Kitabı oku: «Anna Karenina»

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

Traducción: Alaric Dukass

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

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Impreso en España / Printed in Spain

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I.S.B.N: 978-84-18211-37-9

Estudio Preliminar

León Tolstói, como se le conoce en castellano, o el conde Lev Nikoláievich Tolstói (1828-1910), es considerado, junto a Fiódor Dostoyevski, uno de los escritores más importantes de la novela realista rusa y de la literatura mundial.

Nacido en la finca familiar en la región de Tula (Rusia), fue el cuarto de los cinco hermanos en el seno de una familia perteneciente a la antigua nobleza rusa: su padre fue el conde Nikolái Ilich Tolstói y su madre la condesa Maria Nikolaevna Volkonskaya. Tras quedarse huérfano a temprana edad (su madre falleció cuando tenía dos años y su padre cuando tenía nueve), dos tías se hicieron cargo de él y, en 1844, Tolstói comenzó a cursar estudios de Derecho y Lenguas Orientales en la Universidad de Kazán. Sin embargo, poco después abandonó los estudios y volvió a casa, posteriormente repartiendo su tiempo entre San Petersburgo y Moscú.

Entre 1852 y 1912 publicó doce novelas, las dos últimas póstumas. Durante su carrera literaria escribió más de treinta cuentos, algunos volúmenes educativos, ensayos y obras religiosas y filosóficas; además, se publicaron sus diarios y su correspondencia. Al hacerse consciente de las contradicciones entre su estilo de vida aristocrático y su ideología, el escritor decidió abandonar los lujos y privilegios que habían caracterizado su existencia y mezclarse con los campesinos de la finca y la región. No obstante, su familia mantuvo su estilo de vida y Tolstói siguió viviendo con ellos en la gran finca, dedicando sus días al trabajo de campo y ocupándose como zapatero.

Su obra es reflejo de la sociedad rusa de la época, así como de las experiencias y creencias propias del Tolstói. El autor fue también un pensador que, a pesar de haber servido en la Guerra de Crimea, se opuso férreamente a la violencia, por lo que llegó a mantener una amistad por correspondencia con el líder Mahatma Gandhi y a ser citado en diversos textos. Tolstói desarrolló una importante visión espiritual vinculada a la figura de Jesucristo y al cristianismo, lo que llevó a manifestarse públicamente como pacifista.

Además, fue el creador de una escuela para los hijos de los campesinos de la que fue profesor, siendo también el autor y editor de los libros de texto que estos utilizaban para el estudio.

Sus novelas más conocidas, Guerra y paz (1869) y Anna Karenina (1877), aquí publicada, se consideran dos de las obras fundamentales del realismo ruso. Esta última empezó a publicarse en 1875 como un folletín en la revista El mensajero ruso, pero no llegó al final debido a un altercado entre el autor y Mijaíl Katkov, su editor.

En Anna Karenina¸ Tolstói plantea una profunda crítica contra la aristocracia rusa de la época, utilizando sus personajes como representación de determinados valores y antivalores y mostrando el carácter hipócrita del cerrado entorno de la élite social y económica. El punto de partida de la novela es la petición del príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky a su hermana, Anna Karenina, de que convenza a su esposa Dolly de que no lo abandone, tras haberle sido infiel. A partir de allí se teje una historia que parece centrarse en la infidelidad de Anna —casada con un importante funcionario del gobierno— con el conde Vronsky, a quien conoce en la estación del tren. Sin embargo, la novela expone la doble moral de la sociedad al condenar a Anna Karenina por adulterio, mientras el conde Vronsky no es víctima de los mismos juicios morales por mantener una relación con una mujer casada y, posteriormente, vivir en concubinato con ella.

En paralelo, la novela narra la búsqueda de la felicidad y el bienestar espiritual de Constantino Dmitrievich Levin, un amigo de la infancia de Esteban Arkadievich Oblonsky, personaje que se construye como el “héroe” de la obra. A pesar de no tratarse de una novela de autoficción, es imposible no reparar en el paralelismo entre la vida del Levin y la del propio Tolstói: la búsqueda de la plena felicidad, el disfrute en la vida del campo que no fue capaz de encontrar en los círculos sociales de la aristocracia, el encuentro con la fe.

