallándose en masas confusas de un color gris oscuro, da un polvo negro, se cristaliza en octaedros regulares, produce los imanes naturales y sirve en Europa para elaborar esos hierros de primera calidad que tan abundantemente producen Suecia y Noruega. No lejos de aquel yacimiento se hallaba otro de carbón de piedra ya explorado por los colonos. De aquí la facilidad para el tratamiento del mineral, pues estaban cerca de los elementos de fabricación. Esto es lo que constituye también la prodigiosa riqueza de las explotaciones del Reino Unido, donde la hulla sirve para hacer el metal extraído del mismo suelo y al mismo tiempo que ella.
–¿Así, pues, señor Ciro —dijo Pencroff—, vamos a trabajar mineral de hierro?
–Sí, amigo mío —contestó el ingeniero—, y para eso, si a usted no le parece mal, comenzaremos a cazar focas en el islote.
–¡A cazar focas! —exclamó el marino volviéndose hacia Gedeón Spilett—. ¿Necesitamos focas para fabricar hierro?
–Cuando lo dice el señor Ciro… —contestó el corresponsal.
El ingeniero había salido ya de las Chimeneas y Pencroff se preparó para la caza de las focas, sin haber obtenido más explicaciones.
En breve, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Nab y el marino se hallaron reunidos en la playa en el punto en que el canal dejaba un estrecho paso vadeable en la baja marea. La marea estaba en lo más bajo del reflujo, y los cazadores pudieron atravesar el canal sin mojarse por encima de las rodillas.
Ciro Smith ponía por primera vez el pie en el islote, y su compañeros, por la segunda, pues allí el globo los había arrojado.
Al desembarcar, algunos centenares de pájaros bobos les dirigieron sus cándidas miradas. Los colonos, armados de garrotes, habrían podido exterminarlos fácilmente, pero no pensaron en entregarse a aquella matanza doblemente inútil, porque importaba no asustar a los anfibios echados sobre la arena a poca distancia. Respetaron también varios somorgujos muy inocentes, cuyas alas reducidas a muñones se achataban en forma de aletas guarnecidas de plumas de apariencia escamosa.
Los colonos se adelantaron con prudencia hasta la punta norte, marchando por un suelo acribillado de hoyos, que formaban otros tantos nidos de aves acuáticas. Hacia el extremo del islote aparecían grandes puntos negros, que nadaban a flor de agua, semejantes a puntas de escollo en movimiento. Eran los anfibios que se trataba de capturar. Había que cazarlos en tierra, porque las focas, con su vientre estrecho, su pelo corto y apretado, su figura fusiforme y su disposición excelente para nadar, son difíciles de pescar en el mar, mientras que en el suelo sus pies cortos y palmeados no les permiten sino un movimiento de reptil muy pesado.
Pencroff conocía las costumbres de estos anfibios y aconsejó esperar a que se hubieran tendido en la arena a los rayos del sol, que no tardarían en hacerles dormir profundamente. Entonces convendría maniobrar de manera que se les cortara la retirada, teniendo cuidado de dirigir los golpes a las fosas nasales.
Los cazadores se escondieron detrás de las rocas del litoral y esperaron en silencio. Transcurrió una hora antes que las focas vinieran a solazarse por la arena. Había media docena; Pencroff y Harbert salieron entonces para doblar la punta del islote, tomarles la playa y cortarles la retirada, mientras Ciro Smith, Gedeon Spilett y Nab, trepando por las rocas, se dirigían hacia el futuro teatro del combate. De improviso el marino se irguió lanzando un grito. El ingeniero y sus dos compañeros se precipitaron entre el mar y las focas. Dos de aquellos animales quedaron muertos en la arena a fuerza de varios golpes vigorosos, pero los demás pudieron llegar al mar y tomar el lago.
–Aquí están las focas pedidas, señor Ciro —dijo el marino adelantándose hacia el ingeniero.
