Kitabı oku: «Simbad»

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Contenido

Colección

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Simbad

Biografía

Prólogo. Cada palabra en su sitio

Años de juventud

Las primeras flores

El caballero de los sueños

La voz de antaño

La mujer cuentacuentos

Albert consigue un nuevo empleo

Rozina

La sirena del lago Balatón

¡Zuzo!

La habitación secreta

Retrato de mujer en una pequeña ciudad

Y Margit no vino

Lo mejor es casarse con una mujer cuyo primer marido haya muerto en la horca

En el puente

Segundo viaje de Simbad

La enciclopedia del amor

El visitante nocturno

La señora Bánati, una mujer desnortada

En Serio,

14.


Edición en formato digital: diciembre 2020

© de la traducción y del prólogo: Adan Kovacsics, 2019

© de la ilustración de la cubierta: Ana Rey, 2019

© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2020

Revisión: Andrés Ehrenhaus

Las primeras páginas del relato El puente fueron traducidas en el marco del seminario de traducción húngaro-español celebrado en julio de 2017 en la Casa del Traductor de Balatonfüred, Hungría.

Diseño gráfico: Tactilestudio Comunicación Creativa

ISBN: 978-84-123107-4-0

Todos los derechos reservados:

La fuga ediciones, S.L.

Passatge de Pere Calders, 9

08015 Barcelona

info@lafugaediciones.es

www.lafugaediciones.es

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda financiada por el departamento de traducción del Petőfi Literary Museum.


Gyula Krúdy

Simbad

traducción y prólogo de Adan Kovacsics


Gyula Krúdy


(Nyíregyháza, 1878 - Budapest, 1933)

Gyula Krúdy nació en Nyíregyháza, en el noreste de la actual Hungría, hijo de un abogado y de una criada. Era el primogénito y fue registrado como hijo ilegítimo. Krúdy nunca quiso ejercer otra profesión que la de escritor. A los quince años publicó su primer relato. Su escrito número mil salía a luz en 1905, cuando acababa de cumplir los veintisiete años. En 1911, cuando aparecieron los primeros relatos protagonizados por el personaje de Simbad, llevaba unos mil quinientos textos publicados. Su fama se debió por supuesto a su obra literaria, pero también a hechos como batirse en duelo con el oficial de húsares Viktor Sztojanovics, cuando en una discusión en un local le quitó el sable para entregárselo a una dama.

cada palabra en su sitio

por Adan Kovacsics

¿Quién era Gyula Krúdy? ¿Quién fue ese escritor al que Sándor Márai consideraba su maestro, al que incluso dedicó una de sus novelas, Szindbád hazamegy [Simbad vuelve a casa]? El 13 de mayo de 1933, un día después de la muerte de Krúdy, le tributaba un homenaje con estas palabras:

...el más puro, el más noble y uno de los más grandes escritores... Existe una literatura absoluta, así como existe una música absoluta. Krúdy empezó a escribir a los diecisiete años y durante treinta ocho no cometió ni un solo error. Trabajó muchísimo y por supuesto siempre también “por dinero”; pero en esas casi cuatro décadas consagradas a la escritura no escribió ni una sola línea que no proviniera de la misma materia. Igual que los dos más grandes, Shakespeare y Goethe, genios locos, derrochadores, que escribían una carta familiar o una instancia sorbiendo siempre de la misma materia literaria y recurriendo a los mismos medios que cuando escribían Otelo o Fausto... En todos los escritos de Krúdy, cada palabra está en su sitio, con buen gusto, de manera perfecta, expresiva e inimitable... Considero la distinción más alta de mi vida las pocas horas que pude pasar en su compañía...

