Kitabı oku: «Frontera»

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KAPKA KASSABOVA

Frontera

Un viaje al borde de Europa

Traducción de Cristina Lizarbe

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Border. A Journey to the edge of Europe (Granta Books, 2017)

Primera edición: mayo 2019

Segunda impresión: enero 2020

Primera edicion ebook: agosto 2021

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte


Copyright © Kapka Kassabova, 2017

Copyright de la traducción © Cristina Lizarbe, 2019

Copyright de la ilustración de cubierta © Gerasimof, 123RF.com, 2019

Copyright del mapa © Elzbieta Toton, d2d.pl, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2019, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o prestamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-18-0


Dedicado a aquellos que no han conseguido cruzar

al otro lado, antes y ahora

Con un alegato en favor de la conservación de los bosques

«A la gente se le olvida que solo somos invitados en esta tierra, que venimos a ella desnudos y que nos marchamos con las manos vacías».

Esma Redžepova, cantante gitana


Índice

14 MAPA

17 PRÓLOGO

21 frontera

23 La montaña de la locura, I

27 PARTE UNO: EL STRANDJA ESTRELLADO

29 via pontica

31 La Riviera Roja

37 strandja

41 El pueblo del valle

53 agiasma

55 Todo comienza con un manantial

69 cheshma

71 Un hombre ocioso

77 415

79 Alambrada en el corazón

83 klyon (1961-1990)

85 La tumba de Bastet

103 agua fría

105 Peregrinos

111 expiación

113 Ciento veinte pecados

119 sozialistischen persönlichkeit

121 Viaje al telón de acero

141 zmey

143 La bola de fuego

153 PARTE DOS: LOS CORREDORES DE TRACIA

155 tracia

159 El amigo de las palomas

173 memleket

175 Una chica entre idiomas

189 komshulak

191 El sacerdote bailarín

203 rosa damascena

205 Si eres sincero

215 corredores

217 Todo el mundo viene al café de Ali

223 via antica

225 Historias desde el puente

233 fantasmas

235 Una historia de amor kurda

245 el manantial de la doncella de piernas blancas

247 La Choza del Pollo

259 PARTE TRES: LOS PASOS DEL RÓDOPE

261 rhodopaea, rhodopaeum, rhodopensis

265 El pueblo donde vivías para siempre

279 el juicio

281 Camino a la libertad

297 historia de dos reinos

301 Drama

313 línea metaxás

317 La montaña de la locura, II

327 agonía

329 El hotel que estaba encima del mundo

335 ursus arctos

337 La diosa del bosque

347 tabaco

349 La mujer que caminó durante una semana



355 PARTE CUATRO: EL STRANDJA ESTRELLADO

357 lodos

361 Al río

381 kaynarca

383 El monje de la felicidad

393 eterno retorno

395 La buena sirena

401 muhhabet

403 El último pastor

409 uroki

411 Cómo romper un hechizo

423 AGRADECIMIENTOS Y FUENTES



Prólogo

Este libro cuenta la historia humana de la última frontera de Europa. Ahí donde Bulgaria, Grecia y Turquía convergen y divergen, donde las fronteras son lo que son. Es también donde comienza algo parecido a Europa y donde acaba algo que no llega a ser Asia.

Esta es su geografía a grandes rasgos, pero el mapa te llevará solo hasta cierto punto, antes de terminar en un bosque ancestral repleto de sombras y que vive al margen del tiempo. Pues bien, es ahí a donde yo acabé yendo. Puede que en todas las zonas fronterizas resuenen las frecuencias del inconsciente; después de todo, las fronteras están allá donde el tejido es más fino. Sin embargo, en esta región fronteriza resuena un tono especialmente similar al de una sirena y se distingue por tres razones. La primera, por las cuestiones sin resolver de la Guerra Fría; la segunda, porque se trata de uno de los espacios naturales más grandes de Europa; la tercera, porque ha sido una confluencia continental desde que existen los continentes.