–Bien —contestó Ciro Smith—. Haremos de ellas fuelles de fragua.
–¡Fuelles de fragua! —exclamó Pencroff—; ¡vaya unas focas afortunadas!
En efecto, era una máquina para soplar lo que necesitaba el ingeniero para el tratamiento del mineral, y pensaba fabricarla con la piel de aquellos anfibios. Su longitud era mediana; no pasaban de seis pies y tenían la cabeza semejante a la de un perro.
Como era inútil cargarse con un peso tan considerable como el de aquellos animales, Nab y Pencroff resolvieron desollarlos en el mismo sitio, mientras Ciro y el corresponsal acababan de explorar el islote.
El marino y el negro ejecutaron diestramente su operación y, tres horas después, Ciro Smith tenía a su disposición dos pieles de foca, que decidió utilizar en aquel estado, sin curtirlas.
Los colonos tuvieron que esperar la baja marea, y después atravesaron el canal de regreso a las Chimeneas.
Costó trabajo sujetar aquellas pieles a marcos de madera destinados a mantenerlas tendidas y coserlas después por medio de fibras, para que pudiesen tomar aire sin dejarlo escapar. Hubo que realizar la operación muchas veces. Ciro Smith no tenía a su disposición más que las dos hojas de acero, procedentes del collar de Top, y sin embargo fue tan diestro y sus compañeros le ayudaron con tanta inteligencia, que tres días después los útiles de la pequeña colonia se habían aumentado con un gran fuelle, destinado a inyectar el aire en el mineral, cuando fuese tratado por el calor, condición indispensable para el buen éxito de la operación.
El 20 de abril por la mañana comenzó el período metalúrgico, como le llamaba el corresponsal en sus notas. El ingeniero, como hemos dicho, estaba decidido a operar en el yacimiento mismo del carbón y del mineral. Ahora bien, según sus observaciones, estos dos yacimientos estaban situados al pie de los contrafuertes del nordeste del monte Franklin, es decir, a una distancia de seis millas; por consiguiente no había que pensar en volver todos los días a las Chimeneas, y se convino en que la colonia acamparía bajo una choza de ramas de árbol a fin de seguir noche y día la importante operación.
Aprobado el proyecto, se pusieron en marcha al rayar el día. Nab y Pencroff llevaban en unas parihuelas el fuelle y cierta cantidad de provisiones vegetales y animales, que además podían renovarse por el camino.
Entraron por los bosques del Jacamar, atravesándolos oblicuamente del sudeste al noroeste y en su parte más espesa. Hubo que abrir una senda, que debía formar en adelante la arteria más interesante entre la meseta de la Gran Vista y el monte Franklin. Los árboles, pertenecientes a las especies ya conocidas, eran magníficos. Harbert señaló otros nuevos, entre ellos varios dragos que Pencroff calificó de puerros presuntuosos, porque, a pesar de su altura, eran de la misma familia de las liliáceas, a la que pertenecen la cebolla, la cebolleta y el chalote o el espárrago. Como estos dragos podían dar raíces lechosas, que, cocidas, son excelentes y, sometidas a cierta fermentación, producen un licor muy agradable, hicieron bastante provisión de ellos.
El camino a través del bosque fue largo y duró el día entero, pero permitió a los exploradores observar la fauna y la flora. Top, encargado especialmente de la fauna, corría entre las hierbas y la espesura levantando indistintamente toda especie de caza. Harbert y Gedeón Spilett mataron dos canguros a flechazos y además un animal que se parecía mucho a un erizo y a un oso hormiguero; al primero, porque se hacía bola y erizaba sus púas; y al segundo, porque tenía uñas cavadoras, un hocico largo y delgado, que terminaba en pico de ave, y una lengua extensible guarnecida de espinas, que le servía para sujetar los insectos.
–¿Y a qué se parecerá cuando esté en la olla? —preguntó Pencroff con soma. —A excelente carne de vaca —contestó Harbert.
