Kitabı oku: «Marzahn, mon amour», sayfa 2
La mediana edad, esos años en los que ya no eres joven ni mayor, una edad difusa. Has perdido de vista la orilla de la que una vez partiste y aún no percibes con suficiente claridad la orilla a la que te vas acercando. En esos años pataleas en medio del inmenso lago, te falta el aire, medio agotada por la monotonía de los movimientos al nadar. Perpleja, te quedas parada, y giras en torno a ti misma, das un viraje, y luego otro, y luego otro. Irrumpe el miedo a hundirse a mitad de trayecto, sin explicaciones ni porqué.
Yo tenía cuarenta y cuatro años cuando alcancé la mitad del inmenso lago. Mi vida se había vuelto insulsa: la hija había levantado el vuelo, el marido había enfermado, y yo empezaba a dudar más de la cuenta de mi escritura, a la que hasta entonces había dedicado mi tiempo. Arrastraba conmigo algo amargo, completando así esa invisibilidad que afecta a tantas mujeres cuando sobrepasan los cuarenta. No deseaba ser vista. Tampoco yo quería ver, saturada de cabezas, de rostros, de consejos bienintencionados. Me zambullí.
El 2 de marzo de 2015, unos días después de cumplir los cuarenta y cinco, metí mi ropa, unos zapatos, unas toallas y una sábana bajera en una bolsa grande y desde Friedrichshain me dirigí a Charlottenburg. Cuando salí de la estación, temí encontrarme con mi agente literario, que tenía su oficina por allí cerca y que últimamente no había aceptado ninguna de mis propuestas: mis novelas habían sido rechazadas por veinte editoriales. De modo que di un par de rodeos, me escondí tras las esquinas; había llegado demasiado pronto. Cuando alcancé el portal número 6, me encontré allí con un grupo de mujeres que también llevaban bolsas grandes y maletas pequeñas con ruedas, mujeres como yo, que habían dejado atrás la juventud, la esbeltez. Pregunté tímidamente si era allí el lugar. Asintieron con la cabeza. Nos sonreímos levemente. Sí, atreverse a hacer algo nuevo, quién sabe si es lo correcto. Me fumé un cigarrillo con una apesadumbrada enfermera de Spandau. Entonces llegó la hora de entrar en el lugar. En el ascensor solo cabían dos personas. Subimos todas las escaleras a pie, planta por planta. El grupo jadeaba bajo el peso de las maletas, sin hablar, hasta que llegamos al ático. Allí nos esperaba en la puerta una mujer seca y espigada, vestida de blanco.
«Gitta», dijo sin sonreír, a todas nos ofreció su escuálida mano. «Cambiaos de ropa y extended las sábanas bajeras sobre las sillas, también sobre los reposabrazos».
Nos amontonamos junto a la esquina del cambiador, sacamos nuestras cosas, intentado no ocupar demasiado espacio, avergonzadas de nuestros cuerpos envejecidos por los años, nos quitamos los pantalones oscuros y los sustituimos por otros blancos. Extendimos las sábanas sobre las sillas y formamos torpemente una fila. No queríamos cometer errores. Éramos aprendices. Nos habíamos matriculado en el curso inicial de pedicura en una escuela de salud y de cosmética que pomposamente llamaban «la academia». Gitta era nuestra profesora.
Cometimos muchos errores. Nos olvidamos de analizar el pie, de extender la toalla sobre el regazo, de colocar la almohadilla bajo la corva. Confundimos el dedo en garra con el dedo en martillo, los alicates de corte de cutículas con las pinzas, la solución desinfectante con el alcohol. Descuidamos las prescripciones higiénicas. Desperdiciábamos el suavizador de cutículas, utilizábamos incorrectamente el bisturí, no acertábamos a colocar la hoja en el cepillo. Éramos demasiado temerosas, demasiado toscas, demasiado minuciosas, demasiado descuidadas, demasiado rápidas, demasiado lentas. Nos lastimábamos las unas a las otras. A veces una sangraba y necesitaba ser curada. Nos perdonábamos todo. Cuando a veces no sabíamos responder a una pregunta de Gitta, titubeábamos como ineptas, como torpes, como idiotas. Su tono agudo nos provocaba contracturas en la nuca.
Durante los descansos bajábamos las escaleras, nos apostábamos frente al portal número 6, nos comíamos el bocadillo y fumábamos.
