Kitabı oku: «Danzar con tu sombra », sayfa 3

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En los escritos de los Padres del desierto hay un relato muy acertado sobre recorrer a solas el sendero:

Acordaos de lo que no ha mucho visteis con vuestros propios ojos: cómo el anciano Herón fue víctima de una ilusión diabólica y precipitado de un estado de gran penitencia hasta el más profundo abismo. Él había permanecido cincuenta años en este desierto –lo recuerdo perfectamente–, conservando de continuo una fidelidad a toda prueba, y había amado como nadie el retiro de la soledad con un fervor admirable. ¿Cómo, pues, sufridas tantas penalidades, pudo él dejarse alucinar por el tentador y tener esta grave caída, que nos ha llenado a todos en el desierto de profundo dolor? ¿No fue eso debido a que, falto de discreción, prefirió guiarse por su propio juicio antes que seguir los consejos y prácticas de sus hermanos y obedecer las reglas de nuestros Padres?

Siendo joven se había forjado una ley tan rígida y absoluta, mostrándose tan celoso de su soledad y del retiro de su celda, que ni siquiera la solemnidad de la Pascua pudo jamás conseguir de él que compartiera la comida de sus hermanos. Año tras año, esta festividad les congregaba a todos en la iglesia; solo faltaba él. Y ello por temor a que no pareciera que, tomando con ellos ciertas legumbres durante la comida, se relajaba un tanto en el ideal de abstinencia que había abrazado.

Este orgullo fue el lazo en que cayó prendido. Porque, engañado con tal presunción, dio acogida al ángel de Satanás cual si fuera un ángel de luz, y hospedole con la más profunda veneración. Y, poniéndose a su servicio, obedecía en todo sus órdenes. Con esta persuasión se echó de cabeza en un pozo. Tal era su profundidad que los ojos no podían divisar el fondo desde el brocal. Estaba firmemente persuadido de la promesa que le había hecho de que, por el mérito de su virtud y de sus trabajos, saldría en adelante ileso de todo peligro. Quiso saber por experiencia que se hallaba inmunizado contra todo mal. Así pues, a medianoche se precipitó en el pozo, pensando probar el extraordinario mérito de su vida cuando se le viera salir de él sano y salvo. Pero los hermanos tuvieron que sacarle luego a duras penas, estando ya medio muerto. Expiró dos días después.

Lo peor del caso es que se obstinó en su ilusión. Ni siquiera aquella dolorosa experiencia que iba a costarle la vida pudo persuadirle de que había sido juguete del demonio. Por eso los monjes, movidos a compasión, a vista de tantas privaciones y de los largos años pasados en el desierto, no obtuvieron sino con trabajo que el sacerdote y abad Pafnucio no le reputara entre los suicidas ni fuera juzgado indigno de la memoria y oblación que suele hacerse por los difuntos (Juan Casiano, Colaciones II,5).

La tradición del desierto no solo destaca el valor de la orientación, sino que al mismo tiempo nos advierte para que tengamos cuidado a la hora de escoger nuestros guías: «El maestro debe alejarse del afán de dominio, de la vanagloria, del orgullo y que nadie pueda ganarlo mediante la adulación ni cegarlo con dones, ni vencerlo con el vientre, ni dominarlo por la cólera; que sea paciente, dulce y tan humilde como sea posible. Que sea probado y, sin hacer diferencia, lleno de solicitud para las almas» (Amma Teodora).

La formación debe estar basada en la experiencia personal, no solo en el conocimiento teórico: «Es peligroso que nadie enseñe si antes no ha sido formado en la vida práctica. Porque si alguien que posee una casa en ruinas recibe invitados en ella, es perjudicial por la ruina de la casa. Lo mismo ocurre en el caso de alguien que no ha construido antes una morada interior: provoca daños a quien acude a él. Con sus palabras puede convertirlos a la salvación, pero el mal comportamiento les perjudica» (Amma Sinclética).

COMPASIÓN

Si no nos vemos tentados por los logros, la meditación nos llevará a la transformación. El signo exterior de que esto ha tenido lugar y de que la Realidad última se ha hecho evidente en una persona es el crecimiento de la compasión, un amor generoso, sin apegos a resultados ni expectativas, guiado por la auténtica sabiduría.