–No podemos pedirle más —añadió el marino.
Durante esta excursión vieron algunos jabalíes, que no trataron de atacar la caravana; y no parecía que debiera temerse al encuentro de fieras en una espesura, cuando de improviso el corresponsal creyó ver a pocos pasos, entre las ramas de un árbol, un animal parecido a un oso y se puso a copiarlo tranquilamente a lápiz. Por fortuna para Spilett, el animal no pertenecía a esa temible familia de los plantígrados. Era tan sólo un koula, más conocido por el nombre de perezoso, que tenía el tamaño de un perro grande, el pelo erizado y de color pardo sucio, y las patas armadas de fuertes garras, lo que le permitía trepar a los árboles para alimentarse de hojas. Averiguada la identidad del animal, al cual no se trató de molestar en su ocupación, Gedeón Spilett borró la palabra oso del pie de su apunte, puso en su lugar koula, y continuó su camino.
A las cinco de la tarde, Ciro Smith daba la señal de alto. Se encontraban fuera del bosque, al pie de aquellos poderosos contrafuertes que apuntalaban el monte Franklin hacia el este. A pocos centenares de pasos corría el arroyo Rojo y por consiguiente el agua potable no estaba lejos.
Organizó inmediatamente el campamento y, en menos de una hora, al extremo del bosque, entre los árboles, se levantó una cabaña de ramas mezcladas de bejucos y recubiertas de tierra gredosa, que ofrecía un abrigo suficiente. Dejaron para el día siguiente las investigaciones geológicas; se preparó la cena, se encendió un buen fuego delante de la cabaña, se dio vuelta al asador y, a las ocho, mientras uno de los colonos velaba para alimentar la hoguera por si algún animal peligroso vagaba por los alrededores, los demás dormían con sueño tranquilo.
Al día siguiente, 24 de abril, Ciro Smith, acompañado de Harbert, fue a buscar los terrenos de formación antigua, donde había ya encontrado muestras de mineral. Halló el yacimiento a flor de tierra, casi en la fuente misma del arroyo, al pie de la base lateral de uno de los contrafuertes del nordeste. Aquel mineral, muy rico en hierro, contenido en su ganga fusible, convenía perfectamente al método de reducción que el ingeniero pensaba emplear, es decir, el método catalán, pero simplificado, como se usa en Córcega.
En efecto, el método catalán propiamente dicho exige la construcción de hornos y crisoles, en los cuales el mineral y el carbón, colocados en capas alternas, se transformen y reduzcan. Pero Ciro Smith quería economizar hornos y crisoles y formar con el mineral y el carbón una masa cúbica, al centro de la cual se dirigía el viento de su fuelle. Este era sin duda el procedimiento que emplearon Tubalcaín y los primeros metalúrgicos del mundo habitado. Ahora bien, lo que había dado buenos resultados a los nietos de Adán y los daba todavía en los países ricos en mineral y en combustible, no podía menos de darlo en las circunstancias en que se encontraban los colonos de la isla de Lincoln.
Se recogió también la hulla como el mineral sin trabajo y casi en superficie. Primeramente se rompió el mineral en pequeños trozos, quitándole con la mano las impurezas que manchaban su superficie. Después con el carbón y el mineral formaron un montón de capas sucesivas y alternas, como hace el carbonero con la leña que quiere carbonizar. De esta manera, bajo la influencia del aire proyectado por el fuelle, debía el carbón transformarse, primero, en ácido carbónico y, después, en óxido de carbono, encargado de reducir en óxido de hierro o, lo que es lo mismo, de desprender el hierro del oxígeno.
Así, pues, el ingeniero procedió a la operación. El fuelle de piel de foca, provisto en su extremo de un tubo de tierra refractaria, fabricado antes en el horno de la vajilla, fue colocado encima del montón de mineral; movido por un mecanismo, cuyos órganos consistían en bastidores, cuerdas de fibras y contrapesos, lanzó sobre la masa de hierro y carbón una profusión de aire que, elevando la temperatura, concurrió también a la transformación química que debía producir hierro puro.
