Kitabı oku: «Ficciones asesinas»

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Ficciones asesinas

Krina Ber



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Jesús Quintero Yamín

@culturaurbana

tel: +58-212-284.35.21

No 116

Premio XIX Concurso Anual Transgenérico 2019

© 2021 fundación para la cultura urbana

isbn Impreso: 978-980-7309-33-2

ISBN Digital: 978-84-123371-7-4

producción

Staff FCU

concepto gráfico

Waleska Belisario

foto de portada

Autor desconocido, ©Archivo Fotografía Urbana

diagramación y montaje gráfico

David Arneaud

Krina Ber

Nació en Polonia en 1948, creció en Israel, estudió en Lausanne (Suiza) y se casó en Portugal antes de radicarse, en 1975, en Caracas, Venezuela. Arquitecto EPFL y UCV, se especializó en el diseño industrial en acero, aluminio y vidrio. Comenzó a escribir en español en 2001. Ha ganado importantes premios literarios incluyendo el de Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, el concurso de cuentos del diario El Nacional, el concurso de cuentos de SACVEN y la Bienal «Daniel Mendoza» –mención cuento– del Ateneo de Calabozo. Sus relatos (siete de ellos incluidos en diversas antologías) están reunidos en tres conjuntos: Cuentos con agujeros (Monte Ávila, 2005), Para no perder el hilo (Mondadori, 2009) y La hora perdida (Ígneo, 2015). Su primera novela, Nube de polvo (Equinoccio 2015), obtuvo el Premio de la Crítica a la Novela del Año, y Ficciones asesinas ganó en 2020 el XIX Concurso Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.


Xix Premio Anual Transgenérico

Veredicto

Nosotros, el jurado designado para escoger al ganador del XIX Premio Transgenérico otorgado por la Fundación para la Cultura Urbana, luego de leer los ciento nueve (109) originales concursantes, hemos decidido lo siguiente:

1. Otorgar por unanimidad el premio a la novela Ficciones asesinas, identificada con el seudónimo «El Cangrejo», por considerar que el texto reúne una serie de aspectos estético-literarios que lo convierten en una sólida pieza, entre estos el manejo eficaz del tempo y la intensidad narrativos, y el uso de una estructura en la que se combinan varias modalidades de discurso. Todo ello a través de un argumento que resalta las difíciles condiciones socioeconómicas y políticas que atraviesa el país, proyectadas en una distopía de estilo terso y con matices de hondas connotaciones simbólicas.

Abierta la plica la autora resultó ser Krina Ber.

2. El jurado deja constancia, asimismo, de la alta calidad de las obras recibidas en varios géneros, destacando, sobremanera, el cuento, la novela y el ensayo.

En Caracas y Valencia (España), a los 20 días del mes de enero de 2020.

El Jurado:

Silda Cordoliani

Carlos Sandoval

Slavko Zupcic

Tal vez es negación de la realidad. Pero estaría en mi derecho, los viejos nos ganamos eso. No nos queda demasiado tiempo y la realidad nos afecta ya poco, se desentiende de nosotros y nos pasa por alto. Casi todas las cartas están jugadas y apenas nos aguardan sorpresas. Y como la realidad nos va dando la espalda, nosotros podemos hacer lo mismo con ella y negarla a nuestra conveniencia.

Javier Marías, Berta Isla.

The trouble with fiction, «said John Rivers», is that it makes too much sense. Reality never makes sense.

Aldous Huxley

Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.

Wisława Szymborska

1

Esta historia se cristaliza como tal con la muerte de Ambrosio Garza quien voló desde su balcón del quinto piso en una silla de ruedas. Pero en realidad no tiene un comienzo definido, como no lo tienen las formas de las ciudades o de las rocas que esculpe el mar, ni las vidas cuando quedó atrás la mayor parte de ellas. Podríamos iniciarla en cualquier día cercano a aquel suceso, en cualquier entrada que haya tecleado en su diario Elizabet Rosenberg, viuda, escritora, habitante del Conjunto Mayoral, apartamento A25 y protagonista de estos eventos.