Gyula Krúdy (1878 — 1833) nació en Nyíregyháza, en el noreste de la actual Hungría, hijo de un abogado y de una criada. Era el primogénito y fue registrado como hijo ilegítimo. Sus padres sólo se casaron en 1895, después del nacimiento de su décimo vástago. Gyula Krúdy nunca quiso ejercer otra profesión que la de escritor. A los quince años dio a la estampa su primer relato y hasta su bachillerato publicó muchos más; se encargó de la redacción de una revista estudiantil y montó una agencia de noticias en su ciudad natal. Tenía diecisiete años cuando la prensa europea recogió sus informaciones sobre un suceso que se produjo por esas fechas en Tuszér, una localidad cercana: la médium de un hipnotizador aficionado se derrumbó durante la hipnosis y falleció. Antes del bachillerato, Krúdy se marchó a una ciudad cercana y más grande, Debrecen. Escribe:

Mi padre —hombre orgulloso y previsor— creía que yo acabaría siendo embajador en París. Mi madre quería que fuera notario. Un buen día hui de casa. Me puse a trabajar de reportero para un periódico en Debrecen. Mi viejo maestro, Pál Porubszky, vino a buscarme al cabo de una semana y me rogó que al menos me presentara al examen de bachillerato.

Pocos años más tarde, y después de pasar por otra ciudad de provincias, Nagyvárad (en rumano Oradea, hoy perteneciente a Rumanía), se trasladó a la capital, Budapest. Eran las postrimerías del siglo xix, una época de ebullición económica, social, artística, literaria. La prensa desempeñaba un papel decisivo como plataforma y base económica para los escritores.

Krúdy escribió con suma diligencia y creatividad. Su escrito número mil salía a luz en 1905, cuando acababa de cumplir los veintisiete años. En 1911, cuando aparecieron los primeros relatos protagonizados por el personaje de Simbad, llevaba unos mil quinientos textos publicados. Se puede imaginar la complejidad de la edición de unas obras completas, pues muchos de sus escritos permanecen todavía ocultos, desperdigados por diversos periódicos y revistas de aquella época.

En la segunda década del siglo xx vivió unos años de popularidad y reconocimiento, se convirtió en algo así como una figura de culto. Publicó A vöros postakocsi [La carroza carmesí] (1913), Palotai álmok [Sueños de palacio] (1914), Aranykéz utcai szép napok [Los bellos días de la calle Aranykéz] (1916), Az assonyságok díjja [El premio de las señoras] (1919) y en particular los relatos de Simbad, cuyo primer volumen, Szindbád ifjúsága, apareció, como hemos señalado, en 1911. Su fama se debió por supuesto a su obra literaria, pero también a hechos como el duelo en que se batió con el oficial de húsares Viktor Sztojanovics, al que durante una discusión en un local le quitó el sable para entregárselo a una dama. En el duelo, que se efectuó con espadas, Krúdy hirió al oficial en la frente; la sangre le empañó los ojos al militar, y el combate tuvo que detenerse. Como los duelos estaban prohibidos, Krúdy pasó unos días en la cárcel de Vác. Los periódicos informaron detalladamente sobre el suceso; pero no sólo sobre este, sino también sobre un hecho tan nimio como que el vidrio roto de la ventanilla de un tranvía hirió al escritor en la mano. Krúdy se convirtió en un personaje legendario, fuente de toda suerte de informaciones, rumores y anécdotas referidos a su fuerza, a su altura, a su afición a la juerga, a la bebida, a la buena comida, a las mujeres.

En los meses de la república de consejos de 1919 liderada por Béla Kun, Krúdy, que nunca destacó particularmente por su compromiso político, dio la bienvenida a los nuevos tiempos, participó con Zsigmond Móricz en la redacción del diario Néplap (Hoja del pueblo) y escribió, por ejemplo, sobre la repartición de tierras en Kápolna. En los años veinte, después de la derrota de la revolución y de la instauración del régimen reaccionario de Horthy, su popularidad decayó, aunque continuaba siendo respetado y apreciado en los círculos literarios. Siguió escribiendo y publicando. Por ejemplo, la novela Tiszaeslári Solymosi Eszter [Eszter Solymosi de Tiszaerlár] (1931) en la que reconstruía unos hechos ocurridos a finales del siglo xix cuando a la población judía de una localidad húngara se la acusó falsamente del asesinato de una muchacha. Así respondía Krúdy al antisemitismo tan campante en su época. Esos años veinte supusieron para él un período marcado por las preocupaciones económicas; fue desahuciado de su vivienda en la isla Margarita (donde se había instalado porque no tenía que pagar alquiler). Y a pesar de algún premio que recibió —como el Baumgarten en 1930— pasó los últimos años en una situación de pobreza. Murió el 12 de mayo de 1933.