La operación fue difícil. Necesitó toda la paciencia y todo el ingenio de los colonos para llevarla a buen término; pero salió bien y el resultado definitivo fue una masa de hierro reducida al estado de esponja, que fue preciso cimbrar y machacar, es decir, forjar para quitarle la ganga líquida que contenía. Aquellos herreros improvisados carecían de martillo; pero lo mismo había sucedido al primer metalúrgico e hicieron lo que este tuvo naturalmente que hacer.
Pusieron a la primera masa un palo a guisa de mango y sirvió para forjar la segunda en un yunque de granito, con lo cual se llegó a obtener un metal burdo, pero arcilloso.
Al fin, después de muchos esfuerzos y fatigas, el 25 de abril se habían forjado varias barras de hierro, que se transformaron en herramientas, pinzas, tenazas, picos, azadones, etcétera., que Pencroff y Nab declararon ser verdaderas joyas. Pero aquel metal no podía prestar grandes servicios en estado de hierro puro, sino principalmente en estado de acero.
El acero es una combinación de hierro y carbón, que se saca o de la fundición, quitando a esta el exceso de carbón, o del hierro, añadiendo a este el carbón que le falta. El primero, obtenido por la descarburación en la fundición, da el acero natural o refinado; el segundo, producido por la carburación del hierro, da el acero de cementación.
Este último era el que buscaba Ciro Smith con preferencia, puesto que poseía el hierro en estado puro; y consiguió fabricarlo, calentando el metal con carbón en polvo, en un crisol hecho de tierra refractaria.
Después, dado que el acero así elaborado es maleable tanto en caliente como en frío, pudo ser trabajado mediante el martillo. Nab y Pencroff, hábilmente dirigidos, hicieron hierros de hacha, los cuales, calentados hasta el rojo y sumergidos después inmediatamente en agua fría, adquirieron excelente temple.
De aquella fragua salieron otros instrumentos burdamente fabricados, como puede suponerse: hojas de cepillo de carpintero, hachas, azuelas, láminas de acero que debían transformarse en sierras, escoplos, azadones, palas, picos, martillos, clavos, etcétera.
El 5 de mayo, terminado el primer período metalúrgico, los herreros volvían a las Chimeneas; nuevas tareas iban a autorizarles en breve a tomar una nueva calificación.
Buscan refugio para invernar en la isla
Era el 6 de mayo, día que corresponde al 6 de noviembre en los países del hemisferio boreal. Hacía días que el cielo se cubría de brumas y era necesario tomar ciertas disposiciones para pasar el invierno. Sin embargo, la temperatura todavía no había bajado sensiblemente y un termómetro centígrado, trasladado a la isla de Lincoln, habría marcado todavía, por término medio, de diez a doce grados sobre cero. Esta temperatura media no tenía nada de extraordinario, puesto que la isla Lincoln, situada probablemente entre los 35 y 40 grados de latitud, debía hallarse sometida en el hemisferio sur a las mismas condiciones que Sicilia o Grecia en el hemisferio norte. Pero así como en Grecia o en Sicilia se experimentan fríos violentos, que producen nieves y hielo, de la misma manera en la isla Lincoln deberían experimentarlos en el período más riguroso del invierno, y contra esta temperatura baja convenía prepararse.
En todo caso, si el frío no amenazaba aún, por lo menos estaba próxima la estación de las nieves, y en aquella isla apartada, expuesta a todas las intemperies, en medio del mar Pacífico, los malos tiempos debían ser frecuentes y terribles.
Debían pensar seriamente y resolver la cuestión de una vivienda más cómoda que las Chimeneas.
