Presidente

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Seriler: La Casa Blanca #1
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Presidente
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CONTENIDOS





Portada







Página de créditos







Sobre este libro







Dedicatoria









Nota de la autora











1. Te llamas Matthew








2. Y llevo años pensando en ti como Matthew








3. Comunicado








4. La noticia








5. Todavía soy esa niña








6. La mañana siguiente








7. Primer día








8. El equipo








9. La primera semana








10. Este perro necesita una correa








11. Regalo








12. Corremos por el mismo camino








13. Advertencia








14. Ojos








15. En la cima se está solo








16. Café








17. La Cuenca Tidal








18. Rumores








19. Viaje








20. Una caricia








21. Encuentro








22. Coqueteando con el peligro








23. Cambios








24. Toalla








25. Las últimas primarias








26. Nunca me canso de ti








27. Intenso








28. Llueva o truene








29. Más








30. Noticias








31. Debate








32. La señora Hamilton








33. Ausente








34. La gala








35. Encuentro secreto








36. Por la mañana








37. De vuelta en Washington D. C.








38. El día de las elecciones








39. Te llamas Charlotte











Playlist












Queridos lectores










Agradecimientos









Sobre la autora









PRESIDENTE




PRESIDENTE




V.1: septiembre, 2017



Título original:

Mr. President




© Katy Evans, 2016



© de la traducción, Olga Hernández, 2017



© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2017



Todos los derechos reservados.




Diseño de cubierta: Taller de los Libros




Publicado por Principal de los Libros



C/ Mallorca, 303, 2º 1ª



08037 Barcelona



info@principaldeloslibros.com



www.principaldeloslibros.com




ISBN: 978-84-16223-89-3



IBIC: FR



Conversión a ebook: Taller de los Libros




Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.





PRESIDENTE




Sube la temperatura en la campaña electoral de Estados Unidos




Charlotte conoció a Matt cuando era una niña y se enamoró platónicamente de él.



Ahora, diez años después, Matt quiere ser el próximo presidente del país y Charlotte trabaja para él en la campaña.



¿Podrán evitar que su atracción ponga en peligro ganar las elecciones y llegar a la Casa Blanca?





«Presidente

 de Katy Evans me conquistó desde la



primera página. Totalmente recomendable.»



Audrey Carlan,

 autora de

Calendar Girl




«Katy Evans siempre crea personajes que te dejan sin aliento, y con Matthew Hamilton se ha superado.»





C. D. Reiss,

 autora

best seller












Dedicado al futuro








Nota de la autora



Aunque he intentado ser fiel a lo que pasa en política y en los períodos de campaña, esta es, en última instancia, la historia de amor entre Matt y Charlotte. Es una obra de ficción; por tanto, me he tomado algunas libertades a la hora de escribir sobre el mundo de la política, necesarias para crear la historia que ansiaba contaros. Este no es un libro político, sino una historia de amor que surge en ese mundo. Espero que estos dos personajes os atrapen tanto como a mí. Así que poneos cómodos, quitaos los zapatos y adelante…





Te llamas Matthew

Charlotte




Estamos en una

suite

 del hotel The Jefferson. Benton Carlisle, el director de campaña, se fuma su segundo paquete de cigarrillos Camel junto a la ventana abierta. A poco más de un kilómetro de aquí se encuentra la Casa Blanca, completamente iluminada para la noche.



Todas las televisiones de la

suite

 están encendidas y muestran distintos canales de noticias, donde los presentadores continúan informando de los progresos en el escrutinio de votos para las elecciones presidenciales de este año. Los nombres de los candidatos circulan por todas partes especulativamente; tres nombres, para ser exactos. El candidato republicano, el candidato demócrata y el primer candidato independiente con auténtico impacto en la historia de los Estados Unidos de América, el hijo de un expresidente que apenas cuenta con treinta y cinco años de edad, el candidato más joven de la historia.



Los pies me están matando. Llevo con la misma ropa desde que salí de mi piso esta mañana para ir al colegio electoral y votar. Todo el equipo que ha participado en la campaña durante el último año se ha reunido aquí por la tarde, en esta

suite

.



Llevamos aquí más de doce horas.



La tensión en la atmósfera es palpable, sobre todo cuando él entra en la sala después de tomarse un descanso en uno de los dormitorios, donde ha estado hablando con su abuelo, que lo ha llamado desde Nueva York.



Su figura alta y de hombros anchos aparece en la puerta.



