Kitabı oku: «Danzar con tu sombra »
«Conocería mi sombra y mi luz,
así que por fin estaré completo».
MICHAEL TIPPETT,
Un hijo de nuestro tiempo
Dedicado a los otros tres Nataraja que danzan:
Shankar, Shanida y Ramesh.
Con mi agradecimiento por las bendiciones
de vuestro amor, cuidado y apoyo.
AGRADECIMIENTOS
Mi sincero agradecimiento a Gene Bebeau y a John Wagner, por su generosidad a la hora de financiar este libro, y a Medio Media por publicarlo.
Mi especial agradecimiento también a Laurence Freeman, OSB, por su ánimo, su interés y esfuerzo personal para asegurarse de que pudiera publicarse este libro.
Este libro no podría haber nacido si no hubiera sido por las reacciones de los participantes en los talleres y seminarios a lo largo de los años. Sus ruegos para que pusiera el material por escrito, junto a la poderosa persuasión de mi marido, Shankar, mi hija, Shanida, y mi hijo, Ramesh, me animaron finalmente a sentarme frente a mi ordenador y comenzar esta tarea de amor.
Quiero también extenderles mi gratitud a ellos y a otros valientes amigos por leer el primer borrador, y los siguientes, y ofrecerme sus valiosos comentarios, en especial Laurence Freeman, OSB, Angela Greenwood, Jill Rowe, Margaret Lane, el Dr. Mark Green, James Yates y Didi y Sybren Kalkman.
Mi cálido agradecimiento también a mi hija, Shanida, por su trabajo de edición y sus consejos, y a Sharon Nicks por su atenta lectura y maquetación del texto antes de su publicación, y cuya paciencia con mis modificaciones valoro muchísimo.
También valoro mucho el tiempo y la energía que dedicaron Shirley du Boulay y el rev. profesor Andrew Louth a leer el libro antes de su publicación, y Carlos Siqueira por la creación de las divertidas ilustraciones.
KIM NATARAJA
PREFACIO
San Agustín creía que las personas no deseaban suficientemente la felicidad. Con ello formula una cuestión de la que nosotros, que seguimos esforzándonos por asimilar psicología y religión, podríamos beneficiarnos si la tuviéramos en cuenta hoy. Nuestro nivel social de infelicidad y la violencia y la disfunción emocional que se asocian con ella –y que con frecuencia surgen directamente de ella– nos exige una comprensión religiosa profunda y la percepción psicológica de lo que verdaderamente deseamos.
Lo que nos suele bloquear es lo que Kim Nataraja, aludiendo a un término psicológico muy vivo, llama la «sombra». En este libro habla desde su propia experiencia recorriendo el sendero espiritual y acompañando a otras personas en él, del arte de bailar con la sombra, en lugar de reprimirla o huir con miedo de ella. Esto es necesario para todos, sea cual sea su forma de vida, porque lo que se reprime o se teme se las arregla para vengarse y hacerse valer negativamente. Puede bloquear la creatividad, reducir la capacidad de amar y de ser amado y, así, arrebata a la vida su alegría y su esplendor. Sin embargo, es especialmente importante para personas con una deliberada dedicación a la práctica espiritual o una identidad religiosa. Para ellas, la sombra puede surgir como una oscura contrapartida del luminoso ideal que se han propuesto o que se sienten atraídas a cumplir.
Gran parte de lo que Kim Nataraja comparte tan provechosamente de su práctica de meditación lo ha aprendido de la tradición cristiana. A partir de las enseñanzas de John Main y remontándose, a través de él, hasta las raíces de la tradición mística cristiana, se inspira tanto en los antiguos conocimientos expresados en el lenguaje de una gran tradición como en los descubrimientos contemporáneos. En la sabiduría del desierto cristiano es donde encuentra especialmente maestros afines para quienes mente y espíritu eran la doble faceta del proceso de oración. Purificación, asimilación y divinización son dimensiones universales de las fases del desarrollo humano. En estas páginas, el meditador cristiano y, en realidad, cualquiera que haya empezado a participar en este proceso humano esencial encontrará una guía, una amiga y una maestra con la que caminar –y bailar–.
