Kitabı oku: «El pasado no existe», sayfa 3
¿A que suenan muy feas esas palabras? Pues peor es escribir así para que todo permanezca oscuro o para que te lean únicamente tus pares, tus colegas, tus iguales. No es preciso hablar explícita o directamente del yo. Uno habla de sí mismo entregándose en cada página. Se puede hacer tal cosa «sin sentir ningún entusiasmo egotista, físico o intelectual», decía Baroja. En efecto, te entregas, te sometes y no te cancelas tras un yo oculto o tras un plural mayestático.
Uno ha leído mucho, «quizá demasiado», apostillaba Baroja. Pues eso, lo leído fermenta, según señalaba André Gide en una página de su Diario (1939-1951). Esto hierve y sale al exterior y sale transformado, fermentando o bullendo, no sé.
Una buena historia
El docente de historia, el historiador como educador, el historiador en la esfera pública, no debería transmitir meramente saberes ya establecidos, sino ser un guía que tutelara con mano firme el descubrimiento de los ciudadanos y el descubrimiento de esos sujetos con quienes se contrastan y se comparan.
Los jóvenes o no tan jóvenes deben aprender a hacerse y a hacer propios una serie de valores que a todos nos mejoran, los valores que a ellos los hacen individuos valiosos en sí mismos, irrepetibles, imprevisibles, individuos tomados como fines y no como medios, y que son los valores de la tolerancia, de la libertad incondicionada, de la democracia, en fin.
Si ellos, los jóvenes, y nosotros, los adultos, estamos aquí, si hemos conseguido llegar hasta aquí, es gracias a un marco normativo que nos permite a cada uno sobrevivir al margen de las culturas de cada cual, al margen de las concepciones y de las fantasías de cada cual.
El adolescente no tiene nación —o eso creíamos hasta ahora en este tiempo nacional-nacionalista— y se distancia de la familia; el joven carece de comunidad de iguales; el muchacho se descubre o, al menos, deberíamos ayudarle a descubrirse como perteneciente a una comunidad de disidentes, de desiguales.
Yo no soy uno más, yo soy un tipo original, soy perecedero y caducaré, pero, mientras tanto, soy irrepetible y estoy solo y a los otros los veo tan solos como yo. Si no me tomo como individuo, como meta, como objetivo que me distingue, si me veo solo como uno más de una nación que actúa de consuno o a la que estoy atado —el País Vasco ancestral o esta España que me duele—, no hay tarea de la que enorgullecerme, no hay labor que me justifique como sujeto.
Expresada así, tomada así la historia —según propongo—, será posible además sortear las odiosas prescripciones generacionales que hacen del pasado un saber nacional, instrumental o gris. Expresada así, la historia comenzará a ser muy interesante para los jovencitos. ¿Por qué razón? Porque gracias a esos descubrimientos, a esos ejemplos, a la lectura y a la guía tutelada y entusiasta del educador, el muchacho podrá explorarse, indagarse y hacerse y rehacerse, buscar sus propios modelos de excelencia, desmentir o confirmar lo que de él se exige, asumir y relativizar las pertenencias que lo anulan o que lo apresan.
Si conozco el pasado y los grandes modelos del pasado, los individuos reales o imaginados, los personajes grandes y pequeños, amables y detestables, si tengo cultura histórica —y dentro de la cultura histórica caben todas las producciones y logros del pasado—, sabré mejor qué clase de individuo soy o aspiro a ser o no quiero ser si otros antes que yo lo fueron.
Tener conocimiento del pasado o leer con ganas, con voracidad, me descubre un sinfín de tipos forzándome a asumir mi condición de arrojado al mundo, mi contingencia y mi finitud, mi lucha contra el valor infinitesimal que me define. Me permite rebelarme contra la falta de necesidad, contra la determinación que me niega, contra la debilidad, la enfermedad y la muerte.
La experiencia de mi vida es fugaz y ese personaje que creo ser, que creen que soy y al que acabo aceptando me es previsible. Es de los demás de quienes aguardamos el relato de otras vivencias que alivien el tedio que nuestra conducta nos provoca o el miedo que mi futuro me depara. Las historias que nos cuentan nos amplían el mundo, nos dan sus límites, su periferia y su centro y nos informan acerca de experiencias de otros, de las vidas de otros.