En Europa del Este, mi generación cumplió la mayoría de edad con la caída del Muro de Berlín. Esta frontera ensombreció mi infancia búlgara durante la última etapa del «socialismo de rostro humano», como rezaba aquel desafortunado eslogan. Así que era natural que acabara involucrándome enseguida en este viaje a lo largo de la frontera. En cuanto hay una frontera cerca, resulta imposible no involucrarse, no querer exorcizar o transgredir algo. La simple presencia de una frontera es una invitación. Vamos, susurra, cruza esta línea. Si te atreves. Cruzar la línea, ya sea a plena luz del día o al abrigo de la noche, aúna el miedo y la esperanza. Y, en alguna parte, está esperando un barquero al que no se le puede ver la cara. La gente muere cruzando fronteras y, a veces, simplemente estando cerca de ellas. Los afortunados renacen al otro lado.

Una frontera controlada de forma activa siempre resulta agresiva: es el lugar donde el poder adquiere de repente un cuerpo, por no decir un rostro humano, y una ideología. Una ideología obvia en lo que concierne a las fronteras es el nacionalismo: la frontera está ahí para separar un Estado nación de otro. Pero una ideología más perniciosa es el centralismo en la práctica: la creencia de que el centro de poder puede emitir órdenes a distancia con impunidad y sacrificar la periferia; lo que queda fuera del punto de vista dominante, queda fuera de la memoria. Y las zonas fronterizas siempre son la periferia, siempre quedan fuera del punto de vista dominante.

Curiosamente, vivir en un país sin fronteras es lo que me ha animado a emprender este viaje fronterizo. Vivo en la Escocia rural, que es una especie de periferia si consideramos que el centro es el «cinturón central» de Edimburgo y Glasgow, y algo aún más parecido a una periferia si el centro es Londres. Escocia siempre ha sido una tierra de diversidad y de libertad, de islas y de excentricidades. Pero, en Escocia, la era del burócrata corporativo con rostro humano acaba de empezar, y cada día que pasa otra regla centralista más reprime a las comunidades remotas, se destruye otro bosque más para hacer espacio a una cantera, hay parques eólicos que parecen no girar, hay torres de alta tensión gigantes que parecen no conducir electricidad. Surgen eriales de ganancias subvencionadas ahí donde antes había espacios naturales peculiares. Mientras observaba el brutal nivelado de las Tierras Altas escocesas, sentí curiosidad por mis periferias balcánicas nativas. Quería saber qué estaba ocurriendo allí veinticinco años después de haberme marchado.

Si dividimos las fronteras políticas en blandas y duras, la frontera de este libro tiene la dureza de medio siglo de Guerra Fría: Bulgaria al norte y Grecia y Turquía al sur marcan la línea de corte entre los países del Pacto de Varsovia del bloque soviético y los estados miembros de la otan en el área de influencia occidental. En resumen, era el telón de acero más meridional de Europa, un Muro de Berlín cubierto de árboles y oscurecido por los ejércitos de los tres países. Era mortífero y sigue provocando punzadas de pavor hoy en día.

La frontera greco-búlgara se ha ablandado ahora con la adhesión compartida a la Unión Europea. Las fronteras turco-búlgaras y turco-griegas han perdido su antigua dureza pero han adquirido una nueva: el síntoma son las nuevas vallas de alambre colocadas para frenar el flujo humano procedente de Oriente Medio. Dio la casualidad de que estuve allí justo cuando el flujo se estaba convirtiendo en una hemorragia. El movimiento global y las barricadas globales, el nuevo internacionalismo y los antiguos nacionalismos, esta es la enfermedad sistémica que afecta al corazón de nuestro mundo y que se ha extendido de una periferia a otra, porque ya no quedan lugares remotos. Hasta que te pierdes en el bosque.

Pero el impulso emocional inicial que había detrás de mi viaje era simple: quería ver los sitios prohibidos de mi infancia, los pueblos y ciudades fronterizos antes militarizados, los ríos y los bosques que habían sido zonas prohibidas durante dos generaciones. Me acompañó mi rebeldía, porque nos habían encadenado como a perros maltratados durante mucho tiempo detrás del telón de acero. Y también mi curiosidad: quería conocer a la gente de una terra incognita. Cuando Heródoto escribió «Respecto a Europa […] nadie ha concretado nunca si existe un mar ya sea al este o al norte de ella»1, en el siglo v a. C., podía haber estado hablando de esta parte del continente a principios del siglo veintiuno. Como he dicho, compartía la ignorancia colectiva respecto a estas regiones no solo con otros europeos que están lejos, sino también con las élites urbanas de los tres países de esta frontera. Para aquellos que no viven ahí o no visitan el lugar, esta frontera es otro país más, un poco como el pasado, donde las cosas se hacían de forma distinta.

