Kitabı oku: «Presidente», sayfa 3

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La verdad es que no sé cuánto tiempo nos quedamos mi madre y yo, pero lo que sí sé es que las tres veces que he mirado en dirección a Matt, él se ha dado la vuelta para devolverme la mirada, como si tuviera alguna clase de radar o simplemente notara que lo observaba.

En esas tres ocasiones, mi estómago ha enloquecido y he apartado la mirada de golpe.

Cuando estamos listas para marcharnos, mi madre se toma su tiempo para despedirse. Me planteo atraer la atención de Matt para desearle suerte antes de salir; ojalá no nos hubieran interrumpido y hubiéramos podido hablar un poco más. Lo busco entre la multitud, pero está ocupado y no quiero interrumpirlo. Mientras sigo a mi madre hacia la puerta, uno de sus viejos amigos congresistas se acerca para despedirse de las dos. Yo sonrío y asiento. Y, al pasar junto a su hombro, los ojos de Matt conectan con los míos y comprendo que ha estado observándome mientras me iba.

Me sonríe y asiente levemente, y hay algo en su sonrisa y en ese gesto que hace que me invada una extraña expectación.

¿Expectación? ¿Por qué? Sencillamente, no lo sé.

***

Voy en la parte de atrás del coche con mi madre, incapaz de dejar de pensar en lo que Matt me dijo al acercarse a mí. Detesto no poder controlar el efecto que tiene en mí.

—Ganará —dice mi madre en voz baja.

—¿Tú crees? —pregunto.

El deseo de que gane me golpea de pronto con muchísima fuerza, casi me abruma. Sentada allí, hablando con él, noté una competencia real en él y una fuerza que hace que quieras aferrarte a ella. Lo cual es una tontería, pero ¿no queremos un presidente fuerte? Queremos a alguien que no pierda la calma durante una crisis, alguien seguro de sí mismo, alguien real.

—Bueno, su comunicado ha causado bastante revuelo. Pero los demócratas y los republicanos no renunciarán a la presidencia tan fácilmente —continúa mi madre, y yo aprieto los labios.

Cuando empiezo a salir del coche, mi madre dice:

—Charlotte, sabes lo mucho que odio que vivas aquí sola…

—Mamá —gruño. Sacudo la cabeza y frunzo el ceño a modo de reprimenda. Después me despido de ella con la mano y cierro la puerta del coche.

Esa noche no es la primera vez que sueño con Matt Hamilton en los últimos once años, pero es la primera donde el chico del sueño tiene exactamente el mismo aspecto que tenía él en la fiesta.

La mañana siguiente
Charlotte

Todavía pienso en la noche anterior de camino a Mujeres del Mundo. Trabajo ahí con mi madre desde los dieciocho, alternando mis estudios en Georgetown y horas de servicio social en el centro. Ayudo a dirigir la organización y normalmente me dedico a recaudar fondos, buscar trabajo y dar charlas de apoyo a las mujeres que acogemos. Acabo de terminar una llamada cuando un hombre alto de cabello oscuro pero con bastantes canas se presenta en la puerta de mi despacho y llama.

—Hola, Charlotte. Buenos días. —Habla con la familiaridad de un viejo amigo.

Su cara me suena, pero no consigo adivinar de qué lo conozco.

—Benton Carlisle… —Extiende una mano que rápidamente estrecho—. Por desgracia, no tuvimos la oportunidad de presentarnos anoche. Soy el director de la campaña de Matt Hamilton.

El corazón me da un vuelco aunque yo no quiera.

—Ah, claro, señor Carlisle, disculpe. Aún no he tomado café. Por favor, siéntese.

—No me quedaré mucho tiempo. Solo he venido en nombre de Matt.

—¿Matt? —pregunto.

—Sí. Desea invitarte oficialmente para que te unas a su campaña.

Si ver al director de la campaña de Matt en mi despacho no es una sorpresa lo bastante grande, esto sí que lo es.