Por ejemplo, en esta:

MIÉRCOLES, 28 DE MAYO

He leído posts sobre ella y hoy, en efecto, la vi, enorme en la oscuridad del sótano. Por suerte, muerta: los gatos han hecho su trabajo, como dicen los defensores de los gatos de nuestros grupos de whatsapp. Desde que se echó a perder la segunda bomba de agua las alimañas se han vuelto visibles, quizás envalentonadas por las cañerías vacías. A una vecina del primero le saltó un ratoncito de la poceta. Pequeño, un bebé, precisó casi con ternura. Brrr. Pero esa rata, la que vi, no era un bebé ni tampoco podría saltar, gracias a Dios: estaba tiesa, con los dientes afilados fuera de la boca y la barriga que ya comenzaba a hincharse.

La vi, y el ansia de procesar lo que vi me impulsó a releer a Clarice Lispector como se toma un vaso de agua purificadora; al menos unos sorbos de Clarice que parece tan despreocupada por la acción y la velocidad del relato y por no aburrir a nadie con descripciones minuciosas. Y, sin embargo, basta una rata muerta –precisamente: una rata muerta– para poner en jaque a toda la creación de Dios, basta un ciego mascando chicle para que tambaleen los más sólidos andamios de una vida. Su narrativa me envuelve como una nube de escarcha que se extiende hacia afuera de mi cocina abarcando con su magia el pedazo de cielo y el apamate que florece en el patio y hasta los miserables balcones del edificio C que suelo espiar a veces entre sus ramas; me revitaliza la mente, hace renacer las ganas de ser y estar y escribir así, de esa manera. Pero uno es lo que es, y tú, mi querida Bet, no posees el vuelo de los grandes. Sacre Clarice. Tú narras lo que ella hace intuir. Tú dices, y ella lo infiltra por ósmosis; tú necesitas manosear con los diez dedos lo que ella apenas roza con su ala inasible. En la prosa de Clarice hasta una gallina vuela. ¿Pero cuán alto puede volar una Rosenberg con sus alitas de nada y las patas de uñas rojas hechas para escarbar la tierra?, una Rosenberg falsa, para colmo, ya que ni siquiera es judía. ¡Jajaja! Sin embargo, tras releer algún fragmento de Clarice renace la ilusión de que existe un nivel de narrativa en que la realidad devela su dimensión paralela. Y por unos instantes estoy feliz. Me emociono, me sube la tensión, me derrito sobre una página aunque sea de este diario y trato, trato.

Qué bien, tía, diría Daniela, como lo decía antes cuando todavía traía a veces una botella de vino chileno y las copas nos soltaban la lengua. Celebro que lo estés intentando. (Subentendido: tal vez produzcas por fin algo publicable.)

Sarcasmo injusto, Bet: esto huele más a tus propios pensamientos que a palabras de tu Dani. Y el vinito, chileno o no, está entre las primeras cosas que se han acabado, son ya unos cuantos años. Primero fueron los vinos y los postres, luego el azúcar, los quesos, las manzanas y los dulces; ahora también el café, el té, leche, arroz y atún en lata pasaron al rubro de artículos de lujo. Y el pan.