LAURENCE FREEMAN, OSB
INTRODUCCIÓN
¿QUÉ ES LA MEDITACIÓN?
Danzar con tu sombra trata del viaje de la meditación y de lo que favorece y dificulta nuestra práctica de esta disciplina.
La meditación es una disciplina espiritual universal fundamental para la mayoría de las religiones del mundo y de las tradiciones de sabiduría. Hay muy diversas formas de meditación en estas diferentes tradiciones, todas igualmente válidas a su manera. En todas ellas se hace hincapié en la práctica y la experiencia más que en la teoría y el conocimiento.
Es también una auténtica disciplina en el cristianismo, aunque a veces da la impresión de ser el secreto mundial mejor guardado. Jesús instruyó en la contemplación, y su forma de orar floreció especialmente en el siglo IV entre los Padres y Madres del desierto de Egipto y Palestina. Juan Casiano recopiló sus enseñanzas en su libro Conferencias. En estos escritos es donde John Main, monje benedictino, redescubrió la tradición para nuestra época y la hizo accesible a todo el mundo, denominándola meditación cristiana. Esta disciplina la imparte ahora su sucesor, Laurence Freeman, OSB, director de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana. No es solo la forma de orar de los Padres y Madres del desierto, sino también de innumerables místicos cristianos a lo largo del tiempo y hasta el momento actual 1.
La meditación es una forma de oración contemplativa que nos conduce ante la presencia de lo divino, más allá del pensamiento y del entendimiento. Más que hablar de lo divino en las oraciones formales –tal como se nos enseña a hacer desde nuestra infancia– nos desprendemos de las palabras y de las imágenes y escuchamos «la vocecita sosegada» en lo profundo del silencio. Entonces nos damos cuenta de lo divino en nuestro interior, y ahí descubrimos que en nuestro propio y profundo centro estamos conectados con todo y con todos.
Esta forma de orar influye en todas las partes de nuestro ser: cuerpo, mente y espíritu. Relajando nuestro cuerpo y abandonando nuestras preocupaciones diarias, entramos en un estado de profunda relajación, que tiene muchos y conocidos beneficios para la salud. Al centrarnos en nosotros mismos por medio de la meditación, somos también más capaces de afrontar el ritmo frenético de la vida desde una posición de equilibrio y armonía. Calmar el cuerpo y la mente permite que el lado espiritual de nuestro ser emerja y oriente nuestra vida.
Para ayudarnos a entrar en el silencio repetimos una palabra o una frase oración con un significado espiritual: un mantra. Al concentrarnos en este mantra aprendemos, con el tiempo, a abandonar nuestros pensamientos. La palabra que recomienda la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana es maranatha, la oración cristiana más antigua en arameo, la lengua en la que habló Jesús. Utilizamos una palabra con la que no asociemos nada para que no nos tiente a pensar más. Es una oración que se pronuncia con amor; no es un palo con el que golpear nuestros pensamientos, sino una ayuda sutil que nos conduce a una atención focalizada. Nos permite alejar nuestra consciencia de nosotros mismos y de nuestras preocupaciones, miedos y esperanzas. Es una forma de atravesar la barrera de la autoconciencia y de entrar en el autoconocimiento; así accedemos a la energía del silencio y de la quietud.
La disciplina es sencilla:
Siéntate. Permanece sentado, quieto y erguido. Cierra ligeramente los ojos. Siéntate relajado, pero alerta. En silencio, interiormente, comienza a decir una sola palabra. Recomendamos la frase oración maranatha. Escúchala mientras la pronuncias, suavemente, pero de forma continua. No pienses ni imagines nada espiritual ni de otro tipo. Si te surgen pensamientos e imágenes, son distracciones durante la meditación, así que vuelve a ella tan solo pronunciando la palabra. Medita durante veinte o treinta minutos cada mañana y cada noche 2.
Parece sencillo, pero no es fácil; aun así, merece la pena. De hecho, es «la primera tarea y la primera responsabilidad de cada uno de nosotros» (John Main).
En los siguientes capítulos aprenderemos formas prácticas de alcanzar la quietud del cuerpo y de la mente para que nos sea más fácil entrar en el silencio interior de la meditación. La principal dificultad será calmar la mente y sus caóticos pensamientos, que al principio parecen no terminar nunca. Pero aprenderemos a minimizarlos y a dejarlos atrás.
