Kitabı oku: «Presidente», sayfa 4

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El vicepresidente envió una carta a mi madre y otra para mí.

«Matt, soy consciente del hombre fenomenal y del gran líder que era tu padre. No lo olvidaremos».

La carta era un amable recordatorio de que mi madre y yo nos habíamos quedado sin casa por primera vez en nuestra vida.

Tras el funeral de estado, hicimos las maletas, ya que la familia del nuevo presidente se iba a instalar en la Casa Blanca. Eché un vistazo al Despacho Oval por última vez, a las paredes, al escritorio, a la silla vacía, y me fui de allí sin imaginarme lo decidido que estaría a regresar dos legislaturas después.

La primera semana
Charlotte

No duermo bien. Sueño con la campaña, con quién ganará las primarias para los partidos políticos más importantes, y también sueño con el día en que el padre de Matt fue asesinado.

Aún es de noche cuando despierto. Me doy un baño caliente, aunque no estoy muy cansada pese a que no he dormido bien. La adrenalina producida por mi entusiasmo me impulsa y casi tropiezo medio desnuda en la cocina. Me visto mientras desayuno.

Llevo una falda de color caqui, una sencilla camisa blanca de botones y un par de zapatos abiertos con un tacón moderado de seis centímetros. Me recojo el pelo hacia atrás con una práctica coleta, no demasiado apretada, solo lo suficiente como para que no se suelten mechones rebeldes.

El entusiasmo en la sala es palpable cuando llego al edificio. Los teclados hacen clic, los teléfonos suenan, la gente está ocupada y recorre los pasillos de un sitio a otro apresuradamente. Hay respeto en el ambiente, gratitud por estar aquí.

Queremos que nuestro candidato gane.

Matt nos pregunta qué queremos de nuestro próximo presidente, qué queremos para nuestro país. Mientras el grupo reflexiona, esa mirada ridículamente sexy se clava en mí.

—Si tuvierais un genio que os concediera tres deseos, ¿cuáles serían?

Cada palabra que emite es como una proposición indecente. Las mujeres a mi alrededor parecen acaloradas. Me pregunto si todas pedirían acostarse con él como primer deseo y casarse con él como último, igual que yo.

Una mujer levanta la mano.

—Empleo, salud y educación. Es lo que todos queremos; así nos sentimos valorados, ocupados, sentimos que tenemos algo que ofrecer. El amor es imposible de conceder, pero si nos mantenemos ocupados, si nos sentimos útiles y valorados, obtendremos amor propio.

—Yo seré vuestro genio. Tienes razón: el amor no es algo que yo pueda conceder. Pero en lo que respecta a esos tres deseos, seré un genio para todo aquel que dé toquecitos a mi lámpara. —Golpea la mesa con el puño y luego nos deja con el trabajo por hacer, charlando inspirados.

Todos queremos impresionarlo. Todos queremos sentir que hemos hecho algo por esta campaña. Si Matt Hamilton sale elegido como presidente, haremos historia.

Miro a los encargados de crear los eslóganes.

hamilton es el cambio

una nueva visión

predestinado a liderar

el cambio que necesitamos

la voz que merecemos

por el futuro

Eslóganes para captar lo que representa.

liderazgo para el pueblo

el más capacitado para el cargo

Mi favorito: nacido para esto.

Me adapto a este ambiente de trabajo durante la mañana, y me alegra decir que me adapto bien.

El teléfono empieza a sonar desde el mediodía y ya no para. Voy a contestar tan frenéticamente que casi se me cae.

—Sede de la campaña de Matt Hamilton.

—Matt, por favor —exige una voz masculina.

—¿De parte de quién, por favor?

—Su padre, Law.

Los demás asistentes me lo han advertido, por supuesto. Pese a todo, es difícil permanecer imperturbable con una afirmación como esa.

—Lo siento, necesito su nombre, por favor.

—Soy George Afterlife, soy clarividente y su padre me está usando para comunicar un mensaje. Es imperativo que hable con él enseguida.