Los relatos populares y las ficciones novelescas son generalmente la narración de algo excepcional, de algo que rompe la normalidad de las cosas, de algo que obliga a alguien a comportarse de un modo diferente del que cabría esperarse por su posición. Los relatos populares o las ficciones novelescas no son la narración de una rutina sino la evocación de una experiencia nueva o incluso extraordinaria. La historia o la realidad inventada son un repertorio inagotable de experiencias similares, de conductas odiosas y de gestas pequeñas y heroicas, de imaginación moral.
Los libros nos proporcionan el relato de otras vivencias con las que contrastar y conjeturar la propia, su época y la nuestra. Si nos informamos acerca de esas otras existencias, verdaderas o ficticias, es porque esas vidas nos sirven para cerciorarnos acerca de nosotros mismos, para aliviar la incertidumbre que como individuos nos inquieta, para evaluar la moralidad de nuestras decisiones, el acierto personal de las elecciones, y para restar novedad o gravedad a lo que nos sucede.
Las lecturas de esas obras son una forma indirecta de autoanálisis, son instrumentos para la vida, para averiguar los perfiles de la vida propia. Lo que hace grande la lección que se extrae de esas lecturas no es el tamaño del héroe ni la gesta del personaje, la tremenda aventura a la que se atreve el antepasado o el protagonista de una historia inventada sino la vivencia que vemos relatada, su condición irrepetible y la vertiente universal que encierra.
Vale la pena agotar la vida sin restricción y sin renuncias previas y no hay miedo ni freno ni pertenencias que rompan el hechizo y el vértigo que provocan consumir y consumar la propia existencia, como aspiraba Friedrich Nietzsche. Ese es un ejemplo moral y esa es una lección de historia, de sabiduría y de coraje, de caos interior y de creatividad, válida para hacerse una idea de lo que fue la experiencia de nuestros antepasados y válida para el presente, para ese presente en el que irrumpe con desconcierto, con esperanza y con dolor el joven y del que en el futuro aún quedarán vestigios.
Todos necesitamos a alguien que nos cuente, que cuente nuestra historia real o inventada o la historia de la que somos partícipes. Hay que contar una buena historia, un relato real o una fábula que haya sabido crear intriga y atención por un personaje y por un avatar de los que no teníamos noticia ni interés. Necesitamos a alguien que, sin renunciar al relato, haya sabido organizar los motivos de una trama y al modo de los mejores narradores nos haya presentado el ejemplo irrepetible de su dimensión universal, con información, con datos, con documentos.
Pero para que ese acto milagroso se logre, para que en un libro inerte haya vida y de él se extraiga lo universal que encierra la vivencia particular, hacen falta historiadores experimentados, educadores que ejerzan la inteligencia y la tolerancia y que empleen la historia y la literatura y la filosofía, no porque lo dicte el currículo, no porque lo exijan los contenidos académicos sino porque esas disciplinas son sus nutrientes, porque les alimentan el espíritu, porque les forman integralmente y con su ejemplo de excelencia persuaden.
Hacen falta adolescentes o adultos lectores dispuestos a tomarse como individuos, dispuestos a hacerse responsables de sí mismos. Hacen falta padres orgullosos de ser tal cosa, que les exijan a sus hijos con fuerza y con tolerancia, con energía y con ironía, que den ejemplo y que cuiden a la prole, que la atiendan sin apresuramientos y que lean y que les lean.
Pero hacen falta también profesores de humanidades que ejerzan como educadores, que no se abandonen a un fatalismo avinagrado, que se descubran igualmente creadores de sí mismos más allá de las obligaciones escolares y de las prescripciones ministeriales, que inspiren con el caudal de ejemplos que aportan, que tutelen porque se saben, ellos y nosotros, arrojados al mundo. Hacen falta historiadores que intervengan en la esfera pública.
El pasado es un país extraño
Siempre que leo, siempre que investigo como historiador, me imagino transportado a parajes distantes, bellos o inhóspitos, a ciudades distintas. A otros tiempos. Me tengo por persona sedentaria, aunque no hasta el punto de detestar los viajes y a los exploradores, según confesaba paradójicamente el antropólogo Claude Lévi-Strauss. Es decir, más allá del movimiento físico, la investigación nos saca de nosotros mismos, nos saca de quicio, del quicio del hogar, de lo doméstico, de la casilla, de las casillas. Con ello, lo que me rodea resulta menos familiar y estable. No estamos condenados a ver y confirmar que ha sido el único curso de la historia, la conclusión forzada de las cosas.