También conoceremos otros posibles obstáculos que pueden impedir nuestra práctica meditativa. Afrontaremos los ardides del ego, que tiñen nuestra percepción, y aprenderemos a ver a través de ellos para así «limpiar las puertas de la percepción y ver la realidad tal como es: ¡infinita!» (William Blake).
PRÓLOGO
No trato de seguir los pasos de los hombres de antaño;
busco lo que ellos buscaron.
(BASHO)
El sendero espiritual es un camino para integrar mente y corazón, el ego –nuestra naturaleza superficial– y nuestro yo más profundo, que es el centro de todo nuestro ser y el vínculo con la Fuente de todo. Es un camino para descubrir las partes perdidas y olvidadas de la totalidad de nuestro ser. Como en todas las aventuras, hay dolor: dolor al recordar por qué se perdió, dolor ante el cambio, dolor al vernos impelidos a abandonar nuestro cómodo y trillado sendero y forjar nuevos caminos. Pero también hay alegría: alegría al encontrarnos con aspectos olvidados de nuestra alma, y la alegría de la plenitud y de descubrir nuestro camino a casa.
Estar en camino parece a veces una experiencia que nos aísla y nos desconcierta. Por eso es muy útil contar con un mapa del terreno. El único mapa fiable que podemos tener para caminar por lo desconocido es el que trazaron quienes ya recorrieron antes ese mismo camino y están dispuestos a compartir su experiencia. En este caso, los pioneros fueron los místicos de todas las tradiciones de sabiduría. Aun así, hemos de utilizar esos mapas con cuidado, recordando siempre las siguientes palabras: «Confía en quienes están buscando la verdad. Desconfía de quienes la han encontrado» (André Gide).
Además, todos tenemos puntos de partida diferentes, según nuestra mentalidad y nuestras circunstancias emocionales, psicológicas y sociales; el territorio tiene un aspecto distinto según nuestra percepción y nuestro propio estado y nivel de consciencia.
En mi trayecto vital ha habido guías, personas a quienes amo y admiro, faros de esperanza que me inspiraron y me orientaron apaciblemente, a veces de forma bastante fortuita. Entre ellas se incluyen algunos inspiradores maestros de muchas tradiciones de sabiduría diferentes: Jesús, especialmente el que conocí en el evangelio de Juan y en el Evangelio de Tomás, Sri Aurobindo, Madre Meera, Paramahansa Yogananda, Bede Griffiths, Lao Tse, el I Ching, S. S. el Dalai Lama, Thich Nhat Hanh, John Main y Laurence Freeman. Y a ellos debo añadir a los autores de muchos libros, demasiado numerosos para mencionarlos. Libros que me recomendaron amigos y extraños, que a veces cayeron de la estantería de alguna tienda o llamaron mi atención en una biblioteca, que era exactamente lo que necesitaba en ese momento en particular.
Tengo la esperanza de que este libro pueda cumplir esa función para ti y sea un mapa claro hacia niveles más profundos de la realidad, sea cual sea la práctica espiritual que estés siguiendo en este momento. Yo te enseñaré un mapa que proviene de la tradición cristiana, que es mucho más mística de lo que se suele pensar.
Yo soy como tú, una persona normal que busca la verdad, que busca un sentido, una dimensión transpersonal de la vida, no alejada de la vida ni más allá de ella, sino que la infunde y la sostiene, dando sentido a todo lo que hacemos y somos. Por citar a Mahatma Gandhi: «Soy un apasionado buscador de la verdad, que es otro nombre que se le da a Dios».
Mi propio camino ha sido espiral: comenzó en la cristiandad occidental convencional, para luego explorar y beneficiarse en gran medida de la sabiduría de Oriente: hinduismo, budismo, taoísmo y zen, y posteriormente volver a casa, a una comprensión del cristianismo que es más espiritual de lo que jamás habría imaginado. Pasé de estar simplemente sentada, inmóvil, repitiendo la frase de la oración del Señor, a la meditación mantra hindú, control de la respiración/energía, y luego de vuelta a la meditación mantra cristiana. Todas estas disciplinas tuvieron básicamente el mismo efecto a la hora de centrar la atención y fueron de igual utilidad para entrar en el silencio de la verdadera meditación. Por tanto, mi camino siempre ha sido un camino contemplativo, de práctica de la meditación, aunque solo en los últimos treinta años de mi vida he sido plenamente consciente de estar usando esta disciplina.