Es difícil ignorar el tono de desastre inminente al otro lado de la línea.

—Señor Afterlife, si desea dejar un mensaje, me aseguraré de que lo reciba.

—¡Matt, soy tu padre! —empieza a gritar el hombre, cambiando la voz.

—Matt no puede atenderlo ahora, pero si deja un mensaje…

—Tengo que hablar con Matt: conozco la conspiración que está detrás de mi asesinato.

Durante los siguientes diez minutos, intento que el hombre deje un mensaje, pero lo único que me da es un número. Yo lo anoto.

El teléfono suena de nuevo y me da un pequeño ataque al corazón.

—¿Sí? Sede de la campaña de Matt Hamilton.

Una voz suave y entrecortada dice:

—Matt. Necesito hablar con Matt.

—¿De parte de quién? —Saco mi libreta para anotar su información.

—Su novia.

Vacilo. ¿Novia? El corazón se me hunde un poco, pero lo ignoro.

—Su nombre, por favor.

—Mira, él sabe mi nombre: soy su novia. —Ahora tengo sospechas. No tiene novia, ¿no?

—¿Y usted lo llama para…?

—¡Dios, vete a la mierda! —Cuelga.

Vaya. Yo también cuelgo.

Me quedo hasta medianoche, alternando las llamadas telefónicas y la pila de cartas.

Ha transcurrido menos de una semana y ya he empezado a recibir llamadas telefónicas de gente que no dice nada y notas raras en mi correo electrónico de su «hermana», su «mujer» y su «padre de entre los muertos».

¿Cómo puede Matt dormir por las noches?

¿Realmente estoy hecha para esto?

***

Dos días después, Carlisle convoca una reunión.

Esta carrera política es una jungla y la competencia ya está afectando a Matt. Al parecer, el presidente Jacobs ya ha comenzado a lanzarle dardos envenenados.

—¿Se siente amenazado? —Matt sonríe y cubre su expresión con una mano cuando Carlisle nos convoca a todos en la sala de la televisión y reproduce una grabación del mismo día.

Vemos la entrevista al presidente sobre la candidatura de Matt en un canal de noticias importante.

Observo su lenguaje corporal, pero es difícil discernir algo con esa falta de energía que muestra y con lo estoico que parece.

—¿Cómo puede dirigir el país eficazmente sin una primera dama? —Señala a su elegante esposa, que sonríe con recato.

Al día siguiente, Matt Hamilton aparece en el mismo canal, con un aspecto aún más presidencial que el propio presidente.

—Me parece una broma que el presidente Jacobs crea que un hombre soltero e independiente no puede dirigir el país eficazmente. —Mira hacia la cámara con sobriedad y con una ligera sonrisa en los labios, con esos firmes pero alegres ojos marrón oscuro taladrando la lente de la cámara—. El rol oficial de la primera dama ni siquiera estaba apropiadamente definido cuando la señora Washington sirvió en Mount Vernon durante la legislatura de George Washington. Tengo mujer —añade mientras sus labios se curvan aún más—, y se llama Estados Unidos de América.

La avalancha de llamadas no tiene precedentes. Carlisle, el director de campaña, crea frenéticamente más eslóganes.

comprometido con todos

hecho en estados unidos

estadounidense hasta la médula

Durante la semana citan una frase de Hewitt, el director de prensa de la campaña de Matt.

«La única obligación de Matt Hamilton es para con vosotros, los Estados Unidos de América. Necesitamos que quede claro. Su primera dama es este país».

«He de decir que, gracias a cómo está representando a Estados Unidos Matthew Hamilton, he vuelto a sentirme orgullosa de ser estadounidense», bromea una presentadora de noticias de la tele con su compañero y copresentador esa misma noche.

El efecto que tiene en las electoras resulta casi obsceno.