Compasión e iluminación, al descubrir la Realidad última, están inexorablemente vinculadas, pero la compasión es prioritaria: «A menudo ocurre que, mientras estamos en oración, vienen hermanos a buscarnos; estamos entonces en esta alternativa: interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestro hermano, despidiéndolo sin responderle. Pero la caridad es más grande que la oración; la oración es una virtud particular, en cuanto que el amor contiene todas las virtudes» (Juan Clímaco, siglo VII).

Todos hemos experimentado que es difícil ser verdaderamente felices si estamos en desacuerdo con personas que nos importan. El sendero espiritual nos ayuda a cerrar el espacio que hay entre nosotros mismos, los demás y la creación. Si experimentamos la verdadera realidad de nosotros mismos, nos damos cuenta de que también los demás tienen a Cristo dentro, o, en términos budistas, naturaleza de Buda. Se vuelve más sencillo aceptar a los demás y tener en cuenta sus sentimientos y pensamientos poniéndonos en su lugar.

Como resultado, el mundo se convertirá en un lugar más pacífico; no cambiando el mundo, sino cambiando nuestra propia actitud egoísta por una actitud que se preocupa por los demás, independientemente de nuestras conexiones familiares, nuestro origen, cultura o religión. «Sé el cambio que quieres ver en el mundo» (Gandhi). Esto también fue la esencia de la enseñanza de Jesús.

El siguiente relato ilustra extraordinariamente la transformación que se necesita en el sendero espiritual:

Awid Afifi el Tunecino fue un maestro derviche del siglo XIX que obtenía su sabiduría de las amplias extensiones del desierto del norte de África. En cierta ocasión compartió con sus discípulos una historia que comenzaba con una suave lluvia que caía sobre las altas montañas en una lejana tierra. La lluvia era al principio suave y silenciosa, y goteaba deslizándose por las laderas de granito. Poco a poco fue incrementando su fuerza, mientras riachuelos de agua oscura corrían sobre las rocas y caían por los nudosos y retorcidos árboles que crecían en ese lugar. La lluvia caía, como cae siempre el agua, sin pensar en ello. El maestro sufí pronto comprendió que el agua no tiene nunca tiempo para practicar su caída. Enseguida se convirtieron en aguas torrenciales y unas rápidas corrientes de aguas oscuras fluyeron al unísono en el nacimiento de un torrente. El riachuelo se abrió paso montaña abajo, atravesando un pequeño grupo de cipreses y de campos de verdolaga con flores de espliego y cayendo en cascadas de agua. Avanzaba sin esfuerzo, salpicando entre las rocas, aprendiendo que un arroyo interrumpido por las rocas es el que más noblemente canta. Finalmente, después de haber dejado atrás las alturas de las distantes montañas, el riachuelo se abrió paso hasta los límites de un gran desierto. Arenas y rocas se extendían más allá de lo que la vista podía alcanzar. Después de haber superado todos los obstáculos de su camino, el arroyuelo esperaba poder salvar este obstáculo también. Pero cuanto más rápido sus olas salpicaban el desierto, más velozmente desaparecían en las arenas. Poco después el agua escuchó una voz que susurraba y que parecía venir del propio desierto, que decía:

–El viento cruza el desierto, el riachuelo también puede hacerlo.

–Sí, ¡pero el viento puede volar! –exclamó el riachuelo, estrellándose con la arena del desierto.

–Así nunca conseguirás cruzar –susurró el viento–. Has de permitir que te lleve el viento.

–Pero ¿cómo? –gritó el riachuelo.

–Tienes que dejar que el viento te absorba.

Pero el riachuelo no podía aceptarlo, no quería perder su identidad ni abandonar su propia individualidad. Después de todo, si se entregaba al viento, ¿podría estar seguro de que volvería a ser un riachuelo alguna vez?

El desierto contestó que el riachuelo podría seguir fluyendo, y quizá algún día se convertiría en un pantano allí, a la orilla del desierto. Pero que jamás cruzaría el desierto siendo un riachuelo.

–¿Por qué no puedo seguir siendo el mismo riachuelo que soy? –se lamentó el agua.

–O te conviertes en un pantano o te abandonas al viento.

