Kitabı oku: «Compórtense como señoritas»
Karen Luy de Aliaga (Lima, 1979). Leca que escribe. De orgullosa infancia chalaca, entre pejerreyes fritos y el mar helado de La Punta. Rescatada y domesticada por Pika. Licenciada en publicidad, escritora en formación, experta kamikaze. Drogas recurrentes: perros, vino, café y poesía. No entiende a los terraplanistas ni a las terf. Publicó dos poemarios, Mudanza (2006) y 2472 kilómetros al norte (2015) y cuentos en antologías. Finalista de la Bienal de Cuento Copé 2016, escribió algo sobre un caracol y la resiliencia. Cursa la Maestría en Escritura Creativa de Universidad Nacional Tres de Febrero, de Buenos Aires. No sabe nadar bien pero siempre extraña el mar. Prefiere comportarse como persona que como señorita. PD: será ley.
Compórtense como señoritas
Primera edición electrónica: octubre de 2020
© Karen Luy de Aliaga
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020
para su sello Narrar
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
http://paracaidas-se.com/
editorial@paracaidas-se.com
Composición: Juan Pablo Mejía
Arte de portada: Sheila Alvarado
Retrato de la autora: Ricardo Reáegui Alva
ISBN ePub: 978-612-47543-9-5
Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.
Producido en Perú
Si estás leyendo este libro,
quiero que sepas que no estás sola.
resiste.
Si te odiara
el mundo no se inmutaría:
nunca el mundo se ensaña
con los que odian.
En cambio te amo
y todo es catástrofe alrededor:
las voces, las manos, los rostros,
todos quieren apedrearnos.
Susana Thénon, La morada imposible
1. Y todo lo que quieres es bailar
Una grapa en el parietal izquierdo. Dieciocho puntos de sutura. Un par de ellos pespunteados sobre el párpado con una aguja del grosor de un cabello de bebé. El doctor Lauro, traumatólogo de ochenta y dos años, dijo que las costuras estaban bien pulidas, aunque no se explicaba cómo no me había quedado tuerta. Mientras me pasaba una pequeña linterna para verificar la reacción en las pupilas, comenta risueño «ayer atendí a un chico al que le cayó una bola de espejos de discoteca en la cabeza. Bailar es peligroso». «Al chico le cayó una bola, a mí me cayó encima un chico», dije. El resto de puntos quirúrgicos fueron repartidos en la ceja, confundidos entre antiguas cicatrices de un piercing y un golpe con el pasamanos de la escalera de mi abuela a los cuatro años. De regreso a casa pienso que tal vez era una cicatriz necesaria, un recuerdo de cómo no debes hacer las cosas a los veintitantos. Una señal de alerta ante la repetición de malos pasos. El punto —o los dieciocho puntos— finales de mi aplazada adolescencia.
No, no me lo busqué. Tampoco me lo esperaba. Celebraba mi cumpleaños en Antro, que es eso, un antro, pero al fin y al cabo era nuestro lugar seguro. Luego, se me ocurrió que me lo merecía. Fui mala hija, mala hermana y mala novia múltiples veces. Sentí que ya había hecho mi pago a la tierra. Mi sangre, abundante, derramada como tributo. Mi madre a veces nos decía que cuando uno se ríe mucho, termina llorando. Aunque eso es solo un discurso heredado del abuelo para asustar y controlar a todo su rebaño.
Todas mis teorías sobre el golpe fueron absurdas.