Las primarias no se terminan hasta dentro de unos meses, pero ya me he dado cuenta de que su adversario más formidable será el actual presidente. Por otro lado, el principal candidato republicano es tan radical y la gente está tan harta de cómo van las cosas, que también está ganando terreno.

De evento en evento para recaudar fondos, Matt responde de doscientas a quinientas invitaciones para dar discursos a la semana.

Hoy estamos sentados en la mesa redonda de Matt y la tensión se palpa en el ambiente. La gente de diseño creativo y de Marketing ha propuesto ideas, confiando en responder a la gran pregunta del día: «¿Cómo debemos enfocar la campaña de cara al público?».

Carlisle ha establecido lo básico; simplemente ha dicho que los esfuerzos de la campaña deberían centrarse en los puntos fuertes de Matt: la presidencia exitosa de su padre y su increíble popularidad como presidente, la popularidad de Matt entre la gente (especialmente entre la gente lista para cambiar las cosas) y su sencillez.

No obstante, aún hay que idear una auténtica estrategia de campaña para transmitir al público las ideas de cambio de Matt.

Matt parece exasperado, se pasa los dedos por el pelo oscuro y se frota la barba incipiente de su barbilla con los nudillos.

Quiero pronunciarme, ofrecer una sugerencia, pero el silencio me intimida… él me intimida. Su expresión indescifrable hace que todos los que están en la sala se remuevan con incomodidad.

Él alza la vista y barre a todo el mundo con los ojos; nos mira directamente de uno en uno.

—Podemos hacerlo mejor.

Su mirada conecta con la mía aunque solo por un instante y, durante ese segundo, de pronto vuelvo a tener once años, maravillada y confusa por el efecto que tiene sobre mí.

Me muerdo el labio y pienso en una carta escrita por un niño. He podido contestar todas las cartas, incluso algunas que contenían descabelladas propuestas de matrimonio, pero no se me ha ocurrido qué contestarle a este fan en particular. Cada vez que pienso en él, siento un dolor, pero, a pesar de ello, no tengo el valor de dirigirme a Matt directamente y preguntarle.

—Venga ya. —Suspira—. ¿De verdad esto es lo único que tenemos?

Se oyen papeles que se deslizan por la mesa; hay quien tose o suspira incómodamente. Nos miramos los unos a los otros y suplicamos en silencio con nuestros ojos que alguien, quien sea, hable. Estoy a punto de lanzar mi idea, pero Carlisle se me adelanta y siento que el corazón se me hunde en el pecho.

Carlisle sugiere que Matt enfoque su campaña como «el siguiente paso» o la «continuación» del plan presidencial de su padre. Lo llama una especie de Hamilton 2.0, el nuevo y mejorado plan Hamilton.

Matt lo descarta de inmediato.

—Quiero que la gente sepa que voy a continuar con el legado de mi padre, pero que también tengo ideas propias.

Carlisle suspira y levanta las manos en señal de derrota, exasperado.

—¿Alguien más tiene ideas?

Matt nos observa a todos y sus penetrantes ojos se detienen en mí. Noto que el aliento se me corta en el pecho. Alza una ceja, para animarme en silencio a hablar, a asumir el riesgo y decir lo que pienso.

Incapaz de soportar su mirada inquietante ni un segundo más, carraspeo, y todo el mundo me mira al instante.

—¿Qué opináis de algo que recalque que trabajaremos en todo, desde la misma base? —empiezo a decir nerviosamente—. Podemos llamarla la campaña del abecedario. Vamos a solucionar, a abordar y a mejorar todo desde la «A» hasta la «Z» en este país. Arte. Burocracia. Cultura. Deuda. Educación. Futuras relaciones…

La mesa guarda silencio. Echo un vistazo a Matt y veo que sus ojos brillan con aprobación.

Carlisle es el primero en hablar; se dirige a Matt con una amplia sonrisa.

—Eso es muy bueno.

Matt no se gira para encararlo, se limita a mantener su mirada sobre mí.