—Me…

—Me dijo que fuiste la primera en ofrecerle ayuda y no quiere rechazar su primera propuesta.

Abro los ojos como platos.

—Señor Carlisle…

Se ríe.

—Admito que me tomó por sorpresa. La mayoría de la gente que hemos contratado tiene experiencia, algo de lo que tú careces. Y, aun así, aquí estoy, a primera hora de la mañana. —Me mira como si se preguntara qué he hecho para merecer esto y no me gustan sus posibles suposiciones.

—Es cierto que no tengo experiencia. Le agradezco la propuesta, pero me temo que tengo que rechazarla.

—Está bien.

—Pero, por favor, dele recuerdos al señor Hamilton.

—Lo haré. —Deja su tarjeta en mi mesa—. Por si hay algo que podamos hacer por ti.

Nos estrechamos la mano y se marcha con la elegancia y discreción con la que ha entrado. Cuando está fuera de mi vista, me dejo caer sobre la silla, asombrada.

Me dedico el resto del día a mis tareas, pero, cuando regreso a mi piso, me siento en el sofá, mi querido gato Doodles se coloca en mi regazo y me pregunto por qué he rechazado la oferta. Siempre he querido hacer algo importante por mí misma, sin contar con la ayuda de mis padres. ¿Trabajar en una campaña no sería apasionante? ¿Emocionante? ¿Por qué no acepté enseguida? Me pregunto si mi temor tiene que ver con el mismo motivo por el que sería apasionante y emocionante. Porque implicaría estar cerca de Matthew Hamilton, y él es, por una parte, quien me inspira a aceptar y, por la otra, quien me hace querer mantener una distancia de seguridad.

***

Esa noche, veo un programa de la tele donde uno de los candidatos dice cosas completamente fuera de lugar sobre los inmigrantes y refugiados pobres, y también asegura que subirá los impuestos para que volvamos a tener el mejor ejército del mundo.

Tal y como lo cuenta, parece que negarse a ayudar a los que sufren es el único camino para poder regresar a nuestros días dorados.

Aprieto los labios y apago el televisor.

Quizá pueda ayudar. Yo creo en él. Creo que es mejor que cualquier otra opción de las que han sacado por la tele.

Cojo la tarjeta de Carlisle y lo llamo.

—Señor Carlisle, soy Charlotte Wells. He estado pensando en la oferta… y sí. Quisiera ayudar. Estoy lista para contribuir de cualquier forma y puedo empezar el lunes.

Hay un silencio de sorpresa.

—Matt estará encantado.

Me envía la dirección donde tengo que presentarme el lunes, después cuelgo y me quedo mirando el teléfono con los ojos muy abiertos. ¡Ahí va! Acabo de aceptar un trabajo en la campaña de Matthew Hamilton.

Primer día
Charlotte

Miro fijamente por la ventanilla del taxi mientras me dirijo a la sede de la campaña presidencial de Matt Hamilton.

Es un día despejado de febrero. La fuerza sosegada de Washington D. C. parece un recordatorio permanente de que este es el hogar de la poderosa sede ejecutiva del país. Monumentos, alfombras verdes y políticos que llenan las cafeterías y las calles pasan rápidamente; Washington se alza con orgullo y fuerza como la ciudad más elegante de la nación.

No viviría en otro lugar. Cualquier cosa fuera de aquí no es más que una aventura pasajera.

Mi pulso está en Washington D. C.

El pulso de la nación está en Washington D. C.

Si Nueva York es el cerebro y Los Ángeles, la belleza, Washington D. C. es el corazón. Sus monumentos tienen alma; todos ellos son testimonio de la fuerza y la belleza de la vida estadounidense.

El taxi recorre el centro de la ciudad. Pasamos por el laberinto del Pentágono, a lo largo del río Potomac, junto al Monumento a Lincoln, las paredes blancas e inmaculadas de la Casa Blanca y la cúpula del Capitolio.

No sé por qué estoy aquí.

