Kitabı oku: «Más allá del invierno», sayfa 2
3. Una cara en la ventana de hielo
Al cabo de unas horas, algo despertó a Mila de un sueño profundo y la joven abrió los ojos con un grito ahogado. Se quedó tumbada mientras el latido de su corazón se ralentizaba, escuchando los sonidos de sus hermanos, que dormían. Era una de las cosas que le gustaban de vivir en un invierno permanente: dormían todos juntos en la cocina sobre unos camastros al calor de la chimenea. Sanna, que tenía doce años cuando empezó el invierno, hablaba con nostalgia de cómo, tiempo atrás, había tenido su propia habitación para el verano, con cortinas de algodón muy finas; pero ahora la puerta de las habitaciones de verano, con las paredes más delgadas y las ventanas más grandes, estaba tapiada. Además, Mila no se imaginaba durmiendo sola.
Escuchó los ligeros ronquidos de Pípa junto a la oreja y la profunda respiración de Sanna al otro lado, con el pelo negro azulado como las alas de un cuervo, desparramado sobre la almohada de paja, como siempre. Sin embargo, al otro lado de su hermana, faltaban las respiraciones superficiales de Oskar.
Mila se incorporó con cuidado y las pesadas pieles le resbalaron por el cuerpo. Sintió frío de inmediato, a pesar de llevar el nuevo camisón de invierno que Sanna había vuelto a rellenar con musgo la semana anterior. Incluso tan cerca del fuego, su aliento creaba pequeñas nubes de vaho, como un dragón de una de las historias de papá.
«Papá». Pronunció la palabra en silencio, por primera vez en meses. Se había establecido una especie de norma implícita entre los hermanos de no hablar de él, aunque estuviera presente por toda la casa, desde los pantalones que por fin le iban bien a Oskar, hasta las hachas de leñador junto a la chimenea, con las empuñaduras suavizadas por el uso.
Cuando el desconocido había preguntado por él, los recuerdos habían vuelto en cascada. Evocarlo era doloroso. Olía a savia y a humo de leña. Tenía los ojos azules como el hielo, igual que Sanna, y una risa y un corazón salvajes, pero también era amable. Ni siquiera su padre había sido tan osado como el hombre de afuera.
Se sintió vacía, como una mano que cae después de estar acostumbrada a que la sostengan, y, por primera vez en mucho tiempo, quiso hacer cosas que le recordaran a él y no que la hicieran olvidar. Tal vez, al día siguiente, cuando el desconocido y sus acompañantes se hubieran marchado, podrían ir hasta el árbol corazón y sentarse a contar historias, como hacían antes.
Pensó en el oso del estandarte del hombre. Papá les había contado cuentos sobre Bjørn, el espíritu oso que protegía los árboles, y Eld, el oso solitario que se enamoró del sol. Unas historias tristes y bonitas que no se parecían en nada al desconocido.
Se fijó en la oscura ventana de hielo y se tapó la boca con la mano para no gritar. Había una cara enorme y distorsionada en la ventana. El fuego la iluminaba de forma grotesca y la hacía parecer muy ancha y repugnante, como si no tuviera bordes. Unos ojos dorados brillaban en la luz parpadeante. Y delante de la ventana…
—¿Oskar? —susurró.
La cara del desconocido desapareció y Oskar se volvió desde donde estaba mirando. Mila salió de la cama y se acercó a él, descalza y encogida al pisar las partes frías del suelo donde ya casi no quedaban juncos. Se detuvo a poca distancia de su hermano. Parecía que habían pasado años desde el abrazo. Ahora la distancia crecía entre ellos. Estaba muy pálido y tenía los ojos completamente abiertos y vidriosos.
—Oskar, ¿qué hacías?
—Los observaba —dijo en voz baja y seca.
—¿Qué hacen?
—Nada.
Mila se estiró para mirar por encima del hombro.
—Estabas hablando con ellos.
—No, qué va.
Se movió para impedirle ver. Tenía un poco de sudor en el labio superior. Parecía febril.
—¿Quieres un poco de caldo? ¿Despierto a Sanna?
—No —dijo, sin apenas contener la ira—. Vuelve a la cama.