No hables del pan, Bet. Nada de pan. Este diario no es para hablar del pan, ni de las colas para comprar el pan. Demasiada gente por aquí se dedica a documentar estas realidades hasta que reverberen en las redes, repetidas, multiplicadas y ampliadas, como si no bastara con padecerlas. No hace falta tu voz en ese coro de crónicas y quejas. No obstante, las putas realidades presionan y se cuelan entre las líneas que tecleo. Por ejemplo, esa rata muerta. No tenía por qué mencionarla. No sé qué hacer con ella en la narrativa y, en el plano práctico, menos. Debo decir que tampoco lo supo la conserje: parecía una chiquilla asustada, incapaz de acercarse. Quien liquidó el asunto en un dos por tres con una bolsa negra y un par de guantes desechables fue el italiano del sexto. ¿De dónde sacó esos guantes? ¿De su época de detective? Las vecinas se lo preguntaban anoche en una de las habituales tertulias que se forman en el segundo sótano cuando hacemos cola para sacar el agua desde la trampilla del tanque con el tobo amarrado a una cadena, como nuestras abuelas la sacaban del pozo en la plaza de algún pueblo. Lástima que nuestra plaza de pueblo sea el cuarto del hidroneumático alumbrado por una bombilla, con tuberías en todas partes y olor a cemento mojado. Aun así es una interesante alternativa para las discusiones en las redes entre seudónimos, alias raros y números de teléfono sin nombre.

Bueno, tampoco vamos a romantizar la situación. Así procedíamos, en efecto, con tobo y cadena, durante los primeros días sin agua corriente, hasta que el gordo Esteban de la junta de condominio mandó instalar una llave y una manguera. El asunto de la bomba se alarga indefinidamente porque su reparación le compete a demu (Departamento de Mantenimiento Urbano) de la Zona Siete, y muchos usan ese argumento para ahorrarse la cuota extra que habría que pagar para repararla por cuenta nuestra. En teoría tienen razón, ya que demu nos cobra impuestos por el derecho de ocupar los apartamentos que habían sido nuestros. En la práctica, mejor ni hablar; de modo que la discusión sigue. Por ahora tenemos una manguera con poca presión y el agua llena los tobos con un chorrito de lentitud suficiente como para que podamos mirarnos a los ojos en la penumbra, preguntando o adivinando quién es quién en el grupo de chat del edificio. En el sótano no hay señal. Conversamos entre los vecinos y me divierte unir las caras familiares con los nombres que conozco de sus tuits y posts en whatsapp. Confirmé que Carmora7 es Carmela –la menor de las Morales y la única pelirroja– que no vive en la planta baja como sus dos hermanas, sino en el cuarto. @Walkiria debe de ser la mayor de ellas, Caridad, y le va como un guante con su porte de guerrera y perpetua expresión marcial.

A nuestra edad, las expresiones de la gente tienden a ser perpetuas, fijadas en los pliegues, esculpidas en las arrugas. También se parecen a las de sus mascotas. Da risa ver juntas a Maruja, la conserje, y su gorda bóxer Norita. Miran igualito, de medio lado, tuercen igualito el labio inferior. Y da risa que @Norita sea precisamente el alias de la señora en los grupos del Mayoral A, B y C y del conjunto Mayoral unido y del whatsapp oficial de toda la Zona Siete: una identificación completa. ¿Y tú Bet? ¿Te pareces a Puh? Pero si los gatos conservan su misterio bajo una apariencia inescrutable, los gatos no se parecen a nadie, ni los callejeros, ni los mimados como Puh. ¿Qué expresan tus líneas y arrugas, Bet? ¿Se te ve tan amargada como no te sientes pero deberías, mujer, con esa vida que llevas? No lo sé. Nadie se ve a sí mismo como lo ven los demás. Es más divertido mirar a otros, a veces hay verdaderas sorpresas. Cuando se me presentó Lucinda Pérez del sexto, tuve que modificar las fichas organizadas en mi cerebro al descubrir que @Coronel, a quien, por el tono de sus posts me lo imaginaba como una suerte de militar retirado, era una mujer menuda, con el cabello blanco y la mirada irónica, siempre tan correcta cuando coincidimos en la calle o en el ascensor. En cambio, no me extrañó conocer a Luzmari, tan viejita y dulce como los mensajes que postea con angelitos y flores. Y algo me dice que @Diosmecuida es Bladimir, el calvito, que vive en el Mayoral B; ese hombre habla como tuitea: en acertijos. Aunque ¿por qué viene a buscar agua en el tanque del Mayoral A si la bomba del B no está averiada? Así que el calvito no es Bladimir, o no es Diosmecuida, o no vive realmente en la torre B. Ajá. ¿Cuántos más acertijos habrá entre esos rostros conocidos y seudónimos que confunden? Dicen que los infiltrados del gobierno pululan entre nosotros, virtuales y analógicos, en nuestras urbanizaciones, conjuntos, quizás en cada edificio. Típica paranoia totalitaria.