La aportación de Gyula Krúdy a la prosa húngara fue esencial; la modernizó, la trasladó al siglo xx. Fue como la de Rubén Darío a la poesía en lengua española. Enriqueció el lenguaje narrativo, inundándolo de matices, de irisaciones líricas. La médula del texto ya no estaba en el contenido. Una novela como La carroza carmesí no tiene propiamente una trama ni evoluciona hacia una conclusión. Lo sustancial se encuentra entremedio. En los detalles. En los símiles. En los pequeños nudos que configuran el tejido.

Los primeros relatos protagonizados por Simbad aparecieron en el periódico Pesti Napló. Ese mismo año se publicó la primera recopilación en forma de libro: Szindbád ifjúsága [La juventud de Simbad] (1911). Le siguieron otras como Szindbád. A feltámadás [Simbad — La resurrección] (1916), Szindbád megtérése [La conversión de Simbad] (1925), así como novelas dedicadas al personaje: Francia kastély [El castillo francés] (1912) o Purgatórium [Purgatorio] (1933).

El presente volumen contiene una pequeña muestra de los más de cien relatos de Krúdy dedicados a ese personaje surgido de Las mil y una noches y metamorfoseado en caballero de finales del siglo xix, relatos que mezclan la melancolía, la nostalgia, lo onírico, lo surreal, la ironía, lo grotesco. Simbad, viajero incansable, desilusionado por la vacuidad del presente, busca la plenitud en el recuerdo, viaja a las pequeñas ciudades de su pasado, recorre los escenarios de su juventud, de sus amores, los espacios de la memoria poblados de fragancias, de sensualidad, pero también de proximidad a la muerte. Es un viaje interior hasta cierto punto quijotesco, lleno de situaciones cómicas y teñido de dulces sentimientos melancólicos. Con el paso de los años, los textos se van haciendo más agrios y también más hilarantes.

La obra de Gyula Krúdy influye hasta el día de hoy en la literatura de Hungría. Es uno de los muy escasos autores del país a los que el premio Nobel Imre Kertész menciona y lo hace con enorme entusiasmo. Escribe, por ejemplo, lo siguiente sobre él:

El genio y la inconmensurable energía creativa de Gyula Krúdy están movidos por ciertos sentimientos básicos: el erotismo cósmico, la conciencia ardiente de culpa que lo acompaña, el anhelo acuciante de salvación y la idea siempre presente de la muerte... La prosa de Krúdy es la prosa del hombre maduro... iniciado de idéntica manera en los asuntos celestiales y terrenales, en contraposición, por ejemplo, al infantilismo teórico, insípido y sin alma del hedonismo sadiano.

Simbad

Años de juventud

En el monasterio de Podolin —recordó una noche de otoño un caballero ya canoso, mientras unos deshollinadores con forma de niebla iban y venían por los tejados bajo la húmeda luz de la luna— había en su día un cuadro antiguo que tal vez se encuentra aún allí: el retrato de un hombre hirsuto cuyas guías del bigote se enroscaban hacia arriba enhiestas como las de los héroes, cuya espesa barba tenía el color del óxido y parecía venir directamente de una mujer de cabello rojizo y rizado, un señor de ojos zarcos y alargados y de cara rubicunda como cuando en un día soleado el vino brilla en las copas sobre una mesa cubierta con un mantel blanco. Era el príncipe Lubomirski.

