Anna Karenina

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Recordando la costumbre de Oblonsky de no denominar los platos con los nombres de la cocina francesa, el tártaro no quiso insistir, pero se desquitó, repitiendo todo lo encargado tal como se encontraba escrito en la carta.

—Soupe printanière, turbot à la Beaumarchais, poularde à l’estragon, macédoine de fruits!

E inmediatamente después, como movido por un resorte, cambió la carta de vinos por la que tenía en las manos y se la entregó a Oblonsky.

—Dime, ¿qué vamos a beber?

—Lo que quieras; tal vez un poco de... champán —respondió Levin.

—¿Champán para comenzar? Pero bueno, como desees. ¿Te gusta carta blanca?

—Cachet blanc —dijo el tártaro.

—Sí: esto con las ostras. Después, ya veremos.

—Muy bien, Excelencia. ¿Y de vinos de mesa?

—Quizá el Nuit... Pero no: el clásico Chablis vale más.

—Bien. ¿Su Excelencia tomará su queso?

—Sí: de Parma. ¿O tú prefieres otro?

—A mí me da igual —dijo Levin, tratando, sin éxito, de reprimir una sonrisa.

Con los faldones de su frac flotándole hacia atrás, el tártaro se alejó corriendo, y cinco minutos después volvió con una botella entre los dedos y con una bandeja llena de ostras ya abiertas en sus conchas de nácar.

Apoyando los brazos sobre la mesa, Esteban Arkadievich empezó a comer las ostras, después que arrugó la servilleta almidonada y puso la punta en la abertura del chaleco.

—Están bien —comentó, al tiempo que, con un pequeño tenedor de plata, separaba las ostras de las conchas y las devoraba una tras otra—. Están bien —dijo otra vez, mirando con sus resplandecientes ojos, en un momento a Levin, y en el otro al tártaro.

También Levin comió ostras, aunque habría preferido pan blanco y queso, pero no podía menos que contemplar a Oblonsky.

Y hasta el mismo tártaro, después de descorchar la botella y escanciar el vino espumoso en las copas finas de cristal, observó con visible placer, mientras se arreglaba su corbata blanca, a Esteban Arkadievich.

—¿Las ostras no te gustan? —preguntó este a Levin—. ¿O es que acaso estás preocupado por algo?

Quería que Levin se sintiese contento. Levin no estaba afligido, solamente no se sentía a gusto en el ambiente del restaurante, que contrastaba mucho con su estado de ánimo de ese instante. No, en ese establecimiento con sus reservados donde se llevaba a comer a las damas no se encontraba bien; con sus tártaros, sus bronces y sus espejos. Tenía la impresión de que aquello deshonraba los delicados sentimientos que tenía en su corazón.

—¿Yo? Sí, estoy bastante preocupado... No te puedes imaginar, además, la impresión que le causan estas cosa a un pueblerino como yo. Es, por ejemplo, como las uñas de ese señor que me presentaste en tu despacho.

—Ya me di cuenta de que te impresionaron mucho las uñas del pobre Grinevich —dijo, riendo, Oblonsky.

—¡Para mí esas son cosas insoportables! —contestó Levin—. Solo ponte en mi lugar, en el de una persona que vive en el campo. Allí tratamos de tener las manos de forma que nos permitan trabajar con más comodidad; debido a eso nos cortamos las uñas y nos arremangamos el brazo, a veces... Aquí, en cambio, las personas se dejan crecer las uñas todo lo que pueden dar de sí y se colocan unos gemelos como platos para terminar de dejar las manos en estado de ser completamente inútiles.

Esteban Arkadievich sonrió alegremente.

—Es una señal de que no es necesario un trabajo rudo, que se trabaja con el cerebro... —razonó.

—Tal vez. Pero de todas maneras a mí eso me causa una impresión muy extraña; como me la causa el que nosotros los del pueblo tratemos de comer rápidamente para ponernos de inmediato a trabajar de nuevo, mientras que aquí tratan de no saciarse muy aprisa y por eso comienzan por comer ostras.

—Lógicamente —contestó su amigo—. El objetivo de la civilización consiste en transformar todo en un placer.

—Entonces prefiero ser un salvaje si ese es el objetivo de la civilización.

—Tú, sin necesidad de eso, eres un salvaje. Todos los Levin lo son.

Levin exhaló un suspiro. Se sintió dolido y avergonzado cuando recordó a su hermano Nicolás. Frunció el ceño. Pero ya Oblonsky le estaba hablando de una cosa diferente que distrajo su atención.