Los últimos años, antes del juicio, simplemente eliminé el momento. No podré borrar las cicatrices en mi cara, pero sí extirpar ese día de mi línea de vida. Si no lo recuerdo, no existió. Para sobrevivir, ya sabrás. Las imágenes que tengo del hospital son parecidas a una película de terror de bajo presupuesto. Te limpian la sangre con varias gasas que prensan con unas pinzas, luego te colocan una inyección para desinfectar la herida y hay un dato que nadie ha podido corroborar pero está registrado en mi memoria como si fuera cierto: la doctora que me atendió dijo «voy a tener que suturar sin anestesia», aunque, años después de reunir información sobre ese día, tal vez lo que dijo fue «si tus amigos no dejan de hablar, te voy a suturar sin anestesia». Mis amigos, que en realidad eran casi todas amigas, estaban afuera de Emergencias, con latas de cerveza esperando a que terminaran de coserme. Si tus amigas no dejan de hablar, te voy a coser sin anestesia. Un trapo color verde hospital cubría toda mi cara a excepción de la herida. A mi lado solo tenía a Bibi, que no era mi amiga pero se ofreció voluntariamente a acompañarme. Por ese entonces Mariana, mi novia, se había ido de intercambio a Florida y, entre broma y broma, le pidió a su mejor amiga que me cuidara. Cuídate, decimos los peruanos siempre al despedirnos. Parece un cliché, pero entre mujeres sabemos bien que es una realidad del día a día, del minuto a minuto. Cuando me golpearon, la frase dejó de ser un cliché. Bibi hablaba con serenidad para distraer mi atención de las agujas que ingresaban una y otra vez en el volcán erupcionado que era mi frente. Uno aprende el significado de la incondicionalidad en los momentos menos esperados.
El día del golpe yo solo quería bailar. Hicimos previos en casa de una amiga que vivía al lado de la discoteca. Preparamos jelly shots con tequila, cada vez que llegaba un invitado le entregaba uno y yo tomaba otro. Por eso, cuando vino el golpe, no sentí nada. Solo unos segundos de desconcierto, levantarme del piso, las luces de colores, la gente corriendo hacia mí. Con el único ojo que podía abrir distinguí, algo confundida por los gritos, que Bibi me cargaba, mientras los guardias de seguridad rodeaban en una esquina al tipo que me había golpeado.
Llegamos al hospital alrededor de las cuatro de la mañana, en dos patrulleros y una ambulancia. En Emergencia pensaron que éramos varios los heridos, con tanto alboroto todos llevaban algo de mi sangre encima. Del resto recuerdo poco. Pero Bibi seguía a mi lado, inseparable. Iba y venía con radiografías, medicamentos y demás trámites que solicitaba la doctora. Cuando terminaron de coserme, bromeó acerca de la costura, que no estaba tan mal. No puedo recordar si durante ese lapso hicimos algún comentario. El único momento en que intercambiamos algunas palabras fue después del golpe, cuando me cargó escaleras arriba y nos sentamos en la oficina del administrador. Me saqué la mano de la frente y la sangre brotó hasta volverme el monstruo del lago Antro, una especie de Carrie gay el día de su cumpleaños, una explosión que hasta entonces solo había visto en películas de Robert Rodríguez o de Quentin Tarantino. Pude ver el horror en su cara. Insistí en que me trajeran hielo y algún antibiótico y que siguiéramos bailando. Se burló mientras buscaba un espejo en la oficina. «Voy a mostrarte el motivo por el que creo que necesitas puntos», dijo, y me paró frente al espejo. Casi vomito. Luego alguien trajo un rollo de papel toalla, lo puso sobre el cráter y bajamos abrazadas hacia la ambulancia.
Dos semanas después ya estaba con un parche en la frente, trepada en un avión hacia el norte, muy al norte, a pasar con Mariana unos días que se volvieron meses. Me rehusaba a regresar a una ciudad que poco a poco se volvía tierra de nadie. Fue allá que vimos la noticia de Bibi. Mariana lloró sin consuelo toda la madrugada. Para mí no era posible que la persona que estuvo a mi lado en el momento más traumático de mi vida fuera acusada de asesinar a alguien. Una tragicomedia gay que los medios se encargaron de mitificar, solo porque crearon un estereotipo de la chica mala de la historia (lesbiana, pelo corto, si no llora es porque es culpable), un bluff, una cortina de humo. No había chica mala, sino malos periodistas, amarillistas, de aquellos que le joden la vida a alguien en un segundo, con prejuicios y fake news. El proceso esta vez fue al revés. Como un verso de Juan Cameron: en verdad salí cachorro; en la calle me hice perro.
