Kitabı oku: «Presidente», sayfa 2

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Lamí el sobre y lo cerré con firmeza, para luego depositar la carta en mi mesilla de noche. Después apreté el interruptor de la luz para apagarla y me metí bajo las sábanas.

Permanecí tumbada en la penumbra. Él estaba por todas partes; en el techo, en las sombras, sobre el edredón. Me pregunté si alguna vez volvería a verlo y, de pronto, la idea de que él no me viera nunca de mayor me produjo una especie de dolor en el pecho.

He estado tan perdida en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que Alan escudriñaba mi perfil.

—Un enamoramiento infantil, ¿no? —pregunta de nuevo.

Me giro hacia él, sorprendida al darme cuenta de que ya nos hemos parado delante de mi edificio. Me río y salgo del taxi, luego miro al interior.

—Desde luego. —Asiento con más firmeza esta vez—. Ahora estoy centrada en mi carrera.

Cierro la puerta al salir y me despido de él con la mano.

Comunicado
Matt

Nunca fui de esos niños con ganas de seguir los pasos de su padre, de ponerme sus zapatos. Demasiado limpios, demasiado clásicos, demasiado grandes.

Sin embargo, lo más extraño es que son sus zapatos lo que recuerdo con mayor nitidez de él, cuando trazaban un círculo perfecto en torno a su escritorio durante una llamada telefónica tensa, mientras que yo, a sus pies, hacía un puzle.

Mi padre se esforzaba por alcanzar la perfección en todo, incluida su apariencia. Desde su impecable traje hecho a medida, a su rostro afeitado a la perfección y a su pelo bien recortado.

Mientras tanto, yo, joven y en las nubes, soñaba con la libertad. Con ser libre de la vida privilegiada que el éxito de mi padre nos había dado a mi madre y a mí.

Mi padre decía miles de veces que yo sería presidente. Se lo decía a sus amigos, a los amigos de sus amigos y a menudo me lo decía a mí; yo me reía y le restaba importancia.

Los siete años que viví en la Casa Blanca mientras crecía fueron siete años que pasé rezando por salir de la Casa Blanca.

Sí, la política me interesaba.

Pero sabía que mi padre apenas dormía; la mayoría de las decisiones que tomaba eran erróneas para un cierto porcentaje de la población, aunque fueran las adecuadas para la mayoría; mi madre perdió a su marido el día en que él entró en la Casa Blanca.

Yo perdí a mi padre el día en que decidió que su legado consistiría en ser presidente.

Intentó hacer malabarismos con todo, pero ningún ser humano podría dirigir el país y, encima, disponer de la energía para dedicar a su mujer e hijo adolescente.

Así que me centré en mis estudios y obtuve fantásticos resultados en la escuela, pero hacer amigos era difícil. No podía invitar a alguien a la Casa Blanca sin más. Mi vida como me la imaginaba después de la Casa Blanca estaría centrada en el trabajo, quizás en Wall Street. Tendría la libertad de hacer todo lo que no había podido hacer bajo el escrutinio de una nación entera.

Mi padre se presentó a las elecciones de nuevo y ganó.

Entonces, en el tercer año de su nueva legislatura, un ciudadano descontento le metió dos balazos.

Uno en el pecho y otro en el estómago.

Han transcurrido miles de días desde entonces. He estado demasiados años viviendo en el pasado.

Ahora, mientras me abrocho los gemelos y me aliso la corbata, vuelvo a recordar aquellos zapatos y me doy cuenta de que estoy a punto de ponérmelos.

—¿Listo, señor?

Asiento, y él abre la cortina.

El mundo me observa. Todos han estado especulando, confiando, dudando.

«Lo hará, no lo hará… Por favor, que lo haga; por favor, que no lo haga…».

«Si se presenta, ganará…».

«No tiene ninguna posibilidad…».