El personaje de Levin encuentra a una temprana edad todo aquello a lo que podía aspirar un joven ruso de aquella época: bienestar económico y social, un matrimonio satisfactorio; no obstante, no logra sentirse bien hasta atravesar una metamorfosis ideológica que lo hace acercarse a Dios.

Más allá de narrar el vínculo adúltero entre un hombre y una mujer, Anna Karenina es una obra que se adentra, a través de la ficción, en los pensamientos filosóficos de León Tolstói: sus inquietudes espirituales y sus cuestionamientos morales, así como su retrato de los contrastes y la desigualdad entre las clases sociales en la Rusia del siglo XIX.

En sus últimos años, el escritor se convirtió en una persona profundamente religiosa tras atravesar varias crisis espirituales, y rechazó toda su obra literaria previa. En cuanto a la vida familiar, durante su matrimonio con Sofía Behrs fue padre de trece hijos, y sería esta quien le impediría renunciar a todas sus riquezas y propiedades para dejarlas en beneficio de los pobres, como era la intención de Tolstói. Esto ocasionó la separación de ambos y que Tolstói abandonara el hogar.

León Tolstói murió con 82 años en la estación ferroviaria de Astápovo. Sus Obras completas fueron publicadas entre 1928 y 1958, sin embargo, la censura soviética suprimió muchos pasajes por considerarlos políticamente incorrectos, por lo que la edición no puede considerarse la más fidedigna.

Sus obras se han convertido en pilares de la literatura universal por su profundo retrato del alma rusa, por su manera de narrar las complejidades y ambivalencias de una sociedad profundamente desigual. Tolstói es reconocido como uno de los pensadores sociales más importantes en la historia del mundo de las letras.


Primera Parte

I

Cada familia infeliz tiene una razón especial para sentirse desdichada, aunque todas las familias felices son parecidas unas a otras.

Todo andaba enredado en casa de los Oblonsky. La esposa se acababa de enterar de que su esposo mantenía relaciones con la institutriz francesa y se apresuró a decirle que no podía continuar viviendo con él.

Esa situación ya duraba tres días y era sumamente triste y dolorosa tanto para los esposos como para los otros integrantes de la familia. Todo el mundo, incluso los sirvientes, sentían la profunda e íntima impresión de que esa vida en común carecía de sentido y que, incluso en una posada, los huéspedes están más unidos de lo que en este momento se sentían ellos entre sí.

La esposa no salía de su alcoba; el esposo no comía desde hacía tres días en casa; los niños corrían libremente, sin que nadie les molestara, de un lado a otro de la casa. La institutriz inglesa tuvo un altercado con el ama de llaves y escribió a una de sus amigas solicitándole que le buscase otro empleo; el cocinero se había marchado dos días antes, justamente a la hora de comer; y la ayudante de cocina y el cochero declararon que no deseaban seguir prestando sus servicios en esa casa y que únicamente esperaban que les pagasen sus salarios para marcharse.

El tercer día después de la escena que tuvo con su esposa, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky —Stiva, como le decían en sociedad—, cuando despertó a su hora habitual, o sea, a las ocho de la mañana, se encontró, no en la alcoba conyugal, sino acostado sobre el diván de cuero que tenía en su despacho.

Volvió su cuerpo, muy bien cuidado y lleno, sobre los muelles flexibles del diván, como si se dispusiera a dormir nuevamente, al mismo tiempo que abrazando el almohadón apoyaba la mejilla en él.

Repentinamente se incorporó y abrió los ojos, mientras se sentaba sobre el diván.

«¿Cómo era?», pensó, tratando de recordar su sueño. «¡Vamos a ver, vamos a ver! Alabin estaba dando una comida en Darmstadt... Se escuchaba una música americana... El caso es que Darmstadt se encontraba en América... ¡Eso es! Alabin estaba dando un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas entonaban la canción: Il mio tesoro…: Y si no era eso, era algo más hermoso aun.

»También había unos frascos, que después resultaron ser mujeres...».

Cuando recordó aquel sueño, los ojos de Esteban Arkadievich resplandecieron alegremente. Después se quedó pensativo y esbozó una sonrisa.

«¡Todo estaba tan bien!». Había todavía muchas otras cosas maravillosas que no sabía expresar ni con pensamientos ni con palabras, una vez despierto.