—¿Esta noche vas a visitar a los Scherbazky? ¿Es decir, a...? —añadió, mientras separaba las conchas vacías y acercaba el queso y sus ojos brillaban de modo revelador.

—No voy a dejar de ir —contestó Levin—, a pesar de que creo que la Princesa me invitó de mala gana.

—¡No digas estupideces! Es su manera de ser. Amigo, sírvenos la sopa —dijo Oblonsky dirigiéndose al camarero—. Es su cualidad de grande dame. Yo también voy a pasar por allí, pero antes debo ir a casa de la condesa Bonina. Allí hay un coro, que... Lo repito, eres un salvaje... ¿Cómo se explica tu repentina desaparición de Moscú? Los Scherbazky todo el tiempo me preguntaban por ti, como si yo pudiera saber... Y únicamente sé una cosa: que siempre haces lo contrario que los otros.

—Es verdad: soy un salvaje —aceptó Levin, hablando con lentitud, pero con agitación—, pero si lo soy, no es por haberme marchado en aquel momento, sino por haber vuelto actualmente.

—¡Qué dichoso eres! —interrumpió Oblonsky, mirándole a los ojos.

—¿Por qué?

—A los buenos caballos los conozco por el pelo y a los muchachos enamorados por la mirada —expresó Esteban Arkadievich—. El futuro se abre ante ti... El mundo te pertenece...

—¿Es que acaso tú ya no tienes nada ante ti?

—Sí, pero el futuro es tuyo. Yo únicamente tengo el presente, y este presente no es de color de rosa precisamente.

—¿Y por qué?

—Las cosas no marchan bien... Pero no deseo hablar de mí, y además no todo puede explicarse —dijo Esteban Arkadievich—. Vamos, cambia los platos —dijo al camarero. Y continuó—: Ea, ¿a qué viniste a Moscú?

—¿Es que no lo adivinas? —preguntó, a su vez, Levin, mientras miraba fijamente a su amigo, sin apartar sus profundos ojos de él ni un momento.

—Sí, lo adivino, pero no soy el indicado para comenzar la charla sobre ello... Juzga si lo adivino o no por mis palabras —comentó Esteban Arkadievich con una leve sonrisa.

—Y entonces, ¿no me dices nada? —preguntó Levin con voz estremecida, sintiendo que todos los músculos de su cara temblaban—. ¿Y el asunto qué te parece?

Sin quitar los ojos de Levin, Oblonsky vació poco a poco su enorme copa de Chablis.

—Por lo que a mí respecta —dijo— no desearía nada más. Pienso que es lo mejor que podría ocurrir.

—¿No estás en un error? ¿Sabes a lo que te estás refiriendo? —contestó su amigo, mientras clavaba los ojos en él—. ¿Crees que es posible?

—Sí, lo creo. ¿Por qué no habrá de serlo?

—¿Piensas francamente que es posible? Por favor, dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Estoy casi seguro...

—¿Por qué piensas de esa manera? —dijo Esteban Arkadievich, mirando la emoción de Levin.

—En ocasiones lo creo, y esto sería espantoso para mí y para ella.

—No creo que haya nada espantoso en esto para ella. Toda joven se siente muy orgullosa cuando piden su mano.

—Sí, todas sí; pero ella no es igual que todas.

Esteban Arkadievich esbozó una sonrisa. Conocía perfectamente los sentimientos de Levin y sabía que para él todas las muchachas del mundo se encontraban divididas en dos clases: una compuesta por la mayoría de las mujeres, sujetas a todas las debilidades, y otra compuesta únicamente por «ella», que no tenía ningún defecto y estaba muy por encima de la especie humana.

—¿Qué estás haciendo? ¡Toma un poco de salsa! —dijo, mientras detenía la mano de Levin, que estaba separando la fuente.

Obediente, Levin se sirvió salsa; pero con sus preguntas impedía que Esteban Arkadievich comiera en paz.

—Espera, espera —dijo—. Entiende que para mí esto es un asunto de vida o muerte. A ninguna persona le he hablado de ello. No puedo hablar con nadie, excepto contigo. Aunque seamos distintos en todo, sé que me aprecias y yo también te aprecio mucho. Pero sé franco conmigo, ¡por Dios!

—Yo te digo lo que pienso —contestó Oblonsky sonriendo—. Te voy a decir más aún: mi mujer, que es una dama maravillosa...

Exhaló un suspiro, recordando cómo estaban sus relaciones con ella y, después de un breve silencio, siguió:

—Tiene el don de prever los acontecimientos. Profetiza los sucesos, sobre todo si se trata de matrimonios, y adivina el carácter de las personas... Predijo, por ejemplo, que la Schajovskaya contraería matrimonio con Brenteln. Y nadie lo quería creer. Sin embargo, resultó. Muy bien: está de tu parte.

