Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 10

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Se determina la longitud y la latitud de la isla

¡Al día siguiente, 16 de abril, domingo de Pascua, los colonos salían de las Chimeneas al amanecer y procedían al lavado de su ropa interior y a la limpieza de sus vestidos. El ingeniero pensaba hacer jabón cuando hubiera obtenido las materias necesarias para la saponificación, sosa o potasa, y grasa o aceite. La cuestión de la renovación del guardarropa debía ser tratada en tiempo y lugar oportunos. En todo caso, los vestidos podían durar aún seis meses más, porque eran de tela fuerte y podían resistir el desgaste de los trabajos manuales. Pero todo dependía de la situación de la isla respecto de las tierras habitadas, situación que debía determinarse aquel mismo día, si lo permitía el tiempo.

El sol, levantándose sobre un horizonte puro, anunciaba un día magnífico, uno de esos hermosos días de otoño, que son como la última despedida de la estación calurosa.

Había que completar los elementos de las observaciones hechas la víspera midiendo la altura de la meseta de la Gran Vista sobre el nivel del mar.

—¿No necesitará usted un instrumento análogo al que le sirvió ayer? —preguntó Harbert al ingeniero.

—No, hijo mío, no —contestó este—. Vamos a proceder de otro modo y de una manera casi tan exacta.

Harbert, que gustaba de instruirse en todo, siguió al ingeniero, el cual se apartó del pie de la muralla de granito bajando hasta el extremo de la playa, mientras Pencroff, Nab y el corresponsal se ocupaban en diversos trabajos.

Ciro Smith se había provisto de una especie de pértiga de unos doce pies de longitud, que había medido con la exactitud posible, comparándola con su propia estatura, cuya altura conocía poco más o menos. Harbert llevaba una plomada que le había dado el ingeniero, es decir, una simple piedra atada al extremo de una hebra flexible.

Al llegar a veinte pies del extremo de la playa, a unos quinientos pies de la muralla de granito, que se levantaba perpendicularmente, Ciro Smith clavó la pértiga uno o dos pies en la arena, calzándola con cuidado, y por medio de la plomada consiguió ponerla perpendicularmente al plano de horizonte.

Hecho esto, retrocedió la distancia necesaria para que, echado sobre la arena, el rayo visual, partiendo de su ojo derecho, rozase a la vez el extremo de la pértiga y la cresta de la muralla. Después marcó cuidadosamente aquel punto con un jalón pequeño.

—¿Conoces los primeros principios de la geometría? —dijo luego, dirigiéndose a Harbert.

—Un poco, señor Ciro —contestó el joven, que no quería comprometerse demasiado.

—¿Recuerdas bien las propiedades de dos triángulos semejantes?

—Sí —contestó Harbert—. Sus lados homólogos son proporcionales.

—Pues bien, hijo mío, acabo de construir dos triángulos semejantes, ambos rectángulos: el primero, el más pequeño, tiene por lados la pértiga perpendicular, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de la pértiga y el rayo visual por hipotenusa; el segundo tiene por lados la muralla perpendicular, cuya altura se trata de medir, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de esta muralla y mi rayo visual, que forma igualmente su hipotenusa, la cual viene a ser la prolongación de la del primer triángulo.

—¡Ah!, señor Ciro, ya comprendo —exclamó Harbert—. Así, como la distancia del jalón a la base de la pértiga es proporcional a la distancia del jalón a la base de la muralla, del mismo modo la altura de la pértiga es proporcional a la altura de esa muralla.

—Eso es, Harbert —contestó el ingeniero—, y, cuando hayamos medido las dos primeras distancias, conociendo la altura de la pértiga, no tendremos que hacer más que un cálculo de proporción, el cual nos dará la altura de la muralla y nos evitará el trabajo de medirla directamente.

Tomaron las dos distancias horizontales por medio de la pértiga, cuya longitud sobre la arena era exactamente de diez pies. La primera distancia era de quince pies, que mediaban entre el jalón y el punto en que la pértiga estaba metida en la arena.

La segunda distancia entre el jalón y la base de la muralla era de quinientos pies. Terminadas estas medidas, Ciro y el joven volvieron a las Chimeneas.