En cuanto a mi origen, fui hija única, nacida durante la guerra y criada en dos confesiones: católica y protestante. Esto me causó una experiencia traumática:
Fue el griterío, más que un sonido en particular, lo que me despertó. Era consciente de que mi madre estaba de pie junto a mi cama, apoyada en la pared. En la puerta, abierta, vi a mi abuelo paterno. Lo siguiente que ocurrió fue un aullido de miedo de nuestra perrita, Tilly, mientras volaba por el aire hacia mi madre. Mi madre cogió a Tilly en brazos. Como un resorte, me senté muy erguida en la cama. Mi movimiento desvió el enfado de mi abuelo. Me miró, se dio la vuelta y salió de la habitación. Mi madre, abrazándome fuerte, me dijo que estaban discutiendo sobre Jesús.
Este incidente con la perrita fue provocado por una discusión entre mi madre, protestante, y su suegro, mi abuelo católico. Al despertar de mi sueño sentí su efecto traumático. El mundo, de pronto, parecía un lugar inseguro y amenazador. Alteró por completo mi opinión de los adultos que me rodeaban; me hizo ser precavida ante ellos. Con el tiempo, presenciar la violencia y el daño que provocaban esas diferentes interpretaciones de la Escritura me hizo desconfiar de las palabras sobre Dios. Me hizo también sentirme ajena a una religión confesional estricta.
Afortunadamente, esto se compensó con una experiencia espiritual anterior que me hizo mirar la realidad cotidiana de una manera bastante distinta. Pasé los primeros años de mi vida con mis abuelos maternos. Su vida era un testimonio de su fe cristiana, con su sencillez y su entrega al servicio a todos aquellos que lo necesitaban en la comunidad de su pequeño pueblo. Una noche que nunca olvidaré, la voz de mi abuela me despertó: «¡Despierta, pequeña! Ven conmigo».
Mi abuela materna me sacó de la cama y me tomó de la mano. Salimos de casa y nos dirigimos al sendero cercano a casa que llevaba al cementerio. «¡Mira!». Desperté bruscamente por completo. Todo estaba bañado en una mágica luz sobrenatural procedente de la luna llena: la granja, la casa, los árboles y el camino. De pronto no era consciente ni de mí misma ni de estar mirando, solo había luz. La voz de mi abuela, diciendo: «Vamos, pequeña», parecía lejana. Me cogió en brazos y me llevó de vuelta a la cama.
El recuerdo de esa Luz me ha salvado siempre de caer en una actitud negativa ante la vida. Al contrario, el deseo de esa otra realidad que vislumbré aquella noche de luna llena me sostuvo y creó una distancia, un desapego del mundo en el que estaba. El velo que separa las diferentes realidades no es tan opaco en la primera infancia como se vuelve luego.
Mi infancia fue solitaria, y a consecuencia de ello tuve sentimientos de ser rechazada, de no ser valiosa, de no ser digna de ser amada: falsas imágenes de las que tenía que desprenderme. Aun así, en ese momento, aquella soledad me llevó a apreciar la naturaleza y el valor del silencio y la soledad, que nutrió la parte contemplativa de mi personalidad. Modeló en mí una actitud ante la vida de escuchar y aceptar la vida tal como es.
Cuando tenía cuatro años me mudé a Ámsterdam; un poco más allá de donde vivíamos, junto al canal, había una preciosa iglesia católica, llamada La Paloma. Siempre que podía me acercaba y me quedaba sentada allí, decía una frase del Padrenuestro que me había enseñado mi abuela materna y enseguida me sentía rodeada por un maravilloso silencio y envuelta en amor. A partir de entonces, estuviera donde estuviera, pasara lo que pasara en mi vida exterior, aquello se convirtió en parte de mi forma de ser: aquel silencio interior y aquel amor fueron mi refugio y mi punto de equilibrio.