¿Qué me ha llevado a dejar mi trabajo en Mujeres del Mundo?

En la televisión han puesto su comunicado una y otra vez, y yo he reproducido la fiesta de inauguración en mi cabeza también una y otra vez.

No… Sé muy bien por qué estoy aquí. Porque me lo pidió, quizá. Y porque quiero hacer historia, por pequeña que sea mi aportación.

***

Salgo del taxi y rebusco en mi bolso con el edificio de dos plantas, sede de la campaña de Matt Hamilton, frente a nosotros.

Pago al conductor y, en cuanto empiezo a recorrer la acera, la esperanza y la expectación me invaden de nuevo.

Una mujer de mediana edad con una voz elegante y unos andares aún más elegantes me guía por el interior.

—Está listo para recibirla. —Señala hacia el área principal del segundo piso, donde un grupo de personas se agolpa ansiosamente alrededor de Matt: más de un metro ochenta de cuerpo atlético, inteligente e imposiblemente atractivo, vestido con unos pantalones grises y una camisa negra, y toda la gente mira hacia el extremo de una larga mesa.

Matt tiene los brazos cruzados y frunce el ceño con algunos de los eslóganes que le enseñan.

—Este no me convence. —Su voz es profunda y vibra con ese aire pensativo que lo rodea mientras da golpecitos con el dedo a algo que no le gusta—. Huele a embustes, y no nos identificamos con eso.

Nos, es decir, él y su equipo.

Parece un tío con los pies en la tierra, no es pretencioso, incluso cuando es sin lugar a dudas el más famoso de todos.

—Charlotte.

Levanta la cabeza y me ve. Sus ojos se llenan de esa risa que recuerdo tan bien, y no veo qué le parece tan gracioso de mí. Pero sonrío de todas formas; su sonrisa es contagiosa.

Al acercarse a mí apresuradamente, irradia ese encanto que hace que todo el mundo quiera ser su amigo; o su madre; o, mejor aún, su mujer. Es cierto que desprende ese aire al que un reportero hizo referencia en una ocasión: «Hay algo en él que da la sensación de que necesita un poco de amor». Una sombra triste en sus ojos que lo hace todavía más atractivo.

Es el hombre que su padre instruyó y también el hombre que una nación entera esperaba.

Los Hamilton inspiran más lealtad que cualquier otra familia que haya estado en el poder ejecutivo.

Su mano aprieta la mía.

—Señor Hamilton.

—Matt —corrige.

Su mano es cálida, grande; lo cubre todo. La siento deslizarse sobre la mía, la estrecho y trato de sostenerle la mirada, pero, mientras aprieta su agarre, es como si me apretujara todo el cuerpo. Estoy de los nervios y me parece que la culpa es del brillo de sus ojos y de esa cara atractiva que sugiere «ámame, llévame a casa y cuídame, o fóllame».

Deja caer la mano a un costado y la introduce en un bolsillo, y yo lo miro un segundo y me pregunto si él también ha sentido esa descarga eléctrica cuando me ha tocado.

Luego baja la mirada hasta mis manos, como si, al igual que yo, hubiera caído en la cuenta de lo pequeñas que son mis manos en comparación con las suyas.

—¿Te estás adaptando bien?

—Sí, señor. Estoy absolutamente encantada de estar aquí.

—Matt… —lo llama alguien.

Inclina la cabeza hacia un hombre que le entrega un teléfono; entonces extiende su mano libre y la posa ligeramente en mi hombro mientras inclina la cabeza ante mí.

—Nos pondremos al día, Charlotte.

Me aprieta el hombro ligeramente con la mano y su toque me abrasa. No me lo esperaba. Aunque el contacto tan solo dura un segundo, envía una ola de calor por todo mi cuerpo. Los dedos de los pies se me encogen dentro de los zapatos.

No puedo evitar observarlo mientras eleva el teléfono hasta su oreja y se retira a su despacho para atender la llamada.