Aguardo hasta que el ruido se apaga, me inclino ante el micrófono y hablo:

—Damas y caballeros, tengo el placer de anunciar oficialmente mi candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de América.

La noticia
Charlotte

A la mañana siguiente de mi cumpleaños, reparo en que la luz de mi contestador parpadea. Le doy al botón de reproducir distraídamente mientras permanezco tumbada en la cama y me desperezo.

«Charlotte, soy tu madre; llámame».

«¡Charlotte, contesta al móvil!».

Tras un tercer mensaje similar, me pongo en pie, enciendo la cafetera y le devuelvo la llamada a mi madre.

—¿Has oído los rumores? —pregunta en lugar de saludar.

—He estado durmiendo las últimas… siete horas. —Entrecierro los ojos—. ¿Qué rumores?

—¡Sale en la televisión nacional! Y nos han invitado a la inauguración de su campaña, Charlie, tienes que venir. Ya es hora de que te mojes de verdad en política.

Lo primero que se me pasa por la cabeza es lo mismo que llevo años pensando: que no quiero meterme en política. He visto y oído demasiado al ser la hija de un senador, ya he pasado por mucho.

—Ya es hora de que contribuyas a cambiar las cosas, de que participes y abraces tus facultades… —prosigue mi madre y, mientras parlotea, yo enciendo la tele. La cara de Matt aparece ante mis ojos.

Su atractiva cara, perfectamente simétrica, bronceada y con una ligera barba incipiente.

Está en un estrado, un lugar donde nunca ha sido fotografiado. Los paparazzi lo han pillado desprevenido en citas, en la playa, en todas partes, pero nunca, hasta donde yo sé, en un estrado.

Un traje negro y una corbata carmesí cubren un cuerpo digno de una portada de revista. Su traje es de un negro tan intenso que los que llevan los hombres que lo rodean parecen de color gris en comparación.

Es famoso por ser amante de la naturaleza y por adorar la actividad física, y se mantiene en forma experimentando todos los deportes de aventura que la naturaleza puede ofrecer. Natación, tenis, senderismo, equitación. Su constitución fuerte y atlética, perfectamente definida bajo el traje a medida, es sin duda testimonio de ello. Su boca carnosa y seductora se curva en una sonrisa mientras habla por el micrófono.

Debajo de él, una línea negra que se desplaza por la pantalla reza:

noticia de última hora: matthew hamilton ha confirmado su candidatura a la presidencia

Leo la frase de nuevo. Distraída, oigo su voz en la televisión; tiene una voz tan deliciosa que el vello de mis brazos se pone de punta, atento.

«… tengo el placer de anunciar oficialmente mi candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de América».

Algo dentro de mí da una voltereta y varias emociones me invaden: conmoción, entusiasmo, incredulidad. Me dejo caer en el sofá y me aprieto el estómago con una mano para evitar que los bichos alados que hay dentro se muevan. Mi madre continúa diciéndome lo mucho que mi padre y ella apreciarían mi compañía, pero apenas le presto atención.

¿Cómo podría, cuando Matthew Hamilton sale por la tele?

Es tan atractivo que estoy segura de que cualquier mujer que lo esté viendo quiere que sea el padre de todos sus hijos, que ponga esos labios únicamente en ella y que con esos ojos solo la mire a ella y a nadie más…

Menudo dios.

El príncipe de América.

¿Ahora ha decidido presentarse como candidato para presidente?

Habla con confianza y determinación.

Sé de primera mano que la política no es para los débiles. Estoy al tanto de lo que ha tenido que soportar mi padre para conseguir y mantener su puesto en el senado. Soy consciente del sacrificio, de la paciencia y de la disciplina que requiere servir a la gente. Sé que, a pesar de dar lo mejor de sí, las críticas lo han mantenido despierto por la noche más veces de las que se atrevería a admitir. Estoy convencida de que ser presidente no puede ser más fácil que ser senador. Y sé que Matt antes no quería esto.