—¿Quieres decir, que...?

—Que no únicamente simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será tu esposa, sin ninguna duda.

Al escuchar esas palabras, la cara de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que da la impresión que casi van a brotar lágrimas de ternura.

—¡Así que dice eso! —exclamó—. He opinado siempre que tu mujer es una persona admirable. Bien; ya es suficiente. Ya no hablemos más de eso —agregó, poniéndose en pie.

—Muy bien, pero toma asiento.

Pero Levin no se podía sentar. Con sus firmes pasos dio dos vueltas por la pequeña estancia, pestañeando fuertemente para dominar sus lágrimas, y solamente entonces volvió a sentarse en su silla.

—Entiende —dijo— que esto no es un amor corriente. Yo he estado enamorado, pero no como en este momento. Ya no es un sentimiento, sino que se trata de una fuerza superior a mí que me conduce a ella. Me marché de Moscú porque creí que eso no podía ser, como no puede ser que haya felicidad en la Tierra. Después luché conmigo mismo y comprendí que la vida sin ella me será imposible. Es necesario que tome una decisión.

 

—¿Por qué te marchaste?

—¡Oh, espera, espera! ¡Ahora se me están ocurriendo tantas cosas para preguntarte! No te imaginas el efecto que tus palabras me han causado. La dicha me ha transformado casi en un ser poco digno. Hoy supe que mi hermano Nicolás se encuentra aquí, ¡y hasta me había olvidado de él, como si pensara que también él era dichoso! ¡Es como una especie de locura! Sin embargo, hay algo terrible. A ti te lo puedo decir, conoces estos sentimientos, porque eres un hombre casado... Y lo terrible es que nosotros, hombres con un pasado, ya viejos... y con un pasado de pecado, no de amor... nos acercamos a una mujer pura, a un ser humano inocente. ¡No me digas que no es repulsivo! Debido a eso es por lo que uno no puede dejar de sentirse poco digno.

—Y sin embargo a ti se te puede culpar de pocos pecados.

—Y no obstante, cuando pienso en mi vida, me estremezco, siento repugnancia, y me maldigo y me lamento con amargura... Sí.

—Pero ¡qué quieres! El mundo es de esa manera —dijo Esteban Arkadievich.

—Únicamente nos queda un consuelo, y es el de esa oración tan hermosa que recuerdo siempre: “Señor, perdónanos según tu misericordia y no según nuestros merecimientos”. Solamente así puede perdonarme.

XI

Los dos guardaron silencio. Levin bebió el vino de su copa.

—Te tengo que decir una cosa más —dijo, finalmente, Esteban Arkadievich—. ¿Sabes quién es Vronsky?

—No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por favor, trae otra botella —dijo Oblonsky al tártaro, que siempre acudía para llenar las copas en el instante en que podía estorbar más. Y agregó:

—Te lo pregunto porque es uno de tus rivales.

—¿Y ese Vronsky quién es? —interrogó Levin.

Y una expresión siniestra y desagradable sustituyó el entusiasmo infantil que inundaba su cara.

—Se trata del hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los representantes más hermosos de la juventud dorada de San Petersburgo. Cuando serví en Tver lo conocí. Vronsky iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es atractivo, tiene muy buenas relaciones, es muy rico y edecán de Estado Mayor y, al mismo tiempo, es un joven muy bueno y sumamente simpático. Después le he tratado aquí y resulta que es hasta instruido e inteligente. ¡Un muchacho que promete bastante!

Frunciendo el ceño, Levin calló.

—Él llegó poco tiempo después de que tú te marcharas y se nota que está locamente enamorado de Kitty. Y, ¿entiendes?, la madre...

—Disculpa, pero no entiendo nada —dijo Levin, de malhumor.

Y, recordando a su hermano, pensó en lo mal que se estaba comportando con él.

—Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo Esteban Arkadievich, mientras sonreía y le daba un leve golpecito en la mano—. Te conté lo que sé. Sin embargo, pienso que la ventaja está de tu lado, en un caso tan delicado como este.

Muy pálido, Levin se recostó en la silla.

—Yo te recomendaría acabar el asunto lo antes posible —dijo Oblonsky, mientras llenaba la copa de Levin.

—Muchas gracias; pero no puedo beber más —contestó Levin, apartando su copa—. Me embriagaría. Bueno, ¿y tus cosas cómo van? —siguió, tratando de cambiar de tema.