Pencroff, naturalmente, tenía cierta predilección por aquel retiro por él descubierto; pero se hizo cargo de la necesidad de buscar otro. Las Chimeneas habían recibido la visita del mar en circunstancias que no se habrán olvidado y no podían los colonos exponerse de nuevo a un accidente parecido.
–Por otra parte —añadió Ciro Smith, que aquel día hablaba de estas cosas con sus compañeros—, tenemos algunas precauciones que tomar…
–¿Para qué? La isla no está habitada —dijo el corresponsal.
–Eso creemos —insinuó el ingeniero—, aunque no la hemos explorado todavía toda; pero si no hay en ella seres humanos, temo que abunden los animales peligrosos. Conviene, pues, ponerse al abrigo de una posible agresión, para que no sea preciso que uno de nosotros se quede de centinela toda la noche para mantener una hoguera encendida.
Además, amigos míos, debemos preverlo todo; estamos aquí en una parte del Pacífico frecuentada a menudo por los piratas malayos.
–¡Cómo! —exclamó Harbert—, a esta distancia de toda tierra…
–Sí, hijo mío —contestó el ingeniero—. Estos piratas son tan atrevidos marinos como terribles malhechores, y debemos adoptar, por consiguiente, nuestras medidas.
–Pues bien —dijo Pencroff—, nos fortificaremos contra las fieras de dos o de cuatro patas. Pero, señor Ciro, ¿no sería bueno explorar la isla en todas sus partes antes de emprender nada?
–Eso sería mejor —apoyó Gedeón Spilett—; ¿quién sabe si encontraremos en la costa opuesta una de esas cavernas que inútilmente hemos buscado por aquí?
–Es cierto —repuso el ingeniero—, pero ustedes olvidan, amigos míos, que conviene establecernos en las inmediaciones de un río y que desde la cima del monte Franklin no hemos visto hacia el oeste ni río ni arroyo alguno. Aquí, por el contrario, nos hallamos situados entre el río de la Merced y el lago Grant, ventaja que no debemos despreciar. Además, esta costa orientada al Este no está expuesta como la otra a los vientos alisios que soplan del noroeste en el hemisferio austral.
–Entonces, señor Ciro —propuso el marino—, construiremos una casa a orillas del lago. Ya no nos faltan ladrillos ni instrumentos. Después de haber sido alfareros, fundidores y herreros, sabremos ser albañiles, ¡qué diablo!
–Sí, amigo mío, pero antes de tomar una decisión es preciso buscar. Una vivienda construida por la naturaleza nos ahorraría mucho trabajo y nos ofrecería sin duda un retiro más seguro, porque estaría tan perfectamente defendida contra los enemigos de dentro como contra los de fuera.
–En efecto, Ciro —dijo el corresponsal—; pero ya hemos examinado toda esa muralla granítica de la costa y no hay en ella ni un agujero ni una hendidura.
–¡Ni una! —añadió Pencroff—. ¡Si hubiéramos podido abrir una cueva en ese muro a cierta altura para ponemos fuera de todo alcance! Ya me figuro, en la fachada que mira al mar, cinco o seis habitaciones…
–¡Con ventanas para darles luz! —dijo Harbert, riéndose.
–Y una escalera para subir —añadió Nab.
–Ustedes se ríen —exclamó el marino sin motivo. ¿Qué hay de imposible en lo que propongo? ¿No es verdad, señor Ciro, que hará usted pólvora el día que la necesitemos?
El ingeniero había escuchado al entusiasta Pencroff mientras desarrollaba sus proyectos algo fantásticos. Atacar aquella masa de granito, aun por medio de una mina, era un trabajo hercúleo, y ¡lástima que la naturaleza no se hubiera encargado de la parte más dura de la tarea! Pero Smith respondió al marino proponiendo que se examinase más atentamente la meseta desde la desembocadura del río hasta el ángulo que la cerraba al norte.