Entre las alumnas se encontraba una mujer rusa con el pelo rubio que llevaba un jersey de punto entreverado de vetas doradas, su ropa de trabajo era la más vistosa de las allí presentes, una túnica ceñida, cruzada transversalmente por un adorno de botones. Sus pestañas, pintadas de negro, se arqueaban hacia arriba, y las lentes de contacto conferían a sus ojos azules un brillo especial. Estaba allí para escapar de la panda de bribones inmaduros que en casa abusaban de ella, aunque quizá también porque sus propios pies necesitaban tratamiento. Se había pasado sus tres embarazos sin bajarse de sus altos tacones.
Este pequeño torbellino provenía de Georgia, pero desde hacía un tiempo vivía en una pequeña ciudad a los pies de los montes Metálicos. Por la mañana tardaba tres horas en tren hasta llegar a Berlín y, al atardecer, otras tres horas de vuelta. Cualquier cosa era preferible antes que quedarse sentada en casa, decía, y ahora que su hijo había cumplido ya los quince años, se separaría de su marido, un oriundo de allí. En cierta ocasión le comenté que hablaba muy bien el alemán, me dijo que en el pasado había trabajado como traductora. En otra ocasión nos enseñó su lengua, a la que le faltaba un trozo: «Tuve cáncer de lengua».
La apesadumbrada enfermera de Spandau trabajaba a jornada completa, y tuvo que pedirse las vacaciones para poder hacer este curso. Su hijo de catorce años sufría de una enfermedad rara e incurable que le entorpecía la movilidad a medida que iba creciendo y estaba ganando mucho peso. Pronto sería incapaz de cargar con él, y las pastillas para el dolor de espalda habían dejado de funcionar. En dos años su jefe se jubilaría, y para entonces, como muy tarde, se convertiría en autónoma. Todavía no sabía si abriría la consulta fuera o en casa, para poder así quedarse con su hijo.
Y entonces llegaron las voluntarias, en su mayoría viejas señoronas que se concedían tres horas para que aprendices inexpertas les trataran los pies de forma gratuita. Observé las gotas de sudor que perlaban la frente del pequeño torbellino, el pelo recogido tras la cofia, los ojos tras la visera de plástico, la parte inferior del rostro parapetada tras la mascarilla blanca, como si se fuera a la guerra. Vi cómo en la mano enguantada de la apesadumbrada enfermera temblaba el cepillo antes de frotar el talón de una de las voluntarias hasta hacerlo sangrar. Vi lágrimas en los ojos de la rusa rubia por el hedor que desprendía una uña con hongos en el tercer estadio. Nos retorcíamos y nos contorsionábamos, siempre con la inquisitiva mirada de Gitta posada sobre nuestros hombros, con sus dedos puntiagudos señalando el punto de dolor, y su voz chillona en los oídos, que acababan enrojecidos por la tensión.
Ninguna había venido a parar aquí directamente, todas veníamos de probar suerte en otros sitios, o tras habernos quedado paralizadas o no haber encontrado salida. Conocíamos el sabor del fracaso. Nos habíamos sentido humilladas, retraídas, intimidadas. Deseábamos olvidar nuestras historias, borrar lo hecho anteriormente y presentarnos como hojas en blanco. Habíamos descendido a lo más bajo, a los pies, ante los que sin embargo volvíamos a fracasar. Gitta no se había quedado con nuestros nombres. Nosotras acabaríamos yéndonos y aparecerían otras mujeres, mujeres como nosotras, madres de mediana edad, trabajadoras y valientes, representantes sin nombre de una zona intermedia anónima, rebajadas a ser una nota a pie de página de nuestra propia vida.
En casa me aprendí de memoria los nombres de los veintiocho huesos del pie, la estructura de la uña, las deformaciones del pie y cómo se desarrolla una trombosis. Memoricé los materiales del cabezal cortante, los efectos de las hierbas medicinales, los tipos de cáncer de piel, las diferencias entre virus, bacterias y hongos. Las peculiaridades del pie del diabético, y la definición de fisura, rágades y varices. Por la noche mi marido me repasaba el tema en la cama, enterrados entre fichas, tarjetas y bocetos del pie.
El examen teórico fue en el ático del portal número 6. Para el examen práctico vino una doctora a la academia. Aprobamos todas, la rusa rubia al segundo intento. Nos sentimos aliviadas, incluso orgullosas. Gitta nos entregó el certificado y nos dio la mano a todas. Sonrió. Había sido una buena profesora. Nos despedimos tras tomarnos un café cerca de la estación de Charlottenburg, salimos cada una en una dirección, con un delicado sentimiento de empezar a resurgir. No sé qué habrá sido de ellas.