Allí el ingeniero tomó una piedra plana que se había llevado en sus precedentes excursiones, especie de pizarra sobre la cual era fácil trazar números con una almeja, y estableció la proporción siguiente:

15:500::10:x

500 X 10 = 5.000

5.000 = 333’33

15

Quedó, pues, averiguado que la muralla de granito medía 333 pies de altura.

Ciro Smith tomó entonces el instrumento que había hecho la víspera, y cuyas dos ramas, por su separación, le daban la distancia angular de la estrella Alfa al horizonte. Midió exactamente la abertura de aquel ángulo en una circunferencia que dividió en trescientas partes iguales. Ahora bien, aquel ángulo era de diez grados; luego la distancia angular total entre el polo y el horizonte, añadiéndose los 27° que separan a Alfa del Polo Antártico, y reduciendo al nivel del mar la altura de la meseta sobre la cual se había hecho la observación, era de 37°. Ciro Smith dedujo que la isla de Lincoln estaba situada en el grado 37 de latitud austral, o teniendo en cuenta, a causa de la imperfección de los instrumentos, un error de cinco grados, debería estar situada entre el paralelo 35 y el 40.

Faltaba obtener la longitud para completar las coordenadas de la isla, y esto fue lo que se propuso el ingeniero determinar a las doce del mismo día, es decir, en el momento en que el sol pasara por el meridiano.

Se decidió que aquel domingo se emplearía en un paseo, o más bien en una exploración de aquella parte de la isla situada entre el norte del lago y el golfo del Tiburón, y que, si el tiempo lo permitía, se extendiera el reconocimiento hasta la vuelta septentrional del cabo Mandíbula Sur; se almorzaría en las dunas y no regresarían hasta la tarde.

A las ocho y media de la mañana, la pequeña caravana seguía la orilla del canal. Del otro lado, en el islote de la Salvación, muchas aves se paseaban. Eran somorgujos de la especie llamada maneos, que se distinguen perfectamente por su grito desagradable, algo parecido al rebuzno de asno. Pencroff no las consideraba sino desde el punto de vista comestible, y supo, con cierta satisfacción, que su carne, aunque negruzca, era bastante apetitosa. Arrastrándose por la arena se podían ver también grandes anfibios, focas sin duda, que parecían haber elegido el islote como refugio. No era posible examinar aquellos animales desde el punto de vista alimenticio, porque su carne aceitosa es pésima; sin embargo, Ciro Smith observó con atención y, sin descubrir sus ideas, anunció a sus compañeros que próximamente harían una visita al islote.

La orilla que seguían los colonos estaba sembrada de innumerables conchas, algunas de las cuales habrían hecho la felicidad de un aficionado a malacología. Había, entre otras, faisanelas, terebrátulas, trigonias, etcétera.; pero lo que debía ser más útil fue un banco de ostras, descubierto en la baja marea, y que Nab señaló entre las rocas, a cuatro millas, poco más o menos, de las Chimeneas.

—Nab no ha perdido el día —dijo Pencroff, observando el banco de ostras que se extendía a larga distancia.

—Es un feliz descubrimiento —dijo el corresponsal—, y si, como se dice, cada ostra pone al año de 50.000 a 60.000 huevos, tendremos una reserva inagotable.

—Yo creo, sin embargo, que la ostra no es muy nutritiva.

—No —respondió Ciro Smith—. La ostra contiene muy poca materia azoada, y si un hombre tuviera que alimentarse con ellas exclusivamente, necesitaría por lo menos de quince a dieciséis docenas diarias.

—Bueno —repuso Pencroff—. Comeremos docenas y docenas antes de agotar el banco.

¿No sería bueno tomar algunas para almorzar?

Y sin esperar respuesta a su proposición, sabiendo que estaba aprobada de antemano, el marino, ayudado por Nab, arrancó cierta cantidad de aquellos moluscos. Pusiéronlos en una especie de red hecha de fibras de hibisco perfeccionada por Nab, y que contenía provisiones para el almuerzo, y luego continuaron subiendo por la costa entre las dunas y el mar.

De vez en cuando Smith consultaba su reloj, a fin de prepararse a tiempo para la observación solar que debía hacerse a las doce.