Dios, estoy metida en un buen lío.

«¡Céntrate, Charlotte!».

«No. En su culo, no».

Aparto la mirada y me obligo a sonreír mientras me indican dónde se encuentra mi cubículo.

***

Mi primer día consiste en un resumen básico de mis tareas como asistente política.

—¿Por qué se ha presentado como candidato? Lleva años intentando proteger su privacidad a toda costa.

Dos muchachas hablan junto a la mesa, una de cabello oscuro y la otra de cabello rubio y corto con un peinado bob.

—Es verdad. Habrá cambiado de idea —le dice la rubia a la morena.

Echan un vistazo en su dirección; resisto el impulso de hacer lo mismo.

Matt se ha convertido en el centro de atención después de pasar años luchando con reporteros obsesionados por tener privacidad. De algún modo, los ingeniosos periodistas consiguieron infiltrarse en Harvard cuando empezó la universidad y, siempre que participaba en algún evento, en lugar de la causa que tan generosamente trataba de impulsar con su presencia en esos actos, era él quien acababa en los titulares.

Eso le molestaba.

—Cuando me ofreció el trabajo, le pregunté: «¿Por qué yo?». Y él me contestó: «¿Y por qué no?» —añade la rubia—. Porque estás tan bueno que ninguna mujer puede trabajar cerca de ti y pensar con claridad —se responde a sí misma entre risas.

Sonrío y me concentro en organizar mi escritorio.

Mi despacho es perfecto, con vistas a la ciudad. Fuera de este edificio, todo parece sereno; el país funciona como siempre, pero algo bulle en este recinto, en mis compañeros de trabajo, en mi interior.

Después de situarme, me dirijo a la pequeña cocina para prepararme un café. Con la taza llena, me doy la vuelta al oír pasos detrás de mí, pero calculo mal lo cerca que está la persona que acaba de llegar. Me sobresalto cuando choco contra ella y derramo un poco de café en sus zapatos.

Me siento avergonzada. «¡Venga ya, Charlotte!». Separo de la taza mis dedos manchados de café y la dejo a un lado para coger servilletas.

—No me lo puedo creer; tus zapatos. —Empiezo a agacharme, pero la rubia del peinado bob también se agacha y llega antes que yo.

—No pasa nada. Un poco de emoción nunca ha hecho daño a nadie. —Sonríe—. Soy Alison.

Extiende la mano y yo se la estrecho.

—Soy la fotógrafa oficial de la campaña.

—Yo soy Charlotte.

—Charlotte, sé cómo puedes compensármelo.

Me pide que la siga y nos dirigimos al despacho de Matt; ella lleva su cámara colgada del cuello. Cuando comprendo que estoy a punto de verlo, me paso los dedos por el pelo nerviosamente. Diviso sus hombros anchos y su atractiva silueta en la silla detrás de la mesa; está guapísimo y ocupado, leyendo unos papeles.

Mientras lee, mi dedo se engancha en un pequeño nudo de mi cabello y, rápidamente, trato de deshacerlo. Cuando finalmente lo consigo, reúno el valor para mirarlo; Matt me observa con el ceño fruncido.

—¿Quieres salir en la foto conmigo? —Su voz es baja e increíblemente profunda.

Me quedo mirándolo, confusa.

—Uy, qué va. Para nada.

—¿Todo ese esfuerzo y no dejas que el mundo lo disfrute? —pregunta. Su expresión es indescifrable mientras alza una ceja, señalando mi pelo.

«Oh, Dios».

Me ruborizo. Dicen que Matt disfruta de la vida, disfruta tanto de ella que quiere cambiarla. Sonrío, demasiado nerviosa, y me limito a quedarme a un lado mientras Alison prepara la cámara.

—¿Aquí, Matt? —pregunta.

—¿Por qué no hacemos algo más natural? —Su mirada oscura se detiene sobre mí mientras dobla un dedo para indicarme que me acerque—. Charlotte, ¿podrías pasarme uno de los impresos que están detrás de ti? —pregunta con la voz un poco ronca.