Sin embargo, tras el asesinato de su padre, nuestra economía se fue a la mierda. Estamos básicamente en un punto en el que buscamos ayuda con urgencia, pero la situación es tan apremiante que probablemente no sea suficiente para seguir adelante.

Al final lo ha hecho. Ha dado un paso al frente.

—¡Así que no tienes excusa para no venir! —prosigue mi madre.

—Vale.

—¿Entonces aceptas, Charlotte? —Suena tan sorprendida que sonrío al pensar que la he cogido desprevenida.

Vaya, hasta yo estoy sorprendida de no haber respondido lo de siempre. Seguro que la culpa la tiene mi cumpleaños y otro año esperando un enorme cartel de neón que me señalice el camino hacia mi vida ideal, que sigue sin aparecer.

Otro año esperando ese momento que me diga: «Esta eres tú, esto es lo que estás destinada a hacer». Cuando pienso en la noche en la que los Hamilton vinieron a cenar, recuerdo que me sentía como si estuviera viviendo algo emocionante, histórico, significativo. Ese momento me marcó de muchas formas. No se puede expresar en palabras el asombro, el honor y la sorpresa de tener delante al presidente de Estados Unidos. Hace que también quieras hacer grandes cosas.

Puede que ver a Matt una vez más me ayude a tener las cosas claras. O, si no, al menos lo conoceré y sabré de qué pasta está hecho. Quizá vea si realmente es capaz de estar a la altura del apellido Hamilton.

Tengo curiosidad.

Estoy… intrigada.

Puede que incluso una parte de mí necesite convencerse de que mi enamoramiento infantil ha desaparecido de verdad.

O, quizá, como el resto del mundo, estoy sencillamente emocionada de que finalmente haya un hombre que pueda ganarse el respeto de ambos partidos, abordar las dificultades y realizar un trabajo importante.

—Iré con vosotros —acepto, para deleite de mi madre—. ¿Cuándo es?

Todavía soy esa niña
Charlotte

Me he mudado a mi propio piso cerca de las oficinas de Mujeres del Mundo. Tiene un dormitorio y mi ropero es de un tamaño considerable. Mi armario tiene más trajes de ejecutiva que otra cosa, ya que son indispensables para captar patrocinadores y conseguir oportunidades laborales para nuestras mujeres… Nuevas oportunidades que las inspiren a ser mejores.

Sin embargo, también hay una pequeña hilera de vestidos en el armario atestado de mi nuevo piso. Puede que no tenga docenas de opciones, pero para la noche de la fiesta de inauguración tengo más donde elegir que el único vestido que poseía a los once años.

Kayla se muere de celos, y Alan y Sam me han lanzado indirectas de que están dispuestos a venir conmigo al evento, en caso de que necesite acompañantes. He declinado, ya que voy con mi madre. Mi padre, como demócrata, no vendrá a apoyar a un candidato independiente. Pero mi madre tiene sus propias opiniones y, en lo que se refiere a cualquier cosa relacionada con los Hamilton, parece que yo también.

Me pregunto en qué clase de hombre se habrá convertido Matt Hamilton y si es el donjuán que pinta la prensa desde hace años, a medida que ha crecido la fascinación por él.

Al final me decido por el vestido amarillo de espalda abierta.

Me peino el cabello pelirrojo y me lo dejo caer por la espalda, añado una horquilla de cristal para mantenerlo apartado de mi frente y después bajo las escaleras. Mi madre me espera en el coche, un Lincoln Town.

***

La última vez que vi a Matt fue dos años y ocho meses después de aquella cena en casa de mis padres. Yo había crecido, ya era oficialmente una mujer y, como mi madre, llevaba un vestido negro. Él también iba de negro, estaba junto a su madre, que parecía minúscula y agotada cuando él la rodeó con un brazo.

Él era más adulto que en la cena, un poco más corpulento, mucho más masculino y sus ojos ya no brillaban al verme cuando seguí a mi padre y a mi madre para darle el pésame. Luego me senté atrás y traté de contener las lágrimas al ver a Matt enterrar a su padre.