¿Quién había sido ese príncipe antes de ocupar un lugar dentro de un deslucido marco dorado en un antiguo monasterio? En rigor, la respuesta no forma parte de esta historia. Baste decir que colgaba allí, bajo un techo abovedado, y en los trozos de revoque que aún quedaban en la pared se veían aquí y allá las huellas de ciertas pinturas en las que santas y santos fallecidos hacía tiempo se dedicaban a sus juegos. Santa Ana, sentada sobre un taburete, con la impronta de los muchos años transcurridos en su rostro, lanzaba con sus pálidos ojos una mirada inquisitiva a los alumnos que recorrían el pasillo chacoloteando con sus botas sobre el suelo embaldosado. Como si la santa mujer hubiera querido averiguar en todo momento si los muchachos se habían aprendido la lección. Y en ese preciso instante, San Jorge mataba a su dragón... Y el señor Lubomirski ocupaba un sitio en medio de todo ello.

Había en el monasterio numerosos alumnos que recibían educación gratuita, y los buenos curas los asustaban señalándoles ese príncipe de ojos redondos.

En su día, mientras se construía el monasterio, el noble hombre había contribuido con baldosas bien pulidas e irregulares a la difusión del fervor religioso, lo cual le confería el derecho a intervenir desde el otro mundo cuando se amonestaba a los estudiantes. Los pobres muchachos eslovacos que habían ido a parar desde los rectilíneos bosques de abetos a ese monasterio de gruesos muros se quitaban el gorro con sumo respeto ante Lubomirski, el príncipe de cara rubicunda.

Las señoritas de Podolin, que iban a confesarse con los curas, encajaban flores silvestres en el marco del noble hombre y las señoras que hacía cientos de años habían echado al mundo criaturas hirsutas y barbirrojas rezaban ante el retrato del príncipe igual que ante las imágenes de los santos. (Habían olvidado sin duda que hacía unos cuantos siglos el príncipe gustaba de quitarse el guante de piel de búfalo cuando mujeres de piel nívea se arrodillaban a sus pies. Ahora, empero, ya no se quitaba guante alguno.)

Así pues, hasta muerto era Lubomirski el primer hombre de la pequeña ciudad; a los niños se los bautizaba cada dos por tres con el nombre de György; y el guardia de servicio disparaba los domingos la bombarda (eso sí, con la pólvora a media carga) no sólo en honor al anciano Dios sino también en honor a György Lubomirski en la plaza del ayuntamiento.

El caballero ya canoso (quien recordaba esa noche sentado a su escritorio el pasillo abovedado en que sonaban y resonaban los tacones de las botas de los estudiantes hasta perderse definitivamente en la lejanía) había sido en otros tiempos alumno del monasterio, había cursado también estudios en los alrededores de la santa institución y se llamaba Simbad. Había escogido el nombre por su lectura favorita, los cuentos de Las mil y una noches, porque en aquella época no estaba lejos todavía el tiempo en que los caballeros, los poetas, los actores y los fogosos estudiantes podían elegir sus nombres. Un muchacho jorobado, por ejemplo, atendía, vaya uno a saber por qué, al nombre de «papa Gregorio».

Simbad veneraba al señor Lubomirski, lo cual no impedía que se destocara ante él de la misma manera que ante Müller, el dueño de la pequeña y siempre oscura papelería situada en un sombrío portal. Y en medio de tanta oscuridad la naturaleza había olvidado el orden que la regía, porque el señor Müller no tenía bigote, mas sí lo tenía, en cambio, su hija Fanni, alta, morena y traicionera. Durante mucho tiempo, a Fanni le dio vergüenza ese bigote, pero llegó una vez a la ciudad un joven maestro que lo definió como hermoso y seductor. Y Fanni se sintió feliz, tan feliz que terminó arrojándose al río Poprád junto a la presa del molino.

Los padres de Simbad pagaban puntualmente la matrícula al monasterio, es más, a veces enviaban un barril de vino para la santa misa, en la que Simbad, vestido con falda roja, ejercía de monaguillo y hacía sonar de forma solemne y autoritaria la campanilla como si de él dependiera que los alumnos sentados en los bancos traseros se hincaran de rodillas. Además, con el manto rojo de su vestimenta de acólito conquistó una vez a Anna Kacskó, cuando ella acudió a la santa misa. Pero no es del todo seguro que así ocurriera realmente...