Salieron, pues, y con mucho cuidado hicieron la exploración en una extensión de dos millas poco más o menos, pero en ningún sitio la pared recta y unida presentaba cavidad alguna. Los nidos de las palomas silvestres que revoloteaban en su cima no eran en realidad más que agujeros abiertos en la cresta de la misma y en las esquinas irregularmente formadas de granito.
Era una circunstancia desgraciada, y no había que pensar siquiera en atacar aquella masa con el pico o con la pólvora para abrir una vivienda.
La casualidad había hecho que en toda aquella parte del litoral Pencroff descubriese el único asilo provisionalmente habitable, es decir, aquellas Chimeneas que, sin embargo, se trataba de abandonar.
Terminada la exploración, los colonos se hallaban en el ángulo norte de la muralla, donde esta terminaba por una de las pendientes prolongadas, que iban a morir en la playa. Desde aquel sitio hasta su extremo límite al oeste no formaba más que una especie de talud, espesa aglomeración de piedras, de tierra y de arena, unidas por plantas, arbustos y hierbas, e inclinada bajo un ángulo de cuarenta y cinco grados solamente. Acá y allá el granito surgía todavía sobresaliendo con puntas agudas en aquella ribera escarpada. Sobre sus laderas crecían grupos de árboles y una hierba bastante espesa los alfombraba. Pero el esfuerzo vegetal no iba más allá y una gran llanura de arena, que comenzaba al pie del talud, se extendía hasta el litoral.
Ciro Smith pensó, no sin razón, que por aquel lado debía desaguar el sobrante del lago en forma de cascada. En efecto, era necesario que el exceso de agua del arroyo rojo se perdiese en un punto cualquiera, y aquel punto no había sido encontrado todavía por el ingeniero en ninguna parte de las orillas ya exploradas, es decir, desde la desembocadura del arroyo al oeste hasta la meseta de la Gran Vista.
El ingeniero propuso, pues, a sus compañeros la ascensión al talud que tenían delante y la vuelta a las Chimeneas por las alturas, explorando de paso las orillas septentrional y oriental del lago.
La proposición fue aceptada y en pocos minutos Harbert y Nab llegaron a la meseta superior, siguiéndoles Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff con paso más reposado.
A doscientos pies a través del follaje resplandecía a los rayos solares la hermosa sabana de agua; el paisaje era delicioso en aquel sitio. Los árboles de tonos amarillentos se agrupaban maravillosamente para recrear la vista. Algunos enormes troncos de árboles, abatidos por la edad, se destacaban por su corteza negruzca sobre la verde alfombra que cubría el suelo. Allí gritaba una infinidad de cacatúas ruidosas, verdaderos prismas movibles, que saltaban de una rama a otra. Parecía que la luz no llegaba sino descompuesta a través de aquel paraje singular.
Los colonos, en vez de seguir derechos hacia la orilla norte del lago, adelantaron por el extremo de la meseta con el objeto de llegar a la desembocadura del arroyo en su orilla izquierda. El rodeo que tenían que dar no era más que de milla y media, un paso fácil, porque los árboles muy esparcidos dejaban entre sí un paso libre. Se conocía a primera vista que en aquel límite se detenía la zona fértil, pues allí la vegetación era menos vigorosa que en toda la parte comprendida entre la corriente del arroyo y el río de la Merced.
Ciro Smith y sus compañeros marchaban con bastante precaución por aquel terreno nuevo para ellos; sus únicas armas consistían en flechas y palos con puntas de hierro agudas y temían las fieras; sin embargo, ninguna se mostró en aquel sitio; probablemente frecuentaban con preferencia los espesos bosques del sur.