Mila levantó la barbilla y lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa?
Una sombra, como una anguila que parpadea bajo la superficie de un lago, atravesó la cara de su hermano. De repente, parecía más viejo. No era él mismo.
Mila levantó la mano para tocar el extraño bulto de la mejilla de Oskar, pero él la agarró por la muñeca con fuerza y hundió los dedos fríos en su cálida piel. Jadeó y lloró cuando sintió dolor. Él se le acercó.
—Vuelve a la cama, Mila.
Un pinchazo en la sien se sumó al dolor de la muñeca cuando la soltó. Con la respiración agitada, hizo lo que le ordenó, se volvió a meter entre sus hermanas y se tapó la cabeza con las mantas para intentar calmarse. Una manita sujetó la suya y se percató de que Pípa también estaba despierta. Removió las mantas hasta que se encontró con los ojos brillantes de la pequeña en la oscuridad.
—¿Qué le pasa a Oskar? —susurró Pípa.
Como respuesta, se llevó un dedo a los labios. No quería que ni su hermano ni el desconocido las oyeran.
4. Se ha ido
¡Arriba!
Alguien le apartó de golpe las pieles a Mila. Gritó y levantó los puños para protegerse, pero tan solo era Sanna.
—Venga, Mila, levanta.
La luz tenía el tono gris pálido de las mañanas, y su hermana mayor llevaba la ropa de trabajo, el broche de Geir sobre el corazón y el pelo negro recogido en un moño tirante. Entrecerró los ojos y tensó la mandíbula, irritada.
—¿Qué…? —intentó preguntar Pípa, todavía aferrada a la mano de Mila.
—Los hombres se han ido —dijo Sanna con brusquedad.
—Qué bien —respondió Mila, temblando, mientras trataba de taparse con las mantas.
Sanna soltó una risa amarga.
—Nuestro hermano también.
Mila sintió una punzada de terror en el pecho.
—¿Oskar se ha ido? —chilló Pípa.
Mila se frotó los ojos para espabilarse más deprisa.
—A lo mejor los ha seguido hasta la frontera de Stavgar para asegurarse de que se marchaban. O ha ido al árbol corazón…
Sanna la miró fijamente.
—¿Por qué iba a ir allí?
—El hombre —balbució Mila, dudosa—. Ayer nos preguntó por nuestro padre y me hizo pensar en él. A lo mejor le ha pasado lo mismo a Oskar y por eso ha ido hasta allí.
—Nos dijo que no fuéramos nunca —advirtió Pípa, muy seria.
—Ya sabes cómo es, no escucha los consejos de nadie, ni siquiera los suyos —comentó Mila—. A lo mejor ha salido temprano a comprobar las trampas.
Sanna puso los ojos en blanco y el dolor que Mila sentía en el pecho se convirtió en fastidio. ¿Por qué su hermana no estaba más preocupada?
—¿Deberíamos ir a comprobarlo? —preguntó mientras corría hacia el fuego, donde colgaba su túnica para protegerse del frío de la mañana. Se la puso por la cabeza, le dio tres vueltas al cinturón y lo anudó por los extremos antes de ponerse las mallas de lana. Estaban calientes y humeantes. Respiró hondo, más tranquila—. Puedo llevarme a Dusha con el trineo y…
Sanna soltó otra risa extraña y entrecortada. Mila se acercó a ella.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada, no tiene ninguna gracia —respondió su hermana con un largo suspiro y echó los hombros hacia atrás. «Es muy guapa», pensó Mila a pesar del enfado, algo distante—. Pero deberíamos haberlo visto venir.
—¿El qué? —preguntó Pípa, pero Sanna se dio la vuelta y descolgó el cubo para la nieve del gancho que había junto a la chimenea.
—Voy a por nieve fresca. Poned más juncos aquí, se están esparciendo.
—¿Qué deberíamos haber visto venir? —volvió a preguntar Pípa, pero Mila se limitó a negar con la cabeza. La mención de los juncos le recordó la sensación de caminar descalza sobre el suelo helado y la extraña conversación con Oskar.