Una cosa es indiscutible: llevamos un montón de años en Residencias Mayoral, incluso en el mismo edificio A, y tenían que estropearse las dos bombas de agua para que la gente comenzara a conocerse más allá del saludo en el ascensor.

2

Personas mayores, como Elizabet, se aferran al presente con dientes y uñas, se encierran, se aplanan y simplifican como si no tuvieran una larga vida a sus espaldas (que, sin embargo, pesa demasiado y siempre asomará por algún lado cuando escribes su historia). Pero Daniela no pasa de veintitrés, su pasado cabe en el morralito que lleva. Encuentra a Bet frente a la pantalla cuando entra a casa después de su trabajo a medio tiempo en el laboratorio odontológico Sonrisas, incluido en nuestra Zona Siete. O sea, primero entran las gafas, luego, ella: es la impresión que causa.

¿Cómo estás, tía? ¿Escribiendo?

No… solo aproveché la conexión para revisar las redes. Bet miente sin razón, como si tener un diario fuera una ocupación vergonzosa. Hay muchos artículos sobre Philip Roth. Él murió ayer, sabes.

Daniela lo sabe. En un día la noticia llegó también a las redes locales. Lee mucho y conoce a los escritores; ¿cómo podría ser de otra manera con la crianza de Elizabet Rosenberg? Es su nieta; para más exactitud: su sobrina nieta. Le dice Bet o tía; en ocasiones formales la presenta como «mi tía Elizabet». En la época del Gran Éxodo, como muchos de su generación, Bet y su marido Archi habían aceptado la tutoría de la menor para que sus padres pudieran obtener el permiso de salida. Ellos (me refiero a los padres) –como miles de esa generación intermedia que lo habían logrado– siguen llamando cuando pueden por whatsapp y envían divisas a través del Banco del Estado, pero nunca pudieron traer a la niña que quedó atrapada en el país y, como miles de su generación, al llegar a la mayoría de edad tuvo que asumir a su vez la responsabilidad de la ciudadana mayor que la había criado. La ley es clara y simple: uno: necesitan tutoría legal los menores de veinte y los mayores de setenta –o sea, los que aún no tienen derechos civiles o les expiraron–, y dos: nadie que sea tutor de otro ser humano, menor o mayor, puede optar a pasaporte y permiso de salida.

Daniela abre las ollas y se sirve un plato de frijoles con un poco de carne mechada; su tía abuela se disculpa porque no hay pan. La joven se encoge de hombros, pero el rictus de desgano que parece pegado a su carita morena se hace más evidente. Bet la abraza, le alisa inútilmente su cabello ensortijado, lo sé, dice, lo sé, intentaré de nuevo por la tarde. Lo siento, cariño.

Ella lo siente todo, que se quedó escribiendo el diario en vez de buscar pan, que solo carne mechada con frijoles, que el costo de la vida, que ya no aporta más que su magra pensión y lo poco que gana con traducciones y corrección de textos, que gob la ha amarrado como una bola de plomo a los pies de Daniela. Con su gesto más típico, la muchacha se sube las gafas que siempre se le deslizan por su pequeña nariz. Tranquila. Me gusta como lo preparas tú. Con otro gesto típico, revisa su celular. Mira, tía, todo lo que dicen de Roth. Van a reeditar todas sus obras en varios idiomas. El vigilante del laboratorio que también escribe me dijo hoy que el mejor acto de mercadeo de un escritor es morirse.