Toda aquella parte de la isla era muy árida, hasta la punta que cerraba la bahía de la Unión, y que había recibido el nombre de cabo Mandíbula Sur. No se veía más que arena y conchas mezcladas con restos de lava. Algunas aves marinas frecuentaban aquella desolada costa, gaviotas, grandes albatros y patos silvestres, que excitaron con justa razón el apetito de Pencroff, el cual trató de matar algunos a flechazos, pero sin resultado, porque no se detenían en ninguna parte, y habría sido preciso derribarlos al vuelo.

El marino, en vista del mal resultado de sus tentativas, dijo al ingeniero:

—Ya ve usted, señor Ciro, que, mientras no tengamos uno o dos fusiles de caza, nuestro material dejará todavía mucho que desear.

—Cierto, Pencroff —contestó el corresponsal—, pero eso sólo depende de usted. Proporciónenos hierro para los cañones, acero para las baterías, salitre, carbón y azufre para la pólvora, mercurio y ácido azótico para el fulminante y plomo para los balas, y creo yo que Ciro nos hará fusiles de primera clase.

—¡Oh! —dijo el ingeniero—, todas estas sustancias se podrían encontrar sin duda en la isla; pero un arma de fuego es un instrumento delicado para el que se necesitan herramientas de gran precisión. En fin, veremos más adelante.

—¡Qué lástima —exclamó Pencroff—que hayamos tenido que arrojar al mar todas las armas que llevaba la barquilla y todos los utensilios y hasta las navajas de los bolsillos!

—Si no los hubiéramos arrojado, Pencroff, seríamos nosotros los que habríamos ido al fondo del mar —dijo Harbert.

—Es verdad, muchacho —contestó el marino. Después, pasando a otra idea, añadió:

—Pero, ahora que pienso en ello, ¿qué dirían Jonatán, Forster y sus compañeros cuando vieron a la mañana siguiente la plaza vacía por haber volado su máquina?

—Lo que menos me importa es saber lo que han podido pensar esos señores —dijo el corresponsal.

—Pues yo fui el que tuvo la idea —repuso Pencroff satisfecho.

—¡Magnífica idea, Pencroff! —añadió Gedeón Spilett—. ¡Sin ella, no estaríamos donde estamos!

—Prefiero estar aquí que en manos de los sudistas —exclamó el Americano—, sobre todo habiendo el señor Ciro tenido la bondad de acompañarnos.

—Y yo también lo prefiero —dijo el corresponsal—. Por lo demás, ¿qué nos falta? Nada.

—Nada, excepto... todo —replicó Pencroff, soltanto una carcajada—. Pero un día u otro ya encontraremos el medio de salir de aquí.

—Y más pronto quizá de lo que ustedes imaginan —dijo entonces el ingeniero—, si la isla de Lincoln está situada a una distancia media de algún archipiélago habitado o de algún continente, cosa que sabremos antes de una hora. No tengo mapa del Pacífico, pero mi memoria ha conservado un recuerdo bastante claro de su parte meridional. La latitud que he obtenido ayer pone a la isla de Lincoln entre Nueva Zelanda, al oeste, y la costa de Chile, al este; pero entre estas dos tierras la distancia es de 6.000 millas. Falta, pues, determinar qué punto ocupa la isla en este gran espacio de mar, y esto es lo que nos dirá dentro de poco la longitud, según espero, con bastante aproximación.

—¿No es el archipiélago de las Pomotu el más próximo a nosotros en latitud? —preguntó Harbert.

—Sí —contestó el ingeniero—, pero la distancia que de él nos separa es mayor de 1.200 millas.

—¿Y por allí? —dijo Nab, que seguía la conversación con gran interés y cuya mano indicaba la dirección del sur.

—Por allí, nada —contestó Pencroff.

—Nada, en efecto —añadió el ingeniero.

—Dígame usted, Ciro —preguntó el corresponsal—, ¿y si la isla de Lincoln se encuentra nada más a 200 o a 300 millas de Nueva Zelanda o Chile?

—Entonces —contestó el ingeniero—, en vez de hacer una casa, haremos un buque y el capitán Pencroff se encargará de dirigirlo.

—¡Claro que sí, señor Ciro! —exclamó el marino—; estoy preparado a hacerme capitán tan pronto como usted haya encontrado el medio de construir una embarcación capaz de navegar por alta mar.

—La construiremos, si es necesario —contestó Ciro Smith.