Siempre que acabas hablando de los Balcanes, resulta inevitable el viejo y cansino tropo del puente, pero en ningún sitio esto es más visiblemente cierto que en el sureste de los Balcanes, el umbral de acceso cotidiano entre lo que solemos llamar el Este y el Oeste.

Paradójicamente, este sigue siendo un pliegue oculto de la matriz global. Algunos de los reinos que he atravesado son tan hermosos que podrían provocarte un ataque al corazón, pero solo los botánicos y los ornitólogos los visitan, los contrabandistas y los cazadores furtivos, lo heroico y lo perdido. Y también están los lugareños.

Dicen que la historia la escriben los vencedores, pero yo creo que la historia la escriben sobre todo aquellos que no estuvieron ahí, que puede que sea lo mismo. Tenía un deseo: mirar a la cara a los que están allí, escuchar sus historias, comer con ellos, aprender palabras nuevas. ¿Cómo es vivir en una zona fronteriza tan repleta de mitos antiguos y modernos, con semejante magnetismo físico? Ninguno de nosotros puede escapar de las fronteras: entre uno mismo y los demás, entre la intención y la acción, entre el sueño y el despertar, entre la vida y la muerte. Puede que la gente de la frontera pueda contarnos algo acerca de los espacios liminales.

El viaje que describo aquí es circular y sigue los contornos de los reinos naturales que se encuentran dentro de la zona fronteriza. Empieza en el mar Negro, al borde de las enigmáticas cordilleras de Strandja, donde las corrientes mediterráneas y las balcánicas se encuentran; baja hacia el oeste hasta las llanuras de Tracia con sus corredores de tráfico y de comercio; entra en los pasos de los montes Ródope, donde cada cumbre tiene su leyenda y ningún pueblo es lo que parece; y acaba en el lado opuesto del principio, Strandja y el mar Negro.

Los nombres se han cambiado, con unas pocas excepciones, y he combinado de vez en cuando datos topográficos y biográficos en aras de la intimidad de las personas y de la economía narrativa. La riqueza natural de la región merece más espacio, pero he centrado mi atención en la historia humana. En ella, las fronteras son omnipresentes, visibles e invisibles, blandas y duras, pero esta antigua tierra salvaje que las precede es limitada. Tal vez porque esta frontera es todavía una tierra salvaje que sigo teniendo presente a través de su gente y sus fantasmas.

Kapka Kassabova

Las Tierras Altas de Escocia

frontera

Según el Oxford English Dictionary:

1. línea que separa dos países;

2. tira o banda, especialmente una decorativa, colocada en el borde de algo.

La montaña de la locura, I

Este momento tuvo lugar a mitad de camino. En lo alto de los montes Ródope, en la frontera greco-búlgara, una carretera serpenteante ascendía por la garganta del río y, en la cima, donde acababa la carretera, había un pueblo fantasma con las ventanas arrancadas y una fuente de piedra sin agua. Allí ya no vivía nadie. Más allá de la carretera y del pueblo estaban solo los bosques de robles, una tierra de nadie. Creemos que vamos a ir por la vida sin conocer lo sobrenatural excepto en películas, pero en aquel pueblo experimenté algo que me aterrorizó hasta lo más hondo. Sigo sin saber si fue «real», pero todavía llevo dentro las sensaciones que lo acompañaron.

Había ido a aquel rincón olvidado de las montañas buscando algo y había derivado en esto. Tal vez esto era lo que había estado buscando. De todos modos, ahora me encontraba bajando a toda prisa el cañón de este bosque áspero lleno de jabalíes y barrancos, sin un alma en veinte kilómetros a la redonda, con aquel sol implacable martilleándome la cabeza como un juicio por algún crimen de hacía mucho tiempo.

Entre las cumbres, en lo alto, había un acantilado que se llamaba «El juicio», un lugar desde el que se habían arrojado cuerpos al abismo de tiempo que hay entre los primeros sacrificios humanos de los tracios y los últimos años de la Guerra Fría. Pero yo iba en la dirección contraria, colina abajo rumbo al pueblo habitado más cercano, que estaba lejos, igual que todo lo que yo podía comprender.