Eh, suspira Bet. Si te llamas Philip Roth, seguro que sí. Pero dudo que funcione con escritores menores y enterrados aquí.

Tú no eres una escritora menor.

O sea, me convendría morirme.

Por Dios, tía, ¿qué barbaridad es esa? Yo solo digo que has tenido un montón de premios.

Eh, mi pequeña. Eso era Antes. Ya sabemos lo que valen esos premios ahora, o fuera de aquí.

Pero aun así. No entiendo por qué no te publican. (Tal vez no te esfuerzas bastante, completa Bet para sus adentros).

Cariño, ¿a quién publican hoy fuera de los escritores del gobierno?

Igual, deberías seguir. No hablo del dinero (aunque nos vendría de perlas), sino de ti. Te mejorarías enseguida de todo, hasta de los dientes.

¿Escribir me arreglaría los dientes?

Daniela se sube las gafas.

Bueno, tal vez los dientes no, pero el ánimo, tía…, el ánimo. A propósito: hoy pregunté por tu diente. Sonrisas me daría un descuento de 10 %, ni un centavo más. Lo siento, de verdad.

Tendremos que esperar a que lo mande tu papá, suspira Elizabet. (A la madre no la mencionan desde el divorcio. Tampoco manda dinero.) Hasta entonces, le toca seguir su tratamiento casero con amalgama de chicle y enjuagues de llantén.

¿Te sirvo café, tía?

No, cariño, ya tomé. Sírvete tú.

La chica sorbe su café amargo con el mismo rictus desganado en la carita enjuta. Y tan bella, piensa Bet con ternura, porque Bet no ve los lentes sino la princesa detrás de ellos, tan angelical en ese marco de cabello castaño, ensortijado en tirabuzones y dividido en el medio. Pocos rostros pueden llevar ese peinado. Ella, Bet, podía cuando era joven y su cabello también. Ahora, indomable, gris y seco en las puntas, le confiere un aspecto de vieja bruja iluminada, pero no se lo va a cortar hasta que se muera. ¿Cuándo creciste, mi pequeña? ¿Cuándo dejaste de compartir todo conmigo?

¿Y ese diario que escribes, Bet? No creas que no lo sé, con las veces que dejas un archivo abierto. ¿No se puede publicar?

¡Oh, no!, ríe la señora mayor. Ni que yo fuera Philip Roth. Anda, cariño, te prometo que me moriría mañana mismo si sirviera para que me publiquen. Pero me temo que no hay chance.

Le remueve la cabellera y acaricia a Puh, el gato blanco y gris que de un salto se ha acomodado en su regazo: suele hacerlo cuando le da la gana. Puh fue el último regalo de Archi a Daniela, hace seis años. Es bueno tocar seres vivos, piensa Bet. Y desde que murió Archi solo le quedan esos dos.

La nieta apura su café y se levanta con un suspiro. El reloj cucú de la pared avisa que son las tres.

Ya me toca el viejo, anuncia con desgana.

Daniela completa su sueldo cuidando del vecino del quinto piso del edificio B, Ambrosio Garza, quien quedó en estado casi vegetal después del segundo aneurisma. Menos mal que Rómulo, su nieto y tutor, le ofreció ese trabajo. Es complicado. Daniela pasa las tardes y noches en el apartamento del anciano, lo lava con esponja, lo viste, le da su desayuno y corre para cambiarse de ropa antes de ir al laboratorio. Al menos en esa casa hay agua. Bet le ayuda a veces, le trae café, busca por toda la ciudad dónde venden pañales de adulto y, como el dueño no protesta, aprovecha para ducharse y lavar la ropa. El joven Garza procesa datos para alguna institución del gobierno que le impide venir a casa en un horario regular. El anciano se queda solo hasta la llegada de Daniela.