—Sí —aprueba sin más. Asiente, se pone en pie y se abrocha la chaqueta—. Haremos eso. Para mañana a primera hora, quiero un abecedario entero con los temas de la campaña —anuncia mientras camina. De inmediato, todos se van de la mesa, aliviados por tener algo que hacer ahora que Matt ha elegido una idea.

Una idea que resulta ser mía.

Mientras me doy la vuelta para seguirlos, una profunda sensación de orgullo bulle en mi interior y me calienta el pecho. Continúo caminando, pero antes de llegar a mi cubículo, Matt habla de nuevo:

—Charlotte, ven a mi despacho, por favor.

Me trago el nudo de la garganta y logro proferir:

—Claro. —Y lo sigo.

Se sienta y hace un gesto para que tome asiento frente a él.

Lo hago y empiezo a retorcer los anillos de mis dedos.

—Lo has hecho bien, Charlotte —asegura, mirándome con ojos cálidos. No puedo descifrar si quiere darme una palmadita en la espalda y decirme «bien planteado», o besarme hasta dejarme sin aliento y después decirme «ven a mi cama».

Sacudo la cabeza porque ese pensamiento ha despertado la calidez entre mis piernas.

—Gracias. —Sonrío.

Él me devuelve la sonrisa y se frota la barba incipiente del mentón. Entonces, comenta más para sí mismo que para mí:

—Sabía que te había traído a esta campaña por una razón.

Arqueo una ceja.

—¿Y qué razón es esa? —pregunto.

Me mira de arriba abajo con una sonrisa diabólica en la cara.

—Por tu aspecto físico, claro.

Me río y él se ríe conmigo, pero su risa se esfuma.

—Te he traído porque algo me decía que sientes tanta pasión por este país como yo y que quieres cambiar las cosas.

Noto que me ruborizo; él me observa con curiosidad.

—No creía que fueras a aceptar, ¿sabes? —confiesa, y luego añade—: ¿Por qué lo hiciste?

—¿Por qué hice qué? —pregunto, confusa por la expresión de sus ojos, por cómo me hacen sentir cuando me miran con tanta intensidad, como si fuera la única mujer en el mundo.

—¿Por qué aceptaste?

Hago una pausa y pienso en la pregunta. Pienso en ella de verdad durante un momento.

¿Por qué le dije que sí?

Siento que mis engranajes mentales giran y, antes de darme cuenta, contesto con seguridad.

—No podía dejar pasar la oportunidad de hacer algo grande.

Me mira fijamente; yo le devuelvo la mirada.

Y, en ese momento, siento un cambio en el ambiente. Noto que me he ganado algo que Matthew Hamilton no entrega fácilmente o con frecuencia: su admiración.

—Si no necesitas nada más, debería volver a mi trabajo —digo.

Asiente.

Nerviosa por la conexión que he sentido con él, regreso a mi mesa apresuradamente. Los teléfonos no han dejado de sonar y las pilas de cartas distribuidas en mi mesa y en la de Mark (otro asistente) aumentan por momentos.

Ese perro necesita una correa
Charlotte

A la mañana siguiente, mi despertador suena a las cinco en punto. Antes de unirme a la campaña de Matt Hamilton, hacía ejercicio a las siete y llegaba al trabajo a las nueve. Ahora tengo que estar en el trabajo a las siete y media y, dado que quiero un buen comienzo del día, me levanto temprano, me lavo la cara, me pongo los pantalones de correr y una camiseta de manga larga, cojo el teléfono, los auriculares y un jersey; luego salgo.

El sol asoma a través de unas nubes negras mientras corro por mi ruta de deporte preferida y que pasa junto a los monumentos de Washington. El día es demasiado sombrío para admirar el paisaje y pienso que debería haberme quedado en la cama.

Veo movimiento por el rabillo del ojo y desde una esquina en la distancia aparece un perro, que trota en mi dirección alegremente. Me ladra, después se sienta delante de mí, atento y emocionado. Siempre he tenido gatos, así que mi relación con los perros ha sido inexistente, por eso no sé qué hacer con la criatura excepto intentar que se quede tranquila. Al recoger el extremo de su correa, algo oscuro capta mi atención y levanto la cabeza.