El riachuelo permaneció en silencio durante largo tiempo, escuchando los distantes ecos de su memoria, sabiendo que partes de él mismo ya habían estado en brazos del viento. Desde aquel lugar, tanto tiempo olvidado, fue poco a poco recordando que el agua conquista solo si se entrega, fluyendo a través de los obstáculos, convirtiéndose en vapor cuando la amenaza el fuego. Desde las profundidades de ese silencio, lentamente, el riachuelo elevó sus vapores a los acogedores brazos del viento y subió hacia arriba, y fue dulcemente transportado en grandes nubes plateadas sobre el extenso desierto. Al acercarse a las distantes montañas del extremo más alejado del desierto, el riachuelo comenzó de nuevo a caer como fina lluvia. La lluvia, al principio, era suave y silenciosa, y goteaba deslizándose por las laderas de granito. Poco a poco fue incrementando su fuerza, mientras riachuelos de agua oscura corrían sobre las rocas y caían por los nudosos y retorcidos árboles que crecían en ese lugar. La lluvia caía, como cae siempre el agua, sin pensar en ello. Y enseguida se convirtieron en torrenciales aguas oscuras que fluyeron al unísono –una vez más– en el nacimiento de un nuevo torrente. Awad Afifi se negó a decir qué significaba aquel relato, cómo había que interpretarlo. Sencillamente señaló el desierto cercano a sus alumnos y les instó a averiguarlo por sí mismos 6.

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AQUIETAR CUERPO Y MENTE

Antes de que tenga lugar cualquier integración debemos conquistar la agitación tanto de nuestro cuerpo como de nuestra mente que provoca el ego. Aquietamos la mente cuando aquietamos el cuerpo y la respiración.

Pero lo más importante es la actitud de aceptación de la naturaleza de nuestra mente y sus pensamientos; tenemos que dejar atrás el miedo de no pensar y abrazar el silencio del desierto interior.

Estos son los elementos clave: atención y desapego. Luchar contra los pensamientos o suprimirlos es contraproducente. Todas las tradiciones recomiendan una herramienta para desprendernos de nuestros pensamientos y alcanzar la concentración en un solo punto que nos llevará al silencio creativo que mora en nuestro centro.

En nuestra cultura occidental nos hemos visto condicionados hasta hace poco tiempo a despreciar totalmente nuestro cuerpo. Lo tratamos en conjunto como si fuera solo un útil vehículo de nuestra mente; tendemos a vivir en la mente. Pero es esencial que seamos conscientes de nuestro cuerpo y le dediquemos la atención debida. Vemos lo integralmente conectados que están el cuerpo y la mente. De hecho, en el cuerpo se refleja la mente; cuando nuestra mente está agitada, se aprecia en nuestro cuerpo. La salud de nuestro cuerpo, a su vez, impacta en la calidad de nuestra mente.

De modo que puede ser práctico tratar de relajar y armonizar el cuerpo antes de la meditación. El resultado de un cuerpo aquietado será una mente aquietada. Las disciplinas que inciden en el equilibrio y la integración, como el yoga, el taichí y el chi kung son excelentes maneras de hacerlo. Ser conscientes de nuestro cuerpo y de nuestra respiración nos ayuda a cultivar, además, una actitud de alerta y vigilancia: parte integral de la meditación 7.

Una postura erguida y relajada, con nuestra espalda lo más recta posible, pero que nos permita sentirnos cómodos, es algo que recomiendan también muchas tradiciones. No importa demasiado si nos sentamos en una silla o en la postura del loto, siempre y cuando nos permita mantener nuestra espalda erguida, pero relajada, durante todo el tiempo que dure la meditación. La espalda recta y los hombros relajados aseguran que el pecho esté abierto, lo que permite que circule bastante oxígeno por nuestro cuerpo para que no nos quedemos dormidos. Nuestros pies y rodillas han de estar firmemente apoyados en el suelo, para que nuestra postura esté arraigada: «La postura es una señal exterior de tu compromiso interior con la disciplina de la meditación [...] Al arraigarnos en nosotros mismos, nos arraigamos en nuestro propio lugar en la creación» (John Main).

La mayoría de las tradiciones recomiendan también sentarse «con las palmas de las manos hacia arriba o hacia abajo, uniendo el pulgar con el índice» (John Main). En la tradición oriental, mantener en contacto el pulgar y el índice es parte de la circulación de la energía. Pero es también una buena forma de mantenernos alerta: cuando nuestra atención se desvía, comprobaremos que nuestros dedos han dejado de tocarse.