Mientras hablaban aquellos hombres, que verdaderamente no dudaban de nada, se acercaba la hora de la observación. ¿Cómo se compondría Ciro Smith para averiguar el paso del sol por el meridiano de la isla sin ningún instrumento? Era este el problema que Harbert no podía resolver.

Los observadores se hallaban entonces a una distancia de seis millas de las Chimeneas, no lejos de aquella parte de las dunas en que habían encontrado al ingeniero, después de su enigmática salvación. Hicieron alto en aquel sitio y lo prepararon todo para el almuerzo, porque eran las once y media. Harbert fue a buscar agua dulce al arroyo que corría allí cerca y la trajo en un cántaro del que Nab se había provisto.

Durante aquellos preparativos Ciro Smith lo dispuso todo para su observación astronómica. Eligió en la playa un sitio despejado, que el mar, al retirarse, había nivelado perfectamente. Aquella capa de arena muy fina estaba tersa como un espejo, sin que un grano sobresaliese entre los demás. Poco importaba, por otra parte, que fuese horizontal o no, ni tampoco que la varita que Ciro plantó en ella se levantase perpendicularmente. Por el contrario, el ingeniero la inclinó hacia el sur, es decir, del lado opuesto al sol, porque no debe olvidarse que los colonos de la isla de Lincoln, por lo mismo que la isla estaba situada en el hemisferio austral, veían el astro radiante describir su arco diurno por encima del horizonte del norte y no por encima del horizonte del sur.

Harbert comprendió entonces el procedimiento que iba a emplear el ingeniero para averiguar la culminación del sol, es decir, su paso por el meridiano de la isla o, en otros términos, el mediodía del lugar. Se valdría de la sombra proyectada sobre la arena por la vara plantada en ella; medio que, a falta de instrumento, le daría una aproximación conveniente para el resultado que quería obtener.

En efecto, cuando aquella sombra llegase al mínimun de su longitud, sería el mediodía preciso, y bastaría seguir el extremo de aquella sombra para reconocer el instante en que, después de haber disminuido sucesivamente, comenzara a prolongarse. Inclinando la vara del lado opuesto al sol, Ciro Smith alargaba la sombra, y por consiguiente, sus modificaciones serían más fáciles de observar. En efecto, cuanto mayor es la aguja de un cuadrante, mejor puede seguirse el movimiento de su punta. La sombra de la vara no era, en efecto, más que la aguja de un cuadrante.

Cuando creyó llegado el momento, Smith se arrodilló sobre la arena, y por medio de jalones de madera que fijaba en ella, comenzó a apuntar la disminución sucesiva de la sombra de la varita. Sus compañeros, inclinados sobre él, seguían la operación con gran interés.

El corresponsal tenía su cronómetro en la mano, pronto a decir la hora que marcase, cuando la sombra llegase al mínimun de longitud. Además, como Ciro Smith operaba el 16 de abril, día en el cual se confunden el tiempo medio y el tiempo verdadero, la hora dada por Gedeón Spilett sería la hora verdadera de Washington en aquel momento, lo cual simplificaría el cálculo.

El sol se inclinaba lentamente; la sombra de la vara iba disminuyendo poco a poco y, cuando pareció a Ciro Smith que comenzaba a aumentar, preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y un minuto —contestó inmediatamente Spilett.

No había más que anotar con números la operación, cosa facilísima, como se ve: había cinco horas de diferencia, en números redondos, entre Washington y la isla de Lincoln, es decir, que eran las doce en punto en la isla de Lincoln cuando eran las cinco de la tarde en Washington. Ahora bien, el sol, en su movimiento aparente alrededor de la tierra, recorre un grado cada cuatro minutos, o sea quince grados por hora; quince grados multiplicados por cinco horas daban 75 grados.

Así, pues, estando Washington a los 77° 3’ 11” o digamos a los 77° del meridiano de Greenwich, que los norteamericanos, lo mismo que los ingleses, toman por punto de partida de las longitudes, se concluía que la isla estaba situada a los 77° más 750 al oeste del meridiano de Greenwich, es decir, hacia los 152° de longitud oeste.