Con un nudo de nervios en la garganta, tomo uno y me acerco a él, consciente de que observa cada paso que doy; oigo los clics del obturador.

—Fantástico —dice Alison.

Matt toma la carpeta con una elegancia perezosa. Su mirada sigue clavada en la mía y su voz todavía es increíblemente profunda e inquietante.

—¿Ves? Sabía que había un motivo por el que te había traído. Haces que tenga buen aspecto —comenta en señal de aprobación. Sus labios se curvan ligeramente.

Alzo las cejas; él arquea las suyas también, como retándome. El calor me repta por el cuello y las mejillas. En realidad, no hay nada que pueda hacerle quedar mejor de lo que está.

Cuando regreso a casa, me siento más que avergonzada. «Adelante, queda como una tonta enamoradiza, Charlotte», me riño mientras me dirijo a mi piso.

***

Al llegar a casa, tengo en mente el conjunto más serio que poseo. No importa si soy bajita y tengo cara de niña; quiero que la gente me tome en serio. Los pies me están matando, el cuello también, pero no me pongo el pijama hasta sacar del armario un traje de color negro hollín de ejecutiva: unos pantalones y una chaqueta corta negra para mañana. Extiendo el conjunto en la silla situada junto a mi ventana y lo miro con ojo crítico. Es formal y está impoluto; ese es exactamente el aspecto que quiero tener mañana.

Matt Hamilton va a tomarme en serio como que me llamo Charlotte.

Mis padres están orgullosos.

Kayla me ha mandado un aluvión de mensajes, quiere detalles.

Dedico un rato a responderle, sola en mi piso.

No me había dado cuenta de lo sola que me sentiría durmiendo en mi piso sin nadie más. «Querías ser independiente, Charlotte. Pues ya está».

La luz de mi contestador parpadea y aprieto el botón de reproducción de mensajes.

«Charlotte, no me gusta nada que estés ahí, en ese pisito, sobre todo con lo que haces ahora. A tu padre y a mí nos gustaría que regresaras a casa si realmente quieres trabajar en la campaña durante un año. Llámame».

Gruño. «Ay, no, mamá».

Durante años, hablamos sobre la posibilidad de independizarme y labrar mi propio camino cuando cumpliera los veinte. Mi madre no estaba conforme al acercarse la fecha y yo todavía estaba en la universidad y podía hacer alguna tontería, así que lo pospuso hasta los veintidós. Ahora, un mes después de mi cumpleaños, me lo he ganado, me he mantenido en mis trece y me he negado a que posponga la fecha otra vez.

Ella insistía en que el edificio era relativamente inseguro, con solo un portero. Si alguno de los vecinos lo llamaba para que subiera a su casa, la puerta y el vestíbulo quedarían desatendidos. Era pequeño, incómodo e inseguro.

Yo pensaba que era perfecto. Bien situado y con el tamaño apropiado para mantenerlo limpio y ordenado, aunque todavía no he conocido a casi nadie excepto a dos de mis vecinos: una familia joven y un veterano del ejército. Y sí que me da la sensación de que, por la noche, hay cosas que crujen, y me mantienen despierta. Pero este es el primer paso para labrar mi propio camino.

Me tumbo en la cama y pongo el despertador para mañana. Estoy físicamente exhausta, pero, en mi cabeza, revivo el día de hoy una y otra vez.

Pienso en la campaña, en Matt y en el asesinato del presidente Hamilton. Pienso en nuestro presidente actual y en mis esperanzas con respecto a nuestro futuro presidente.

Toda la gente que conozco, todo el que es consciente de sí mismo y su potencial… Todos queremos influir, contribuir, trabajar en algo que nos importe. Ahora sigo un nuevo camino que yo he establecido. Soy joven y algo insegura, pero estoy contribuyendo a cambiar las cosas, aunque sea solo un poco.