Se dio cuenta de que por las rendijas de la persiana se filtraba un hilo de luz, alargó los pies, logró alcanzar sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su esposa le había regalado en su cumpleaños el año anterior, y, como tenía costumbre desde hacía nueve años, extendió la mano hacia el lugar donde, en la alcoba matrimonial, tenía la costumbre de tener colocada la bata.

Únicamente entonces recordó cómo y por qué estaba en su gabinete y no en el dormitorio con su esposa; la sonrisa se esfumó de su cara y frunció el ceño.

—¡Ay, ay, ay! —se lamentó, recordando lo que había ocurrido.

Y otra vez en su mente se presentaron los detalles de la espantosa escena; pensó en la violenta situación en que se encontraba y, sobre todo, pensó en su propia culpa, que en este momento se le aparecía con total nitidez.

—No, no me va a perdonar. ¡Y lo peor es que yo soy el culpable de todo. ¡Yo tengo la culpa, y, no obstante, no soy culpable! ¡Eso es lo más espantoso del caso! ¡Ay, ay, ay! —se repitió con angustia, recordando otra vez la escena detalladamente.

Lo más terrible había sido ese primer instante, cuando al volver del teatro, feliz y complacido con una manzana en las manos para su esposa, no la había encontrado en el salón; atemorizado, la había buscado en su gabinete, para hallarla finalmente en su alcoba examinando esa funesta carta que lo descubrió todo.

Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.

—¿Y esto qué es? ¿Qué me puedes decir de esto? —preguntó, mientras señalaba la carta.

Y en este momento, cuando lo recordaba, lo que más disgustaba a Esteban Arkadievich en aquel tema no era el hecho en sí, sino la forma como había respondido entonces a su mujer.

Le había ocurrido lo que a toda persona sorprendida en una situación sumamente vergonzosa: no logró adaptar su aspecto a la situación en que estaba.

De manera que, en lugar de sentirse ofendido, negar, pedir perdón, pedir disculpas o incluso quedarse indiferente —cualquiera de esas actitudes habría sido mejor—, hizo algo ajeno a su voluntad (“reflejos del cerebro”, consideró Esteban Arkadievich, a quien le interesaba bastante la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa acostumbrada, indulgente y en aquel caso estúpida.

Esa estúpida sonrisa no tenía perdón. Dolly, al verla, había sentido un estremecimiento como bajo el efecto de un dolor físico, y, según acostumbraba, hundió a Stiva bajo un torrente de palabras excesivamente duras y, nada más acabar, huyó a buscar refugio en su dormitorio.

Se había negado a ver a su esposo desde aquel instante.

«¡Todo por esa estúpida sonrisa!», se decía Esteban Arkadievich. Y se volvía a repetir, angustiado: «¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?», sin encontrar respuesta a su pregunta.

II

Él era honesto consigo mismo. Entonces, Esteban Arkadievich no se podía engañar asegurándose que estaba completamente arrepentido de lo que hizo.

No, no era posible arrepentirse de lo que un hombre como él, de treinta y cuatro años, atractivo, guapo y aficionado a las mujeres, hiciera; ni de no estar ya enamorado de su esposa, madre de siete hijos, cinco de los cuales estaban vivos, y que solamente era un año menor que él.

De lo que estaba realmente arrepentido era de no haber sabido esconder mejor el caso a su mujer. Con todo, entendía lo grave de la situación y se compadecía a sí mismo, a Dolly y a los niños.

Quizá habría tomado más precauciones para esconder el hecho mejor si hubiese imaginado que eso iba a causar tanto efecto a Dolly.

A pesar de que no pensaba con frecuencia y seriamente en el caso, desde hacía tiempo atrás venía suponiendo que su esposa sospechaba que le era infiel, pero le restaba importancia al asunto. Además, pensaba que una mujer extenuada, envejecida, ya nada bonita, sin ningún atractivo especial, excelente madre de familia y nada más, debía ser tolerante con él, hasta por justicia.

¡Pero era todo lo contrario!