Los hombres de la sala se ponen en pie, las mujeres se enderezan.



Hay algo en él que llama la atención: su altura, su mirada intensa pero de una calidez desconcertante, la refinada robustez que únicamente lo hace parecer más masculino con su traje de negocios, y su sonrisa contagiosa, tan auténtica y encantadora que no puedes evitar corresponderla.



Sus ojos se detienen en mí y miden visualmente la distancia que nos separa. He salido a hacer un recado y acabo de regresar; por supuesto, él se ha percatado.



Trato de mantener la compostura.



—Te he traído algo para la espera. —Hablo con suavidad y me dirijo a uno de los dormitorios con una bolsa marrón bien cerrada que parece de comida. Él me sigue.



Me doy cuenta de que no cierra la puerta, sino que la empuja, de modo que deja una apertura de solo un par de centímetros, lo que nos ofrece toda la privacidad posible en este momento.



Saco de la bolsa una chaqueta negra de hombre y se la doy.

 



—Te dejaste la chaqueta —comento.



Echa una ojeada a la prenda y, acto seguido, unos preciosos ojos oscuros como el café se alzan hasta los míos.



Una mirada. Un roce de dedos. Un segundo de comprensión.



Su voz es baja, casi íntima.



—Esto habría sido difícil de explicar.



Nos miramos a los ojos.



Casi no soy capaz de soltar la chaqueta y él casi no quiere cogerla.



Extiende el brazo y la agarra; su sonrisa es dulce y triste, su mirada, perceptiva. Sé exactamente por qué muestra una sonrisa triste, que desprende ternura; porque me cuesta mantener la compostura esta noche y estoy segura de que este hombre —este hombre que lo sabe

todo—

 se ha dado cuenta.



Matthew Hamilton.



Posible futuro presidente de Estados Unidos.



Tras dejar la chaqueta a un lado, no hace amago de salir de la habitación, y yo miro al exterior por la ventana para no estar pendiente de todos sus movimientos.



Una brisa que trae el aroma de lluvia reciente y de los cigarrillos de Carlisle se cuela en la habitación por la ventana. La ciudad de Washington D. C. parece más silenciosa hoy de lo normal; está tan inmóvil que da la impresión de estar conteniendo la respiración con el resto del país, y conmigo.



En silencio, nos dirigimos a la sala de estar para unirnos a los demás. Tomo la precaución de situarme en un lugar de la habitación casi opuesto al suyo; instinto de conservación, supongo.



—Dicen que ya tienes Ohio —informa Carlisle.



—¿Sí? —pregunta Matt, arqueando una ceja. Después mira a su alrededor y silba para que Jack, su perro, una mezcla de pastor alemán y labrador de pelo negro brillante, se acerque. El perro corre por la sala y salta al sofá para situarse en el regazo de Matt, quien le acaricia la cabeza.



«Es cierto, Roger, la campaña de Matt Hamilton de este año ha supuesto una hazaña impresionante hasta, bueno, ese incidente…», conversan los presentadores.



Matt coge el mando y apaga la televisión. Me echa un vistazo rápido.



Una nueva conexión, una nueva mirada silenciosa.



La habitación se sume en el silencio.



Según mi experiencia, a los tíos les encanta hablar de sí mismos y de sus éxitos. Matt, por el contrario, lo evita. Como si estuviera harto de contar la tragedia de la historia de su vida. La historia que ha sido el centro de atención de los medios desde que empezó su campaña.



Es posible notar distintos grados de respeto en la voz de una persona cuando habla de un presidente de Estados Unidos en particular. Para algunos presidentes, este grado es inexistente, el tono es más similar al desprecio. Para otros, el nombre se convierte en algo mágico e inspirador, y te llena de las mismas sensaciones que se supone que provoca la bandera roja, blanca y azul, la bandera estadounidense: orgullo y esperanza. Este es el caso con la presidencia de Lawrence Hamilton, la administración del padre de Matt, que tuvo lugar hace varios mandatos.



Mi propio padre, quien hasta entonces había apoyado al otro partido, pronto se convirtió en un partidario demócrata, influenciado por el carisma del presidente Hamilton. La increíble conexión del hombre con la gente se extendió no solo por la nación, sino también en el extranjero, lo que mejoró nuestras relaciones internacionales. Con once años, yo misma estuve expuesta al legendario hechizo de Hamilton.