El equipo
Matt

En las campañas presidenciales no solo se necesita al candidato adecuado; se necesita el equipo adecuado. Ojeo las docenas de carpetas desperdigadas en mi escritorio. Llevo seis tazas de café y doy el último sorbo mientras reflexiono sobre la última incorporación a mi equipo.

—Mujeres del Mundo, Charlotte Wells. Es prácticamente una becaria, no tiene experiencia. ¿Estás seguro de esto? —preguntó Carlisle.

Tomé la decisión delante de una caja de donuts, burritos vegetarianos, latas de refresco y botellas de agua de sabores.

No puede decirse que Charlotte sea guapa, es demasiado impresionante para eso. Uno no olvida sin más una cara como la suya.

Su cabello pelirrojo le cae por los hombros como una llama. Y ese brillo en sus ojos. Es activa, sin complejos, exquisita. A pesar de haber sido educada como la hija de un senador, hasta ahora se ha visto libre de escándalos políticos, libre de los negocios sórdidos con los que se asocia a veces la política.

Está más capacitada para este trabajo de lo que cree Carlisle. Soy consciente de su reticencia, pero estoy convencido de que Charlotte demostrará con creces lo que vale.

En lugar de contratar a los aliados políticos experimentados de la época de mi padre, todos muy deseosos de apoyarme, estoy eligiendo a personas que quieren marcar la diferencia, que piensan en los demás antes que en sí mismos y en sus bolsillos.

Estoy decidido a tenerla en mi equipo.

Antes incluso de fijarme en ella en la fiesta de inauguración, ya había planeado pedirle a Carlisle que llamara a aquella niña que había conocido, la que había llorado un océano y medio en el funeral de mi padre. La de la carta que releí, por algún motivo, el día en que mi padre murió.

Después de la fiesta de inauguración… digamos que ha estado en mi cabeza, y no solo porque es preciosa y en otra vida me habría gustado deslizar las manos bajo su vestido y acariciar su piel, inclinar la cabeza y besarla en la boca durante un buen rato. No, no por eso, sino porque le encanta la presidencia, siempre le ha gustado.

Y ahora está confirmado que trabajará en mi equipo gracias a Carlisle. Él es mi director de campaña y quien lo lleva todo. Ya hemos reclutado a asesores de prensa, jefe de estrategia y encuestador, director de comunicaciones, director de finanzas, asesor de medios, secretario de prensa, portavoz, director de estrategia digital y fotógrafa oficial.

Tenerlos a todos en la sede de la campaña me proporciona una sensación de satisfacción; hemos formado un equipo que nos llevará sin problemas a las elecciones de este año.

Estoy listo para acabar el día, así que doy una palmadita a Carlisle en la parte posterior de la cabeza y digo:

—Confía en mí. —Cojo las llaves de mi coche y salgo.

***

Vivo en un piso de soltero de dos dormitorios cerca del Capitolio. Dista mucho de las ciento treinta y dos habitaciones y la superficie interminable de la Casa Blanca. Es moderno y del tamaño perfecto para tenerlo todo bajo control sin problemas. Además, mi madre vive a tres manzanas. Aunque tiene una agenda social apretada y un novio que lleva cinco años intentando que se case con él, sin éxito, me gusta tenerla cerca.

Mi perro, un cruce entre pastor alemán y labrador, se pone a ladrar cuando inserto la llave en la cerradura. Es de color negro brillante y los medios lo llaman Black Jack; es más famoso que el perro de Taco Bell. Sus ojos son casi tan negros como su pelaje y, afortunadamente, ya ha pasado la fase en que mordía todos mis zapatos hasta destrozarlos. Está detrás de la puerta y ladra tres veces. La abro y da un brinco.

Lo atrapo con una mano, cierro la puerta con la otra y lo dejo en el suelo. Viene conmigo a la cocina. Lo adopté una vez que di una charla para sensibilizar sobre la adopción animal. Jack era un cachorro por entonces, a la madre la encontraron en las calles, encogida sobre él y sobre sus dos hermanas muertas.