Su madre lloraba en silencio y con delicadeza, y el país también lloraba. Ahí estaba él, fuerte y orgulloso, el chico al que su padre educó, el que fue entrenado para capear una tormenta y seguir adelante.

***

Nos rodean adornos blancos salpicados de plata y azul.

Me siento un poco fuera de mi zona de confort cuando sigo a mi madre hasta el salón. Cruzar las puertas es como abrir las páginas de una enciclopedia viva, llena de nombres importantes: políticos, filántropos, herederos, además de gente con cargos en lo más alto de las mejores universidades del país: Duke, Princeton, Harvard.

Y luego todos los artistas, poetas y escritores…

Ganadores de los premios Pulitzer y Nobel, y caras que se ven en los éxitos de taquilla del año… De alguna forma, todos ellos se desvanecen con Matt Hamilton en esta misma habitación.

Se encuentra en la parte más alejada, alto y de hombros anchos. Su pelo oscuro brilla bajo la luz de las lámparas. Lleva un esmoquin negro perfecto y una corbata de color plateado, y su impecable camisa blanca contrasta con el tono dorado de su piel.

La boca se me seca y parece que mi cuerpo se esfuerza más en bombear la sangre por mi sistema.

No es fácil perderle la pista a Hamilton. Es el niño mimado de los medios.

Primero adolescente rebelde, luego chico de universidad privada, y finalmente el hombre en el que se ha convertido. Es el aspirante más joven de la historia (cumplirá treinta y cinco años para el día de la toma de posesión) y mi madre dice que representa los años dorados que su padre nos regaló: crecimiento, trabajo, paz. Eso es lo que quiero. Cada uno de los miles de partidarios que están aquí esta noche quiere eso.

Mientras nos abrimos paso a través de la refinada multitud y con el ambiente cargado de perfumes caros, saludo a algunos de los conocidos de mi madre, todos vestidos para impresionar. Los famosos siempre han gravitado hacia los Hamilton, su presencia es un apoyo silencioso. Han pasado nueve años, más o menos, desde la última vez que vi a Matt. (En realidad, sé el tiempo exacto, pero quiero fingir que no lo he contado tan religiosamente).

Es más alto incluso de lo que parecía por la tele, supera a los demás en altura por unos cuantos centímetros.

Y Dios.

Es todo un hombre.

Cabello marrón oscuro. Ojos color café. Un cuerpo de dios griego.

Exuda confianza por todos los poros.

Incluso el traje negro que lleva puesto es perfecto.

Si alguna vez hubo un hombre con un aura de privilegio y éxito, ese es Matthew Hamilton.

Los Hamilton han sido influyentes desde su nacimiento. Su linaje se remonta a lores y ladies ingleses. Lo llamaban príncipe cuando su padre estaba vivo, ahora está a punto de subir al trono del rey.

Cuando la revista People lo nombró «Hombre vivo más sexy», Forbes lo nombró «Empresario de mayor éxito». Desapareció unos años tras terminar la carrera de Derecho para construir y expandir el imperio inmobiliario de su familia discretamente. A juzgar por la cantidad de furgonetas de prensa que veo desde el salón de la fiesta inaugural, el mundo se ha visto arrasado con la tormenta de su regreso.

Todos los titulares de la prensa de hoy incluyen el nombre Hamilton.

No he visto a tantas personas importantes juntas en un mismo sitio en toda mi vida. No puedo creer que todos hayan venido para apoyarlo.

Cuando soy consciente del alcance de la influencia de Matt, me siento repentinamente asombrada por haber conseguido una invitación para esta fiesta de inauguración.

En Mujeres del Mundo, ayudamos a mujeres que pasan por momentos difíciles en su vida: divorcios, problemas de salud y traumas. El espíritu de la organización es el de ayudar humildemente. Esto se trata más o menos de lo mismo; todo el mundo está unido por una causa común, pero la atmósfera aquí rezuma poder.