AGITACIÓN Y ESTABILIDAD

En realidad, sentarse quieto y mantenerse en un lugar es el primer obstáculo en la disciplina de la meditación. Estamos tan habituados a estar constantemente en movimiento, haciendo cosas, que sentarnos quietos sin hacer nada en particular puede parecernos una tarea desalentadora e insólita. Esto se pone inmediatamente de manifiesto cuando estamos sentados a solas en una habitación durante más de quince minutos, ya sea en casa o en otro sitio.

En lugar de usar el tiempo para prestar atención a nuestros pensamientos y a nosotros mismos de manera constructiva, nuestra agitación nos atrae hacia pensamientos distraídos y triviales. Soñamos despiertos o huimos hacia la preocupación o la planificación. Pero enseguida nos aburrimos, nos ponemos de pie, nos preguntamos qué podemos hacer. ¿Hay algo que podamos mirar? ¿Hay algo que podamos leer? ¿Hay alguna otra cosa que hacer? Estamos tan acostumbrados a responder a los estímulos externos que nos sentimos perdidos sin ellos.

La agitación está en nuestros genes; nuestros antepasados pertenecían a tribus migratorias. Un bebé es un hermoso ejemplo de esto. Todos los padres saben que un bebé inquieto se tranquiliza con el movimiento: meciendo la cuna, caminando llevándolo en brazos o dándole un paseo en el cochecito o carrito. Al tratar de sentarnos quietos, de quedarnos en un sitio, estamos yendo a contracorriente. Dejar que nuestro cuerpo permanezca inmóvil, permitir que no haga nada, es el primer paso para contrarrestar la tendencia a la agitación. Solo perseverando reduciremos el impulso a movernos y a hacer cosas y seremos conscientes de las ventajas de la quietud y el silencio. Los Padres y Madres del desierto, en cuyas enseñanzas se basa la meditación cristiana, destacaron la importancia de permanecer en un mismo lugar: «En Scitia, un hermano vino al encuentro del abad Moisés, para pedirle una palabra. Y el anciano le dijo: “Vete y siéntate en tu celda; y tu celda te lo enseñará todo”» (La sabiduría del desierto).

Aunque la agitación es un problema auténticamente humano, es aún más pronunciado en Occidente. Siempre estamos de un lado para otro: vamos al trabajo, a algún sitio de ocio, a ver amigos. Nuestra agitación se extiende también a la necesidad de variar y cambiar respecto a nuestro trabajo, los restaurantes y bares que frecuentamos e incluso los amigos que tenemos.

Nuestra cultura occidental está dominada por el ego y su hacer cosas y lograr objetivos. Estamos condicionados a hacer en lugar de a ser: «No te quedes ahí sentado, ¡haz algo!». Ya de niños nos dan constantemente ocupaciones, especialmente los padres que se toman muy en serio su papel, en actividades deportivas o artísticas. No se nos anima a sentarnos, a soñar, a ser. No es infrecuente escuchar decir a un niño: «¡Me aburro!», cuando no está haciendo algo en ese momento o no se le ocurre qué hacer después. Esta agitación se manifiesta en el síndrome de la «mariposa espiritual»: pasar de un maestro a otro, sin quedarse nunca durante un largo período de tiempo.

La tradición del desierto desaprobaba esta agitación: «Si vives en un cenobio, no cambies de lugar; esto no te ayudará en nada. En efecto, del mismo modo que el pájaro que abandona los huevos que incuba les impide madurar, así el monje o la virgen se enfrían en su fe y mueren yendo de un lugar para otro» (Amma Sinclética).

San Benito estuvo muy influido por la tradición del desierto, a través de los escritos de Casiano 8. La estabilidad es también una virtud primordial en esta Regla. En el primer capítulo de su Regla expresa una verdadera hostilidad hacia los monjes inquietos, a los que denominaba giróvagos, que siempre están de un lado para otro y nunca se calman para echar raíces de estabilidad. Sin embargo, en otras tradiciones monásticas occidentales esto no se promovía. Tampoco era el caso de las tradiciones de los cristianos ortodoxos, hindúes o budistas, donde era bastante aceptable ir de un maestro a otro.