«¡Es espantoso, espantoso!», se repetía Esteban Arkadievich, sin encontrar remedio. «¡Con lo bien que estaba todo, con lo a gusto que estábamos viviendo! Ella era dichosa rodeada de nuestros hijos, yo no la estorbaba en nada, la dejaba completamente libre para que se ocupase de la casa y de los niños. Por supuesto que estaba muy mal que ella fuese justamente la institutriz de la casa. ¡Realmente, hay algo vulgar, feo, en cortejar a la institutriz de nuestros propios hijos!... ¡Pero, qué institutriz! (Oblonsky recordó con deleite los negros y apasionados ojos de mademoiselle Roland y su fascinante sonrisa.) ¡Pero no me tomé ninguna libertad mientras estuvo en casa! Y lo peor del caso es que... ¡Es que todo eso parece hecho a propósito! ¡Ay, ay! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».

Semejante pregunta no tenía otra respuesta que la que la vida da a todas las preguntas confusas: vivir al día y tratar de olvidar. Sin embargo, hasta la noche siguiente Esteban Arkadievich no se podría refugiar en el sueño, en las alegres visiones de los frascos transformados en mujeres. Era necesario, pues, buscar el olvido en el sueño de la existencia.

Y pensó: «Ya veremos», al tiempo que se ponía la bata gris con forro de seda azul celeste y se anudaba el cordón a la cintura. Después aspiró el aire a pleno pulmón, llenando su ancho pecho, y, con el acostumbrado paso decidido de sus piernas levemente torcidas sobre las que se movía su corpulenta figura con mucha habilidad, se aproximó a la ventana, descorrió las cortinas y tocó el timbre.

El anciano Mateo, su ayuda de cámara y casi su amigo, apareció de inmediato llevándole los zapatos, el traje y un telegrama.

El barbero, con los instrumentos de afeitar, entró detrás de Mateo.

—¿Trajeron unos papeles de la oficina? —preguntó el Príncipe, mientras cogía el telegrama y se sentaba frente al espejo.

—Están encima de la mesa —respondió Mateo, mirando inquisitivamente y lleno de afecto a su señor.

Y agregó, con astuta sonrisa, después de un breve silencio:

—Vinieron de parte del propietario de la cochera...

Sin contestar, Esteban Arkadievich miró a Mateo en el espejo. En el cristal se cruzaron sus miradas: era evidente que se comprendían. Los ojos de Esteban parecían preguntar: «¿Por qué me lo estás diciendo? ¿Acaso no sabes a qué vienen?».

Entonces, Mateo introdujo las manos en los bolsillos, abrió las piernas, miró a su señor, mientras sonreía de una manera casi imperceptible, y agregó con franqueza:

—Les dije que pasen el domingo, y que no molesten al señor ni se molesten, hasta ese día.

Esas eran unas palabras que, evidentemente, tenía preparadas.

Esteban Arkadievich entendió que el sirviente estaba bromeando y solamente quería que se le prestase atención. Abrió el telegrama, lo leyó, tratando de enmendar los acostumbrados errores en las palabras, y su cara se iluminó.

—Mateo, mañana llega Anna Arkadievna, mi hermana —dijo, deteniendo un momento la mano del barbero, que ya trazaba, entre las largas y rizadas patillas, un camino rosado.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su amo, no se le escapaba lo significativo de esa visita en el sentido de que Anna Arkadievna, la hermana amadísima, iba a contribuir a la reconciliación del matrimonio.

—¿La señora viene sola o con su esposo? —preguntó Mateo.

Esteban Arkadievich no podía responder, porque en aquel instante el barbero le estaba afeitando el labio superior, pero hizo un gesto indicativo levantando un dedo. Mateo aprobó moviendo la cabeza ante el espejo.

—Sola, ¿eh? ¿Entonces preparo el cuarto de arriba?

—Vamos, consulta a Daria Alexandrovna y haz lo que ella te diga.

—¿A Daria Alexandrovna? —preguntó el ayuda de cámara, indeciso.

—Sí. Y entrégale el telegrama. Ya me informarás lo que te ordena.

Mateo entendió que Esteban quería hacer una prueba y solamente dijo:

—Muy bien, señor.

El barbero ya se había ido y Esteban Arkadievich, peinado, afeitado y lavado, comenzaba a ponerse la ropa, cuando, entró en el cuarto Mateo, lento sobre sus botas crujientes y con el telegrama en la mano.