Ciro Smith anunció este resultado a sus compañeros y, teniendo en cuenta los errores de observación como los había tenido respecto de la latitud, creyó poder afirmar que la isla de Lincoln debía estar entre el grado 35 y el 37 de latitud y el 150 y 155 de longitud oeste del meridiano de Greenwich.

El error posible que se atribuía a la observación era, como se ve, de cinco grados en los dos sentidos, que a 60 millas por grado podía dar un error de 300 millas en latitud o en longitud para el cálculo exacto. Pero este error no debía influir en el partido que convenía tomar.

Era evidente que la isla de Lincoln se hallaba a tal distancia de toda tierra o archipiélago, que no era posible aventurarse a atravesar semejante distancia en una sencilla y frágil canoa. En efecto, los cálculos la situaban por lo menos a mil doscientas millas de Tahití y de las islas del archipiélago de Pomotú, a más de mil ochocientas millas de Nueva Zelanda, y a más de cuatro mil quinientas de la costa americana.

Y cuando Ciro Smith consultaba su memoria, no recordaba en modo alguno una isla que ocupara en aquella parte del Pacífico la situación señalada a la isla de Lincoln.

Se convierten en metalúrgicos

Al día siguiente, 17 de abril, las primeras palabras del marino fueron para preguntar a Gedeón Spilett:

—Y bien, ¿qué vamos a hacer hoy?

—Lo que quiera el señor Ciro —contestó el corresponsal.

Los compañeros del ingeniero habían sido hasta entonces alfareros y en adelante iban a ser metalúrgicos.

La víspera, después del almuerzo, se había llevado a cabo la exploración hasta la punta del cabo Mandíbula, distante unas siete millas de las Chimeneas. Allí concluía la extraña serie de dunas y el suelo tomaba un aspecto volcánico. No se veían altas murallas como en la meseta de la Gran Vista, sino un bordado extraño y caprichoso, que formaba el marco de aquel estrecho golfo comprendido entre dos cabos y el compuesto de materias minerales vomitadas por el volcán. Los colonos, al llegar a aquella punta, habían retrocedido, y al caer la noche entraban de regreso en las Chimeneas; pero no se entregaron al sueño hasta que estuvo resuelta definitivamente la cuestión de si debían abandonar la isla de Lincoln o permanecer en ella.

Era una distancia considerable, 1.200 millas separaban la isla del archipiélago de las Pomotú. Una canoa no habría sido suficiente para atravesar, sobre todo al acercarse la mala estación; así lo declaró Pencroff. Ahora bien, construir una canoa, aun teniendo los útiles necesarios, era una obra difícil y, careciendo de herramientas, era preciso comenzar por hacer martillos, hachas, azuelas, sierras, barrenas, cepillos, etcétera., lo que exigía bastante tiempo. Se decidió, pues, invernar en la isla de Lincoln y buscar una morada más cómoda que las Chimeneas para pasar en ella los meses de invierno.

Ante todo se trataba de utilizar el mineral de hierro, del cual el ingeniero había observado algunos yacimientos en la parte nordeste de la isla, y de convertir aquel mineral en hierro o en acero.

El suelo no contiene generalmente los metales en estado de pureza; en su mayor parte se hallan combinados con el oxígeno o con el azufre. Precisamente las dos muestras recogidas por Ciro Smith eran una de hierro magnético no carbonatado, y la otra de pirita o sulfuro de hierro. El primero, o sea óxido de hierro, había que reducirlo por medio del carbón, es decir, desembarazarlo del oxígeno para utilizarlo en estado de pureza. Esta reducción debía hacerse sometiendo el mineral mezclado con carbón a una alta temperatura, ya por el método catalán, rápido y fácil, que tiene la ventaja de transformar directamente el mineral en hierro con una sola operación, bien por el método de los altos hornos, que cambia primero el mineral en fusión y después la fusión en hierro, quitándole el tres o cuatro por ciento de carbón, que se ha combinado con ella.

Ahora bien, ¿qué necesitaba Ciro Smith? Hierro y no fundición, y debía buscar el método más rápido de reducirlo. Por lo demás, el mineral que había recogido era por sí mismo muy puro y rico, o sea ese mineral oxidulado, que, hallándose en masas confusas de un color gris oscuro, da un polvo negro, se cristaliza en octaedros regulares, produce los imanes naturales y sirve en Europa para elaborar esos hierros de primera calidad que tan abundantemente producen Suecia y Noruega. No lejos de aquel yacimiento se hallaba otro de carbón de piedra ya explorado por los colonos. De aquí la facilidad para el tratamiento del mineral, pues estaban cerca de los elementos de fabricación. Esto es lo que constituye también la prodigiosa riqueza de las explotaciones del Reino Unido, donde la hulla sirve para hacer el metal extraído del mismo suelo y al mismo tiempo que ella.