● ○

Simbad no saludaba al príncipe con toda la humildad debida porque se alojaba a media pensión en casa de los Kacskó. El señor Kacskó era juez de paz y pertenecía a esa raza antigua de jueces de paz que podía encontrarse en las pequeñas ciudades de montaña. En sus años mozos quizá fuera guardia en un juzgado municipal, luego escribano mientras se dejaba crecer una respetable barba, y así, a través de la práctica, aprendió a impartir justicia. Le creció también la barriga, hasta que alcanzó el rango de juez de paz. Los jueces de paz de las montañosas provincias del norte nada tienen que ver con sus altivos colegas de la gran llanura: son gente franca y formal, fundan familias numerosas, ayudan en casa partiendo la leña y vertiendo cera en los moldes para fabricar velas y sólo se enfadan cuando se ha socarrado la sopa. El señor Kacskó golpeaba entonces la mesa con el puño bien redondo:

—¡Yo soy el juez de paz! —gritaba.

Su esposa Minka, dócil, tristona y de pelo alisado, le respondía en voz baja:

—Sí, pero no en casa.

—¿Lo dices ante mis hijas? —preguntaba el señor Kacskó, abocinaba la mano y la acercaba a la oreja como si interrogara a un eslovaco quejoso en su oficina.

—Son mis hijas —contestaba con un suspiro doña Minka—. Y el señor juez de paz muy poco se ocupa de que alguna vez se casen.

A partir de ese momento, a Gyula Kacskó, juez de paz, no le quedaba más remedio que huir a toda prisa a su despacho. Luego mandaba al guardia a casa a que fuese a buscar su pipa preferida.

A decir verdad, daba la impresión de que nadie se ocupaba del futuro matrimonio de las señoritas Kacskó; eran tres, altas, guapas y sanas, y vivían con Simbad en la primera planta del edificio. Cocinaban turnándose cada semana. Magda se encargaba de la carne de carnero y Anna de la col, mientras que Róza se dedicaba con arte a los pasteles, y por las tardes o al anochecer, cuando Simbad había de dejar por algún misterioso motivo la sala situada en la planta baja (para que el señor y la señora Kacskó pudieran discutir a su gusto, puesto que el juez de paz no podía refugiarse ya en su despacho), las señoritas se turnaban a la hora de acompañar al muchacho, que le tenía miedo a la soledad y no gustaba mucho de estudiar, a su cuarto en la primera planta, se sentaban con él junto a su escritorio y se dedicaban a hacer labor y a leer interminables novelas. Tanto se sumían Magda y Anna en la lectura que Simbad podía dormirse tranquilamente sobre su libro de texto. Róza, en cambio, que acababa de cumplir los dieciséis años y todavía no despreciaba al adolescente Simbad, clavaba a menudo los dedos en la negra cabellera del muchacho y le tiraba del pelo, ora en broma, ora en serio. El alumno protestaba. Enrojecía la cara de Róza, que tironeaba entonces más fuerte del pelo de Simbad.

—Tú estudia —gritaba con mirada fulgurante—, porque de lo contrario seguro que Lubomirski te suspenderá.

Simbad se inclinaba entonces rápidamente sobre sus libros hasta que de súbito comenzaba a aullar el viento en la deshabitada segunda planta, donde los sacos de avena yacían como cadáveres abandonados en las habitaciones desocupadas... Se asustaba Róza, se quedaba un rato escuchando el viento con los ojos cerrados mientras el miedo se apoderaba cada vez más de ella y se arrimaba pálida y trémula al muchacho, apoyando la cabeza en su hombro y abrazándole el cuello...

A Simbad también le atemorizaba aquel viento, hasta tal punto que ni se atrevía a pasar la página de su libro a pesar de haberse aprendido bastante bien esa parte de la lección.