Las personas que se encuentran aquí son las que mueven y sacuden el mundo. Y, esta noche, su mundo se mueve en torno a Matthew Hamilton.

De pronto, veo a Matt charlando de forma distendida con una actriz. Está cariñosa con él, y lleva un vestido diminuto que enseña sus tonificados músculos, su culo respingón y sus firmes pechos.

El estómago se me retuerce, en parte por la envidia y en parte por la fascinación. No sé de qué podría hablar yo con esa mujer, pero no puedo evitar sentirme fascinada.

—Es muy guapo —susurra mi madre mientras nos dirigimos hacia él.

Mis nervios aumentan. Ya hay demasiada gente alrededor de él, a la espera de poder presentarse. Lo veo estrechar manos, la firmeza de su agarre, la forma en que establece contacto visual. Es tan… directo.

El nudo de mi estómago se tensa aún más.

—Creo que voy a sentarme por allí —susurro a mi madre, y señalo una zona de estar donde hay pocas personas y estaré más tranquila.

—Ay, Charlotte —la oigo quejarse.

—¡Yo ya lo conozco! Deja que los demás tengan la ocasión de hacerlo.

Impido que siga protestando y me dirijo apresuradamente hacia esa zona apartada. Desde ahí, observo a la multitud.

Es muy fácil para mí tener una conversación con la gente de mi trabajo, pero esta multitud intimidaría a cualquiera. Diviso a J. Lo con un vestido blanco de marca en una esquina de la sala. Bajo la mirada hacia mi vestido amarillo dorado y me pregunto por qué he elegido un color tan llamativo cuando sería mejor pasar desapercibida entre la gente. Puede que pensara que el dicho de «finge hasta que lo consigas» funcionaría, que tendría un aspecto tan sofisticado como todos los demás y que pronto también me sentiría así.

Dirijo la mirada de vuelta a la persona que ha motivado tanta agitación hoy.

Todo el mundo quiere saludar al príncipe Hamilton y veo que mi madre tardará un buen rato en conseguirlo, sobre todo cuando hay hombres que intentan llevárselo de la fila.

Examino el salón en busca de los baños y los diviso en la parte opuesta. Me pongo en pie, mantengo la vista al frente y paso junto a la fila, dejando atrás al increíblemente atractivo Matt entre un grupo de políticos, mientras voy en dirección al lavabo de mujeres, donde entro, me retoco el maquillaje y me arreglo un poco.

Tres mujeres charlan mientras se acicalan delante de los espejos.

—Quiero llevarlo encima como si fuera piel —ronronea una de ellas.

Me río por dentro y finjo que no me hacen gracia sus comentarios, sobre todo cuando son lo bastante mayores como para ser su madre.

Cuando salgo, cruzo el salón y me dirijo con decisión a mi mesa, pero me piso el dobladillo del vestido al llegar a la zona alfombrada. Bajo la mirada hasta mis zapatos y me levanto el vestido un par de centímetros, sin ralentizar el paso, y entonces choco contra una gran figura.

Un brazo sale disparado hacia adelante para agarrarme por la cintura.

Se me corta el aliento y me quedo paralizada cuando noto una mano en la cintura y que el lateral de mi pecho presiona contra un antebrazo fuerte. Alzo la mirada; recorro un pecho completamente plano, una corbata de color plateado, paso por una garganta bronceada, hasta que estoy mirando directamente a los ojos oscuros de Matt Hamilton.

Jadeo.

—¡Señor Hamilton! Perdone, no lo había visto. —Su brazo es cálido. Al ver que he recuperado el equilibrio, me suelta lentamente, y yo tartamudeo—. He tenido problemas con el vestido —suelto rápidamente—. No debería habérmelo puesto.