Me quedo quieta en medio del camino y pestañeo, luchando contra la sorpresa de ver a Matt Hamilton caminar hacia mí con una camiseta roja y unos pantalones cortos de correr azul marino.

Frunce el ceño y sonríe al mismo tiempo. Parece sorprendido y es como si le hiciera gracia verme; yo estoy estupefacta.

Su camiseta moldea la piel de debajo y revela lo increíblemente definido que tiene el pecho. Es tan robusto y, al mismo tiempo, tan elegante que me cuesta mantener la cabeza fría.

Mi corazón bombea a mil por segundo.

—Me alegro de verte aquí —dice.

—Y yo. —Sonrío, la garganta se me seca cuando se detiene frente a mí.

Y entonces nos ponemos a caminar juntos mientras él ojea mi perfil con el rostro bañado por el sol.

Su perro lo sigue felizmente. Me resulta gracioso ver con qué devoción lo mira. Matt se gira hacia mí.

—Veo que has conocido a Jack.

—Jack —repito, y sonrío al perro.

—Tiene la mala costumbre de saludar a todo el que vemos por el parque.

—Seguro que la gente se emociona muchísimo cuando descubre quién es el dueño del perro.

Alza las cejas. No puedo creer que haya dicho eso en voz alta. Empiezo a reírme y añado rápidamente:

—Yo tengo un gato. Doodles. Ella no es como Jack; odia a los desconocidos. Espero que no me considere como tal algún día: ahora está con mi madre porque yo apenas estoy en casa.

Seguimos caminando en un silencio cómodo; bueno, no tan cómodo, supongo. Soy demasiado consciente de su presencia, de lo alto que es comparado conmigo.

—¿Entonces qué te empujó a estudiar en Georgetown y a convertirte en defensora de las mujeres? —pregunta.

Me sorprende lo genuinamente interesado que suena y la atención con la que me mira mientras espera.

—Quiero asegurarme de que se conozcan los derechos de las mujeres. —Me encojo de hombros—. ¿Y qué hay de ti? Sé que hiciste la carrera de Derecho para dirigir tu imperio.

—¿En serio? ¿De dónde has sacado eso?

—De los medios de comunicación.

Muestra una sonrisa de suficiencia, luego suelta una risita y sacude la cabeza con aire de reprimenda.

—Creo que eres demasiado lista como para hacer caso de lo que dicen. —Su sonrisa se desvanece, se pone serio y añade—: No, de verdad. Te admiro por dedicarte al servicio público. ¿Qué te inspiró a cambiar el mundo?

—No lo sé —empiezo, pensativa—. Todos los veranos durante la universidad hacía viajes de misionera. Me encantaba conocer a todas esas personas y ayudarlas. Sobre todo a las mujeres: cuando se vive en un país del primer mundo es difícil imaginarse las cosas a las que siguen sometidas mujeres de otros países. Me empujó a querer hacer algo por los demás. ¿Y tú, señor Hamilton? ¿Qué te inspira? —pregunto.

—Caminar a tu lado y oírte hablar.

Se me corta el aliento y él se echa a reír, y comprendo que está coqueteando conmigo; siento una bola de fuegos artificiales por dentro.

—Háblame de la «C» —pide.

Estoy confusa.

—¿Cultura? —pregunto.

—Charlotte. Vamos.

Me río mientras él sonríe casi imperceptiblemente y noto que las mejillas me arden.

—Bueno, fui a Georgetown, pero eso ya lo sabes. —Le lanzo una mirada penetrante—. A mis padres les encantaba que fuera a Georgetown. Desde el momento en que me gradué, dijeron: «Ahora debes meterte en política». Pero ellos sabían que mi meta era trabajar para el servicio público, así que eso hice… —Pienso en qué más puedo contarle.