Por eso, mi imagen de Dios siempre ha sido la de un Dios de amor, una Realidad divina que orienta y sostiene: un sentimiento de estar segura, protegida, sostenida, incluso en momentos muy duros. Mi fe se expresa en unas palabras de la Desiderata: «No hay duda de que el universo se desarrolla como debe». Gracias a mis experiencias directas de esta Realidad en diferentes etapas de mi vida, nunca he tenido ninguna duda en mi cabeza sobre la existencia de una Realidad mayor.
Poco después de llegar a Inglaterra, a finales de mi adolescencia, conocí a mi marido. Él procedía de una familia con diferentes religiones: su padre era hindú y su madre era cristiana. Al igual que yo, él no tenía ningún apego particular a las formas externas de la religión, pero tenía una fe profundamente espiritual.
Un tío suyo, un respetable juez, nos animó a meditar con técnicas orientales. Yo me sentí muy cómoda con ello, dado que era muy similar a lo que había estado haciendo durante todos esos años, sentarme y repetir el Padrenuestro hasta que reinaban el silencio y la paz. Cuando mi hija tenía cinco años y asistía a un colegio local religioso anglicano, me preguntó un día que por qué no íbamos a su iglesia. Así que asistimos a esa iglesia. Sentí que reconectaba con mis raíces y con la fe de mis queridos abuelos; pero seguí meditando, porque la vida sin meditación me parecía inconcebible.
Al principio, mi experiencia con la meditación impregnó mi vida a un nivel inconsciente, dando forma a mi ser, pero con el tiempo me fui dando cada vez más cuenta de los aspectos transformadores de la meditación. Profundizó mi conocimiento de la otra Realidad, influyó en mi actitud ante la vida y ante los demás y cambió mis reacciones ante las situaciones en las que me encontraba. Mis estudios de psicología y posteriormente mi formación como directora espiritual me ayudaron a entender lo que estaba pasando.
Entonces llegó uno de esos momentos en que el destino juega su baza: un amigo me inició en los escritos de Bede Griffiths; me alegró mucho descubrir que también en el cristianismo había una tradición de meditación mantra. Poco después de aquello, otro amigo me habló de una casa, un poco más abajo en la misma calle en la que yo vivía, donde un grupo de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana se reunía semanalmente para meditar. Por fin mi fe cristiana y mi disciplina de meditación habían convergido y yo había llegado a casa.
Llevo ya muchos años enseñando meditación cristiana; los últimos siete años he dirigido la Escuela Internacional de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana. Cuanto más comparto la meditación con otras personas de todo el mundo, más cuenta me doy de lo revolucionaria que es y de lo poco preparada que está la gente para los efectos transformadores que puede obrar en sus vidas: de ahí este libro. Que te ayude en tu camino hacia el Manantial.
El viaje a la interioridad no es solo el principal,
es el único. Debemos escuchar el sonido
más allá del silencio.
(W. B. YEATS)
1
MEDITACIÓN, EL ARTE DE LAS ARTES
La meditación es una poderosa disciplina de integración y transformación. Al replegarnos hacia nuestro interior en silencio y soledad, resintonizamos todo nuestro ser fragmentado y, además, nos hacemos conscientes de nuestro vínculo con la Realidad última.
Funciona en tres importantes niveles, totalmente relacionados: cuerpo, mente y espíritu. La conexión cuerpo/mente se manifiesta claramente en el funcionamiento del cerebro. Los cambios que se suceden en este sentido suelen requerir un verdadero cambio de perspectiva, que puede dar la sensación de ser un salto a lo desconocido. Se necesita valor y perseverancia mientras el ego, el aspecto consciente de nuestro yo, trata de resistir los cambios que conlleva. Sin embargo, el yo, la matriz inconsciente a partir de la que se desarrolla el ego, nos ayuda durante el proceso de percepción instintiva.
El logro es un término del ego, y aquí no tiene cabida. La transformación se debe a la gracia, es un don espiritual. La compasión, y no los efectos secundarios psíquicos, es una señal de que se ha producido un auténtico crecimiento.