Cuando te vuelves invisible, puedes hacer cosas terribles, cosas maravillosas, cosas fuera de lugar. Nadie te ve. Al principio no le conté a nadie que me había reciclado. Pero cuando empecé a contarlo y con una sonrisa mostraba mi certificado, recibí a cambio repulsión, incomprensión y cierto sentimiento de compasión difícil de soportar. De escritora a pedicura: una caída fulminante. Y volvieron a colmar mi paciencia con sus cabezas, con sus rostros y con sus consejos bienintencionados.
Eso no me iba a echar para atrás. Tenía dos manos sanas para realizar un trabajo útil. El comienzo no sería fácil, pero sería bello, como todos los comienzos.
Estás en una edad en la que la juventud de tu hija te recuerda todavía a la tuya, y la enfermedad de tu marido ha convertido a la amante en una enfermera. Y tienes una amplia perspectiva, porque te hallas en medio del inmenso lago y continúas nadando, puedes ver mucho y comprender mucho y aún imaginar más. Estás en una edad en la que, cuando empieza una aventura, ya te has hecho, sin darte cuenta, una imagen de su final. La mediana edad; los años en que trabajé como pedicura en Marzahn habrían de ser buenos años.
LA SEÑORA GUSE
Con la línea del tranvía M6 atravieso catorce estaciones en dirección este, a las afueras de Berlín. El trayecto dura veintiún minutos. Cuando me bajo, percibo la diferencia de temperatura. Siempre noto en Marzahn —una de las zonas residenciales de viviendas prefabricadas más grandes de la antigua Alemania del Este— el tiempo con más intensidad que en el centro de Berlín. En Marzahn las estaciones desprenden un olor más acentuado.
Nuestro estudio de cosmética está a menos de dos minutos a pie de la parada del tranvía. Gracias a que está situado en una planta baja, pueden acceder muchos clientes con muletas, andadores o sillas de ruedas. Yo reclino la cabeza hacia atrás y me siento muy pequeña al pensar en los dieciocho pisos que descansan sobre nuestra consulta. Aquí, a los pies de este enorme edificio, llevo a cabo mi labor de pedicura.
Me pongo mi bata blanca, llevo el estuche del bocadillo a la cocina, me preparo un café, acondiciono mi espacio de trabajo, examino la agenda para ver si alguien ha anulado la cita o si la ha pedido en el último momento.
Y entonces suena el timbre. Las nueve y cuarenta y cinco. Me apresuro a abrir la puerta, le doy la vuelta al letrero, de cerrado (rojo) a abierto (verde), descorro el cerrojo y grito: «¡Señora Guse! ¡Adelante!».
La señora Guse, respirando pesadamente, aparca el andador y cuelga la chaqueta en el perchero. Con la oscilante bolsa de la compra, se interna en la sala de curas. Se sienta en la silla de tratamiento; la ayudo a quitarse los calcetines y los zapatos, le remango los dobladillos del pantalón. Entre las dos introducimos sus pies en la bañerita ya dispuesta, extraigo un par de guantes de una bolsa y, de cara a la señora Guse, los estiro para ponérmelos, mientras ella me comenta que tuvo cáncer de pecho, algo que siempre repite en este momento, y yo asiento y le respondo lo que siempre respondo en ese momento, que ya han pasado casi siete años desde que la operaron y que las pastillas que toma desde entonces tienen terribles efectos secundarios, como dificultad para respirar y diarrea. Para una aprendiz sin experiencia puede parecer una locura que yo le enumere a la señora Guse sus dolencias, que ella naturalmente conoce; pero una profesional sabe perfectamente que solo una parte de la comunicación sirve exclusivamente para el intercambio de información, el resto, de hecho la mayor parte, obedece a un fin diferente, y en ese gran resto, la señora Guse y yo nos regodeamos virtuosamente compenetradas. A mi palabra clave «diarrea», soltada en el momento preciso, ella responde, según lo previsto, que muchas veces no puede salir de casa por miedo a manchar los pantalones. La señora Guse y yo llegamos incluso a intercambiar los papeles. En cualquier caso, yo domino de memoria los dos papeles, pues cada seis semanas repetimos exactamente la misma conversación.
Eso es una tontería, le respondo, y ahora es la señora Guse la que asiente y sonríe, con su dulce media sonrisa, que ha sabido conservar incluso para los temas más escabrosos, lo que no deja de maravillarme y sorprenderme, y entonces ella añade, como si no me lo hubiera dicho ya antes: «Todo empezó con la operación, con la operación, no antes, antes no tenía nada, antes nada, todo empezó desde la operación».