Pasaron diez años y a pesar de que me cambié de casa tres veces, las notificaciones del juicio por la agresión siguieron llegando. Pasó de ser lesiones leves a lesiones graves, cambió de juez a jueza, todo eso sin que yo participara una sola vez del proceso. Ese golpe era un fantasma que me seguía en vela. Una vecina le mandó una foto de la notificación a mi hermana, ella me la reenvió y me preguntó si ese juicio era por el «accidente de auto». Nunca tuve corazón para decirle a mi familia que un tipo, que medía treinta y dos centímetros más que yo y que pesaba casi cien kilos, me reventó una jarra de cerveza en la cara el día de mi cumpleaños. Por ser lesbiana. Le dije que lo olvidara. Faltaban dos días para la sentencia. Diez años. La cara hinchada un mes. Un parche del tamaño de una toalla higiénica. Una grapa en la sien. Meses encerrada por una repentina agorafobia, no solo a discotecas y conciertos, sino miedo de estar en aviones, plazas, autobuses. Miedo de volver a verlo, miedo de cada brazo que se alzaba, miedo de cada luz que se apagaba, miedo de una canción en alto volumen. Miedo de bailar y disfrutar la vida. Dieciocho puntos.
Cuando menos me di cuenta, ya estaba parada en la puerta del juzgado, esperando a un abogado que me presentaron vía e-mail la noche anterior. Tenía náuseas. Mi taxi se había atascado en el tráfico, no iba a llegar a tiempo, así que bajé y corrí tres cuadras hacia el edificio en el centro de la ciudad. Primavera en noviembre, más de veinticinco grados húmedos. Con la carrera boté algo de nervios, se me secó la garganta, vomité espuma en una esquina. Años antes, cuando estaba en la universidad, tomé seis energizantes en menos de veinticuatro horas. Debía entregar la tesis al día siguiente. Cuando quise dormir, solo lograba saltar sin control en mi cama gracias a la bomba que me había autoimplosionado. Mi madre durmió conmigo por unas horas hasta que dejé de rebotar. No volví a tomar un energizante en años. El día del juicio temblé tanto o más que aquellas convulsiones por exceso de cafeína y taurina. Mis piernas y mi mandíbula temblaban descontroladas, como si mi cuerpo estuviera a bajo cero grados. Tuve la sensación de que al entrar en aquella sala del juzgado todo se paralizaba y nuevamente la música retumbaba por los parlantes, las luces de colores se prendían y apagaban, su brazo derecho con la jarra como un hacha que cruza la pista de baile, y yo, treinta y dos centímetros más abajo, siento el vidrio macizo atravesar la piel y abrir la carne del parietal hasta cavar una fosa en donde caigo sin freno, un pozo helado donde vuelven a desbordarse todos mis miedos, a congelarse mis mandíbulas, con dientes que ahora castañetean desesperados ya no sé si de miedo o de rabia, y tengo la blusa empapada del grito que no puedo lanzar, que desde hace diez años no puedo lanzar.
Pequeñas esquirlas de vidrio brillan sobre la sangre que escarcha las paredes de todo el juzgado.
2. Free the nipple
Es mi octavo cumpleaños y me preguntan qué quiero de regalo. De algún niño del colegio he escuchado que existe un grupo llamado Iron Maiden, y me ha sonado bien; aunque no sepa aún qué es Iron o qué es Maiden, igual pido ese casete. Mi padre regresa del supermercado una tarde y, algo consternado, me dice que no va a ser posible. Puedo imaginar su cara con el encargado de la tienda. «¿esta es la carátula? ¿Con un muerto viviente? ¿Qué es esto? ¿Música satánica?». «A ver, ¿le pongo play, señor?». Seguro que dijo que no, pero si hubiera escuchado la música apuesto a que volvía a decir que no. ¡Su niña de segundo grado de primaria escuchando esas guitarras! No le hacía mucha gracia. Ya teníamos problemas con que me gustara el fútbol y que coleccionara los muñequitos de Star Wars que él mismo importaba desde Taiwán. Además —y yo creo que esta es la teoría que más encaja—, si mi mamá escuchaba esa música en casa, nos llevaba a exorcizar con el padre Harold, el cura del barrio.