Somos un sistema energético maravillosamente interconectado que está vinculado por entero a un conjunto universal mayor. Aun así, vivimos como si termináramos en los límites de nuestra piel, independientes y separados de los demás y de nuestro entorno. E incluso dentro de esta membrana exterior consideramos que estamos hechos de partes separadas: cuerpo, mente y espíritu. No solo eso, sino que además tenemos la fuerte tendencia a valorar solo una parte y negar la importancia de cualquier otra: quizá valoramos el cuerpo en lugar de la mente, o la mente en lugar del cuerpo, el ego material más que el yo espiritual, o un aspecto del ego por encima de otro. El resultado es una fragmentación y una falta de equilibrio. Hemos de ser conscientes de lo que estamos haciendo, comenzar a aceptar el hecho de que todos esos aspectos tienen el mismo valor y conforman un todo inquebrantable. En ciertas ocasiones sí sabemos que el cuerpo, la mente y el espíritu son aspectos diferentes de todo nuestro ser y que, por tanto, están estrechamente vinculados y se influyen mutuamente: nuestro cuerpo refleja el estado de nuestra mente, y nuestra conectividad con nuestro espíritu. Cuando nos comunicamos con los demás, lo hacemos en los tres niveles. Pero en otras ocasiones ignoramos esto por completo. El problema se acentúa especialmente en lo referente al ego/yo.
Se nos ha dado un cuerpo físico que nos permite actuar en este plano material. Además, por medio de nuestros sentidos, el cuerpo nos permite interactuar con el entorno que nos rodea. Tenemos emociones y deseos de profundizar nuestras experiencias, y tenemos una mente capaz de planear, racionalizar y analizar. Estos son los medios que nos permiten experimentar, aprender y sobrevivir en este mundo. El problema es que olvidamos que son solo un medio y no el final. Constituyen únicamente una parte de nuestro ser, de nuestro yo creado, de nuestro ego, que es temporal y está sometido a constantes cambios.
También tenemos un elemento más profundo, inalterable y eterno, el yo, que es nuestro vínculo con la naturaleza eterna de la divina Realidad. Muchos filósofos, teólogos e incluso científicos, como David Bohm, creen que tanto nosotros como toda la creación estamos envueltos en el principio esencial en la Realidad última en forma de «ideas seminales» 3 (san Agustín). El momento de la creación es un despliegue, una proyección a partir de esas ideas eternas. Por tanto, nuestra esencia sigue siendo, en realidad, parte de lo divino. A lo largo de los siglos, esta esencia de la humanidad ha recibido diferentes denominaciones: el nous, la chispa del alma, la chispa del amor, la conciencia crística y el verdadero yo.
La preocupación del ego por la supervivencia nos hace olvidar quiénes somos en realidad. El yo nos llama y trata de recordarnos que somos más de lo que se ve a simple vista. El sendero espiritual es una forma de integrar estos dos aspectos de nuestro ser, de recordar y reconectar con lo eterno que hay en nuestro interior y en nuestro exterior.
LA CONEXIÓN CUERPO/MENTE
Los efectos de la meditación muestran claramente la conexión que existe entre las partes que nosotros tendemos a separar. Los cambios corporales dan como resultado alteraciones en nuestra actitud mental ante la situación en que nos encontramos y nos permiten acceder al espíritu.
Hay estudios que han demostrado que la meditación produce importantes efectos psicológicos en el cuerpo –aminora el ritmo respiratorio, la tensión sanguínea y el ritmo cardíaco– debido a la respuesta respiratoria. Esto contrarresta el impacto del estrés, la ansiedad e incluso el dolor. Además, con ello disminuyen los impulsos que implican las distintas adicciones, que son una forma negativa de tratar de disminuir el estrés. Los pacientes que sufren enfermedades graves, como afecciones cardíacas y cáncer, consideran que esta disminución de tensión mejora su salud general y su estado mental, e incluso parece detener o ralentizar el avance de su enfermedad.