Esta agitación puede manifestarse también en el cambio frecuente de disciplina. Es cierto que podemos probar con diferentes métodos durante algún tiempo –muchas disciplinas tienen básicamente el mismo efecto de concentrar la atención y son igualmente útiles a la hora de entrar en el silencio de la auténtica meditación–, pero tendremos que acabar por asentarnos y ser fieles a una disciplina, para ahondar y arraigarnos de verdad. En caso contrario, permaneceremos en la superficie y seremos como el labrador de este relato:

Un labrador quería excavar un pozo en su terreno. Escogió una parcela en la que había habido un pozo en el pasado. Comenzó a cavar con esfuerzo en un lugar, y trabajó con verdadero ahínco, pero cuando, pasado un tiempo, no encontró agua, lo abandonó y comenzó a cavar en un sitio diferente. De nuevo empezó lleno de entusiasmo, pero pronto sintió que aquello no iba a funcionar. Y comenzó entonces en otro lugar. Y así, una y otra vez, hasta que tuvo un terreno lleno de hoyos, ¡pero ningún pozo! Si hubiera excavado en un solo lugar, habría llegado al nivel freático, al manantial, y el agua habría surgido por sí sola.

Pero la quietud –lo contrario de la agitación– es esencial. Necesitamos, en especial interiormente, estar en terreno firme, espiritual y psicológicamente arraigados. Necesitamos convertirnos en el «punto inmóvil del mundo que gira» (T. S. Eliot). Este arraigo no se prolongará solo durante nuestras sesiones de meditación, sino que acabará convirtiéndose en una actitud mental. Esto transformará nuestra vida y nos permitirá vivir y actuar permanentemente desde ese profundo centro en el núcleo de nuestro ser.

LA RESPIRACIÓN

La respiración es el puente entre el cuerpo y la mente. Cuando el cuerpo está en reposo, la respiración se vuelve más sosegada, y la mente también. Si estamos estresados o inquietos, nuestra respiración es menos profunda y rápida. Si estamos relajados, nuestra respiración es lenta y profunda. De modo que, si trabajamos para aquietar no solo nuestro cuerpo, sino también nuestra respiración, aquietaremos aún más nuestra mente.

El siguiente pasaje, tomado de la Filocalia, va aún más lejos, y recuerda a los ejercicios pranayama de yoga:

Sabes, hermano mío, cómo respiramos: inspiramos el aire hacia dentro y lo espiramos hacia fuera. En esto se basa la vida del cuerpo y de ello depende su calor. Así que, cuando estés sentado en tu celda, recoge tu mente, condúcela al sendero de la respiración a través del cual entra el aire, oblígalo a entrar en el corazón junto con el aire inhalado y mantenlo ahí. Mantenlo ahí, pero no lo dejes en silencio y vacío; al contrario, ofrécele la siguiente oración: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí».

Pero estos ejercicios de respiración solo son útiles como preparación para la meditación: una vez que la respiración se ha aquietado y fluye con naturalidad, podemos encontrar útil conectar nuestra respiración y nuestro mantra, pues esto puede ayudar a arraigar el mantra en nuestro ser. Pero, si esto te distrae, tan solo respira con normalidad (véase el Apéndice II). En los versos seleccionados del siguiente poema se describe de manera muy hermosa la importancia de la postura y de la respiración en la meditación:

Cuando medites, sé como una montaña,

sentada impasiblemente en el silencio.

Sus pensamientos están arraigados en la eternidad.

No hagas nada, solo siéntate, sé,

y cosecharás el fruto que fluye de tu oración.

Cuando medites, sé como una flor,

siempre orientada hacia el sol.

Su tallo, como una columna, siempre está recto.

Estate abierto, dispuesto para aceptar todo sin miedo

y no carecerás de luz en tu camino.

Cuando medites, sé como un océano,

siempre inamovible en su profundidad.

Sus olas vienen y van.

Mantén la calma en tu corazón

y los pensamientos se irán por sí solos.

Cuando medites, recuerda tu respiración:

gracias a ella el hombre ha cobrado vida.

Procede de Dios y a Dios regresa.

Une la palabra de la oración con la corriente de la vida

y nada te separará del Dador de la vida.

Cada montaña nos enseña el sentido de la eternidad.