Me siento totalmente abrumada por su presencia, fuerte y atlética. Es enorme. Tiene una cara cincelada y bonita. Todo en él es tan atractivo que me duelen los ojos.

Odio que los dedos de mis pies se encojan ante su mirada.

—De verdad que no lo he visto. Para que lo sepa, no soy una fan loca. No intentaba llamar su atención en absoluto.

—Y, aun así, la tienes, sin duda. —Su voz es potente y profunda, pero su tono es juguetón y tiene una mirada brillante.

De pronto, me cuesta tragar saliva.

Sus labios empiezan a curvarse. Son atractivos y carnosos.

Unos labios para besar.

Para derretirse y fantasear.

Dios, su sonrisa es preciosa.

Aunque solo dure un segundo.

—Discúlpeme una vez más. —Sacudo la cabeza y exhalo, nerviosa—. Soy Char…

—Sé quién eres.

Aunque sus labios ya no esbozan una sonrisa, sus ojos brillan todavía más, si eso es posible. Apenas puedo soportar estar hablando con él; este hombre es lo más cercano a un dios que hay en nuestro país.

—Estoy bastante seguro de que todavía guardo tu carta en algún sitio —dice en voz baja.

Matt Hamilton sabe quién soy.

Matt Hamilton todavía tiene mi carta.

Por aquel entonces, él estaba en la universidad. Ahora, el hombre que tengo delante ha madurado del todo, ha madurado a la perfección. Y, Dios santo, no me puedo creer que le escribiera una carta.

—Ahora estoy doblemente avergonzada —susurro, y agacho la cabeza.

Cuando alzo la vista de nuevo, Matt se limita a observarme con una mirada directa que seguro que causa un gran impacto en todo aquel que la recibe.

—Dijiste que me ayudarías si alguna vez me presentaba a las elecciones.

Sacudo la cabeza, sorprendida, y río suavemente ante la idea.

—Tenía once años; solo era una niña.

—¿Eres todavía esa niña?

—Matt. —Un hombre le da un golpecito en el hombro y le hace un gesto para que vaya con él.

Él asiente al hombre, después se limita a mirarme mientras yo sigo ahí, desconcertada por la pregunta.

—Está ocupado. Mejor me voy… —digo, y me alejo entre la gente, dando unos pasos antes de mirar por encima de mi hombro.

Me observa.

Me mira como si estuviera un poco intrigado, y también como si se riera ligeramente por dentro, o puede que solo sea una impresión mía, porque al instante se da la vuelta, su espalda ancha se estrecha en una pequeña cintura, ofreciendo una vista espléndida mientras camina para saludar a sus emocionados seguidores.

—No me puedo creer que lo hayas saludado antes que yo, esa fila es mortal. —Mi madre ha aparecido de la nada y ahora está a mi lado—. Los peces gordos no paran de apartarlo de los demás. Ya vuelvo.

Se dirige de nuevo a la fila mientras yo me siento a la mesa otra vez y me pongo a charlar un rato con una de las parejas que hay ahí.

Aún estoy recuperándome del encuentro.

—Ah, la hija del senador Wells. Es un placer. No puedo decir que lo conozca, pero es un buen hombre. Votó en contra de…

—Hugh, venga ya —lo interrumpe su mujer, deteniendo al senador de edad avanzada—. Vamos a saludar a Lewis y a Martha —dice, y lo convence de ir con ella.

Me siento aliviada cuando se van, pues me da miedo decir algo embarazoso. Sigo aturdida por mi encuentro con Matt Hamilton y no parece que pueda centrarme en nada más.

Observo a mi madre aguardar pacientemente mientras seis personas delante de ella lo saludan, hasta que por fin consigue abrazarlo; parece diminuta y femenina frente a la forma alta y musculosa de él. Cuando terminan el abrazo, me sorprende verla señalar en mi dirección.

El estómago se me encoge cuando su mirada sigue la dirección del dedo de mi madre.

«Ay, Dios mío, ¿mi madre me está señalando?».