—Anoche vi algo —dijo—. Oskar estaba junto a la ventana. Hablaba con alguien de fuera, creo que…
Sanna se tensó y dedicó una mirada indescriptible a su hermana.
—El hielo tiene un palmo de grosor. No se oye nada a través de él.
—Bueno, pues miraba a alguien y ese alguien lo miraba a él.
Sanna se dio la vuelta rápidamente, pero Mila estaba segura de que había fruncido el ceño.
—Ve a por los juncos.
—¿No puedo ir a buscar a Oskar? Estaba raro, parecía…
—Creo que solo fue un sueño —espetó su hermana—. Haz lo que te digo.
Se puso la capa sobre la cabeza y salió de la cocina. Al rato, escucharon el aullido del viento y una ráfaga de aire invernal se coló en la casa e hizo titilar el fuego antes de que Sanna cerrara la puerta.
Mila conocía ese tono de voz: replicar era inútil. Abrió la puerta de la despensa y descolgó los juncos del gancho donde los secaban. Se le subió una manga al levantar el brazo y dejó a la vista un moratón azulado en la muñeca. «No ha sido ningún sueño», pensó. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Era Pípa, todavía en pijama y con las zapatillas de piel puestas.
—Ven, Pípa. Vístete y luego me ayudas a cubrir el suelo.
Sanna entró con la nieve fresca cuando salían de la despensa y se frotó los ojos despacio.
—¿Por qué lloras? —preguntó Pípa.
Sanna hizo una mueca.
—No lloro. —Cerró de un portazo. Tenía las mejillas sonrojadas por el frío y la mirada ausente—. Pípa, deja de mirarme.
—¿Había algún rastro? ¿Has visto hacia dónde…? —empezó a preguntar Mila, pero Sanna negó con la cabeza.
—Solo de un animal —dijo con sequedad—. El resto de la nieve estaba lisa como si nunca hubieran estado aquí.
Entró en la cocina pisando fuerte y colgó el cubo junto al fuego para derretir la nieve. Mila se acercó a la puerta principal y, al abrirla, se oyó un crujido. Su hermana no mentía. Aparte de las huellas de Sanna, el suelo estaba inmaculado. También había huellas que parecían de un alce o un lobo, demasiado grandes para ser de cualquiera de los dos, que rodeaban la parcela y desaparecían por un lateral de la casa…, hacia el norte.
—¿Se han ido todos? —preguntó Pípa, que intentaba asomarse desde detrás de su hermana. Mila asintió y tragó saliva. No entendía por qué Sanna no le dejaba ir en busca de Oskar. Pípa se apoyó en su cintura—. ¿Puedo vestirme más tarde? ¿Cuando vuelva Oskar?
Mila asintió.
—Empezaremos por la despensa. Nos pondremos con la cocina después de desayunar, cuando haya vuelto.
Pero, después de dejar los juncos en la despensa, la cocina y el pasillo, Oskar seguía sin haber vuelto.
—Se habrá ido a comprobar las trampas —dijo Mila, más para consolarse a sí misma que a Pípa.
—¿Sin desayunar?
—Pues a la frontera y…
—¿Sin Danya? —la interrumpió Sanna—. Nunca va al bosque sin ese perro. Se ha marchado con ellos.
A Mila le dieron ganas de zarandearla.
—¿Qué? ¿Acaso no es evidente? —dijo Sanna, hablándole como si fuera una niñita estúpida—. Se ha marchado con ellos.
—¿Por qué haría eso? No, no lo haría —replicó Mila, que de pronto tenía mucho calor.
—¿Por qué no? ¿Quién no elegiría vivir aventuras en lugar de cuidar de tres hermanas? En lugar de… ¿cómo dijo que nos había llamado aquel hombre? Un castigo.
—Oskar nos quiere —protestó Pípa, a quien le temblaba el labio inferior—. Nunca se marcharía.
Sanna soltó una carcajada.
—Sí, claro que nos quiere, igual que nos querían papá y mamá.
—¡Sí que nos querían! —gritó Mila al sentirse como si le hubieran dado un puñetazo.
Pero Sanna la fulminó con la mirada.