—¿Así, pues, señor Ciro —dijo Pencroff—, vamos a trabajar mineral de hierro?

—Sí, amigo mío —contestó el ingeniero—, y para eso, si a usted no le parece mal, comenzaremos a cazar focas en el islote.

—¡A cazar focas! —exclamó el marino volviéndose hacia Gedeón Spilett—. ¿Necesitamos focas para fabricar hierro?

—Cuando lo dice el señor Ciro... —contestó el corresponsal.

El ingeniero había salido ya de las Chimeneas y Pencroff se preparó para la caza de las focas, sin haber obtenido más explicaciones.

En breve, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Nab y el marino se hallaron reunidos en la playa en el punto en que el canal dejaba un estrecho paso vadeable en la baja marea. La marea estaba en lo más bajo del reflujo, y los cazadores pudieron atravesar el canal sin mojarse por encima de las rodillas.

Ciro Smith ponía por primera vez el pie en el islote, y su compañeros, por la segunda, pues allí el globo los había arrojado.

Al desembarcar, algunos centenares de pájaros bobos les dirigieron sus cándidas miradas. Los colonos, armados de garrotes, habrían podido exterminarlos fácilmente, pero no pensaron en entregarse a aquella matanza doblemente inútil, porque importaba no asustar a los anfibios echados sobre la arena a poca distancia. Respetaron también varios somorgujos muy inocentes, cuyas alas reducidas a muñones se achataban en forma de aletas guarnecidas de plumas de apariencia escamosa.

Los colonos se adelantaron con prudencia hasta la punta norte, marchando por un suelo acribillado de hoyos, que formaban otros tantos nidos de aves acuáticas. Hacia el extremo del islote aparecían grandes puntos negros, que nadaban a flor de agua, semejantes a puntas de escollo en movimiento. Eran los anfibios que se trataba de capturar. Había que cazarlos en tierra, porque las focas, con su vientre estrecho, su pelo corto y apretado, su figura fusiforme y su disposición excelente para nadar, son difíciles de pescar en el mar, mientras que en el suelo sus pies cortos y palmeados no les permiten sino un movimiento de reptil muy pesado.

Pencroff conocía las costumbres de estos anfibios y aconsejó esperar a que se hubieran tendido en la arena a los rayos del sol, que no tardarían en hacerles dormir profundamente. Entonces convendría maniobrar de manera que se les cortara la retirada, teniendo cuidado de dirigir los golpes a las fosas nasales.

Los cazadores se escondieron detrás de las rocas del litoral y esperaron en silencio. Transcurrió una hora antes que las focas vinieran a solazarse por la arena. Había media docena; Pencroff y Harbert salieron entonces para doblar la punta del islote, tomarles la playa y cortarles la retirada, mientras Ciro Smith, Gedeon Spilett y Nab, trepando por las rocas, se dirigían hacia el futuro teatro del combate. De improviso el marino se irguió lanzando un grito. El ingeniero y sus dos compañeros se precipitaron entre el mar y las focas. Dos de aquellos animales quedaron muertos en la arena a fuerza de varios golpes vigorosos, pero los demás pudieron llegar al mar y tomar el lago.

—Aquí están las focas pedidas, señor Ciro —dijo el marino adelantándose hacia el ingeniero.

—Bien —contestó Ciro Smith—. Haremos de ellas fuelles de fragua.

—¡Fuelles de fragua! —exclamó Pencroff—; ¡vaya unas focas afortunadas!

En efecto, era una máquina para soplar lo que necesitaba el ingeniero para el tratamiento del mineral, y pensaba fabricarla con la piel de aquellos anfibios. Su longitud era mediana; no pasaban de seis pies y tenían la cabeza semejante a la de un perro.

Como era inútil cargarse con un peso tan considerable como el de aquellos animales, Nab y Pencroff resolvieron desollarlos en el mismo sitio, mientras Ciro y el corresponsal acababan de explorar el islote.