Estará todo sucio, como siempre, suspira esta cuando su tía la despide con un abrazo y un automático «Dios te bendiga, cariño». Ninguna de las dos es religiosa, pero la bendición nunca está de más. ¿Por qué te ocultas en superficialidades y nunca hablamos como antes?

Con un suspiro, Elizabet cierra la puerta y vuelve a su diario con un auto-regaño mental por dejar sus archivos abiertos.

3

Una de las cosas que Daniela Martínez ocultaba por pudor era su relación con el nieto del paciente, Rómulo Garza, que se había ampliado más allá de su empleo de cuidadora. Tampoco le relató a su tía abuela las circunstancias en las que se habían conocido, pero por otros motivos. El primero era el sello del secreto que Rómulo le había impuesto sobre parte de esos sucesos. El segundo, evitar la angustia que le causaría a Bet la situación por la que había pasado Daniela, situación que ella calificaba de complicada, aunque para una persona más despierta, más nerviosa –o simplemente no curtida, como ella, en las desgracias cotidianas de su país– sería sin duda aterradora.

Ocurrió hacía unos ocho meses. Cuando se presentó la falla eléctrica, la muchacha se hallaba en un vagón del Metro sin aire acondicionado, apretujada entre un hombre de mediana edad y una gorda en camiseta sin mangas que se agarraba con ambas manos al tubo superior. Por delante, recibía los efluvios a sudor y desodorante que manaban de sus axilas; por detrás, el tipo le tocaba las nalgas por culpa de esa situación o aprovechándose de ella. Ni siquiera podía subirse los lentes que se le habían deslizado por la nariz. En general, Daniela prefería caminar muchas cuadras con sol o lluvia antes que bajar al infierno subterráneo en que se había convertido el antiguo orgullo nacional de transporte urbano. Pero se dirigía al distrito administrativo del otro lado de la ciudad y no podía usar el Aveo de su tía abuela: la gestión que iba a realizar era precisamente la renovación del permiso de circular para ese vehículo. De paso, al estar en el distrito, se sacaría de encima dos o tres de los trámites que le tocaban como tutora de una persona mayor: al menos eso esperaba Daniela, atrapada en un vagón atiborrado de hombres y mujeres que en su mayoría se dirigían al mismo sitio que ella, porque también llevaban carpetas oficiales y, para no aplastarlas, las mantenían en alto como unas banderas. Cerró los ojos y contaba las estaciones que la separaban del final del suplicio. Faltaban solo tres: Zona Nueve, Núcleo Central y Administración, cuando se dio cuenta de que el sujeto a sus espaldas no estaba interesado en su culo sino en los bolsillos de su bluyín donde rebuscaba cada vez con menos disimulo y más esperanza de que ella fuera tan gafa como para guardar algo en ellos. En la parada de Zona Nueve, aunque parecía imposible, algunas personas más lograron embutirse en el vagón. El tren arrancó. Daniela estaba harta. Quíteme sus asquerosas patas o voy a gritar, le advirtió al tipo. Los dedos se retiraron. Creyó haberse librado de él cuando recibió un bufido de aliento en el oído junto con la respuesta No lo creo, bonita, y el frío toque de algo cortante en su costado derecho. Él ni siquiera había bajado la voz: en el fragor del tren nadie más podía oírlos. Dame tu teléfono, plis.

El cuchillo no dejaba lugar a dudas: no le estaba pidiendo su número. Maldición. No habían pasado ni tres meses desde la última vez que la habían asaltado.