Matt Hamilton, en plena adolescencia cuando su padre comenzó su primera legislatura, lo tenía todo, un futuro brillante. Yo, por el contrario, aún era una niña, y no tenía ni idea de quién era o hacia dónde se dirigía mi vida.



Más de una década después, todavía lucho contra la sensación de fracaso por no haber logrado algo importante. Lo que yo quería era un trabajo importante y un hombre al que querer. Mis padres querían más de mí, querían que me dedicara a la política. En su lugar, me decanté por el trabajo social. Pero no importa a cuánta gente he ayudado, o cuántas veces me he dicho que ser adulta solo significa estar en mi mejor momento para marcar la diferencia; no puedo evitar sentir que no he cumplido con las expectativas de mis padres. Ni con mis propias expectativas.



Porque, en este mismo instante, mientras esperamos a que se anuncie el próximo presidente de Estados Unidos, los dos sueños que tengo flotan en el aire… y temo que, cuando los resultados salgan a la luz, todas mis esperanzas se desvanezcan por completo.



Espero en silencio mientras los hombres conversan. Capto la voz de Matt de vez en cuando.



Ignorarlo se me antoja imposible, pero es lo único que soy capaz de hacer hoy.



La

suite

 es grande, decorada para satisfacer los gustos de aquellos que pueden permitirse habitaciones que cuestan mil dólares la noche. Es la clase de hotel que deja caramelos de menta sobre las almohadas, y han sido más hospitalarios de lo normal con nosotros porque Matt es una celebridad. Han llegado incluso a subirle bollos de yogur después de que la prensa se asegurara de que todo el mundo supiera que le encantan.



Incluso han puesto una botella de champán a enfriar, pero Matt ha pedido a uno de los asistentes de campaña que se la llevara de la habitación. Todos se han sorprendido: han pensado que eso significaba que Matt creía que habían perdido las elecciones.



Pero yo sé, de manera instintiva, que ese no es el caso. Sencillamente sé que, si los resultados no son los esperados, no querrá ver ese champán frío aquí dentro como un recordatorio de su derrota.



Tras dejar a Jack sobre el sofá, cruza la sala, inquieto, y toma asiento junto a su director de campaña al lado de la ventana, luego enciende un cigarrillo. Los recuerdos me vienen a la mente, recuerdos de mis labios rodeando el mismo cigarrillo que estaba en los suyos.



Observo a Jack, que menea la cola y tiene unos ojos cálidos de cachorrillo, para evitar mirarlo a él. El perro levanta la cabeza, alerta, cuando Mark irrumpe en la habitación, sin aliento, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse lo que fuera que acabara de ocurrir… o

estuviera

 ocurriendo. Informa a la sala de que el escrutinio ha llegado a su fin. Y, al anunciar el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos de América, la mirada de Matt conecta con la mía.



Una mirada.



Un segundo.



Un nombre.



Cierro los ojos y bajo la cabeza al oír la noticia, abrumada por la sensación de pérdida.





Y llevo años pensando en ti como Matthew

Charlotte





Diez meses antes…






Desde que empecé a trabajar a jornada completa, los días parecen haberse vuelto más largos y las noches más cortas. A medida que me he ido haciendo mayor, quedar con grupos grandes de gente ha perdido gran parte de su antiguo atractivo; en cambio, soltarme la melena en pequeños grupos de amigos es algo que ahora disfruto mucho. Hoy celebro mi fiesta de cumpleaños y en la mesa me acompañan mi mejor amiga Kayla, su novio Sam y Alan, una especie de amigo/pretendiente que es quien insistió en que saliéramos a celebrarlo aunque fuera un ratito esta noche.



—Hoy cumples veintidós años, cielo —dice Kayla mientras alza su copa en mi dirección—. Espero que por fin saques el culo de casa para votar en las elecciones presidenciales del año que viene.



Suelto un quejido; por ahora, las opciones no son como para emocionarse. ¿El actual presidente, antipático y mediocre en su trabajo, candidato para una segunda legislatura? ¿O los candidatos de la oposición, a los que a veces es difícil tomarse en serio dada la ideología radical que abrazan? A veces da la impresión de que sueltan la locura más grande que se les ocurre solo para obtener la atención de los medios.



—Sería emocionante que Matt Hamilton se presentara —añade Sam.



La bebida se me derrama en el jersey cuando oigo su nombre.



—Tiene mi voto asegurado —continúa Sam.



—¿En serio? —Kayla arquea una ceja traviesa y sigue sirviendo tequila—. Charlotte conoce a Hammy.