La sensación de que esto no era personal, de que no era solo mi miedo, era, a posteriori, correcta. Estaba captando las frecuencias de hechos que la montaña había albergado. No eran frecuencias naturales, sino frecuencias de la frontera, las frecuencias de un bosque marcado con las iniciales de aquellos que, en el siglo veinte, eran jóvenes y estaban desesperados. Había venido por sus historias, pero ¿estaba yo a la altura de la tarea?

La gente me había dicho que las cosas y las personas desaparecen aquí, pero nada desaparece del todo. Lo siento ahora, como una presencia a mis espaldas. A pesar de que era mediodía y el sol estaba en lo alto, la montaña de Orfeo había oscurecido. Encontré una ramificación del río y me paré a beber. El agua helada me quemó la garganta. Sabía que el nacimiento del río Mesta (en búlgaro, Nesto en griego) estaba al otro lado de la frontera, al norte, en la cordillera más alta de la península balcánica, y que su curso recorría 234 kilómetros antes de encontrarse con el Egeo (pero, ¿qué han hecho los datos por la gente necesitada?) Este no era un río normal. Al otro lado de la frontera había una cueva abismal con una catarata llamada «la garganta del diablo» y cuyo sonido era atronador. Dicen que es por donde Orfeo entró en el inframundo. Nada de lo que entra vuelve a salir, incluyendo los últimos espeleólogos que desaparecieron allí en la década de 1970, un hombre y una mujer. Incluso Orfeo, la única criatura que resurgió de aquel reino ctónico, fue despedazado al final por las delirantes ménades y su cabeza acabó en el Hebrus, que recorre 480 kilómetros hasta llegar al Egeo. ¿Su crimen? Había cambiado de bando en sus últimos años de vida y había cruzado dos peligrosos límites: de su antiguo mentor y dios de los misterios nocturnos, Dioniso, al dios del sol, Apolo; y de amar a las mujeres a amar a los hombres. Cruzar límites ni siquiera es seguro para los dioses, aún menos para los mortales.

Río abajo me encontré con una mujer y dos hombres cargando una pequeña barca con barras de pan. Un montón de barras de pan. Tenían el pelo largo y rostros que parecían alegrarse de algo. Mi miedo se convirtió en fascinación. Me invitaron a cruzar el río con ellos. Y allí, al otro lado…

Pero eso lo dejo para más adelante.

¿Qué es una frontera cuando las definiciones de los diccionarios no aciertan? Es algo que llevas dentro sin saberlo, hasta que vienes a un lugar como este. Caes en el abismo donde un lado es luminoso y el otro oscuridad, y el eco multiplica tu deseo, distorsiona tu voz, se la lleva lejos, a una tierra lejana que tal vez hayas pisado antes.

PARTE UNO

EL STRANDJA ESTRELLADO

Tú también te irás, dijo el pastor.

¿Y si me quedo?

Si te quedas… te doy un mes. ¿Ves ese roble? Ahí es donde te ahorcarás.

Georgi Markov, Las mujeres de Varsovia2

vía póntica

Por tierra, fue una calzada romana que conectaba el Danubio con el Bósforo. Por aire, sigue siendo una ruta migratoria para las aves. La Vía Póntica toma su nombre del mar Negro, antes llamado Pontus Euxinus , el mar hospitalario. Aunque antes de que los griegos de Mileto lo colonizaran era conocido como Pontus Axinus3, el mar inhóspito, porque navegarlo era peligroso y sus orillas las poblaban piratas y bárbaros (es decir, no griegos). Ovidio pasó tiempo exiliado en la costa oeste de este mar, escribiendo sus Tristes y compadeciéndose de sí mismo por vivir entre los getas, una tribu tracia de bárbaros (es decir, no romanos):

Aquí estoy, en las heladas orillas del Euxinus;

cuyo nombre, según los sabios antiguos, es Axinus.4

Pobre Ovidio, demasiado solemne como para pasarlo bien. Desde su época, los bárbaros y las civilizaciones han ido y venido, y algunos se han quedado, pero hay algo póntico que no ha cambiado. Si vas a las playas del sudoeste del mar Negro, donde Bulgaria y Turquía comparten en el agua una frontera invisible, donde los barcos se deslizan entre el Bósforo y Odesa, aún se puede ver el cielo eclipsado por las cincuenta mil cigüeñas que se dirigen a África en un solo día de septiembre.