«¿Matt me está mirando?».

Nuestras miradas se cruzan y, durante un segundo, algo destella en sus ojos. Asiente, como si le dijera que ya me ha saludado.

Mientras conversan, su mirada sigue posada en mí.

Soy consciente durante unos instantes de la curiosidad de la sala al completo, que se pregunta a quién mira su nuevo candidato, pero no puedo apartar los ojos el tiempo suficiente para comprobar quién mira.

Dios. Incluso su postura es como la de un miembro de la realeza estadounidense.

Ha crecido hasta convertirse en una mezcla deliciosa de elegancia y sencillez, y en algún sitio bajo esa mirada de determinación veo algo primitivo que tira de mí.

Una mujer que pasa a mi lado se inclina para decirme algo al oído.

—Está tan bueno y es tan tentador como un coulant de chocolate. Y hace que la política sea emocionante —comenta.

La miro y luego vuelvo a buscar la mirada del ardiente Matt Hamilton mientras sigue saludando a la gente de la fila. Casi ha terminado, pero estoy segura de que no será por mucho tiempo. Una sombra le cubre la mitad de la cara, aunque veo que tiene la atención puesta en una pareja de personas de avanzada edad; su sonrisa es casi imperceptible, pero sigue siendo tan sexy y atractivo que hace que mis pulmones trabajen algo más de la cuenta.

Una vez termina de hablar con la pareja y consigue librarse de todos, se ajusta los gemelos.

Y empieza a caminar en mi dirección.

Está caminando en mi dirección.

El tío más bueno de la sala camina en mi dirección y mi corazón da unos mil vuelcos por segundo dentro de mi pecho.

Echo un vistazo por todo el salón e intento mostrar indiferencia, pero no soy tan buena actriz. Tengo miedo de mirar hacia esa cara bonita y descubrir que sabe el efecto que provoca en mí; me lleva un momento reunir el valor, cautelosa antes de ver la expresión que muestra. Más cautelosa cuando descubro que tiene los ojos fijos en mí.

En mí.

Ya no me mira.

Alguien lo ha detenido para charlar.

Exhalo.

Sin embargo, antes de que relaje los hombros, Matt le da una palmadita al hombre de mediana edad en la espalda, le estrecha la mano y empieza a caminar de nuevo en mi dirección.

Yo me quedo sentada, lidiando con estas emociones que no puedo reprimir.

Quiero hablar con él. Quiero explorar su cerebro. Tengo curiosidad, tengo sed profesional y puede que quiera apretarme contra él accidentalmente una vez más.

Para poder olerlo.

No, esto último definitivamente no.

En cualquier caso, estoy segura de que, con una bebida, estaré un poco menos nerviosa. ¡Pero ya es muy tarde para beber!

Antes de ponerme en pie para recibirlo, Matt —el puñetero Matt Hamilton, la perfecta chocolatina americana— se hunde en el asiento que hay a mi lado. Sus ojos quedan a la altura de los míos cuando se inclina adelante.

—Para que lo sepas, no soy un acosador loco que intenta llamar tu atención. —Su voz está tan cerca que es como si hubiera pasado un dedo por mi columna.

Y su timbre es como sexo sobre sábanas de seda.

Su aroma es un preludio del sexo.

Incluso sus ojos cálidos de color café parecen una invitación al sexo.

Río y me sonrojo.

Sus labios se curvan y su sonrisa traviesa es como un preliminar; uno de los que las chicas como yo solo vemos por la tele; de la clase que se filtra, desapercibido, hasta que tienes las braguitas en cualquier sitio excepto donde deben estar.

Ay, Dios. Nunca he visto a un tío tan bueno.

Me esfuerzo por reprimir un pequeño escalofrío.

—No te preocupes, también sé quién eres.

—Cierto. Pero seguro que no sabes lo en serio que voy en cuanto a obtener una respuesta.

—¿Perdón?