Seré sedentario, lo admito, pero en cuanto inicio un viaje siento un placer irreprimible. Bien es verdad que en el presente me desplazo como turista. Eso significa llevar un periplo definido, un itinerario marcado. Pero es así como solemos movernos hoy en día, haciendo turismo. Viajamos a destinos familiares y en grupo.
Todo empezó con el Grand Tour, cuando los burgueses y nobles septentrionales bajaban a la Europa meridional para así captar la vida, el sol, lo rústico y lo primitivo. Y se consumó con la epopeya de Thomas Cook, aquel avispado tour operador (avant la lettre) que organizara visitas multitudinarias a la Exposición Universal de Londres de 1851, la primera de todas ellas.
Pero lo significativo no es el viaje, algo tan remoto como el hombre, sino el registro de esos desplazamientos. Alguien dotado, un letraherido observa y anota; se sorprende, se admira, y consigna por escrito lo que descubre o confirma.
¿Como en casa? Ni hablar. No, no. Como fuera de casa, ni hablar. Ahora bien, hay que tener cuidado ahí fuera, tanto si viajamos como turistas o si investigamos como académicos. Hay que vacunarse, hay que protegerse, hay que establecer un cordón sanitario. Pero también hay que romper las barreras perceptivas, las excesivas familiaridades, los prejuicios. Hay que desprenderse de las supuestas evidencias, de los significados unívocos.
Contra nuestra creencia más arraigada, el ser humano es menos sedentario que viajero. No le agrada permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. O se desplaza físicamente o lee a los viajeros que osaron salir de la aldea. O se remonta al pasado para averiguar cómo hacían allí las cosas.
¿Y por qué viajamos? Las razones son múltiples. Desde el ostracismo hasta el placer, desde la persecución de que somos objeto hasta pesquisa cultural, desde el afán de saber hasta la huida, el escapismo. De todas las razones que podríamos esgrimir, quizá la más fantasiosa, la que más me conmueve es la que detalló Mario Vargas Llosa en su obra El hablador (1987).
Los machiguenga, una tribu amazónica, no arraigan, tienen la firme sospecha de que si se detienen el firmamento les caerá encima. No ven el cielo abierto, una posibilidad. Ven una masa de nubes que los aplastará si acampan indefinidamente.
Nosotros somos ya como los machiguenga: no paramos de viajar, temerosos quizá de que la casa se nos caiga encima. Turistas, internautas, investigadores. Etcétera. Pero no. Tenemos la certidumbre de que el hogar y sus terminales son nuestro nicho ecológico, aunque también la atalaya desde la que miramos más allá. O el puente de mando desde el que nos ponemos en comunicación. Sin embargo, hay que asomarse al exterior de verdad. ¿Qué significa eso? Pongamos el ejemplo de la fotografía, un documento gráfico.
En una foto del pasado, en un retrato del siglo XIX, siempre hay algo que nos contraría. Es la falta de información, esa ignorancia del contexto, del acontecimiento concreto: una pose insólita, una circunstancia que desconocemos, unas expresiones parcas, un entorno humilde o, por el contrario, una escenografía que no oculta su tramoya, su artificio.
Vemos individuos corrientes, de gesto serio y circunspecto, que se presentan a la puerta de sus casas. ¿Por qué? Vemos gente fina y principal que se fotografía en el estudio para el álbum. ¿Para qué? Vemos un equilibrista haciendo volatines. ¿Ante quiénes? O vemos una familia a la vera del patriarca, un anciano que nos observa con un pronto desafiante o protector.
Todos están muertos. Impresiona recordar esto. ¿Quiénes son esas personas que ahí aparecen y que pertenecen a la ciudad de otro tiempo? Las postales o los retratos de otras épocas nos proporcionan abundante información, detalles que una mirada experta puede analizar.
Esas imágenes anuncian sobre todo lo que aún no vemos y ya es pasado, ese porvenir que se consumará sin que el espectador pueda averiguar cuál es la secuencia que continúa. ¿Qué ocurre en la calle inmediatamente después de ser tomada la foto?