¿Por qué?, chilló con impotente rabia. Tengo que llamar a mí mamá, se burló él, moviendo ligeramente la navaja. Daniela dio un respingo. Alrededor solo veía costados y espaldas; la gorda se había dormido colgada del tubo superior. Dos paradas, solo faltaban dos. No sentía miedo sino fastidio: otra vez le tocaba negociar, ganar tiempo, fingir calma. Alegó que estaba demasiado apretada como para sacar el móvil de su cartera –era la santa verdad–, que se lo daría en la próxima estación apenas pudiera moverse. Más te vale, amenazó, ¡y ni se te ocurra escabullirte en el andén! Pero no se veía ningún andén cuando el tren aminoró por fin la marcha y se detuvo, no en la amplitud de la estación siguiente sino en medio del túnel cuyas toscas paredes de cemento parecían casi pegadas a las ventanas. Lo que faltaba. Mierda, dijo Daniela. No era la única: ante el conocido percance una marea de improperios recorrió el vagón. El megáfono comenzó a carraspear Pedimos disculpas a los señores pasajeros…, pero murió junto con las luces en la completa negrura que se apoderó del ambiente.

Sobrevino un instante de silencio mortal, que se llenó de inmediato de gritos y del llanto de los niños. Una mujer chillaba que no podía moverse. Nadie podía moverse. Muchos informaban que se había ido la luz, como si no fuera obvio. Es un apagón, gritaban otros. Una falla eléctrica. Del tren. De la línea. De toda la red del transporte subterráneo. De la ciudad entera. Del país. Nada de eso era fantasía ni una novedad: ya había sucedido antes y todos lo sabían. También sabían qué hacer: en medio de la algarabía general unos golpes sacudían el vagón. Estaban tratando de abrir la puerta desde el interior mientras el haz de una linterna más fuerte se acercaba por fuera develando a ramalazos la opresiva cercanía de la pared abovedada del túnel. Estaban dentro de una serpiente, en un largo estómago tubular que apenas contenía el tren. Un hombre gritaba, otro pedía calma, alguien en el lado exterior estaba peleando con el mecanismo atascado.

Tranquilo, apenas pueda moverme saco el teléfono y te lo doy, repetía Daniela con calma y convicción, y su asaltante repetía también, apretando su brazo Más te vale, pero ya sin el vigor anterior. Debía de tratarse de un aficionado; un malandro profesional no se inhibe por la oscuridad. Si tratas de correr te corto, recalcó; pero la puerta se abrió con un fuerte bufido y el gentío comenzó a manar del vagón como de una botella descorchada. Daniela no podía correr, desde luego, nadie podía, pero un torrente de cuerpos la arrastró, el tipo la soltó y quedó atrás. La negrura era absoluta, dentro y fuera del vagón. Ella se integró en la estampida con los brazos, los codos y la cabeza pujando en la misma dirección que todos, chocó con la puerta al bajar del vagón, pisó mal, se torció el tobillo, se le cayeron los lentes y de milagro pudo recogerlos pisados y rotos. Se levantó y siguió avanzando lo más rápido que podía sin escuchar las voces que instaban a regresar, estaba desesperada por huir hacia adelante, desaparecer en la oscuridad entre personas sin rostro, torpes y lentas todas, ya que no estaban escapando, como ella, de un atraco.

Olía a cueva, a cemento húmedo y orines. Finos haces de luz de los teléfonos se entrecruzaban en el piso y en la curva de las paredes; siluetas imprecisas le lanzaban improperios cuando las empujaba en el estrecho paso a lo largo de los vagones detenidos. Después del tren el túnel se abrió ante ella con toda su anchura y Daniela respiró hondo aunque la zona caminable seguía igual de estrecha, pues nadie se atrevía a pisar entre los rieles. Solo ahora se dio cuenta de que sus lentes estaban rotos y sintió el dolor en el pie. Se sacó el zapato deportivo y masajeó el tobillo.

No sabía si había perdido definitivamente a su asaltante: tenía la esperanza de que se hubiera regresado con la mayoría de los pasajeros a la Zona Nueve, estación que, según decían, estaba más cerca. Había salvado su celular (que le costó mucho reponer después del atraco anterior) y también la carpeta con planillas y documentos que en ningún momento había soltado. Ahora, cuando se sentía protegida por la oscuridad, las rodillas se le aflojaron por fin con el terror que no había sentido durante el trayecto. Su cuerpo temblaba y un sudor frío le empapaba el pelo y la camiseta ¡Ese malnacido hubiera podido acuchillarla en medio de un vagón repleto de gente y nadie se habría dado cuenta!