Los colonos tuvieron la desagradable sorpresa de ver a Top detenerse ante una serpiente que medía de cartorce a quince pies. Nab la mató de un palo; Ciro Smith examinó el reptil y declaró que no era venenoso, porque pertenecía a la especie de serpientes diamantes, de la cual suelen alimentarse los indígenas en la Nueva Gales del Sur; pero era posible que existiesen otras cuya mordedura fuera mortal, como víboras sordas de cola hendida, que atacan al que las pisa, o esas serpientes aladas provistas de dos anillas, que les permiten lanzarse con una rapidez extrema. Top, pasado el primer momento de sorpresa, se dio a cazar reptiles con un encarnizamiento que hacía temer por su vida, por lo cual su amo tenía que llamarle a cada instante.
En breve llegaron a la desembocadura del arroyo Rojo, al punto donde desaguaba en el lago. En la orilla opuesta reconocieron los exploradores el sitio que habían visitado ya al bajar del monte Franklin. Ciro Smith se cercioró de que el agua que el arroyo suministraba al lago era abundante y, por tanto, necesariamente debía haber un lugar por donde la naturaleza hubiese abierto un desagüe para el lago. Había que descubrir aquel desagüe porque sin duda formaba una cascada, cuya fuerza mecánica sería posible utilizar.
Los colonos, marchando al azar, pero sin apartarse mucho unos de otros, comenzaron a dar vueltas al lago, cuyas orillas eran muy escarpadas. Las aguas parecían contener abundantísima pesca y Pencroff se propuso construir algunos aparejos de pescar para explotarla.
Fue preciso, ante todo, doblar la punta aguda del nordeste. Hubiera podido suponerse que el desagüe se verificaba en aquel sitio, porque el extremo del lago venía casi a rozar con el de la meseta; pero no sucedía así, y los colonos tuvieron que continuar explorando la orilla, que después de una ligera curva bajaba paralelamente al litoral.
Por aquel lado el terreno estaba más despejado, pero algunos grupos de árboles plantados acá y allá añadían nuevos atractivos a lo pintoresco del paisaje. El lago Grant se presentaba entonces a la vista en toda su extensión, sin que el menor soplo de viento rizase la superficie de sus aguas.
Top, penetrando entre la espesura, levantó diversas bandas de aves, a las que Spilett y Harbert saludaron con sus flechas. Uno de aquellos volátiles cayó en medio de las hierbas pantanosas herido por el joven con una flecha disparada con mucha destreza.
Top se precipitó hacia él y llevó a los colonos una hermosa ave nadadora, color pizarra, de pie corto, de hueso frontal muy desarrollado, dedos ensanchados por un festón de plumas que los rodeaban y alas orilladas con una raya blanca. Era una fúlica del tamaño de una perdiz, perteneciente a ese grupo de los macrodáctilos, que forma la transición entre el orden de las zancudas y el de las palmípedas; pobre caza y de un gusto que debía dejar mucho que desear. Pero Top sería sin duda menos delicado que sus amos y se convino que la fúlica sirviera para su cena.
Los colonos seguían entonces la orilla oriental del lago; no debían tardar en llegar a la parte ya reconocida. El ingeniero se mostraba muy sorprendido de no ver ningún indicio de desagüe. El corresponsal y el marino hablaban con él y tampoco disimulaban su asombro.
En aquel momento Top, que había estado muy tranquilo hasta entonces, dio señales de agitación. El inteligente animal iba y venía hacia la orilla, se detenía de repente, miraba las aguas y levantaba una pata como si espiase alguna caza invisible; después ladraba con furor como si la divisara y luego callaba.
Ni Ciro Smith ni sus compañeros pusieron atención al principio en los movimientos de Top, pero los ladridos del animal llegaron a ser tan frecuentes, que intrigaron al ingeniero.
–¿Qué has visto, Top? —preguntó.
El perro dio varios saltos hacia su amo manifestando verdadera inquietud y se lanzó de nuevo hacia la orilla. Después, de repente, se precipitó en el lago.
–¡Aquí, Top! —gritó Ciro Smith, que no quería dejar a su perro aventurarse en aquellas aguas sospechosas.
–¿Qué es lo que pasa ahí abajo? —preguntó Pencroff examinando la superficie del lago.
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