Suelto un bufido y enseguida me limpio la mancha húmeda del jersey.



—Qué va, no es verdad —aseguro, y frunzo el ceño en dirección a Kayla—. No sé de dónde has sacado eso.



—Lo he sacado

de ti.



—Bueno… hemos… —Sacudo la cabeza y le lanzo una mirada envenenada—. Lo he visto alguna vez, pero eso no implica que lo conozca. No sé nada de él. Sé tanto de él como vosotros, y la prensa no es fiable.



¡Dios! No sé por qué le conté a Kayla lo de Matthew Hamilton… Ocurrió a una edad en la que era muy joven e impresionable, evidentemente. Cometí el error de confesarle a mi mejor amiga que quería casarme con el chico. Pero, incluso entonces, por lo menos tuve la perspicacia de obligarle a prometer que jamás se lo diría a nadie. Las promesas de chiquillas tienden a parecer muy infantiles cuando somos adultos, supongo, y ahora no le importa hablar de ello.



—Venga ya, sí que lo conoces: estuviste años coladita por él —dice Kayla entre risas.



Veo que su novio me mira para disculparse.



—Me parece que Kay está lista para ir a casa.



—No estoy ni de cerca lo bastante borracha —protesta mientras él tira de ella para ponerla en pie.



Kayla se queja, pero permite que la levante y después se gira hacia Alan.



—¿Cómo te sientes al tener que competir con el tío más bueno de la historia?



—¿Perdona? —pregunta Alan.



—Ya sabes, el Hombre Vivo más

sexy

 según la revista

People

… —señala Kayla—. ¿Cómo te sientes al tener que competir con él?



Alan le lanza a Sam una mirada que definitivamente dice: «Sí, está lista para irse a casa, tío».



—Está superborracha —me disculpo con Alan por ella—. Ven aquí, Kay —digo mientras le rodeo la cintura con un brazo y Sam deja que se incline sobre su hombro. Juntos, la ayudamos a salir del local y la metemos en un taxi que Alan ha llamado; Sam y ella se van juntos.



Alan y yo nos subimos al siguiente taxi. Él le dice al conductor mi dirección y se gira hacia mí.



—¿A qué se refería Kayla?



—A nada. —Miro por la ventanilla mientras se me hunden las entrañas. Intento reírme de ello, pero el estómago se me revuelve solo de pensar en que la gente se entere de lo colada que estaba por Matt Hamilton—. Tengo veintidós años y eso pasó hace diez u once. Un enamoramiento infantil.



—Un enamoramiento del pasado, ¿no?



Sonrío.



—Claro —le aseguro. Después me giro para contemplar las luces brillantes de la ciudad mientras cruzamos las calles en dirección a mi casa.



Un enamoramiento del pasado, claro. No te puedes enamorar de verdad de alguien que has visto solo… ¿qué? ¿Dos veces? La segunda vez fue tan fugaz y en un momento tan abrumador… y la primera… bueno.



Fue hace once años y, de alguna forma, lo recuerdo todo. Todavía es el día más emocionante que recuerdo, a pesar de que no me guste el efecto que tuvo en mis años adolescentes haber conocido al hijo del presidente Hamilton.




Tenía once años. Mi padre, mi madre, un gato atigrado llamado Percy y yo vivíamos en una casa de dos plantas al este de Capitol Hill en Washington D. C. Cada uno de nosotros tenía una rutina diaria; yo iba a la escuela, mi madre acudía a las oficinas de Mujeres del Mundo, mi padre iba al Senado y Percy nos castigaba con la ley del silencio cuando todos llegábamos a casa.



No nos desviábamos mucho de esa rutina, tal y como a mis padres les gustaba, pero ese día sucedió algo emocionante.



Percy tenía que quedarse en mi habitación, lo que significaba que mi madre no quería que hiciera travesuras. Se echó a los pies de mi cama y se puso a lamerse las patas, sin ningún interés en los ruidos del piso de abajo. Solo se detenía de vez en cuando para observarme fijamente al tiempo que yo miraba a través de una pequeña ranura en la puerta de mi cuarto. Me había pasado ahí sentada los últimos diez minutos, viendo al Servicio Secreto entrar y salir de mi casa.



Hablaban en susurros por sus auriculares.



—¿Robert? Una última vez. ¿Este? ¿O… este? —la voz de mi madre se filtró en mi habitación desde el otro lado del pasillo.