—Me ordenó que le dijera que se marcha. «Que haga lo que le dé la gana», me dijo. —Y el buen sirviente miraba a su señor, riendo con los ojos, con la cabeza levemente inclinada y las manos en los bolsillos.

Esteban Arkadievich guardaba silencio. Después, una triste y bondadosa sonrisa iluminó su hermoso rostro.

—Y bien, Mateo, ¿qué opinas? —dijo mientras movía la cabeza.

—Todo se va a arreglar, señor —opinó, con optimismo, el ayuda de cámara.

—¿Piensas que será así?

—Sí, señor.

—¿Por qué te lo imaginas? ¿Quién está ahí? —añadió el Príncipe al sentir el roce de una falda detrás de la puerta.

—Soy yo, señor —respondió una voz agradable y firme.

Y apareció en la puerta la cara picada de viruelas de la niñera Matrena Filimonovna.

—¿Qué sucede, Matrecha? —preguntó, saliendo a la puerta, Esteban Arkadievich.

A pesar de que pasase por muy culpable a los ojos de su esposa y a los suyos propios, casi todas las personas que habitaban en la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alexandrovna, estaban de su lado.

—¿Qué sucede? —preguntó nuevamente el Príncipe, con aflicción.

—Señor, vaya a verla, pídale perdón de nuevo... ¡Tal vez Dios tenga piedad de nosotros! Ella sufre demasiado y da pena verla. Y, además, toda la casa está revuelta. Usted debe tener compasión de los niños. Señor, pídale perdón... ¡Usted qué quiere! Finalmente, no haría más que pagar sus culpas. Debe ir a verla...

—No me va a recibir...

—Pero usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es piadoso! Suplique a Dios, señor, niegue a Dios...

—En fin, voy a ir... —dijo Esteban Arkadievich, enrojeciendo. E indicó a Mateo, mientras se quitaba la bata—: Ayúdame a ponerme la ropa.

Mateo, que ya tenía la camisa de su señor en sus manos, sopló en ella como quitándole un polvo invisible y, con evidente satisfacción, la ajustó al cuerpo bastante cuidado de Esteban Arkadievich.

III

Ya vestido, Esteban Arkadievich se echó perfume con un pulverizador, se ajustó los puños de la camisa y, con su gesto acostumbrado, guardó la cartera, los cigarros y el reloj de doble cadena en los bolsillos...

Se sacudió levemente con el pañuelo y, sintiéndose perfumado, limpio, sano y materialmente contento pese a su molestia, salió con paso lento y caminó hacia el comedor, donde le esperaban el café y, al lado, los expedientes de la oficina y las cartas.

Comenzó a leer las cartas. Una no era muy agradable, porque era del comerciante que compraba la madera de las propiedades de su esposa y, como sin reconciliarse con ella era imposible llevar a cabo la operación, daba la impresión de que se mezclase un interés material con su deseo de restituir la armonía en su hogar. Le disgustaba enormemente la posibilidad de que se pensase que el interés de esa venta le incitaba a buscar la reconciliación.

Después de leer el correo, Esteban Arkadievich cogió los documentos de la oficina, hojeó rápidamente dos expedientes, realizó en los márgenes varias anotaciones con un lápiz grande, y después empezó a tomarse el café, al mismo tiempo que leía el periódico de la mañana, con la tinta de la imprenta todavía húmeda.

Diariamente recibía un periódico liberal no extremista, sino seguidor de las orientaciones de la mayoría. A pesar de que no le interesaban la ciencia, el arte ni la política, Esteban Arkadievich profesaba con firmeza las opiniones sustentadas por su periódico y por la mayoría. Únicamente cambiaba de ideas cuando estos variaban o, dicho más exactamente, jamás las cambiaba, sino que se modificaban por sí solas en él sin que ni él mismo lo notara.

No elegía, pues, orientaciones ni maneras de pensar, antes dejaba que las orientaciones y maneras de pensar viniesen a él, de la misma forma que no escogía el estilo de sus sombreros o levitas, sino que se limitaba a aceptar la moda del momento. Debido a que vivía en sociedad y se encontraba en esa edad en que ya se necesita tener opiniones, acogía las ajenas que más le convenían. Si eligió el liberalismo y no el conservadurismo, que también tenía bastantes seguidores entre las personas, no fue por convicción personal, sino porque con su estilo de vida cuadraba mejor el liberalismo.