Cada elemento tiene un aura de contingencia, de puro azar. Cada cosa parece a punto de perderse, con esos individuos que están y no están, perfilados y sin volumen, en un día de otro siglo, de otra ciudad ya inerte.
Más que sorprendernos, los sorprendemos. Son como fantasmas, presencias que no acaban de desaparecer. Están ahí: sobre el lienzo o la sábana blanca del tiempo, arrastrando sus cadenas, ajenos al devenir y a quienes ahora observan. Miramos justamente a los antepasados.
¿Qué son esas fotografías? A veces las tomamos como ventanas a las que asomarnos. En otras ocasiones escrutamos como si miráramos un espejo. Es entonces cuando un escalofrío nos recorre el espinazo. Distinguimos ademanes que son nuestros, indumentarias semejantes a las que hoy llevamos. Apreciamos el porte elegante o vulgar de quienes nos precedieron, parecido al que ahora nos sirve de máscara. Y sobre todo descubrimos la misma chiripa que nos hace seguir, esa casualidad de lo que es perecedero y no se ha realizado. Dan impresión de vida. Algunos de hecho serán retratados cuando ya han muerto. Pero ahí están, aún están vivos.
El pasado no existe, no es. Los individuos van muriendo y si hablamos de tiempos más o menos remotos no queda nadie que nos pueda referir historias de su vida, las proezas o las miserias. Por otro lado, si alguien milagrosamente hubiera rebasado la frontera del tiempo llegando hasta nosotros, su rostro avejentado y sus huesos cariados no serían los del joven que fue.
La cara cambia, el cuerpo se transforma, la identidad de cada uno experimenta mudanza y los actos no perduran, aunque sí sus efectos. ¿Vale la pena tener esperanza en el porvenir? No hay futuro porque de nosotros todo se pierde, pero no a causa de la muerte venidera, sino por este presente que ya se disipa, un instante fugaz, que está aquí y ya no está, un momento que se ha desvanecido. Todo instante es, así, lo único que cuenta y de ese momento quedarán o no ciertas huellas. Siempre regresamos a lo mismo, a ese pasado que aún está. O a ese presente que ya se disipó. Justamente, lo que los poetas o los fotógrafos anhelan expresar.
Paradiso
El filósofo Emil Cioran fue un apátrida de origen rumano que se instaló en París en 1940. Un apátrida que renunció a su naturaleza y que no buscó reemplazarla con una nueva nacionalidad. Un escritor que abandonó su lengua materna por la francesa. Fue un estilista si por tal se entiende la expresión apasionada, el retorcimiento elegante y el solecismo, el error intencional que inflige al idioma prestado.
Fue un prosista que predicó el tedio de vivir, como si de un volcán apagado se tratara, en imagen muy querida por él mismo. Alguien que manifestó el dolor de haber nacido, la derrota irreparable que significa abandonar lo potencial, el error que entraña el alumbramiento, el vacío existencial, la nostalgia insaciable del Paraíso. Tómese todo esto como metáfora. Pero como metáfora dolorosa.
No fue un existencialista a la manera de los que frecuentaron el París de posguerra, como Jean-Paul Sartre. No predicó la náusea ni tampoco se abandonó a un lenguaje críptico y torrencial, a la manera de Friedrich Nietzsche o al modo de Martin Heidegger. Practicó un sedentarismo paradójico, viviendo en pensiones u hoteles durante mucho tiempo. Celebró el goce de las pequeñas cosas de la vida sin revestirlas de trascendencia grave o esencial. No se tomó a sí mismo con excesivo énfasis y se contempló con ironía, con la ternura del que se reconoce solo y desvalido.
En alguna de las entrevistas recogidas en sus Conversaciones, recomendaba, por ejemplo, la visita frecuente al cementerio —al pasado que ya no está, pero del que quedan restos— para atemperar los dolores humanos, para aliviar el daño que lo ordinario nos inflige y, más aún —añadiría yo parafraseándolo—, para rebajar la soberbia, para sacarse de encima la arrogancia jactanciosa del éxito. A lo que nos cuentan, fue o quiso ser a un tiempo estoico y místico, lleno de orgullo, tortuoso e inevitablemente vitalista, solo porque sabía de la posibilidad cierta del suicidio.