Se limita a sonreír y me examina la cara, contemplándome en silencio. No puedo evitar hacer lo mismo. Sus facciones parecen incluso mejor esculpidas ahora, masculinas al cien por cien, y cada centímetro de piel visible de su cuerpo parece haber sido acariciado por el sol.

Reparo en el brillo de su espléndido cabello y sus ojos, y noto que huele a colonia cara. El espacio que ocupa su cuerpo y la calidez que emana de cada centímetro atlético de él me hacen sentir calor por todo el cuerpo.

De verdad está aquí; delante de mí.

Mi estómago da un vuelco y yo me río tímidamente, y me paso las manos por el traje, nerviosa.

—Por aquel entonces, tenías muy claro que no te presentarías como candidato. ¿Cómo iba a saberlo? O sea. Mírate ahora —digo, señalándolo. A Matt Hamilton, nada menos, sentado a mi lado. Es evidente que le divierte verme nerviosa.

—Sé lo que piensas —me advierte con una expresión sobria, aunque hay un destello de diversión en sus ojos.

«¿Que estás como un tren?», me pregunto.

«¿Que no sé cómo provocas este efecto en mí? ¿Que por qué, después de todos estos años, sigues gustándome?».

—Créeme, no lo sabes —susurro, ruborizada.

Se inclina hacia adelante y atrapa un mechón suelto de mi cabello pelirrojo, da un tironcito y me observa mientras me lamo los labios por los nervios.

—Te preguntas por qué me he presentado.

—¡No! Me…

«… pregunto por qué estás aquí, charlando conmigo». No se lo digo y dejo la frase en el aire. Observo cómo se enrolla mi mechón pelirrojo en la punta del dedo índice y, luego, lo suelta tranquilamente; me mira mientras lo desenrolla del dedo con mucha, mucha lentitud, y lo deja caer de nuevo.

—Bueno… ¿qué tal estás? —pregunta con voz grave.

—Bien. No tan bien como tú, al parecer —matizo. Dios. ¿Estoy coqueteando? ¡Por favor, no coquetees, Charlotte!

—Lo dudo. De verdad que lo dudo mucho —responde Matt. Su voz sigue siendo muy grave y su sonrisa todavía se refleja en sus ojos, pero no en sus labios.

Da la impresión de estar tan centrado en mí que parece no darse cuenta de que todo el mundo mira en su dirección.

Yo estoy nerviosa a su lado, pero al mismo tiempo no quiero que se vaya.

—¿Sabes? Nos hemos visto tres veces y creo que no sé nada de ti salvo por las historias que oigo de vez en cuando —suelto—. Son tan contradictorias que no sé cuál creer.

—Ninguna.

—¡Venga ya, Matthew! —río, y entonces me doy cuenta de que lo he llamado por su nombre y de que lo he estado tuteando—. Es decir, señor Ham…

—Matt. Charlotte. A menos que todavía prefieras que te llamen Charlie.

—¡Dios, no! ¿Estás decidido a avergonzarme hoy?

—La verdad es que no. Aunque no puedo negar que encuentro bastante encantador el rubor de tus mejillas.

Sus labios se curvan de forma sensual y noto un aleteo en el estómago cuando me guiña un ojo.

Agacho la mirada, cohibida, y advierto que los pezones se me marcan bajo el vestido.

Mortificada, me dispongo a cruzarme de brazos para que no se vea, pero me doy cuenta de que él también lo ha notado. Lentamente, alza la mirada hasta la mía; su expresión no revela nada. Luego, vuelve a fijar la vista en la muchedumbre.

—Tengo que irme. Pero no voy a despedirme. —Arquea una ceja perfecta en un movimiento cargado de significado. Empuja su silla hacia atrás y se pone en pie.

Sus palabras me dejan confusa. No logro emitir una respuesta lo bastante rápido, así que se limita a sonreírme. Reflexiono sobre lo ocurrido durante el resto de la noche.

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