El partido liberal afirmaba que en Rusia todo iba mal y, efectivamente, Esteban Arkadievich tenía demasiadas deudas y siempre padecía de una grave falta de dinero. Los liberales añadían que el matrimonio era una institución caduca, que necesitaba una reforma urgente, y Esteban Arkadievich encontraba, efectivamente, poco interés en la vida en familia, por lo que tenía que aparentar contrariando fuertemente sus pensamientos.

El partido liberal finalmente sostenía o daba a entender que la religión es únicamente un freno para la parte ignorante de la población, y Esteban Arkadievich estaba completamente de acuerdo, debido a que no podía asistir al más breve oficio religioso sin que le dolieran las piernas. Tampoco entendía por qué se intranquilizaba a los fieles con tantas palabras aterradoras y solemnes referentes al otro mundo cuando en este se podía vivir tan a gusto y tan bien. Agréguese a esto que Esteban Arkadievich jamás desaprovechaba la ocasión de una buena broma y se divertía con ganas escandalizando a las personas tranquilas, sosteniendo que ya que se querían ufanar de su origen, era necesario no detenerse en Rúrik y renegar del mono, que era el más antiguo antepasado.

De esta forma, el liberalismo se transformó en una costumbre para Esteban Arkadievich; y le gustaba el periódico, igual que el cigarro después de las comidas, por la ligera bruma con que envolvía su mente.

Leyó a fondo el artículo, que aseguraba que es ilógico que en nuestra época se levante el grito afirmando que el radicalismo amenaza con devorar todo lo tradicional y que es urgente adoptar medidas con la finalidad de aplastar la hidra revolucionaria, debido a que, «muy por el contrario, nuestra opinión es que el mal se encuentra en el terco tradicionalismo que retarda el progreso y no en esta supuesta hidra revolucionaria...».

Después repasó otro artículo, este sobre finanzas, en el que se citaba a Mill y a Bentham, y se atacaba de un modo velado al Ministerio. Entendía de inmediato, gracias a la claridad de su juicio, todas las alusiones, dónde comenzaban y contra quién iban dirigidas, y le producía cierta satisfacción el comprobarlo.

Sin embargo, hoy estas satisfacciones eran amargas por el recuerdo de los consejos de Matrena Filimonovna y por la idea de la anarquía que reinaba en su hogar.

Posteriormente leyó que, según se comentaba, el conde Beist partió para Wiesbaden, que ya jamás habría más canas, que una muchacha ofrecía sus servicios y que se vendía un ligero cochecillo.

No obstante, semejantes noticias hoy no le producían la satisfacción tranquila y sutilmente irónica de otras oportunidades.

Finalizado el periódico, el kalach1 con mantequilla y la segunda taza de café, Esteban Arkadievich se puso en pie, se limpió las migas que le habían caído en el chaleco y, sacando bastante el pecho, sonrió de manera jovial, con el optimismo de una excelente digestión y no como reflejo de su estado de ánimo.

Sin embargo, esa sonrisa alegre le recordó repentinamente su situación, y se puso muy serio y reflexionó.

Se escucharon, detrás de la puerta, dos voces de niños, en las que pudo reconocer las de Gricha, su hijo menor, y la de Tania, su hija más grande. Los chiquillos acababan de dejar caer algo.

—¡Ya te expliqué que los pasajeros no pueden ir en el techo! —gritaba la pequeña en inglés—. ¿Te das cuenta? Ahora lo tienes que levantar.

«Todo está muy revuelto», se dijo Esteban Arkadievich. «Los niños juegan donde les da la gana, y no hay nadie que cuide de ellos».

Se aproximó a la puerta y les llamó. Los niños entraron en el comedor, dejando una caja con la que estaban representando un tren.

Tania, la preferida del Príncipe, corrió resueltamente hacia él y se colgó a su cuello, dichosa de poder respirar el peculiar aroma de sus patillas. Después de besar la cara de su padre, que la dulzura y la posición inclinada en que estaba la habían puesto roja, Tania se preparaba para salir. Pero el padre la retuvo.

—¿Y qué está haciendo mamá? —preguntó, mientras acariciaba el suave y terso cuello de su hija—. ¡Hola! —agregó, sonriendo, dirigiéndose al chiquillo, que le saludó.