● ○

En esa época en que el príncipe György Lubomirski vigilaba a los alumnos de Podolin y sujetaba con la mano enguantada la empuñadura de la espada en la cual podían verse con claridad los retratos de diversos santos, en que Róza Kacskó le tiraba el pelo a Simbad con una mezcla de buen humor, de ambición y de una pizca de enamoramiento y apoyaba la cabeza en su hombro mientras de esa manera lo castigaba, había un muchacho que era el primero en religión, el primero en ayudar a misa y el primero en respeto a las imágenes sacras y al que por esa o por otra razón los alumnos del viejo monasterio llamaban «papa Gregorio». Papa Gregorio era un muchachito jorobado, de cara y cabeza tan delgadas que parecían la sagrada hostia que tomaba todas las semanas. Aunque Simbad zurraba a menudo a papa Gregorio, se hicieron amigos; es más, Simbad lo invitó a casa de los Kacskó una tarde de esas en que Róza se sentaba junto a él para supervisar sus estudios, lo invitó a buen seguro con el objeto de alardear ante el muchacho de la amistad de Róza, de los hermosos ojos y de las blancas manos de Róza.

La visita de papa Gregorio transcurrió de la siguiente guisa: Róza permaneció en silencio y con cara seria durante todo el tiempo, trató a los dos muchachos con desdén y en ningún momento quiso agarrar el pelo de Simbad, cosa esta que nunca dejaba de hacer.

Es más, en vez de apoyar la cabeza en el hombro de Simbad, en vez de abrazarle el cuello, lo abroncó casi groseramente:

—Me extraña que Lubomirski tolere a un alumno tan malo en el monasterio.

El jorobado papa Gregorio abrió los ojos brillantes y febriles de par en par y miró hechizado a Róza ataviada con su vestido blanco de andar por casa, contempló cómo se tensaba el borde de la manga corta sobre sus brazos desnudos y se mecían suavemente los botones de nácar sobre sus pechos redondeados.

Sin embargo, Róza, burlona, le atizó un golpe en la espalda:

—Caray, este niño tiene una joroba como los camellos.

Papa Gregorio entornó los ojos, se ruborizó y con lágrimas en los ojos se marchó.

Esa noche, Simbad sintió cierta amargura mientras Róza, para amigarse de nuevo, hurgaba en su cabellera, apoyaba el rostro ceniciento en él o se columpiaba en la silla sujetándolo con fuerza por los hombros. Simbad no cesaba de ver ante sí la mirada anegada en lágrimas del muchacho jorobado, por lo que aquella vez se dedicó a estudiar con ahínco, con el propósito de enfadar también por esa vía a Róza.

—Pues no sé por qué le gusta a usted semejante renacuajo— preguntó irritada Róza, mientras Simbad no despegaba los ojos del libro.

Pero luego ella se desperezó, se levantó y se dirigió con parsimonia a la ventana. La noche —una tibia noche de junio— traía los sonidos indeterminados, bordoneantes de la calle que serpenteaba rumbo a un pequeño monte; emergieron por la zona de las montañas unas estrellitas evanescentes como niños que juegan a escondite.

—Estudie a partir de ahora con el renacuajo jorobado —dijo luego en tono serio Róza—. Que le enseñe a usted el latín si tanto lo quiere.

Esa nubecita que se interpuso entre ellos propició que a la tarde siguiente Simbad fuera a bañarse en el Poprád con papa Gregorio, como con su mejor amigo.

El Poprád serpenteaba a los pies del viejo monasterio y discurría profundo, silencioso y oscuro cual agua de un lago entre los diques de contención fabricados con vigas. Más allá, en medio del río, las espumas corrían y saltaban alegres, juguetonas, casi riendo, como si de los campantes y risueños cocheros que se desplazaban entre las montañas hubieran aprendido a recorrer silbando, cantando y bebiendo el camino entre un país y otro.

Naturalmente, los muchachos se bañaron en la parte profunda y silenciosa del río, se agarraban de los ganchos de hierro que sujetaban las vigas y así pataleaban en esas aguas insondables.

El pequeño jorobado se sentía muy seguro en compañía del valiente y magnífico Simbad hasta el punto de lanzar de pronto un grito triunfal y alegre:

—Aquí toco fondo —dijo y estiró las delgadas piernitas hacia abajo. Despegó de los ganchos de hierro los dedos manchados de tinta y sin pronunciar otra palabra se hundió en la corriente. Simbad sólo vio por unos segundos su extraña joroba bajo la superficie del agua, pero después se hizo un largo silencio en el río, en el paisaje, bajo los grandes tilos, como si una varita mágica hubiera tocado incluso el monasterio que también quedó muerto en un santiamén, como en las mil y una noches.