Pero entonces, todavía era verano.

La Riviera Roja

Verano de 1984, playas del sur de Bulgaria. Ya habían llegado todos los pájaros, y también los veraneantes: los que se parecían a nosotros y los exóticos, con su rubio plumaje, sus coloridas toallas de playa y su aire de permisividad. Lo único que ensombrecía el caluroso cielo eran las carroñeras gaviotas que atacaban las pequeñas bandejas de plástico de espadín frito y con sal que todo el mundo comía.

Alcé la vista de las arenosas páginas de mi libro, escrito por el emocionante escritor estadounidense Jack London, cuyo personaje en Martin Eden se suicida ahogándose porque convertirse en un escritor de éxito carecía de significado moral en el mundo capitalista. Mi libro favorito de este autor era La llamada de lo salvaje, una aventura que había salido mal (sí, pero ¡vaya aventura!) Anhelaba aventuras de casi cualquier tipo. Si empezabas a nadar en esta playa y seguías hacia el sur, como mi padre, que podía desaparecer en el mar durante horas, pasabas los bancos de medusas gigantescas y la famosa zona de camping y de playa para nudistas y gente bohemia, no para familias anodinas como la nuestra, acababas en Turquía.

Aunque Turquía estaba en la misma orilla del mar Negro, se encontraba al otro lado de la frontera, y las cosas que llevaban la palabra frontera, granitza (hasta el sonido era espinoso, como el gra-gra de las gaviotas) era mejor evitarlas, hasta yo sabía eso. Por ejemplo, viajar al extranjero era ir «más allá de la frontera», que era algo intolerable, un lugar del que no había vuelta atrás. De hecho, a aquellos que viajaban al extranjero y no regresaban los llamaban no retornados. Los condenaban in absentia y hacían sufrir a sus familias en su lugar. El único caso que conocía era el del marido de mi profesora de piano, a quien nunca vi en persona, porque estaba más allá de la frontera y, por tanto, de lo tolerable. Él era uno de los cientos de músicos búlgaros que habían viajado fuera por conciertos y se habían convertido en no retornados. El precio que pagaban era el riesgo de no volver a ver su hogar.

A medida que ibas siendo consciente poco a poco de por qué esa frontera estaba ahí (para que la gente como nosotros no pudiera marcharse), desarrollabas una permanente sensación como de frontera dentro de ti, como de indigestión. Aquel verano yo tenía diez años, la edad suficiente para sumirme en los torbellinos de la pasión. Mi objeto de deseo era un chico rubio mayor que estaba de vacaciones con sus padres. Nosotros habíamos venido desde Sofía, ellos habían venido desde Berlín, y durante dos semanas de delicioso tormento nos espiamos el uno al otro desde nuestras toallas de playa, acompañados por el tufillo de crema Nivea y el deseo preadolescente. Pero la falta de experiencia hizo su aparición, y cuando me encontré en la cola de los helados con él a mi espalda, alto y dorado como un Apolo, olvidé todas y cada una de las palabras de ruso –nuestra lengua en común– que había aprendido en la escuela. Cuando su familia se marchó, me pasé un día entero llorando. No había duda de que estábamos hechos el uno para el otro.

Lo que ninguno de nosotros podía saber era que la playa estaba llena de ojos de espías. Se concentraban sobre todo, tanto en número como en glamour, en el mítico International Youth Centre que había cerca de allí, donde, durante treinta años, la dorada juventud del bloque del Este venía de fiesta y a pavonearse en concursos de belleza, festivales de Neptuno y tardes de música en la playa. Estas playas no eran normales y corrientes. Esto era la Riviera Roja, el escaparate del bloque comunista, en las paternales palabras de Kruschev, que estaba convencido de la «especial intensidad del afecto de los búlgaros por nosotros». Aquí, alemanes del Este y del Oeste, noruegos, suecos, húngaros, polacos y checoslovacos venían a jugar en los complejos turísticos Golden Sands y Sunny Beach, que habían brotado en la década de 1960 y que se habían convertido rápidamente en la industria con mayor rendimiento para el Estado. Porque esto era turismo totalitario y todo era propiedad del Estado, incluso la arena. Nosotros nos quedábamos en una habitación alquilada de forma ilegal en la casa de un lugareño, ilegal porque solo los hoteles del Estado podían hacer negocios de forma legal. Nuestra tranquila ciudad costera se llamaba Michurin en honor al biólogo ruso que revolucionó los cultivos. Michurin, con su clima mediterráneo, fue el emplazamiento de un excéntrico experimento agronómico al estilo soviético, en el cual los científicos intentaron cultivar eucaliptos y árboles de caucho, té y mandarinas. Cierto, esta fértil tierra producía ya nueces y almendras, higos y vides, pero lo importante era demostrar que el socialismo maduro podía controlarlo todo, desde el curso de la historia hasta el comportamiento de los microorganismos.