Cada flor, cuando se marchita, nos enseña el sentido de lo efímero.

El océano nos enseña a mantener la paz en las adversidades,

y el amor siempre nos enseña el amor.

(HERMANO SERAFÍN del monte Athos,

adaptación del P. J. BEREZA, OSB)

AQUIETAR LA MENTE

Cuando comenzamos a meditar, nos damos cuenta enseguida de que la disciplina es sencilla, pero no fácil. Aun así, es importante destacar en este momento que la meditación edifica nuestras habilidades humanas innatas: sentir a un nivel intuitivo y centrar nuestra atención.

Cuando hemos contrarrestado nuestra agitación exterior, esta encontrará ahora otra salida: si no podemos movernos físicamente, dejamos que sean nuestros pensamientos los que caminen. Deambulamos, soñando despiertos, por el carril de los recuerdos, planeando, esperando, preocupándonos; internamente seguimos llenos de constante ruido y movimiento, el enloquecido torbellino de pensamientos inconexos. Los Padres del desierto conocían esta agitación interior como el demonio de la acedia, que llevaba al monje primero a añorar la comida y la compañía, luego a culpar a los demás por su actual estado de ánimo y finalmente a echar de menos su antiguo modo de vida y a sentirse tentado a volver al mundo.

Nosotros también nos sentimos tentados de rendirnos cuando estamos tratando de aquietar la mente en la meditación y nos vemos asaltados por todos estos pensamientos. Enseguida comenzamos también a sentirnos desalentados y pensamos que quizá no estamos hechos para esto. Pero el mensaje de quienes nos han precedido en este viaje es: ¡persevera! Tan solo céntrate en la respiración y el mantra y acepta con ecuanimidad lo que ocurre. Merece la pena: el silencio interior crea el estado de consciencia y concentración que echamos en falta en la vida cotidiana.

Sin embargo, hasta que no intentamos abandonar todos nuestros pensamientos e imágenes no nos damos cuenta de lo esenciales que nuestra mente considera que son para nuestro sentido de identidad. Siempre y cuando estemos pensando, sabemos quiénes somos y sentimos que contamos con un mínimo de control sobre lo que ocurre, por ilusorio que pueda ser. Sentimos que estamos al cargo y, por tanto, nos sentimos seguros.


Además, pronto nos damos cuenta de que somos en realidad adictos a los pensamientos, dado que nos hemos criado en una cosmovisión en la que se considera que el pensamiento es la actividad más elevada a la que podemos dedicarnos. Descartes, en su aforismo «Pienso, luego existo», en realidad vinculó la existencia con el pensamiento. No pensar parece una amenaza para nuestra supervivencia. T. S. Eliot habla de ello en su obra Cuatro cuartetos, en la que los viajeros de un tren subterráneo sienten que se enfrentan al «creciente terror de no tener nada en lo que pensar». Hemos de abandonar este vínculo entre pensamiento y ser.

No sorprende que la gente tenga miedo cuando se enfrenta a una disciplina como la meditación, que anima a abandonar los pensamientos e incluso las imágenes, todos los procesos, en realidad, de la mente racional: pensamiento, recuerdo, imaginación.


APTITUDES DEL DESIERTO INTERIOR Y EXTERIOR


El silencio y la soledad son requisitos previos para la meditación. Los Abbas y Ammas del desierto no tenían ninguna dificultad para encontrar silencio y soledad en el desierto. Sin embargo, en el mundo occidental, el silencio es difícil de encontrar, aunque la soledad sí es posible, incluso en una ajetreada ciudad. «Muchos viven en las montañas y se comportan como si vivieran en la ciudad, y pierden el tiempo. Es posible estar solo con el pensamiento, aunque se viva con mucha gente, y estando solo vivir con muchos, también con el pensamiento» (Amma Sinclética).

No todos podemos mudarnos al desierto de verdad, pero la meditación es una manera de entrar en el desierto: el desierto interior. Quien haya estado en el desierto de verdad sabrá que es un lugar peligroso y despiadado para el incauto. Es un entorno del que no somos responsables. Así que, para no perdernos y para asegurar nuestra supervivencia, necesitamos un guía que pueda enseñarnos. Tenemos que permanecer atentos a las sutiles señales del desierto que pueden indicarnos futuros peligros: el comportamiento de los animales, el viento y el tiempo atmosférico. Además, hemos de ser receptivos a nuestros propios sentimientos y estados de ánimo, dado que pueden ser indicativos de cansancio o deshidratación 9. La misma protección se necesita para viajar en el desierto interior. Se requiere una atención exclusiva en el mantra, para no perdernos en nuestros pensamientos, así como también ser conscientes de nuestras propias luchas interiores.