—Espera; debo decirte algo más —insistió Esteban Arkadievich—. Debes arreglar el asunto lo antes posible; pero no hoy. Mejor ve mañana por la mañana, pide la mano con todas las de la ley y que el Señor te ayude.

—Me acuerdo que siempre quisiste cazar en mis tierras —dijo Levin—. ¿Por qué no vas esta primavera?

En este momento lamentaba profundamente haber comenzado aquella charla con Oblonsky, debido a que se sentía igualmente herido en sus sentimientos más íntimos por lo que se acababa de enterar sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, como por las recomendaciones y conjeturas de Oblonsky.

Esteban Arkadievich sonrió, comprendiendo lo que estaba pasando en el alma de su amigo.

—Voy a ir, voy a ir... —dijo—. Pues sí, hombre: el eje alrededor del cual gira todo son las mujeres. Mis cosas van mal, demasiado mal. Y la culpa es también de ellas. Vamos: aconséjame como un amigo —agregó, sosteniendo la copa con una mano y sacando un cigarrillo.

—¿Dime de qué se trata?

—Se trata de lo siguiente: imaginemos que estás casado, que amas a tu esposa y que otra te seduce...

—Disculpa, pero no me es posible entender eso que me dices. Sería como si pasáramos ante una panadería y robásemos un pan, después de comer aquí a gusto.

La mirada de Esteban Arkadievich resplandecía más que nunca.

—¿Y por qué no? Hay ocasiones en que el pan huele tan bien que uno no se puede dominar:

Himmlisch ist’s, wenn itch bezwungen

Meine irdische Begier;

Aber doch wenn’s nicht gelungen

Hatt’ ich auch recht hübsch Plaisir!6

Y Esteban Arkadievich sonrió de manera maliciosa, después de recitar estos versos. A su vez, Levin no pudo reprimir una sonrisa.

—Estoy hablando en serio —continuó diciendo Oblonsky—. Entiende: se trata de una mujer, de un ser frágil enamorado, de una pobre mujer que me lo ha sacrificado todo, sola en el mundo y sin medios de vida. ¿Cómo la voy a abandonar? Suponiendo que nos separemos por consideración a su familia, ¿cómo no voy a tener piedad de ella, cómo no voy a ayudarla, cómo no suavizar el mal que le ocasioné?

—Disculpa. Ya sabes que las mujeres, según mi opinión, se dividen en dos clases... Es decir, no... Bueno, existen mujeres y existen... En fin: jamás he visto esos bellos y frágiles seres caídos, ni los veré jamás; pero huyo como de la peste de los que son igual que esa francesa pintada, con sus postizos, que está allí afuera. ¡Y, para mí, todas las mujeres caídas son como esa!

—¿Y qué me puedes decir de la del Evangelio?

—¡Guarda silencio, guarda silencio! Jamás Cristo habría pronunciado esas palabras si llega a saber el mal uso que iba a hacer de ellas. Nadie recuerda, de todo el Evangelio, más que esas palabras. De todas maneras, digo lo que siento, no lo que pienso. Detesto a las mujeres perdidas. A ti te dan asco las arañas; a mí, esta clase de mujeres. Probablemente no has estudiado la vida de las arañas, ¿no? Pues yo tampoco la de...

—Es muy fácil hablar de esa manera. Tú eres igual que aquel personaje de Dickens que tira con la mano izquierda, detrás del hombro derecho, los asuntos difíciles de solucionar. Sin embargo, negar un hecho no es responder una pregunta. Contéstame, ¿qué tengo que hacer en este caso? Tu esposa envejeció y tú te sientes lleno de vida. Casi sin notarlo, te encuentras con que no puedes querer a tu mujer con verdadero amor, por más respeto que sientas por ella. ¡Entonces, estás completamente perdido si aparece el amor ante ti! ¡Estás completamente perdido! —dijo nuevamente Esteban Arkadievich con tristeza y desesperación.

Levin esbozó una sonrisa.

—¡Sí, estás completamente perdido! —repitió Oblonsky—. Y entonces, ¿qué se puede hacer?

—No se debe robar el pan recién hecho.

Esteban Arkadievich comenzó a reír.

—¡Oh, hombre moralista! Pero este es el caso: hay dos mujeres. Una de ellas solamente se apoya en sus derechos, en nombre de los cuales te reclama un amor que no le puedes dar. La otra hace sacrificios por ti y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer, cómo actuar? ¡Es un drama espantoso!