—Este. —Mi padre sonaba distraído. Probablemente se estaba vistiendo.



Hubo una pausa incómoda y casi pude sentir la decepción de mi madre.



—Creo que me voy a poner este —anunció.



Mi madre siempre pedía consejo a mi padre sobre qué llevar en ocasiones especiales, pero si alguna vez no señalaba el vestido que ella quería, se ponía el que había

confiado

 en que él eligiera.

 



Me imaginaba a mi madre guardando el vestido negro y colocando el rojo con cuidado sobre la cama.



A mi padre no le gustaba que mi madre atrajera demasiada atención, pero a ella le encantaba. ¿Y por qué no? Tiene unos ojos verdes impresionantes y una melena rubia y espesa. Aunque mi padre es veinte años mayor, y además lo aparenta, mi madre parece más joven a medida que pasa el tiempo. Yo soñaba con ser tan guapa y elegante como ella de mayor.



Me preguntaba qué hora era. El estómago me gruñía con el aroma de las especias, que se filtraba en mis fosas nasales. ¿Romero? ¿Albahaca? Las confundía sin importar las veces que Jessa, nuestra ama de llaves, me explicara cuál era cuál.



En el piso de abajo, el chef de algún restaurante de lujo se encargaba de la cena en nuestra cocina.



El Servicio Secreto llevaba horas preparando la casa. Me enteré de que alguien probaría la comida del presidente antes de que se le sirviera.



La comida tenía un aspecto tan delicioso que habría probado cada bocado encantada, pero mi padre le pidió a Jessa que me llevara al piso de arriba. No quería que estuviera presente porque era «demasiado joven».



«¿Y qué?», pensé. La gente antes se casaba a mi edad. Era lo bastante mayor como para quedarme en casa sola. Querían que me comportara con madurez, como una señorita, pero ¿qué sentido tenía si nunca se me brindaba la oportunidad de desempeñar el papel para el que me estaban educando?



—Es una cena de negocios, no una fiesta, y Dios sabe que necesitamos que las cosas vayan bien —refunfuñó mi padre cuando intenté defender mi participación.



—Papá —me quejé—, sé cómo comportarme.



—¿Crees que Charlotte sabrá comportarse? —Miró a mi madre y ella sonrió en mi dirección—. No cumplirás los once hasta la semana que viene, eres demasiado pequeña para estos eventos y solo hablaremos de política. Mejor quédate en tu cuarto.



—Pero es el presidente —insistí con tanta convicción que me tembló la voz.



Mi madre salió de su dormitorio con ese glorioso vestido rojo que le abrazaba la figura con elegancia y me vio mirar ansiosamente hacia el ajetreo de abajo.



—Charlotte —profirió con un suspiro.



Dejé de estar en cuclillas y me enderecé.



Ella suspiró de nuevo y luego se dirigió hacia su dormitorio, cogió el teléfono de su mesilla de noche, marcó un número y dijo:



—Jessa, ¿puedes ayudar a Charlotte a vestirse?



Abrí mucho los ojos y, milagrosamente, Jessa entró en un santiamén en mi habitación, sonriendo alegremente y sacudiendo la cabeza.



—¡Chica, persuadirías a un rey para que abdicara!



—Juro que no he hecho nada. Es que mi madre me ha visto espiando y ha debido de darse cuenta de que esta es una oportunidad única en la vida.



—De acuerdo entonces, te voy a hacer una bonita y larga trenza —anunció la mujer mientras abría los cajones de mi tocador—. ¿Qué vestido vas a ponerte?



—Solo tengo una opción. —Le enseñé el único vestido que todavía me iba bien y ella me ayudó a ponérmelo con cuidado.



—Estás creciendo demasiado rápido —señaló con cariño mientras me acompañaba al espejo. Luego se colocó detrás de mí y me peinó el cabello.



Contemplé mi reflejo y admiré el vestido; me encantaba el azul del satén. Me imaginaba de pie junto a mi madre con su vestido rojo y a mi padre con su traje a medida. Entrar en el misterioso y prohibido mundo de mis padres era emocionante, pero nada era tan emocionante como conocer al

presidente.



Cuando el presidente llegó, un grupo de hombres lo seguía, todos con esmóquines. Eran altos y atractivos, pero yo estaba demasiado ocupada mirando al joven situado al lado del presidente como para advertir mucho más.



Era guapísimo. Su cabello era marrón oscuro y aunque estaba peinado hacia atrás, era rebelde en las puntas y rizado en el cuello.