—Mira, hay dos opciones de éxitos recientes: Popi el payaso o Emmanuel. Escoge.
—Pero, papá, yo le tengo miedo a los payasos.
Cuál habrá sido mi cara al día siguiente cuando vi que no me trajo un muerto viviente en la carátula sino a Emmanuel semidesnudo, con una tetilla al aire, mirando solemne al vacío y con un puño en el pecho, a lo mea culpa.
Los seis adultos con los que vivía en la casa de la abuela me escuchaban cantar a viva voz: «Toda la vida, tirando amor por todos lados. Dejando besos enganchados en cada nueva despedida. Toda la vida, tiriri-rara». Ponía el Desnudo de Emmanuel a los ocho años y extrañaba a una chica que no conocía aún. Cantaba «y así la quiero, aaaasí, amor de cuerpo entero, la quiero mujeeeeer», mientras recortaba figuritas de animales salvajes bajo la mesa de la cocina. Mi gran decepción es «Luces de bohemia para Elisa», mi favorita de ese álbum, la cual casi treinta años después me doy cuenta de que habla de un tipo mayor que intenta «ligar a una puberta en flor», a lo Lolita’s way. Puaj.
A los ocho años también descubrí que los adultos normalizan más un torso desnudo masculino que uno femenino. Una tetilla al aire es normal. Una teta y un pezón, no. Ante los ojos de mi padre, la tetilla de Emmanuel era menos morbosa que la ilustración de un muerto viviente y pelucón. Mi hermana tenía más de diez Barbies, ninguna con pezones. Hasta la Barbie mamá, con una pancita que se desmontaba y de la cual salía un bebé enano y blandito, tampoco los tenía. Peor aún, el pobre Ken era eunuco.
La memoria es ingrata y selectiva, dicen. Yo, más bien, diría que es un arma de defensa y ataque. Pasan los años y así como olvidamos direcciones, teléfonos y nombres, también olvidamos que alguna vez tuvimos una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y velo de tul. Esto nos incluía a ti y a mí, por igual. Porque solo podías jugar con una muñeca si habías nacido niña. Y debía ser rosada. El azul quedaría confiscado de tus cajones, de tu ropa y de las paredes de tu cuarto.
Las actividades posteriores evitaban las rondas o el canto. Eso de agarrarse las manos y hacer círculos ya era vergonzoso a los nueve años. Y para mí era mejor: sufría de hiperhidrosis primaria. En la infancia desarrollas maneras curiosas de aplicar la creatividad, tal vez para reparar algo que rompes o para esconder lo que no quieres que vean. Yo aprendí a serlo mientras inventaba excusas para no tocar a nada ni a nadie con las palmas de mis manos, humedecidas sin razón. Cantar se volvió aburrido, así que lo mejor era correr sueltos en plaza, probar fuerzas y potencia, armar estrategias en plena carrera. Encantada, desencantada. Chapada. Contar hasta quince, esconderte y ‘ampay’ me salvo. Policías y ladrones. Un ruido amado: el timbre del recreo. Un mundo paralelo al que nunca me provocó pertenecer: las ligas y los yaxes. Como objetos de colección, al igual que las canicas, los yaxes me parecían hermosos. Fue un genio quien le dio forma de asterisco metálico con el suficiente peso y equilibrio para girar y girar. Pero las ligas me parecían inútiles. Además, los niños se paraban al lado para, en algún descuido, poder verte el calzón. Si te percatabas de eso, al día siguiente sacrificabas la libertad por la seguridad de un hot pants de licra. Era mejor que andar angustiada todo el día por si el viento, por si la calle, por si el mundo. El juego de la liga seguro fue inventando por un mañoso.