—Papá nos quería tanto que nos dejó. Se fue y nunca miró atrás. Y Oskar ha hecho lo mismo.
A Mila le costaba respirar, hasta le dolía hacerlo. Nunca hablaban de la marcha de papá, de cómo se levantó temprano en el aniversario de la muerte de mamá y salió al frío sin gorro ni capa.
—Eso no lo sabes. Oskar dice que papá nos quería, solo que a mamá la quería más. No soportaba vivir aquí sin ella.
—¡Ella ya se había ido! —Sanna se puso en pie y gritó. Escupió algo de saliva al hablar y Mila miró nerviosa a Pípa. Mamá había muerto al dar a luz a su hermana pequeña y siempre procuraban no hablar del tema—. Quiso seguirla, pero ya llevaba años muerta. Prefirió dejar a su familia en manos del caprichoso de nuestro hermano, que ha salido huyendo en cuanto ha tenido una oferta mejor.
Mila tenía cada vez más calor y le cosquilleaban las manos. También se levantó.
—No se iría. Se lo habrán llevado.
—No he oído ningún forcejeo. No hay signos de que hayan forzado la puerta ni sangre en la nieve —dijo Sanna con la respiración entrecortada—. ¿Tú has visto algo?
—Había algo raro en el hombre que los guiaba, algo malo. —Mila recordó que sus pies no se hundían en la nieve y cómo hizo callar a los perros con un solo gesto—. Algo peligroso.
—A lo mejor, donde tú viste peligro, Oskar vio emoción —dijo Sanna, más tranquila. Se levantó con los hombros caídos y se clavó las uñas en las palmas—. No le culpo. Si fuera un hombre, también me marcharía. Saldría por esa puerta y no volvería nunca.
Mila se quedó sin aliento. Pípa corrió y se aferró a las faldas de su hermana mayor.
—No te vayas, San.
Sanna la apartó con dureza y soltó otra risa amarga.
—No lo haré. —Levantó la vista y los ojos le brillaron por las lágrimas—. No tengo ningún sitio adonde ir.
Se puso la capa sobre los hombros y al cabo de unos segundos, oyeron un portazo y los ladridos de los perros. Mila sabía que había ido a sentarse con ellos en el cobertizo. Era lo que todas hacían cuando estaban disgustadas.
Tuvo la sensación de que el suelo se había convertido en nieve blanda bajo sus pies y se sentó en el banco. Pípa lloró en silencio y la atrajo a su regazo para mecerla con cariño.
—¿Se va a marchar? —preguntó la pequeña entre hipidos.
—No, solo ha ido a enfurruñarse con los perros. ¿No los oyes lloriquear con ella? —dijo Mila, con la voz más alegre que pudo fingir.
—Entonces… —empezó Pípa—. ¿De verdad crees que Oskar nos ha dejado? ¿Volverá?
Mila enterró la cara en la gruesa trenza de su hermana mientras pensaba.
—Iré a buscarlo. No tardaré si me llevo a los perros. Miraré donde las trampas y el árbol corazón. A lo mejor está herido o… —Tragó saliva—. Volveré antes de que oscurezca si salgo ya.
—¿Puedo ir contigo?
—De eso nada. —Le dio una palmadita en la pierna para que se levantara—. Será mejor que le diga a Sanna que me voy.
Se envolvió en la capa y se puso el gorro. Se detuvo un momento, antes de tomar las prendas de Sanna también, aunque hubiera preferido dejar que se congelase, por mala. Le dio a Pípa otro abrazo rápido y salió en dirección al cobertizo de los perros.
Era una estructura baja con el tejado de paja, siempre cálida, incluso en invierno. En uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre, la recordaba tomándole el pelo a papá: «Mimas demasiado a esos perros. ¡Está mejor construido que nuestra casa!». En parte, era verdad: todos los huecos de las paredes estaban cubiertos con paja para protegerse mejor contra el viento y el techo tenía doble grosor. Mila respiró hondo antes de entrar e inhaló el agradable olor a galletas para perro, reconfortante incluso en los momentos más tristes.