Simbad se plantó de un salto en la orilla como si un cangrejo le hubiera pizcado los pies, permaneció unos instantes observando el agua inmóvil que removió luego con una rama rota. Después se vistió a toda prisa y apretando los labios empezó a correr río arriba hacia el puente de madera que se posaba sobre el Poprád como una araña de largas patas. Se topó en el camino con algunas personas que miraron perplejos a ese muchacho que corría pálido como la cera y Simbad creyó oír que mencionaban al misterioso Lubomirski.

Junto al puente se mecía una barca atada con una cuerda. La navaja del alumno estaba bien afilada, pues en sus horas libres no hacía más que sacarle filo. En un dos por tres cortó, pues, la cuerda, y las rápidas espumas no tardaron en llevar la barca río abajo mientras Simbad, con los ojos abiertos de par en par, miraba hacia adelante, hacia los grandes tilos... A lo mejor volvía a estar allí papa Gregorio como antes, agarrado de un gancho de hierro, y todo había quedado, pues, en una mala pasada...

Sin embargo, ese lugar donde el río parecía dormir plácidamente seguía tan quieto como hacía unos minutos. Simbad dirigió la barca con cuidado hacia el sitio donde se había hundido el papa Gregorio e introdujo bien hondo el remo. Después metió la mano en el agua, como si papa Gregorio se encontrara allí cerca... A continuación se puso a remar en silencio río abajo. Se detuvo, el remo se clavaba en el fondo del Poprád ya somero y cubierto de guijarros, piedras grandes emergían del río a lo lejos, todas ellas papas Gregorio por un instante; una trucha roja se deslizó asustada por el agua que centelleaba y espumeaba como si alguien filtrara plata fundida en un gran colador.

Poco a poco quedaron atrás los pretiles del monasterio, aparecieron los frutales que resplandecían con sus rojos y amarillos. El profesor Privánka escardaba el huerto calzado con botas y con la sotana arremangada, y Simbad se escondió atemorizado en el fondo de la barca.

Después continuó remando; el monasterio quedó muy atrás. Sobre el río se inclinaban los arbustos, pero bajo estos sólo encontró una viga podrida de madera de pino.

Ya anochecía; se escondía el sol tras las altas montañas, y las delgadas franjas de tierra a ambos lados del río se estiraban huérfanas, sin sus hombres, para descansar por la noche. El color argénteo del Poprád ya no fulgía, como si una gran sombra liliácea se hubiera posado lentamente sobre su superficie.

Y entonces, muy lejos en medio del río, vio al jorobado papa Gregorio flotando boca arriba entre las espumas, con los brazos estirados, los labios abiertos mostrando un agujero negro. Las piernas estaban sumergidas en el agua.

Simbad se enjugó la frente, pues en ese momento comprendió lo que había ocurrido. El jorobado se había ahogado, y de su muerte lo culparían a él, a Simbad. Lubomirski saldría por fin del marco en el pasillo. Sí, ya se le acercaba con su tupida barba de color rojo. Muy lejos, bajo los oscuros arbustos de la orilla esperaba Róza, con mirada sombría, enfadada, como cuando había contemplado las estrellas la noche anterior... Comenzó Simbad a ver el río como algo profundo, misterioso y terrorífico mientras remaba hacia el cadáver. Por fin pudo coger a papa Gregorio por una pierna, lo levantó con gran esfuerzo, gimiendo, llorando, y lo introdujo en la barca.

Le dio la espalda, cogió el remo y poco a poco, agotado, emprendió el regreso.

De repente, Simbad se despertó. Sí, estaba en casa, en la cama.

Y la luz amarilla de la lámpara iluminaba el rostro ceniciento de Róza.

La muchacha posó en él sus ojos grises, refulgentes, abiertos de par en par, y acercando los labios al rostro de Simbad le susurró:

—Tú eres mi héroe. A partir de ahora te querré para siempre.

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