Tuvo una juventud en la que hizo de la pasión radical un peligro, una explosión esteticista, la altanería delirante. Y tuvo una vida adulta descreída, una madurez en la que se fue inclinando cada vez más hacia el budismo, hacia la temperancia sabia que se distancia del yo arrogante, enfático: ese maldito yo.
Cuando se cierne sobre nosotros la amenaza de la omnipotencia y de la muerte o cuando el dolor se nos vuelve insoportables, cuando el narcisismo nos desequilibra o cuando el pesimismo nos ciega ante la desgracia, en pocas palabras, cuando los deseos regresivos de la infancia reaparecen para ultrajarnos, podemos volver a Cioran. ¿Con qué objeto? Con el fin de sacudirnos un pasado que no existe aunque nos daña, ese maldito pasado que es lastre emocional, para así asumir el presente.
En efecto, podríamos regresar a la obra de alguien que nos obliga a reparar en nosotros mismos como transeúntes desposeídos, que nos obliga a reconocer que no somos de aquí, que vivimos en un perpetuo exilio; que nos obliga a recordar el Paraíso del que salimos, un Paraíso que abandonamos para caer en el tiempo... con el pesar inconsolable del primer desterrado. Esa idea y esa vivencia, de evidentes resonancias hebraicas, las expresa Cioran con dolor y sin reparación jugando con su ateísmo de inspiración cultural cristiana. Si la Providencia y su regreso son la esperanza que los creyentes se dan para remediar la pérdida del Paraíso, Cioran acepta un mismo punto de partida, pero frente a ellos advierte que esa herida no se puede restañar y, como Sigmund Freud, se toma en serio el lenguaje bíblico y el lenguaje de los poetas para nombrarla.
Aunque no se dan coincidencias temporales ni afinidades culturales en el Freud sistemático y en el Cioran fragmentario, hay en ellos, sin embargo, un compendio de nuestros males y dos modos peculiares de afrontar la pérdida del Paraíso. En efecto, las palabras de uno y otro no son una añagaza para el consuelo humano, ni un antídoto; son, por el contrario, la verdad dolorida que no tiene alivio definitivo. La tragedia del ser humano, de mi yo como ser humano, es saber que no hay Paraíso, que ya no puede haberlo y que los intentos de hacerlo posible son delirios regresivos, individuales o colectivos de dolorosísimas consecuencias.
El pasado no nos justifica ni nos salvará. Inspirándose en voces e imágenes que evocan la cultura hebraica, estos héroes de nuestro tiempo se tomaron en serio el dolor de vivir, sin falsas esperanzas, sin trascendencia, sin una Providencia que nos justifique.
Los relatos religiosos, en especial los de la tradición judeocristiana, describen el principio de los tiempos a partir de dos mitos. Veamos la interpretación que nos resumen Elina Wechsler y Daniel Schoffer desde el análisis cultural que tan estrechamente evoca la vivencia expresada por Cioran. Según anotan estos autores, esos relatos bíblicos recrean, por un lado, la fantasía originaria de la unidad indiferenciada entre el hombre y la naturaleza (Dios) y, por otro, aluden a una coincidencia primitiva, anterior a Babel, de las palabras y las cosas (un solo significante como espejo del significado).
La tierra prometida de los hebreos, por ejemplo, puede tomarse como la restitución del objeto perdido, del objeto más preciado, de esa unidad indiferenciada que la caída en el tiempo habría fracturado, esa unidad indiferenciada que no es otra cosa que el reencuentro deseado y fantasioso con el cuerpo materno prohibido, la fuente originaria.
El ser aspira a volver a un origen —¿al pasado?— en el que ese mismo ser se ignoraba y solo era potencial. Por tanto, de cumplirse esa fantasía de retorno, el individuo regresaría al no ser perdiendo aquello que lo hace diferente, su subjetividad. Como tal horizonte, la plenitud del Paraíso es la pérdida de la identidad, del yo. Por el contrario, la subjetividad de cada uno se logra abandonando el principio, aquella identidad originaria con la madre, la fusión primitiva con la naturaleza. La abandonamos para sobrevivir, para ingresar en la sociedad y en la cultura, pero ese ser humano que tiene prohibido el retorno incestuoso al útero, se conmueve aunque no lo sepa, aunque lo ignore, cada vez que padece la nostalgia de esa fusión paradisíaca.