Sanna estaba acurrucada en una esquina, con Danya tumbada en el regazo y Dusha a su lado. A Mila se le pasó un poco el enfado al ver a su hermana mayor, siempre serena, tan triste bajo los animales.
—Me voy al árbol corazón y a comprobar las trampas.
—¿Para qué? —dijo Sanna mientras retiraba la mano de la barbilla de Danya. El perro gimió como protesta y la empujó con el hocico.
—Se ha ido, Mila. Igual que papá. —Sacó algo de la bolsa de piel de venado que llevaba en el cinturón—. Encontré esto en la puerta cuando salí a por nieve.
Sostenía el anillo de su padre: un aro de bronce mate con un enorme granate, apagado y liso por el desgaste de años de uso. Mila lo levantó, casi sin respiración.
Su madre le había regalado aquella piedra que había extraído de la mina en la que trabajaba en Bovnik cuando él le pidió matrimonio. Mila recordaba con claridad a su padre jugueteando nervioso con el anillo después de encender la mecha en un plato de grasa de ciervo fría en el aniversario de la muerte de su madre. «Para iluminar su recuerdo».
Le invadió una terrible tristeza que envolvió la preocupación que sentía por Oskar, como una pesada red que atrapa a un banco de peces asustados. «Papá». Su cara ancha y barbuda, sus pulgares acariciando el granate y frotándolo para darle brillo, sus ojos azules como el hielo llenos de desesperación…
Al día siguiente, se había ido. Oskar llamó a sus hermanas y corrió al bosque nevado. Volvió casi un día después, con el anillo en la mano, lleno de arañazos y llorando. «Se ha ido. Se ha ido». Cuando se calmó, les contó que había recorrido todo el bosque.
«Lo encontré junto al árbol corazón», les dijo y abrió la mano para enseñarles el anillo, que le había dejado marcas en la piel.
«¿Has mirado en el árbol? ¿Seguro que no lo ha escalado? —preguntó Mila—. A lo mejor fue allí para recordar a mamá».
Oskar la miró con tanta angustia que ella palideció de miedo.
«¿Qué pasa?».
«No estaba allí. No podemos volver nunca al árbol corazón», dijo con la voz tan apagada como sus ojos. «Prometédmelo».
Todas lo hicieron. Entonces, como si quisiera mantenerlos atrapados en el horrible recuerdo de aquel día, el invierno se alargó. Como si papá se hubiera llevado con él la primavera y los hubiera abandonado al frío.
—¿Mila?
La chica sintió que el miedo le bloqueaba la garganta mientras alternaba la mirada entre la cara de Sanna, con los mismos pómulos altos y ojos que papá, y el anillo. Se apartó y negó con la cabeza.
—Oskar no lo habría dejado. A lo mejor se peleó con ellos. A lo mejor se le cayó del dedo y…
Sanna esbozó una sonrisa triste.
—Estaba delante de la puerta, Mila. Lo dejó ahí para que lo encontrásemos. Es un mensaje.
Mila negó con más fuerza y las orejeras del gorro le bailaron. Sin embargo, al mismo tiempo, sintió que la duda le crecía en la base del estómago. La aplastó y la ignoró, e intentó aparentar seguridad al hablar.
—Voy al árbol corazón. —Le tendió el anillo, la capa y el gorro—. Me llevo a los perros, así que necesitarás esto para no coger frío aquí fuera.
Sanna suspiró, se guardó el anillo en la bolsita del cinturón y le dio un empujoncito cariñoso a Danya para levantar al animal. Se puso en pie y recogió la capa.
—Voy contigo.
—¿Y Pípa?
Sanna dudó un segundo, como si se hubiera olvidado de que ahora solo eran tres.
—Ve a buscarla. Trae también algo de comida. Ataré a los perros.
Mila soltó el aire que había aguantado inconscientemente. Aunque le encantaba el bosque, no le emocionaba la idea de pasar el día recorriéndolo sola. Mientras volvía hacia la casa, echó un vistazo a las huellas que la rodeaban, y más allá, hacia los alerces. Desnudos y pálidos como huesos, se agitaban con el viento helado y parecían mirar atrás.