Pero yo hablaba de pezones. A los nueve años todos los teníamos iguales. En la playa, los niños van tranquilos al agua con un short. Las niñas, en cambio, debemos usar un bikini o una ropa de baño de cuerpo entero. Si preguntas por qué, mientras miras tu pecho plano y liso y lo comparas con el de tus amigos o tus hermanos, solo te dirán que «tú no». Y punto, a esos, por entonces, dos puntos.
En los dibujos animados la situación tampoco era distinta. Cheetara era la única thundercat adulta, pero ni seña de ellos; Gigi, la niña de pelo rosado que se transformaba en una adolescente, daba vueltas dentro de un lazo ondulante, desnuda, y a lo mucho se le veía la raja del trasero. Terry Grandchester nos confundía a chicas y chicos por igual con la ambigüedad de esos ojos azules tembleques; Lady Oscar era un comandante francés, dura pero atractiva para todas (¿qué chica heterosexual no se enamoró de ella?); Los Caballeros del Zodiaco fueron la androginia en pleno esplendor, eran como los Locomía pero envueltos en metal, regios, sobre todo Shun de Andrómeda. Con ellos, uno aprendía de muerte, de guerra, la sangre salpicaba (muere Anthony, muere Stear, atropellan a Gigi, los Thundercats reparten golpes y zarpazos, Lady Oscar y André mueren acribillados en la toma de la Bastilla, ya de Los Caballeros del Zodiaco ni hablar), todo estaba normalizado... pero de los pezones, ni la sombra. Solo los de Sabrina, la italiana de «Summertime Love», (Boys Boys Boys), no en el video de la playa veneciana, sino en un desliz en televisión abierta, la Noche Buena de 1987. Un escándalo tan grande que fue nombrado el «Pezongate», con todas las líneas del canal colapsadas de llamadas de gente indignada por un pezón al aire (al aire x 2), un pezón que se escapó casual al cantar con un apretado escote y hacer un movimiento de baile, hasta podría decirse que fue uno de los pioneros del free the nipple. La popularidad de Sabrina se hundió en el fondo del mar Mediterráneo. Ah, pero el mismo año, las tetillas de Emmanuel fueron nominadas al Grammy, reproducidas en las carátulas de los cinco millones de discos (o diez millones de tetillas) que vendió y con «Toda la vida» como la número uno del ranking de la prestigiosa Billboard. Nadie se escandalizó por su desnudez. Del otro lado, pezones satanizados, sexualizados e invisibilizados. Ni los lactantes se salvan de la discriminación. Todo el lío que nos hubiera ahorrado la Barbie.
3. Eso le pasa por maricón
Mis padres estaban comprando en un chifa y yo los esperaba afuera, sentada con otras niñas en un Citroën DS gris, una joya de los cincuentas. Sus tapabarros traseros cambiaban de altura, y quedaba como si se arrastrara con las llantas delanteras. Lo llamábamos «el sapito», aunque en Francia le decían la déesse, «La Diosa», DS. Sus asientos de cuero eran muy cómodos y en verano era bastante fresco, se podían bajar las lunas de las cuatro puertas, y al no tener marcos, quedaban dos gigantescas ventanas por donde el viento te cacheteaba de lado a lado. Quien diría que tendría mi primer encuentro cercano con el mundo gay dentro del auto más bello de todos los tiempos.