Aún me hace gracia que haya puesto mi nombre en la letra «C»…

—Todo el mundo piensa que soy una buena chica. Nunca he hecho nada malo… Nunca he querido avergonzar a mis padres.

Le dedico una mirada tímida que dice: «Te toca».

—Estudié Derecho, como ya sabes. —Me mira con picardía—. Soy el chico malo, pero en realidad no soy tan malo. Todo se exagera siempre cuando los medios intervienen. En realidad, cuando era más joven había muy pocas personas en mi vida de las que estuviera seguro que no irían corriendo a los medios al día siguiente con una historia.

Eso me sorprende; me quedo sin palabras al plantearme lo difícil que debe de ser vivir siempre bajo el escrutinio de la gente. No sé si yo podría hacerlo.

—Estaba muy nerviosa cuando nos conocimos. Durante años, tuve una foto tuya en la pared de mi cuarto.

—Ah, ¿sí? —canturrea, y suelta una risita baja y retumbante.

Me río.

—Mi madre dejaba que me la quedara solo porque probablemente ayudaría a que me mantuviera lejos de los chicos y, bueno, soy hija única. Siempre he intentado ser buena, la verdad.

—Mi padre fue senador antes de convertirse en presidente. Yo me crie siendo hijo único, así que sé exactamente cómo te sientes al ser el ojito derecho de tus padres.

Sonrío.

—Excepto que ahora también eres el hijo de un expresidente, lo que debe de ser difícil por partida doble, porque también eres el ojo derecho del público.

—En realidad, no. —Frunce el ceño mientras piensa en ello.

—Me divierten las cartas de tus fans. Incluso me gustan las que son descabelladas. ¿Sabías que te han hecho varias propuestas de matrimonio en las últimas cuarenta y ocho horas?

Finge estar sorprendido y se cruza de brazos como si estuviera muy interesado.

—Espero haber declinado.

—Por supuesto. Durante la campaña y la presidencia, estarás soltero en todo momento. Carlisle nos ha informado de eso a todos.

Él se limita a mostrar una sonrisa fugaz y sexy, y luego mira adelante, pensativo.

—No sería el primer presidente soltero, ¿sabes? —dice, y vuelve a mirarme mientras eleva un hombro de manera informal—. James Buchanan ya ha ocupado ese puesto. —Frunce el ceño—. No fue un presidente muy bueno, pero estuvo soltero hasta el final. —Sus labios forman una mueca.

Me despierta el interés.

—¿Qué hizo? —pregunto.

—Más bien, qué no hizo. —Su ceño se arruga todavía más—. Fue incapaz de adoptar una postura firme en cuanto a la esclavitud y con ello detener la secesión que nos llevó a la Guerra Civil.

Nos miramos con una intensidad que por poco hace que se me encojan los dedos de los pies.

Hay una suave brisa y caigo en la cuenta de que mi camiseta está adherida a mi piel y su presencia hace que sienta los senos pesados.

Miro abajo y abro mucho los ojos al darme cuenta de que mis pezones son totalmente visibles, más duros que pequeños rubíes.

Me cruzo de brazos y Matt sonríe.

—También hice que los pezones se te pusieran duros el día de la inauguración de la campaña.

—Ah, vaya. Bueno, mis pezones no eran lo único duro ese día, diría yo.

—No lo sabes tú bien.

Gruño y pongo los ojos en blanco; me río por dentro, pero odio lo mucho que se me marcan los pezones ahora mismo. Estoy tan nerviosa que me tropiezo. Él me atrapa, sus reflejos son rápidos como un rayo; su mano me envuelve el codo para mantenerme en pie y de pronto no respiro. Estoy asombrada por lo mucho que tenemos en común, y también por el modo en que tira de mí hacia atrás para que recupere el equilibrio y, después, tira un poco más para acercarme a él.

Levanta la otra mano y me coloca un bucle detrás de la oreja, sus ojos están más oscuros que nunca.