Era un lugar en el que uno de cada dos camareros estaba al servicio de la Seguridad del Estado búlgara, mientras un «grupo operativo» entrenado de forma especial y formado por agentes checos, de la kgb y de la Stasi disfrazados de veraneantes, vigilaba a los hedonistas. Los alemanes del Este eran conocidos entre los lugareños como «los sándalos», porque solían escaparse a hurtadillas de la playa por la noche ataviados con sus sandalias y su ropa de playa y se sumergían en Strandja, el oscuro bosque de la granitza, con su espinoso gra-gra.

Los que no iban por el bosque, iban por la costa, en trajes de buceo y con barcas inflables de playa y colchonetas, y remaban hacia el sur, hacia Turquía, que parecía estar muy cerca hasta que el mar los arrastraba. Al otro lado de aquel mar sin marea que era el mar Negro –con su noventa por ciento de agua anóxica debajo de la capa superior oxigenada– estaba la Unión Soviética.

Echaba de menos a mi flechazo alemán e ignoraba que mis anhelos se repetían en otros cuerpos de la playa que iban en busca de pareja, para líos de una noche, para comerciar, para hacer intercambios, para casarse. Para encontrar una manera de cruzar la frontera. Desde sus inicios en la década de 1960, la Riviera Roja ha sido un mercado humano donde la puja más alta no era el amor, sino la libertad. Y el precio más alto que podías pagar era tu vida. Muchos lo hicieron.

Había un gran trecho desde la playa hasta la frontera turca, y aquella ruta atravesaba las colinas boscosas de Strandja, que proyectaba una sombra propia de la medianoche sobre los soleados complejos turísticos. Lo único que sabíamos de Strandja era que estaba lleno de ríos, rododendros y reptiles, y que en sus pueblos se celebraba un rito de fuego en el que la gente caminaba sobre brasas. Para mayor confusión, la práctica de aquel rito la había prohibido el Estado, excepto en sitios oficiales como el International Youth Centre, donde las personas que caminaban sobre las brasas eran gente aprobada por el Estado, así como los osos bailarines encadenados que traían para entretener a los visitantes; eran osos oficiales. Y para visitar Strandja necesitabas un permiso oficial del Ministerio de Asuntos Internos llamado lista otkrit. En otras palabras, no se podía visitar.

—¿Por qué no podemos ir a Strandja? —pregunté cuando el chico alemán se había ido y el helado había perdido su sabor.

—No se nos ha perdido nada allí —dijo mi padre.

—El bosque está lleno de soldados —dijo mi madre.

Había un muro electrificado de alambre de espino a lo largo de toda la frontera. Aquellos que se adentraban en el bosque podían leer la señal de advertencia dirigida a ellos en los dos principales idiomas de la desesperación:

внимание гранична зона!

Achtung Grenzzone!

Pero si habías caminado lo suficiente como para leer esta señal, durante días y noches por aquel bosque de reptiles, ¿por qué ibas a volver atrás?

Si la inocencia es la sensación de que el mundo es un lugar seguro y justo, aquel verano empecé a perder la mía. ¿Por qué no podíamos seguir los pasos de la familia alemana a Berlín? ¿Por qué no podíamos –nosotros o, para el caso, la familia alemana– ir a Turquía, que estaba justo ahí, bajando por la costa? ¿Por qué un alemán había tenido que cruzar la frontera volando en un globo aerostático, como contaba la historia apócrifa, a menos que aquello fuera cierto? Porque vivíamos en una prisión al aire libre. Un sentimiento de rebeldía melancólica comenzó a germinar.