Al diablo con él, se dijo. Daniela vivía siempre un poco alelada, sin sentir mucho el miedo ni, básicamente, nada; era su naturaleza o la defensa adquirida al crecer en un medio como el suyo. No le contaba mucho a Bet porque no pasaba nada fuera de lo normal, nunca. ¿Ves?, se dijo, también eso ya pasó. Ese tipo no habría podido acuchillarte, o no mucho, estaba tan apretujado como tú. A lo mejor ni sabía cómo. Hasta el más inexperto de los ladrones habría dicho te rajo; no te corto, como lo dijo él. Era un aficionado. Se le notaba. Se sentía. Su cabello ralo con entradas. Su edad. Su corbata. Era un don nadie en esa masa humana sin ley, un empleado de taquilla, de recursos humanos, de promoción y mercadeo, un padre de familia que vio la ocasión y… Tal vez era cierto que tenía que llamar a su mamá, pensó Daniela. Se rio, pero seguía temblando. Ahora la aterraba el túnel y su oscuridad interminable cruzada de rápidas sombras de ratas. Y ella apenas podía caminar tropezando sobre el estrecho bordillo. El esguince en el tobillo le dolía más a cada paso.

El camino parecía interminable hasta que la negrura comenzó a aclararse con las luces de emergencia de la estación Núcleo Central y el espacio se ensanchó de pronto en su regreso a la civilización. Bueno: a la indudable civilización que representaba aquello después de la caverna por donde habían transitado.

4

La estación estaba custodiada por militares. Les anunciaron que el apagón era general y que no se sabía en cuántas horas pudiera restablecerse el servicio; de hecho iba a durar dos días, pero todavía nadie podía saberlo. La mayoría de los pasajeros que, como Daniela, se dirigían al sector administrativo, una estación más adelante, no estaban autorizados para salir a la superficie. Y no los dejaron pasar.

El acceso al Núcleo estaba restringido, tanto por arriba como por abajo. Era la zona más exclusiva de la ciudad, la de ampulosos jardines y rascacielos de acero y cristal, donde se hallaba el Palacio Ejecutivo, el Palacio Legislativo y de Justicia, el Mando Supremo de las Fuerzas Armadas y las sedes de las instituciones selectas del gobierno. Solo los empleados de aquellas, y, desde luego, los residentes de los palacios, sus familiares y personal de servicio, tenían permiso de acceso, sujetos a minuciosas investigaciones. Esas medidas han sido reforzadas tras algunos ataques terroristas que, según las fuentes oficiales, ocurrieron en los años anteriores. Desde luego, pese a la consabida ineficiencia en el mantenimiento eléctrico, el apagón actual también fue calificado como tal y los medios anunciaban una ola de arrestos.

No pueden mandarnos otra vez a caminar por el túnel, protestaban airados los pasajeros. Pero no les quedaba otra alternativa, y ya se escuchaban voces animando al grupo a seguir adelante. Por aquí no podemos salir. Nos van a disparar. Es solo un kilómetro y medio.

Daniela se rezagó al lado del vigilante. Hizo acopio de todos los recursos de su juventud tratando de ablandar al soldado que custodiaba la salida de la estación; se atusó la cabellera, se mordió los labios para enrojecerlos, se quitó las gafas que de todos modos ya no servían y dejó escapar dos o tres lágrimas, lo que no le resultó difícil. Todo en vano: no poseía la tarjeta correcta.

Pero… Yo iba a la estación siguiente. A Administración. A renovar un permiso. ¿Ve? Mire, por favor. Se fue la luz. Se paró el tren.

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