Aceptaba que quería menos a su hijo e intentaba disimularlo y mostrarse igualmente cariñoso con ambos, pero el niño lo notaba y no correspondió con ninguna sonrisa a la fría sonrisa de su padre.

—Mamá ya se levantó —respondió la niña.

Esteban Arkadievich exhaló un suspiro.

«Eso significa que no pudo dormir en toda la noche», pensó.

—¿Y está alegre?

La niña sabía que había ocurrido algo entre sus padres, que mamá no estaba feliz y que a papá le debía constar y no había de simular que lo ignoraba preguntando con ese tono de indiferencia. Se sonrojó, pues, por la mentira de su padre. A su vez, él adivinó los sentimientos de su hija y también se ruborizó.

—No sé —respondió Tania—: mamá nos dijo que hoy no estudiásemos, que fuésemos con miss Hull a visitar a la abuelita.

—Está bien. Ve, pues, donde tu mamá te dijo. Pero no, espera un momento —dijo, mientras la retenía y acariciaba la pequeña mano suave y delicada de Tania.

Tomó una caja de bombones de la chimenea que había dejado allí el día anterior y ofreció dos a Tania, escogiendo uno de azúcar y otro de chocolate, pues sabía que eran los que más le gustaban.

—Uno es para Gricha, ¿verdad, papá? —preguntó la niña, señalando el de chocolate.

—Sí, sí... está bien.

La acarició nuevamente en los hombros, le dio un beso en la nuca y dejó que se fuera.

—Señor, el coche ya está listo —dijo Mateo—. Y está esperándole un visitante que le quiere pedir no sé qué cosa...

—¿Está ahí desde hace rato?

—Más o menos una media hora.

—Mateo, ¿cuántas veces te he dicho que anuncies las visitas de inmediato?

—¡Señor, lo mínimo que puede hacer es dejar que se tome su café con tranquilidad —contestó el sirviente con ese tono entre amistoso y grosero que no aceptaba réplica.

—Muy bien, entonces que entre —dijo Oblonsky, con un gesto de contrariedad.

La visitante, la mujer del teniente Kalinin, pedía algo imposible y estúpido. Sin embargo, Esteban Arkadievich, según su costumbre, hizo que entrara, la escuchó atentamente y, sin interrumpirla, le dijo a quién se debía dirigir para obtener lo que quería y hasta escribió, con su letra bella, grande y clara, una carta de presentación para ese personaje.

Oblonsky, despachada la esposa del oficial, cogió el sombrero y se detuvo un instante, haciendo memoria para recordar si se olvidaba de algo. Sin embargo, no había olvidado nada, sino lo que deseaba olvidar: su esposa.

«Sí, eso es. ¡Ah, sí!», pensó, y sus bellas facciones se ensombrecieron. «¿Voy o no?».

Una voz dentro de él le decía que no, que nada podía resultar sino simulaciones, debido a que no era posible volver a transformar a su esposa en una mujer atractiva, capaz de enamorarle, como no era posible transformarle a él en un viejo incapaz de sentir atracción por las mujeres bellas.

Entonces, nada podía resultar sino fingimiento y mentira, dos cosas que eran repulsivas para su temperamento.

«Sin embargo, hay que hacer algo. No podemos continuar de esta manera», se dijo, intentando animarse.

El Príncipe ensanchó el pecho, sacó un cigarrillo, lo encendió, le dio un par de caladas, lo tiró en el cenicero de nácar y después, con paso veloz, caminó hacia el salón y abrió la puerta que comunicaba con la alcoba de su esposa.

IV

Vestida con una bata muy sencilla y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todos lados, Daria Alexandrovna se encontraba de pie ante un armario abierto del que estaba sacando algunas cosas. Con prisa, se había anudado sobre la nuca sus cabellos, ahora escasos, pero un día bellos y abundantes, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su cara, tenían una expresión atemorizada.

Cuando escuchó los pasos de su esposo, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia la puerta, tratando inútilmente de esconder bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le producía esa entrevista.

En aquellos tres días, por lo menos diez veces había empezado la tarea de separar sus pertenencias y las de sus hijos para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba marcharse. Y jamás lograba hacerlo.

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