Tenía doce años y vivía en una burbuja, envuelta en conversaciones absurdas sobre chicos a los que no les encontraba gracia pero que sabía que deberían gustarme. Seguía el hilo de los chismes con aparente atención, pero puede que haya estado pensando en el arroz chaufa y los wantanes fritos que había pedido, en cuántas veces me alcanzaría grabar «Patience» de los Guns N’ Roses en cada lado de un casete o en si mis padres por fin me regalarían un Walkman por Navidad. Conversar como una chica normal a la que le gustaba un chico normal hacía menos tediosa la espera de mis padres y los padres de las otras chicas, en aquella avenida larga y concurrida donde el sapito tenía las luces de emergencia encendidas. A lo lejos escuchamos ulular las sirenas de un patrullero, de dos, de tres. Con tanto alboroto creí que venían por nosotros, por estar mal estacionados. Supe que algo andaba mal cuando escuché los gritos y vi gente correr. Nuestros nervios lograron que fuera peor. Mi hermana de ocho años y su amiga de nueve empiezan a llorar e intentan abrir las puertas para correr hacia el restaurante, pero las hermanas mayores lo impedimos y dentro del sapito se arma una revolución porque nos pegan manotazos desesperados, asustadas, con la mitad de los cuerpecitos flacos retorciéndose por la ventana, entre alaridos.
Todo pasa en slow-motion. Personas que corren, el sonido de sus tacos, las respiraciones agitadas. Mis padres se levantan aletargadamente de sus asientos. Giro la cabeza y ahí están ellas. Tres chicas con los vestidos jaloneados, el maquillaje azul-rojo intenso (aunque esto tal vez se debiera al reflejo de los patrulleros), los peinados de cerquillo batido y el frisado hecho una maraña. La policía acelera, vocifera por un parlante que se detengan, pero ellas solo parecen flotar con los tacones sobre la vereda con una destreza que no vería ni en mi madre ni en mis tías. Las niñas y nosotras seguimos en la misma pelea, brazos y piernas que patalean, melenas que se jalan, gritos y llantos de desconcierto. En un descuido, una de las niñas abre la puerta delantera, pone un pie afuera, su padre corre desde la puerta del chifa con las llaves en la mano. En el mismo segundo una de las mujeres que corre pretende saltar la puerta con sus enormes y largas piernas cubiertas por mallas negras, el impacto la gana. Nos la hemos llevado de encuentro. Los tacos vuelan hacia la pista, al igual que su bolso. Permanece doblada, de cabeza, solo vemos su minifalda adherida a la puerta. Todas estamos mudas. Rápidamente, la mujer, la pobre y asustada mujer, toma aire, se recupera, mira hacia dentro del carro, confundida, con el maquillaje corrido y la cara sudada. Las lágrimas retenidas en los ojos negros y desencajados. La mandíbula temblando de dolor. El golpe fue bajo y duro.
Nos despierta del shock una voz que retumba en todo el sapito y que por un momento nos cuesta entender de dónde viene. Sale desde sus entrañas: laputamare. La niña lanza un chillido espantoso y da un salto hacia dentro del carro; mi hermana le hace coro, junto a las dos otras chicas que están a mi lado. Yo solo miro a la mujer juntar la puerta y seguir con su carrera.
Mi padre, que ha visto a la distancia la humillante escena, dice algo que lo hace verse bastante peruano, como «esos maricones de mierda», secundado por otro que dice «bien hecho, por cabros». Mi madre y mi tía cuchichean a un lado con las bolsas de comida. Yo sigo en el asiento, recordando la lágrima que no se decidía a caer por las facciones angulosas de aquel rostro aterrado. Me bajo del carro para que mi madre me abrace y compruebe que estoy entera, que no me ha pasado nada, que solo estoy aturdida y pálida y «¿por qué no has gritado?» y que mejor me invitan un tecito porque estoy hecha un papel. La desesperación de la huida. Querer correr en sueños y no avanzar más de dos pasos. Puertas que se abren repentinamente y no sabes si saltarlas, seguir corriendo o cerrarlas. Una carrera contra ti misma, contra lo que sientes que eres pero que todos parecen odiar. Termino el té y luego, de regreso en el carro, todos ríen, todos nos preguntan «qué pasó, cómo eran, qué cara puso cuando se dobló en dos el marica ese». Yo me dedico a ver ese camino —el de la avenida que no recuerdo— y trato de mirar fijamente a cada luz, cada poste, cada semáforo, cada aviso luminoso para no llorar.