El chico era un par de centímetros más alto que el presidente. Su traje parecía más pulcro, hecho a medida con más cuidado. Me miraba y, aunque sus labios no se movían y su expresión no revelaba nada, juraría que sus ojos se reían de mí.



El presidente Hamilton estrechó la mano de mi madre antes de saludar a mi padre. Aparté los ojos del muchacho situado a su lado y vi que los labios del presidente se curvaban un poco al mirarme. Cuando llegó mi turno, le di la mano.



—Mi hija, Charlotte…



—Charlie —corregí.



Mi madre sonrió.



—No ha querido perderse la diversión.



—Chica lista. —El presidente me sonreía mientras señalaba a su lado con evidente orgullo, y luego le dio un empujoncito al joven—. Este es mi hijo Matthew, algún día será presidente —añadió en un tono conspirador.



El muchacho que yo no podía dejar de mirar se rio en voz baja. Era una risa grave y profunda que me hizo sonrojar. De pronto, no quería estrecharle la mano, pero ¿cómo iba a evitarlo?



Tomó mi mano con la suya, que era cálida, seca y fuerte. La mía era suave y temblaba.



—Qué va —negó, luego me guiñó un ojo.



Yo le sonreí con timidez y reparé en que mis padres nos miraban con atención.



—Usted no tiene pinta de presidente —declaré en dirección al presidente Hamilton.



—¿Qué pinta tiene un presidente?



—Pues de viejo.



El presidente Hamilton rio.



—Dame tiempo. —Se señaló el pelo canoso y brillante. Luego le dio una palmada a Matthew en la espalda y dejó que mis padres lo guiaran hasta el comedor.



Los adultos se centraron en hablar de política y economía, mientras yo me centraba en la deliciosa comida. Cuando mi plato quedó limpio, llamé al camarero y le pedí en voz baja que me trajera otro plato.



—Charlotte —me advirtió mi padre.



El camarero miró a mi padre con los ojos muy abiertos y después a mí con la misma expresión, e intenté repetir la pregunta en voz muy baja.



El presidente me miró con interés.



Preocupada, me pregunté si era de mala educación pedir más antes de que todos hubieran acabado.



El rostro de Matthew reflejaba una expresión seria, pero sus ojos parecían volver a reírse de mí. No apartó la mirada de mí cuando le dijo al camarero:



—Yo también repetiré.



Le dirigí una mirada de agradecimiento y luego empecé a sentirme nerviosa de nuevo. Su sonrisa era muy poderosa, sentía que me perforaba el corazón.



Bajé la vista a mis manos, apoyadas en el regazo, y admiré mi vestido. Confiaba en que Matthew pensara que era guapa. La mayoría de los niños del colegio lo pensaban; al menos, eso era lo que me decían.



Mientras mis padres hablaban con el presidente y con Matthew, me puse a juguetear con mi trenza; me la colocaba sobre un hombro y, después, detrás. La atención de Matthew volvió a mí y, cuando sus ojos brillaron con otra carcajada silenciosa, sentí otra vez que tenía un agujero en el estómago.



El camarero nos trajo a ambos sendos platos con codorniz rellena y quinoa. Mis padres todavía me miraban como si hubiera tenido mucho descaro al repetir plato delante del presidente.



Matthew se inclinó sobre la mesa y me dijo:



—Nunca dejes que te digan que eres demasiado joven para pedir lo que quieres.



—Ah, no te preocupes, a veces ni siquiera pregunto.



Con esto me gané una agradable risa de Matthew. El presidente frunció el ceño en su dirección y luego me guiñó un ojo. Al volver a centrar su atención en el grupo una vez más, reparé en que los ojos de Matthew parecían tener un tono más claro del negro, como el del chocolate.



Permanecí allí sentada, tratando de absorberlo todo, consciente de que ese momento, de que esa noche, constituiría la experiencia más emocionante de mi vida.



Pero, como todo en la vida… no duraría para siempre.



Decepcionada, vi al presidente levantarse de su silla mientras les daba las gracias a mis padres por la cena.



Yo también me puse en pie, con los ojos fijos en Matthew, observando cómo se mantenía erguido, cómo caminaba, su aspecto; también empecé a preguntarme cómo olía. Seguí al grupo hasta el vestíbulo en silencio. El presidente se giró y se dio unos toquecitos en su mejilla presidencial.



—¿Me da