Se extiende la toalla sobre el regazo cuando ve que yo empiezo a untarme las manos con la exfoliación, toalla que ha traído ella misma, señal distintiva de que se trata de una clienta habitual, siempre la trae consigo, a lo que naturalmente siempre respondo con palabras de elogio, y mientras le explico que nosotras, es decir, mis compañeras y yo, nos sentimos muy agradecidas por esta agradable colaboración por parte del cliente, que nos ayuda a reducir la carga de la colada, que se amontona sin cesar, pasamos a charlar del tema de las enfermedades al del mantenimiento de la casa, y me agacho frente a la bañerita y frente a ella, y en cuanto abro las manos, ya está sacando la señora Guse su pie izquierdo del agua, me lo ofrece, y yo comienzo a trabajar en el talón, en la planta, en la curva de la plantilla, en el empeine, introduzco mis dedos entre los suyos, arrastro los extractos de piel muerta como hiciera María Magdalena con los pies de Jesús, circunstancia esta que en modo alguno implica que en nuestra conversación los temas bíblicos ocupen un lugar central o que yo seque con mis cabellos los pies de la señora Guse, al contrario, yo los seco con una toalla, la que ella ha traído, y además lo hago pormenorizadamente.
«A partir de ahora ya se puede usted relajar», le digo, para que la señora Guse pueda suspirar a sus anchas, algo que hace por rutina antes de empezar a hablar sobre la prótesis mamaria, mientras sonríe con su dulce media sonrisa. Aunque se hizo una prótesis, nunca la ha utilizado, lo que nos lleva de nuevo al tema de las enfermedades, que yo recojo ensalzando galantemente su holgada camisa, que en modo alguno deja sospechar la ausencia de un pecho. Por supuesto, concede la señora Guse, mientras pestañea coquetamente. Le gusta llevar la ropa holgada, ligera y de alegres colores. Y así llega el momento en que finalmente convierto a la clienta en una reina: presiono mi pie sobre el pedalero, y con un suave zumbido, elevo a la señora Guse y a la silla de curas sobre la que está sentada (un trono rosa en un ambiente blanco) a una altura que siempre nos incita a hacer bromas, como que la señora Guse no tardará en darse contra el techo. Me acerco el mueblecito rodante y enciendo la lámpara lupa, manipulo su brazo flexible de modo que la luz caiga resplandeciente sobre el pie, y entonces, una vez que la señora Guse ha alcanzado su altura real, yo, como su lacaya, me acomodo en mi sillín blanco rodante, empujándolo bajo mi trasero. Las gafas puestas y a la tarea. Primero entra en acción el cortacutículas para lo más áspero.
—Si le duele —le digo.
—Entonces doy un grito —dice la señora Guse.
Luego paso a las uñas encarnadas, que amenazan con crecer por los lados, recorto los pequeños picos que sobresalen; a continuación echo mano de la sonda, escarbo en el tejido queratinizado en los bordes y extraigo los restos. Empujo con delicadeza la cutícula al interior de la matriz, hasta diez veces. Inserto el cortador en la manija, selecciono un nivel bajo de intensidad y enciendo el instrumento. Empieza a zumbar el ruido del motor y de la absorción, después de un tiempo me quedo tan sorda como mi real clienta. Guardamos silencio a causa del ruido. Por encima de las gafas observo a la señora Guse, dibuja su media sonrisa, dulce y sosegada.
La señora Guse nació en Prenzlauer Berg, Berlín, en 1933, se graduó al llegar a octavo, pero no continuó con la Formación Profesional. Obtuvo un contrato temporal como limpiadora sin cualificación. Se casó en 1953. En 1965 ya tenía cinco hijos. En 1973 murió su marido a la edad de cuarenta y cinco años. Ella sola se encargó de criar a los hijos, que, todos sin excepción, han aprendido un oficio: albañil, cerrajero o vendedora. La señora Guse se mudó desde Prenzlauer Berg a Marzahn en 1993. Ya tiene pagado su entierro («cuatro mil euros»), escogido el ataúd («de madera de roble») y la música para los funerales («Nabucco»), ha arrendado el nicho: en el cementerio al lado de su marido.
La señora Guse contempla satisfecha sus uñas limadas y resplandecientes. Apago el motor, sumerjo la cortadora en la solución desinfectante, me quito las gafas y echo mano a la paleta de los callos.