5. Las trampas
Mila tenía las mejillas heladas y el frío se le metía por la garganta y la nariz con cada respiración. Dusha y Danya lo hacían bien, las arrastraban deprisa por la nieve, impulsados por una preocupación enérgica que Mila también sentía bajo la piel: un burbujeo oscuro, como un escupitajo de carbón caliente. Sanna y ella mantenían el ritmo, empujaban con los pies en la nieve para ayudar a los perros, se agachaban e impulsaban a la vez.
El trineo avanzaba tras los perros. Estaba hecho de abedul claro y sin pintar; Oskar había renovado la plancha en la parte inferior de los rieles el mes anterior. Los dejó tan afilados que se cortó. Había dos barras de dirección, una delante y otra detrás, con tablas a las que subirse. Pípa iba sentada en el asiento de piel de foca, con las trenzas volando, mientras que Sanna y Mila iban en la parte de atrás para mantener mejor el equilibrio y sujetar las riendas sin tensarlas.
Pasaron por las primeras cuatro trampas sin reducir la velocidad: tres de ellas eran trampas de red para liebres bajo un ligero manto de nieve y hojas con el cebo congelado y la otra era una trampa con foso a la altura adecuada para los zorros, que eran demasiado listos para pisar el suelo removido. Oskar cazaba cada vez menos, y Mila recordó lo que había dicho el hombre: «A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente». Tembló.
Su padre puso las trampas tan rectas como le permitieron los árboles, un camino directo a su lugar favorito, y Mila se imaginó a Oskar corriendo para comprobarlas, adentrándose cada vez más en el bosque. Pero ahora no estaba allí y no había ningún indicio de que hubiera estado desde la nevada de la noche anterior.
Se mordió el interior de la mejilla. No veía muy bien el rostro de Sanna, pero sabía que estaba en tensión y con los labios apretados. Le hubiera gustado deslizar la mano por la barra para agarrarle la suya, pero no quería correr el riesgo de caerse. Además, seguía enfadada con ella por pensar que Oskar se había marchado por voluntad propia y por decir que, si pudiera, ella también se iría.
Sintió una punzada de amargura en el estómago mientras se agachaba para esquivar una rama baja que se le enganchó ligeramente en el gorro antes de soltarlo con un silbido. Pasaron media docena más de trampas de red y dos con foso antes de que el bosque se volviera más espeso. La palidez del cielo se redujo poco a poco hasta desaparecer del todo en algunos tramos, escondido tras las apretadas ramas.
Recordaba una primavera lejana, antes de que Pípa naciera, antes incluso de que le dieran su nombre verdadero, en que recorrieron ese mismo camino. Su padre se la cargó a la espalda y las hojas le rozaron la cabeza. Pasaron entre un muro de troncos muy juntos hasta llegar a un gran abedul: el árbol corazón. Había crecido de forma extraña, más parecido a un roble, tan ancho como su casa y tan alto, desde la perspectiva de Mila, como el cielo. Sus hojas formaban un manto sobre sus cabezas y el suelo estaba cubierto por una alfombra de musgo. Las flores silvestres crecían donde alcanzaba el sol, como manchas brillantes de rojo y violeta con olor a miel.
Papá la dejó en el suelo con cariño.
«Te echo una carrera».
Todos escalaron muy alto, sin aliento y entre risas. Oskar y Sanna subían deprisa sin ningún cuidado. A Mila le latía el corazón con fuerza, pero no tenía tanto miedo porque mamá estaba cerca. Era un árbol perfecto para escalar, los surcos de la corteza eran suaves, pero sólidos, y la mano le encajaba a la perfección.
Cuando llegaron arriba, solo se veía el bosque; un mundo entero de madera y hojas enmarañadas. Nunca había sido tan feliz.
«Este es el lugar más especial del bosque —le contó mamá—. Todos los demás árboles crecen a partir de este. ¿Ves cómo se arremolinan a su alrededor, como la cáscara de un caracol, para protegerlo? —Mila se dio la vuelta despacio y siguió la espiral con la mirada hasta perderla de vista—. A cambio, los protege y se asegura de que el bosque sea fértil».
«Bjørn vive aquí», dijo Oskar mientras pellizcaba a Mila en el brazo.