La Casa Blanca será algo radicalmente distinto de sus comienzos.

Aprieto el botón para escuchar los mensajes del contestador.

«Matthew, soy el congresista Mitchell. Enhorabuena, puedes contar conmigo».

«Matthew, soy Robert Wells, muchas gracias por la oportunidad que le has brindado a mi hija. Es evidente que puedes contar con el apoyo de la familia… Quedemos para comer alguna vez».

«Matt —esta vez es una voz femenina que no reconozco—. Espero que recibas este mensaje. Estoy… estoy embarazada. Me llamo Leilani. Estoy embarazada de tus hijos… son gemelos. Por favor, necesitan a su padre».

Saco una botella de cerveza Blue Moon de la nevera y un plato del horno. Borro los mensajes, enciendo la televisión, apoyo los pies y empiezo a comer mientras espero a Wilson.

Quería quedar y le dije que las diez era lo más temprano que podía.

Entra en el piso y va a buscar una cerveza, luego se deja caer en el sofá a mi lado. Tiene casi cincuenta años y aún está soltero, así que pasa tiempo con su sobrino en sus días libres del Servicio Secreto. Es sorprendente que no se haya puesto en contacto conmigo después de soltar la bomba presidencial por todo el país.

Me observa durante un momento y junta los dedos de las dos manos mientras me mira directamente a los ojos.

—Pues aquí estamos.

—Aquí estamos. —Sonrío y tomo un trago.

Por la expresión de Wilson, parece que no esperaba decir eso, lo que encuentro ligeramente divertido.

—Vi el comunicado. Vaya, nunca pensé que te oiría decir eso. —Se pasa una mano por su cabeza calva y la deja caer, mirándome como si esperara una explicación.

Yo me limito a alzar la cerveza para brindar.

—¿Por qué? —pregunta.

—Diez años es mucho tiempo para pensárselo. Es una idea que siempre ha estado aquí… —Giro un dedo, simbolizando los engranajes de mi cabeza.

—Hay quien dice que deberías haber esperado a las siguientes elecciones, hasta ser un poco mayor.

—Ya, pero no estoy de acuerdo. Estados Unidos no puede esperar más. ¿Día libre?

—He dimitido.

Me detengo con la cerveza a medio camino de mis labios.

—Me necesitarás —explica Wilson—. Y quiero formar parte de esto.

Estoy tan sorprendido que guardo silencio. Entonces me pongo en pie y Wilson se levanta (la costumbre, supongo), y le doy la mano.

—Te meteré en la Casa Blanca de nuevo.

—No, yo te meteré a ti. De una pieza. Sé de muchas damas que estarían agradecidas por ello. Y tu madre también.

—¿Te ha contratado ella? —pregunto, inseguro sobre si reírme o quejarme cuando volvemos a sentarnos.

—No. He tomado mi propia decisión. Pero sí que ha llamado: está preocupada.

—He permanecido en la sombra para calmar sus miedos, Wil. Pero ya no puedo quedarme más ahí. —Sacudo la cabeza, luego lo examino con curiosidad—. ¿Cuándo empiezas?

—Mañana —dice.

Estamos tan acostumbrados el uno al otro que no nos saludamos ni nos despedimos; simplemente se levanta y se marcha.

Cojo el mando para cambiar de canal y entonces los presentadores se ponen a hablar de las personas seleccionadas para mi equipo.

«Eso es, Violeta, parece que Matt Hamilton está más interesado en traer sangre nueva que experiencia a la campaña. Tendremos que ver si este método resulta efectivo a medida que nos adentremos en el año electoral… Tenemos alrededor de una docena de nombres confirmados como parte del equipo de campaña. Una de las asistentes políticas más jóvenes en el equipo es la hija del exsenador Wells…».