En la habitación se vuelve a hacer el silencio.
—Limando las herraduras —le digo.
—No soy ningún caballo —responde la señora Guse.
Comienzo con la cara áspera de la lima. La señora Guse me ayuda encorvando el pie y ofreciéndome el talón extendido. Poco a poco empiezan a desprenderse las escamas. Después le doy la vuelta a la lima, por la cara suave. La señora Guse apenas tiene callos, ya no utiliza mucho sus pies.
Cuando le pregunto de qué murió su marido, tan joven, siempre me responde que fue operado del estómago. Eso no es causa de defunción. Y entonces leo en sus ojos que todavía, cuarenta y cinco años después, no acierta a comprender de qué murió, de hecho, con el paso del tiempo comprende cada vez menos. También tiene problemas para recordar el nombre de sus cinco hijos, aunque al final logra acordarse: Lothar, Bärbel, Joachim, Uwe y Christine. La señora Guse no padece demencia. Simplemente se está alejando marcha atrás del mundo que ella conocía: niños, cocina, grandes almacenes.
—¿Qué tenemos hoy para comer, señora Guse?
—¿Otra vez quieres enterarte?
Nos reímos. La señora Guse se muestra maliciosa, yo inquisitiva e impaciente. Con la señora Guse se puede bromear.
—Hoy hay para… voy a hacer… lo recojo… después enseguida, en cuanto esté lista, lo recojo… medio pollo.
Se expresa con mucha gracia, con ingenio. Seguramente la señora Guse fue en el pasado una buena cocinera, ahora, tengo la impresión de que su menú va oscilando entre el kebab, el pollo y la comida china. Los fines de semana sin embargo se dedica a cocinar como una perfecta ama de casa. ¿Qué cocina? Filetes de Sajonia. En casa de la señora Guse todos los domingos se comen filetes de Sajonia. ¿Cómo los prepara? Con patatas y chucrut. ¿Y la carne? Enseguida viene, este es mi momento favorito de toda la sesión.
—Con la cortadora del pan corto en filetes la carne de Sajonia y entonces la corto con la cortadora del pan, la carne de Sajonia la corto en buenos filetes con la cortadora del pan, sí, créeme, corto con la cortadora del pan.
—¡Con la cortadora del pan! —exclamo entusiasmada, me quedo sin palabras y no quepo en mí del asombro.
—Sí —dice—. Con la cortadora del pan.
Mientras elogiamos la técnica de la señora Guse para cortar los filetes de Sajonia, con la toalla le limpio los restos del talón, que son suaves como el culo de un bebé. Puede elegir crema, ¿prefiere la de rosas o la de lavanda o quizá la de propóleos? Pero la señora Guse no prefiere ninguna, confía en mí y quiere que todo sea como siempre. Presiono el dispensador, que salpica sobre mi mano, y empiezo a trabajar sobre los pies, primero el izquierdo, después el derecho. Ella observa mi quehacer con interés y en silencio, pues yo le hago cosas que antes nadie le había hecho. Le acaricio el empeine, voy movilizando una por una las articulaciones metatarsofalángicas, dibujo círculos alrededor del maléolo, extiendo el tendón de Aquiles, froto las plantas de los pies con el puño, estiro el antepié.
—Has vuelto a hacer un buen trabajo.
Contemplamos mi labor acabada. La señora Guse tiene ochenta y cinco años, y ahora sus pies, tras el tratamiento, son la parte más joven de todo su cuerpo.
Me quito los guantes y vuelvo a bajar el trono al nivel del suelo, meto hacia dentro los reposapiés, doblo la toalla, ayudo a la señora Guse a ponerse los calcetines y los zapatos.
La señora Guse pierde el equilibrio momentáneamente al ponerse de pie, pero se agarra con fuera al reposabrazos y se estabiliza ya erguida. Coge la bolsa de la compra, arroja dentro la toalla y, oscilándola, abandona la habitación.
—¡Tendré que pagar! —grita la señora Guse.
Corro hacia detrás del mostrador. La señora Guse es muy apurada para pagar. No puede esperar ni un segundo. Al contrario que el hombre moderno que se carga de créditos, cuotas, pagos a plazos, la señora Guse no aguanta deber nada ni arrastrar deudas. Se siente mejor una vez ha logrado pagar, a veces incluso consigue pagar a la menor oportunidad, aunque el trabajo no esté todavía terminado. De hecho, ya tiene pagado su entierro. Saca su monedero con un orgullo infantil. Le cobro veintidós euros.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.