«Esperemos que no tenga hambre», bromeó Sanna y le pellizcó el otro brazo.
«Dejad tranquila a vuestra hermana», los regañó papá con un suspiro.
Mila se estremeció mientras miraba a su alrededor.
«Pero hemos cogido savia, ¿no creéis que se enfadará?».
«Solo tomamos lo que necesitamos», la tranquilizó mamá.
Pero no la convenció.
«Bjørn no mata de verdad a los que dañan el árbol corazón, solo es una historia, ¿verdad?».
«Las historias no son más que una forma diferente de contar la verdad —dijo mamá—. Solo haría daño a alguien para proteger el bosque. Sea como sea, el árbol corazón es precioso. Si sufriera algún daño, el bosque moriría».
«Y tendríamos que irnos», añadió papá con tristeza, y Mila se apoyó en él.
De él había aprendido a amar el bosque.
«Eso no pasará, ¿no?».
«Claro que no», respondió mamá con cariño.
Mila notó la sonrisa de papá en su voz.
«Nunca».
Pero él sí se había marchado y, como si hubiera sido el mismísimo árbol corazón, el invierno se quedó en su lugar y atrapó al bosque en su jaula de hielo y nieve. Mila no había vuelto a subirse a un árbol desde entonces.
Se acercaban a la última de las trampas, cerca de la arboleda de abedules que rodeaba el árbol corazón. Mila los veía, delgados espíritus plateados que brillaban a la luz del invierno, en contraste con la oscura corteza de los abetos y los alerces. Parecían más pequeños de lo que recordaba y más aburridos, aunque suponía que se debía a que ella era más grande ahora. La piel le ardió de nuevo. «Nunca le hagas daño al árbol corazón o Bjørn te atrapará». Su padre lo repetía tan a menudo que se les había quedado grabado en la memoria antes incluso de recibir su nombre verdadero.
Sanna también se dio cuenta de que ya estaban cerca, chasqueó la lengua y tiró de las riendas para que Dusha y Danya fueran más despacio. Los perros obedecieron al instante y trotaron entre las nubes de vaho que formaban sus alientos.
Mila bajó del trineo de un salto para caminar junto a ellos, con la mano en el lomo de Dusha. Lo notaba caliente incluso a través del guante y sentía el zumbido de su respiración, como una colmena escondida en el tronco hueco de un árbol. Sanna se quedó en el trineo y se movió hacia el centro para equilibrarlo.
—¡Stuta! —Sanna remarcó el sonido de la s entre los dientes ligeramente separados, igual que el silbido de una tetera vieja, y los perros se detuvieron.
Mila no lo hizo. Pasó junto a la última trampa: un conjunto de redes cubiertas por la escarcha nocturna y colocadas a intervalos regulares entre las ramas congeladas, a la espera de los pájaros. Papá les dijo que, tiempo atrás, todo el bosque había estado lleno de aves. «¡Solían despertarme cantando! ¿Os lo imagináis?».
No se lo imaginaba.
Una trampa estaba baja, y Mila la levantó. Encontró el cuerpo de un alcaudón joven, apenas más grande que un polluelo.
—¿Mila? —la llamó Sanna con voz amable.
—¿Ves lo pequeño que es? —murmuró Mila por encima de los susurros quedos del bosque y las pisadas de los perros—. Solo sirve de cebo.
Se agachó, con las piernas doloridas por el viaje en trineo, y empujó un poco al pájaro. Se le cayeron algunas plumas entre los dedos. El ave no estaba congelada, lo que significaba que a Oskar no se le había pasado en una visita anterior. Pero también significaba que hoy no había ido a comprobar las trampas. No estaba allí.
—¿Es reciente? —preguntó Sanna.
Mila asintió y las lágrimas se le acumularon en los bordes de los ojos. Las frotó con impaciencia y siguió adelante, avanzó los últimos pasos que quedaban hasta la arboleda, donde crecía el árbol corazón; un árbol más alto y más viejo que cualquier otro del bosque y que extendía sus poderosas ramas hasta cubrir casi todo el cielo con ellas.
Lo que vio la hizo caer de rodillas.
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