De eso, justamente, eran conscientes Freud y Cioran, unos hombres que en ningún momento de su vida habían podido olvidar lo que suponía la fantasía primitiva del Paraíso, del pasado ideal, y que, a la vez, lo sabían irrestituible, es decir, se sabían arrojados y solos, como aquellos que se toman en serio y dolorosamente la finitud del individuo irrepetible y limitado que se es por el simple acto de nacer; como aquellos que se quieren más allá de las fantasías inevitables, consoladoras y criminales de la omnipotencia y de la utopía.
Freud emprendió la tarea de crear el psicoanálisis para dar alivio a esa pérdida, para dar salida a los terrores y deseos, a las pulsiones que dejaban huella dentro de cada uno, para lograr una vida aceptable, adulta, madura con la que afrontar mejor las pequeñas miserias ordinarias y la oscuridad que nos habita. Cioran, por su parte, no tuvo ni siquiera el consuelo de las psicoterapias, porque para él toda forma de remedio era un remiendo, una reconciliación ineficaz a la que él mismo no aspiraba ni se resignaba. Sin embargo, la nostalgia del Paraíso no le impidió combinar estoicismo y misticismo y, a la vez, darse alegrías cotidianas: no le impidió vivir bien, sin razones y sin esperanza.
El ser humano crece, madura y envejece en un estado de carencia originario y, muy frecuentemente, lo sabe, lo intuye, lo percibe y lo data en este o en aquel tiempo. Un estado por el que se duele, se duele de esa consciencia que agrava el pesar y el vivir. Ese estado de carencia es justamente la pérdida del Paraíso, ese momento triste que se corresponde con la pérdida del objeto de deseo, ese momento triste en que el mundo exterior y el interior dejan de coincidir. Ese momento triste en que deja de haber la unidad indiferenciada entre el hombre y la naturaleza, como nos indicaran los relatos bíblicos evocados por Freud o parafraseados por Cioran. Ese momento triste —añadiría yo mismo— en que José Cemí, el personaje literario, confirma el cese de la felicidad primitiva que fue su infancia, la infancia de Paradiso, un paraíso en estado fusional del que ahora debe distanciarse, obligado como está por la separación y la muerte, obligado a rehacerse con el auxilio de Oppiano Licario y Ricardo Fronesis. Me estoy refiriendo a la gran novela de José Lezama Lima, titulada justamente Paradiso.
Hablamos de la caída en el tiempo, cuando nos alumbran, cuando emprendemos la socialización, cuando nos destetan, cuando nos arrancan de la madre o la madre misma nos abandona temporalmente. Crecer es madurar, cierto, pero es también aceptar la frustración dolorosa que revela la falsedad de nuestra omnipotencia o que nos descubre el cese de aquella fusión originaria. Crecer es adoptar una identidad, pero, lejos de ser firme, estable y coherente, esa identidad es precaria, sometida a artefactos culturales que no son nuestros, que no nos pertenecen, que están en el padre como representante de la sociedad y de la vida en sociedad. La función que cumpliría la figura paterna, depositaria de la cultura, de la restricción y del límite, es edificante y censora, pues es quien nos impide mantener esa fusión originaria, quien nos arranca del Paraíso.
La vida moderna, lejos de afirmar la identidad fija del padre o de la madre, o en vez de asentar la solidez de los géneros culturalmente instituidos, desestabiliza cada vez más esas barreras y con esa desestabilización hay que aprender a crecer. Ni el padre representa ya solo la razón, el poder y la fuerza, ni la madre es la única depositaria de la ternura, de la intimidad y del amor.
Más aún, seguramente, lo mejor que podría ocurrirnos es aceptar la incorporación de los valores tradicionalmente femeninos entre los varones de este siglo. Esos valores que son reminiscencia del Paraíso y que están asociados a la capacidad reproductiva, a la creatividad, a la sensatez de quien debe proteger a sus retoños, esos valores que en terminología psicoanalítica han provocado siempre entre los hombres una no reconocida «envidia de útero».
Igual que la figura del padre, que debería reforzarse en la sociedad contemporánea, justamente en una fase histórica en la que la autoridad patriarcal indiscutida está en bendito retroceso y justamente en un momento en que las adolescencias se prolongan, los progenitores viven atareados abdicando de sus funciones y nuestros jóvenes se abandonan a la irresponsabilidad sin culpa.