El deseo me invade cuando nuestros cuerpos conectan, parte frontal contra parte frontal, y lo noto. Noto lo grande que es, lo grueso y lo duro que está, palpitando contra mi abdomen.

Y, en este instante, Matt Hamilton, el chico por el que estuve colada durante años, el hombre vivo más sexy, el candidato más cañón en la historia de Estados Unidos, se vuelve muy real para mí. Muy real. Noto el calor de su cuerpo a través de la tela húmeda de nuestras camisetas. Puedo olerlo, un aroma a jabón y a lluvia, y lo veo como un hombre, un hombre increíblemente atractivo con un destino extraordinario que cumplir.

Algo brinca para lamerme la mejilla y doy una sacudida y me retiro un paso, sorprendida por el beso del perro.

—Joder —jadeo, riendo.

—¡Jack! —Una fuerte palabrota le sigue, y Matt me endereza y después pone distancia entre nosotros—. Perdona. ¿Estás bien? —pregunta. Me acaricia el pelo hacia atrás como si hubiera tenido un impulso antes de ponernos a caminar de nuevo, y la electricidad me cosquillea por todo el cuerpo. Asiento rápidamente. Estoy muy, pero que muy nerviosa.

—Sí. Siento haber dicho «joder».

—¿Por qué? —Sus labios se curvan—. No lo sientas.

Me río, incrédula por haber olvidado quién era, atrapada en el momento, consciente de su cercanía y de lo mucho que lo deseo… y comprendiendo que, lo quiera él o no, su cuerpo también responde al mío.

—Más vale que me vaya antes de que se me haga tarde. No querría que el jefe se enfadara conmigo.

—El jefe nunca podría enfadarse contigo.

Su tono es serio, pero sus ojos brillan, y todo mi cuerpo parece calentarse ante su mirada.

—Adiós, Matt —digo, y levanto una mano con algo de torpeza a modo de despedida antes de acortar el camino por la hierba y dirigirme a la acera.

***

Esa noche, mis padres me invitan a cenar y yo no puedo dejar de pensar en Matt, en el enérgico Jack y en las conversaciones que tuvimos de su infancia y de la mía. Rememoro el día en que nos conocimos, pienso en el presidente y en el día de su muerte. Le pregunto a mi padre por qué cree que no hubo ninguna información concluyente sobre el asesinato del presidente Hamilton.

—Nunca cogieron al asesino. —Se encoge de hombros—. Una de las teorías es que fue un ataque terrorista por las ideas liberales del presidente Hamilton; otros dicen que fue una conspiración entre partidos.

Frunzo el ceño con preocupación.

—¿Te preocupa que Matthew esté en peligro? —me pregunta.

No puedo evitar mirarlo con expresión preocupada.

Él suspira.

—Estará bien siempre y cuando no abra la caja de Pandora.

Frunzo todavía más el entrecejo.

—Me da la impresión de que Matt es de los que abriría la caja de Pandora, sobre todo si cree firmemente en ello.

Sacude la cabeza.

—No te preocupes por cosas que no puedes controlar. Da lo mejor de ti y agacha la cabeza: esa es la única forma de seguir adelante en política. De otro modo, cualquiera que vea tu cabeza asomando la empujará hacia abajo.

—Pero yo no quiero estar en política.

Se ríe.

—Ahora lo estás.

—Pero solo porque…

—Tienes debilidad por los Hamilton, lo sé. En las noticias están sorprendidos de que participes. La buena de Charlotte. Sí que hechizaste a Matthew aquella noche, ¿verdad? Incluso al presidente Hamilton. También ellos tienen debilidad por nosotros. —Sonríe melancólicamente, sus ojos parecen tristes por los recuerdos.

—¿Sabes por qué otra cosa siente debilidad Matt, además de por su país? Por su perro —señalo, y recuerdo nuestro encuentro matutino mientras recojo a Doodles del suelo. Luego, la dejo sobre mi regazo y le acaricio la cabeza, y ella ronronea felizmente.

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