El marino y el negro ejecutaron diestramente su operación y, tres horas después, Ciro Smith tenía a su disposición dos pieles de foca, que decidió utilizar en aquel estado, sin curtirlas.

Los colonos tuvieron que esperar la baja marea, y después atravesaron el canal de regreso a las Chimeneas.

Costó trabajo sujetar aquellas pieles a marcos de madera destinados a mantenerlas tendidas y coserlas después por medio de fibras, para que pudiesen tomar aire sin dejarlo escapar. Hubo que realizar la operación muchas veces. Ciro Smith no tenía a su disposición más que las dos hojas de acero, procedentes del collar de Top, y sin embargo fue tan diestro y sus compañeros le ayudaron con tanta inteligencia, que tres días después los útiles de la pequeña colonia se habían aumentado con un gran fuelle, destinado a inyectar el aire en el mineral, cuando fuese tratado por el calor, condición indispensable para el buen éxito de la operación.

El 20 de abril por la mañana comenzó el período metalúrgico, como le llamaba el corresponsal en sus notas. El ingeniero, como hemos dicho, estaba decidido a operar en el yacimiento mismo del carbón y del mineral. Ahora bien, según sus observaciones, estos dos yacimientos estaban situados al pie de los contrafuertes del nordeste del monte Franklin, es decir, a una distancia de seis millas; por consiguiente no había que pensar en volver todos los días a las Chimeneas, y se convino en que la colonia acamparía bajo una choza de ramas de árbol a fin de seguir noche y día la importante operación.

Aprobado el proyecto, se pusieron en marcha al rayar el día. Nab y Pencroff llevaban en unas parihuelas el fuelle y cierta cantidad de provisiones vegetales y animales, que además podían renovarse por el camino.

Entraron por los bosques del Jacamar, atravesándolos oblicuamente del sudeste al noroeste y en su parte más espesa. Hubo que abrir una senda, que debía formar en adelante la arteria más interesante entre la meseta de la Gran Vista y el monte Franklin. Los árboles, pertenecientes a las especies ya conocidas, eran magníficos. Harbert señaló otros nuevos, entre ellos varios dragos que Pencroff calificó de puerros presuntuosos, porque, a pesar de su altura, eran de la misma familia de las liliáceas, a la que pertenecen la cebolla, la cebolleta y el chalote o el espárrago. Como estos dragos podían dar raíces lechosas, que, cocidas, son excelentes y, sometidas a cierta fermentación, producen un licor muy agradable, hicieron bastante provisión de ellos.

El camino a través del bosque fue largo y duró el día entero, pero permitió a los exploradores observar la fauna y la flora. Top, encargado especialmente de la fauna, corría entre las hierbas y la espesura levantando indistintamente toda especie de caza. Harbert y Gedeón Spilett mataron dos canguros a flechazos y además un animal que se parecía mucho a un erizo y a un oso hormiguero; al primero, porque se hacía bola y erizaba sus púas; y al segundo, porque tenía uñas cavadoras, un hocico largo y delgado, que terminaba en pico de ave, y una lengua extensible guarnecida de espinas, que le servía para sujetar los insectos.

—¿Y a qué se parecerá cuando esté en la olla? —preguntó Pencroff con soma. —A excelente carne de vaca —contestó Harbert.

—No podemos pedirle más —añadió el marino.

Durante esta excursión vieron algunos jabalíes, que no trataron de atacar la caravana; y no parecía que debiera temerse al encuentro de fieras en una espesura, cuando de improviso el corresponsal creyó ver a pocos pasos, entre las ramas de un árbol, un animal parecido a un oso y se puso a copiarlo tranquilamente a lápiz. Por fortuna para Spilett, el animal no pertenecía a esa temible familia de los plantígrados. Era tan sólo un koula, más conocido por el nombre de perezoso, que tenía el tamaño de un perro grande, el pelo erizado y de color pardo sucio, y las patas armadas de fuertes garras, lo que le permitía trepar a los árboles para alimentarse de hojas. Averiguada la identidad del animal, al cual no se trató de molestar en su ocupación, Gedeón Spilett borró la palabra oso del pie de su apunte, puso en su lugar koula, y continuó su camino.

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