Es preciso que los varones incorporen valores de ternura y de creatividad reproductiva sin mostrar envidia de útero, sin mostrar ojeriza contra las mujeres, sin rebajarlas, sin hacer uso de los estereotipos en los que les han educado. Es preciso que esas mismas mujeres asuman el protagonismo social y público que les corresponde y para el que están dotadas sin por ello copiar vicios ancestrales masculinos.
Si es preciso, en fin, que las madres y los padres ejerzan como tales para transmitir ejemplos y refuerzos simbólicos, no menos urgente es acometer el fin de la adolescencia perpetua. Esa ficción que ahora nos aqueja, una ficción que es un mal de las sociedades occidentales, permisivas y desarrolladas, una adolescencia perpetua que es prolongación y fantasía de aquella infancia irrestituible.
De lo contrario, lo que acaece son estados patológicos de graves efectos colectivos y que en nuestra cultura parecen multiplicarse. Por un lado, a la tradicional violencia masculina, al pillaje que los varones han infligido a las mujeres o a la naturaleza, tomándolas como tierra conquistada, se añade ahora la práctica narcisista, averiada y dolida de la destrucción temeraria, irresponsable, loca. Esa destrucción que se ejerce en el delirio, en la alucinación, sin miedo, sin freno, sin reparación. Por otro, al paraíso perdido —carencia fantasiosa que se remonta al origen mismo del tiempo— se lo sustituye con el consumismo. Se lo reemplaza con el consumismo compulsivo y triste de nuestros días, aquel en el que individuos con un mundo interior derruido o sin edificar, buscan de manera obsesiva objetos con que amueblarlo externamente.
Los seres humanos no tenemos nada de angelicales ni siquiera como ángeles caídos. Somos insaciables, egoístas, escasamente fiables. De cuando en cuando nos permitimos ser benevolentes y desprendidos. Entonces da gusto. Da gusto vernos si nos comportamos así. Pero la soberbia y la ambición son rasgos indelebles. Inextirpables.
Cuando escucho a un político apelar a los buenos sentimientos, a la creación de un hombre nuevo, a la superación de las taras humanas, me inquieto inmediatamente. ¿Acaso por ser yo una persona conservadora? ¿Acaso por cinismo? No, por simple conocimiento histórico.
Hay cosas que podemos eliminar y que son vergüenza de la humanidad, y hay cosas que forman parte de nuestra naturaleza, a la que hay que contener, a la que hay que domar. ¿Para qué? Para que los individuos no actuemos bárbaramente y para que no empeoremos aún más el estado del mundo. Saber historia, conocer el pasado, averiguar de qué estamos constituidos alivian e inquietan. Pues bien, para eso estamos aquí con este ensayo, para aliviar e inquietar.
La historia no es una disciplina inútil
¿Qué es la historia? Menuda preguntita. La historia no es una disciplina inútil. La verdad es que en algún momento se llegó a pensar tal cosa, como si solo fuera un saber ornamental. Investigar acerca del pasado reciente o remoto no es un pasatiempo. Es una actividad práctica que ayuda al individuo y a la colectividad. Pero la historia no es, no puede ser, como la mala medicina, que le dice al paciente solo lo que el enfermo quiere escuchar.
Hay síntomas reveladores que el galeno sabe conectar e interpretar. El resultado de la inspección médica es un relato coherente, con significado, apoyado en el conocimiento, en la experiencia, en la exploración; es decir, en las pruebas concretas que permiten proponer un diagnóstico y no otro. Al médico le pedimos prudencia y audacia. Le pedimos que no se deje impresionar por el primer síntoma y que amplíe tentativamente el posible radio patológico. Vaya, que somos un cuerpo y hay que echar un vistazo al conjunto.
A los historiadores debemos pedirles lo mismo: que echen un vistazo al conjunto, que no se dejen impresionar por un mero indicio o por un hecho por sobresaliente que sea. Que lo consideren, sí, pero que a la vez exploren, palpen, ausculten y que, en fin, se hagan con el historial médico del paciente: que se remonten atrás, que estudien lo que otros han dicho, que sigan con atención las anotaciones de quienes les precedieron, que detecten errores de sus colegas, que avancen con prudencia y astucia. Y, finalmente, que el resultado actual, que el estado morboso o saludable, no quieran verlo en el embrión, sino en una historia que proporciona informaciones.
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