Seis años después, «los sándalos» ya no tenían necesidad de venir hasta aquí para escapar porque el Muro de Berlín había caído. Nuestra familia cruzó la frontera, aunque no aquélla, sino otra frontera imaginaria sobre el Pacífico, rumbo a una nueva vida en Nueva Zelanda, un lugar con otra clase de playas.

Volvía a ser verano cuando llegué, treinta años más tarde.

En el aeropuerto de Burgas, las viñas bordeaban la pista de aterrizaje y el aire olía a gasolina y a sexo inminente. Había volado desde Edimburgo con una aerolínea chárter y el avión iba lleno de hombres tatuados y mujeres de risotadas y maquillaje estridentes. Pisé el suelo búlgaro en compañía de rusos húmedos y alborotados, jóvenes escandinavos granudos por culpa de las hormonas y familias de piel clara de otras latitudes del norte. Los consumidores turísticos de Europa eran despachados como carne enlatada desde esta irritante ciudad portuaria hacia los vibrantes complejos turísticos de Golden Sands y Sunny Beach. Mi Riviera Roja se había convertido en un feliz infierno del capitalismo global.

Alquilé un coche y pasé por los lagos salados multicolor del golfo de Burgas. Los cantos ahogados de pelícanos, cormoranes y martines pescadores, el olor a higos maduros, al verano polvoriento y vigoroso de la crema Nivea, las grúas del puerto y los barcos gigantescos, que eran como ciudades inmóviles. Aquí comenzaban las oscuras colinas de Strandja.

Cogí la tranquila carretera de la costa, que había visto por última vez hacía treinta años desde la parte de atrás del Škoda familiar. Antes de que la carretera se dirigiera tierra adentro, me detuve en la última ciudad costera: la tranquila Michurin de mi infancia. Pero había recuperado su antiguo nombre, Tsarevo, y, por un instante, fui incapaz de encontrarla en el mapa porque para mí siempre será Michurin. Los intentos de cultivar eucaliptos y árboles de caucho habían acabado hacía tiempo y se había vuelto a los higos, las vides, las almendras y las nueces nativos. A lo largo de la carretera que se adentraba en la ciudad, había mujeres y hombres en pantalones cortos sentados en taburetes y con letreros escritos a mano: «Se alquilan habitaciones». En la época de la Riviera Roja, podían haberlos detenido por «piratas».

Me comí un plato de espadín frito en el puerto. Los niños saltaban en el agua entre gritos y todo sabía a lágrimas. Pero estaba aquí por el antes prohibido Strandja, no por el mar. Hice de tripas corazón y seguí con el viaje.

Strandja: supe que estaba dentro porque el tráfico se detuvo de repente y el bosque me engulló. La carretera se volvió discontinua y el verde de aquella jungla la envolvió; el verde estaba lleno de lagunas con musgo y santuarios megalíticos de piedra empleados en cultos dionisíacos del pasado. El único tráfico que vi fue una pareja gitana que me adelantó con su coche de caballos y me deslumbró con una sonrisa de dientes de oro, como si todo fuera bien.

Cuatro caballos negros sin montura paseaban tranquilamente y echaron a galopar en cuanto oyeron el motor. Se separaron para dejar que mi coche siguiera adelante y se cerraron a mi paso como en una película muda.

Mi destino era un pueblo de la frontera metido en un valle; pensaba pasar un tiempo allí y explorar la zona. Desconcertada por la ambigua red vial y las señales torcidas que apuntaban a la espesura, me perdí. Cuando me detuve en aquella carretera desierta para abrir el maletero del coche y buscar una botella de agua, oí un crujido de ramitas y fui a investigar. Siempre es una mala idea. Dentro del bosque, sentí que algo se me acercaba por todos lados. Me entraron moscas parecidas a mosquitos en la nariz y la boca y, mientras corría de vuelta al coche, casi piso un nudo de víboras inquietas. Seguí conduciendo con las manos temblorosas.

Unas vistas brutales se abrieron bajo la carretera ascendente, como una bofetada que te hace tambalearte. Vértigos de terciopelo, un mundo plegado en sí mismo, como si tuvieras que jugártela y aventurarte para aparecer en el otro lado de un abismo.

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