La respuesta curativa de relajación es resultado de diferentes cambios en el cerebro desencadenados por la meditación. La corteza prefrontal de nuestro cerebro está relacionada con los pensamientos, las imágenes y las fantasías, así como con la atención. Al concentrar nuestra mente en un punto de atención determinado, como un mantra, por ejemplo, inducimos el aumento de actividad en esas células de atención. A medida que aumenta nuestra concentración, la actividad de las células que intervienen en los pensamientos y en las imágenes disminuye considerablemente; esto se refleja en la pérdida de ondas beta, nuestras ondas de pensamiento: la parte del ego de nuestra consciencia. Prolongar la atención en un solo punto también activa las células del lóbulo temporal, y el aumento de la actividad en esta área provoca cambios en el sistema límbico, la región encargada de la respuesta emocional. La emoción del miedo, manifestada en la respuesta de supervivencia de lucha o huida, se convierte en una respuesta de aceptación, distensión y tranquilidad: la respuesta de relajación. Estos cambios se manifiestan en el incremento de ondas alfa y theta.
Por tanto, prestar atención a nuestro mantra lleva al cerebro a pasar de unas células cerebrales a otras, lo que da como resultado un sentimiento general de laxitud y una reducción de pensamientos. Pero esto es tan solo el principio. A medida que la meditación se hace más profunda, también se profundiza la respuesta de relajación 4.
A su vez, esta profundización provoca una reacción en cadena que finaliza en una disminución de la actividad en la corteza parietal, un área del cerebro asociada con la orientación en el tiempo y el espacio y con la creación de barreras; yo / no yo, y el mundo de los opuestos: en gran medida, las aptitudes del ego. Este descenso de la actividad se refleja, a su vez, en una disminución de dichas habilidades, lo que explica por qué existe una sensación de que nuestra identidad separada –y el tiempo y el espacio– se disipa y todos los opuestos se unifican. Esto conduce a un sentimiento de conectividad con lo que nos rodea: en realidad, una señal de que sale a la luz el yo más profundo.
La importancia de esta secuencia es que la iniciativa para estos cambios deriva de la consciencia y de la voluntad: impulsamos deliberadamente el cerebro en un modo diferente de percepción por medio de la concentración en un solo punto de atención. Es interesante ver cómo la consciencia de nuestro ego, con sus necesidades de supervivencia en este plano material, está codificada en el circuito de nuestro cerebro, pero puede sortearse. Al hacerlo, «despejamos las puertas de la percepción y vemos la realidad tal como es, ¡infinita!» (William Blake). Volvemos a nuestra naturaleza original, que está entretejida con el resto de la creación y todo el cosmos.
Es perfectamente posible utilizar la meditación meramente por sus beneficios para la salud como una técnica de relajación de cuerpo y mente y no ir más allá. Es maravilloso detener el interminable parloteo de la mente y liberar el estrés y la tensión. Será estupendo tomarnos un tiempo libres de las preocupaciones, problemas, esperanzas y miedos que suelen acosarnos, detener la pérdida de energía de una mente que gira en círculos una y otra vez. Pero con ello perderíamos una gran oportunidad: la meditación es mucho más que solo el impacto psicológico que tiene en el cuerpo. Sin embargo, este impacto en el cuerpo y en la mente es un importante primer paso en el camino hacia la transformación, la claridad de visión y la consciencia total.
LA MENTE
Un practicante serio considera que distender el cuerpo es una preparación esencial que conduce al verdadero propósito de la meditación, la transformación completa de la mente. Para hacerlo, la meditación ha de ser una disciplina espiritual que implique soledad y silencio, en la que abandonamos todas las experiencias sensoriales, las imágenes, las emociones y los pensamientos.
La claridad de visión que resulta de ello nos ayudará también a ser conscientes de las emociones y deseos que tienen tendencia a abrumarnos y a influir en nuestro comportamiento. Afectará al ego en todos sus aspectos y derivará en su transformación y transparencia, lo que nos permite acceder a nuestra esencia, a nuestro yo. Atraviesa los velos que ocultan el conocimiento de nuestro verdadero yo, entre la realidad en la que vivimos y la Realidad última, garantizándonos una experiencia directa e inmediata de lo divino.
Una vez que hemos penetrado, una vez que hemos entrado en la infinita Realidad, no hacemos de ella nuestro mundo. Esto sería tan desequilibrado como aceptar solo el mundo material. La realidad material es energéticamente más densa que la realidad más elevada. Hemos de permitir que la luz, desde esta realidad más elevada, ilumine nuestra realidad ordinaria, para que nuestra visión se ilumine, se clarifique y se equilibre.