Nada que no sepa ya. Una fotografía de Charlotte aparece en la pantalla; lleva el pin de mi padre en la solapa. Me inclino en el sofá y me limito a examinarla, la sonrisa de su cara, la expresión de sus ojos, y no puedo creerme lo atractiva que es.

«El motivo de su inclusión entre el personal permanente es un enigma, y la especulación en torno al motivo por el que Hamilton la ha elegido…».

—Por una corazonada —contesto en voz alta, y me reclino en cuanto la imagen desaparece. Luego, alzo la cerveza y le doy un trago.

«Parece tener un sólido trasfondo católico y predilección por ayudar a los necesitados. Esa cara angelical definitivamente no se ganará enemigos…».

—Además, no la habéis mancillado, es pura —continúo, y dejo la cerveza a un lado mientras miro las imágenes de ella en la pantalla.

Han pasado casi diez años desde el funeral de mi padre, pero todavía recuerdo cómo lloraba, como si también fuera su padre.

«Tenemos una instantánea de la joven abrazada a Matt Hamilton en el funeral del presidente Hamilton. ¿Crees que puede haber algún lío amoroso?»

—No… de momento —murmuro. ¡Vaya! ¿Acabo de decir eso?

«No pasará, Hamilton. Ahora no».

Joder.

Me termino la comida y llevo el plato a la cocina para dejarlo en el fregadero, donde frunzo el ceño y me inclino cuando su cara vuelve a aparecer en mi mente. Charlotte, con ese vestido amarillo brillante. La confirmación de Carlisle de que había aceptado unirse a la campaña.

Me confunde lo mucho que me ha afectado eso y lo mucho que la quiero cerca. Regreso a la sala de estar para oír el resto.

«La verdad es que no. Hamilton ha tenido mucho cuidado con eso, es un hombre muy discreto».

«Es cierto que desde su abrupta salida de la Casa Blanca se ha hecho con la simpatía y el apoyo del público. El número de seguidores que ha ganado hasta ahora no tiene precedentes para alguien independiente y, al parecer, le llueven las donaciones incluso antes de que los eventos para recaudar fondos empiecen. Será interesante ver qué hace este equipo de personas bastante jóvenes pero impresionantes. Se esperan estrategias originales e inventivas para llegar al público, y una gran campaña por internet».

Me froto la nuca y apago el televisor.

Estoy acostumbrado a la atención. A mi madre nunca le pareció bien la disposición de mi padre para usarme con fines publicitarios. Se esforzó todo lo posible por salvaguardar mi privacidad, y supongo que, antes de esto, yo también.

Pero mi padre me enseñó que la prensa no tenía que ser el enemigo, que podía ser amiga o una herramienta para ayudar a su administración. Durante aquellos años en la Casa Blanca siempre estábamos rodeados de un ejército de prensa y fotógrafos hábiles. El único respiro lo encontrábamos en Camp David, donde no tenían permiso para entrar. No obstante, rara vez fuimos allí, a pesar de lo mucho que le gustaba a mi madre ese sitio de vacaciones. Mi padre sentía que pertenecía al pueblo e insistía en ser tan abierto y estar tan disponible como fuera posible.

«Paso mucho tiempo fuera, quiero que me conozcas», me decía.

«Te conozco», respondía yo.

Yo lo acompañaba al exterior, al jardín sur, y luego se subía al Marine One. Por supuesto, yo era un adolescente fascinado con todo lo militar.

«¿Qué opinas?», preguntaba a todo el mundo, con el orgullo paternal de cualquier padre estadounidense. «Algún día será presidente », decía.

«Ah, no», me reía yo.

Le habría encantado verme intentándolo.

Sin embargo, falleció hace más de diez años.

Cuando sucedió, mi madre recibió la llamada de un senador de Estados Unidos.

Mi abuelo se enteró por la televisión de que su hijo había muerto.

Lo único que recuerdo del funeral es a mi madre besando la parte superior de su cabeza, sus dedos, sus nudillos y sus palmas antes de colocar su alianza en la mano de él y llevarse la de mi padre.

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