La atención, por tanto, se requiere tanto en el viaje exterior como en el interior. Pero también necesitamos el desprendimiento. En el desierto interior tenemos que aceptar la soledad y el silencio y desapegarnos no solo de la incomodidad y el tedio de quedarnos sentados en una postura y en un lugar, sino también del caos de nuestra mente inquieta, con sus pensamientos, sonidos e imágenes. En el desierto externo también necesitamos desprendernos de la escasez de alimento y agua, del intenso calor del día y el amargo frío de la noche.

No es conveniente luchar contra estos factores, ya que en ambos casos solo alcanzaremos nuestro objetivo si aceptamos nuestra falta de control. Hemos de aprender a vivir sin la necesidad de saber siempre por qué. Tenemos que permanecer en el desierto aceptando la sabiduría más elevada de nuestro guía interior y exterior. Además, pronto descubrimos que en ambos casos no es la razón, sino la intuición, la que puede guiarnos.

Estas aptitudes de atención y desprendimiento parecen ser opuestas, pero en realidad son complementarias. Tenemos que saber cuándo «preocuparse y no preocuparse» (T. S. Eliot); tenemos que saber cuándo centrar nuestra atención en algo y cuándo ignorar lo inevitable.

Además, el desierto se ha considerado siempre como un destacado símbolo de la Realidad última en su imponencia y su grandeza, en su inmensidad y su incognoscibilidad. En el desierto interior conectamos con esta misma realidad en nuestro centro, nuestro yo. En ambos entornos tenemos que desprendernos de lo no esencial. Lo que sostiene nuestra imagen personal en la realidad material exterior no sirve en la interior. Tenemos que purificar el ego de su necesidad de control y otros deseos. Hemos de ser como los Padres y Madres del desierto, que en su búsqueda de su propio verdadero ser en Cristo «tenían que rechazar por completo su yo falso y convencional, fabricado bajo la presión social en el mundo» (Thomas Merton).


SILENCIO


En todas las tradiciones se destaca la importancia de enfrentarse al problema del zumbido de los pensamientos y distracciones de nuestra mente, y se resume con la primera afirmación de los Yogasutras de Patanjali, un cercano coetáneo de Jesús: Yoga citta vritti nirodha (yoga [unión] es el aquietamiento del movimiento de la mente). El silencio interior es señal de que el ego está tranquilo; sin esto no podemos alcanzar la parte más profunda de nuestra consciencia, el yo.

El aquietamiento de nuestra mente nos permite ser conscientes de la quietud esencial en el centro de nuestro ser. Si podemos liberar nuestra mente de todo lo que la asalta, descubrimos la profunda paz y la inconcebible claridad que vive en nuestro interior.

Para retirarnos al silencio tenemos que abandonar tanto los ruidos externos como las percepciones de nuestros sentidos en general. Este silencio interior que estamos tratando de alcanzar no es solo ausencia de ruido, sino una energía creativa que nos permite volvernos proactivos a partir de nuestros impulsos creativos, en lugar de reactivos a los estímulos externos.

Podemos ayudarnos a alcanzar la quietud interior de varias maneras. Aspirar al silencio exterior puede ayudarnos a alcanzar la paz interior. Pero el silencio es una particularidad esquiva para la mayoría de los que vivimos en el entorno occidental actual; estamos siempre rodeados de ruido externo. Además, se nos bombardea con banalidades a través de los medios, la televisión, la música, Internet, juegos de ordenador. «Gozamos de las más extraordinarias posibilidades de comunicación gracias a la prensa, la radio y la televisión, y se nos nutre diariamente con tonterías que serían ofensivas para la inteligencia de los niños si no estuvieran amamantados por ellas» (E. Fromm, Psicoanálisis y religión). Además, nos hemos acostumbrado tanto al ruido que su ausencia nos resulta extraña y desconocida, y, por tanto, incluso amenazadora.

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