—Mi sincera opinión es que no existe ningún drama. Porque, según lo veo yo, ese amor... esos dos amores... que, como podrás recordar, Platón define en su Simposion, forman la piedra de toque de los hombres. Unos entienden el uno, otros el otro. Y no tienen por qué hablar de dramas los que profesan el amor no platónico. Se trata de un amor que no permite nada dramático. En unas palabras consiste todo el drama: «Muchas gracias por las satisfacciones que me proporcionaste, y hasta pronto». En el amor platónico todo es puro y claro, por lo que tampoco puede haber drama, y porque...

En ese instante, Levin recordó sus propios pecados y las luchas internas que tuvo que soportar, y agregó repentinamente:

—Finalmente, quizá tengas razón... Bien puede ser. Sin embargo, no sé, decididamente no sé...

—Escucha —dijo Esteban Arkadievich—: tu gran cualidad y tu gran defecto es que eres un hombre entero. Como esta es tu naturaleza, desearías que el mundo estuviera compuesto de fenómenos enteros, y realmente no es de esa manera. Por ejemplo, tú desprecias el trabajo oficial y la actividad social porque quisieras que todo esfuerzo estuviera en relación con su objetivo, y eso no ocurre en la vida. Quisieras que la tarea de un hombre tuviera un propósito, que la vida matrimonial y el amor fueran una misma cosa, y tampoco sucede así. Toda la belleza, la diversidad, el encanto de la vida, están compuestos de luces y sombras.

Levin suspiró, pero se quedó callado. No escuchaba a Oblonsky, porque estaba pensando en sus asuntos.

Y de repente ambos comprendieron que, a pesar de que eran amigos, a pesar de que habían comido y bebido juntos —lo que debía haberlos acercado mucho más—, cada uno pensaba exclusivamente en sus cosas y no se preocupaba del otro para nada. Oblonsky había sentido en más de una ocasión esa impresión de alejamiento después de una comida destinada a aumentar la amabilidad y sabía perfectamente lo que hay que hacer en tales momentos.

—¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala inmediata.

Allí encontró a un edecán de regimiento y entabló con él una conversación sobre cierta artista y su protector. De esa manera encontró alivio y descanso de su charla con Levin, quien siempre le arrastraba a una excesiva tensión espiritual y cerebral.

Cuando apareció el tártaro con la cuenta de veintiséis rublos y varios kopeks7, más un suplemento por vodkas, Levin —que como hombre del campo en otro momento se habría espantado de esa enorme cantidad, de la que le correspondía pagar catorce rublos—, no prestó ninguna atención al hecho.

Entonces, pagó esa cantidad y se marchó a su casa para cambiarse de ropa e ir a la de los Scherbazky, donde su destino se iba a decidir.

XII

Kitty Scherbazky, la princesita, tenía dieciocho años. Esa era la primera temporada en que la presentaron en sociedad, donde conseguía más éxitos que los que consiguieran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre aspirara esperar.

No únicamente todos los muchachos que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú estaban enamorados de Kitty, sino que en ese invierno surgieron dos propuestas serias: la de Levin e inmediatamente después de su partida, la del conde Vronsky.

La aparición de Levin a comienzos de la temporada, sus habituales visitas y sus evidentes demostraciones de amor hacia Kitty motivaron las primeras charlas formales entre sus padres a propósito del futuro de la muchacha, y hasta dieron lugar a discusiones.

El Príncipe estaba de parte de Levin y decía que no anhelaba nada mejor para su hija. Sin embargo, con el hábito característico de las mujeres de desviar los asuntos, la Princesa contestaba que Kitty era muy joven, que nada probaba que Levin tuviera intenciones serias, que Kitty no se sentía inclinada hacia Levin y otros argumentos similares. Se callaba lo primordial: que Levin no le caía bien y que no entendía su manera de ser y que esperaba un partido mejor para Kitty.

De manera que, cuando Levin se fue repentinamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire triunfador, a su esposo:

—¿Te das cuenta como yo tenía razón?

Se alegró más todavía cuando Vronsky apareció, y se afirmó en su opinión de que su hija debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino excelente.

Para la madre no había punto de comparación entre Vronsky y Levin. Este no le gustaba por sus violentas y extrañas opiniones, por su torpeza para comportarse en sociedad, ocasionada, en su opinión, por el orgullo. A ella le disgustaba la vida salvaje que, según ella, el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más que con animales y campesinos.

Sobre todo la disgustaba que, estando enamorado de Kitty, hubiese estado visitando la casa durante un mes y medio, con la apariencia de un hombre que dudara, observara y se preguntara si el honor que les iba a hacer no sería demasiado grande si se declaraba. ¿Acaso no comprendía, que, puesto que frecuentaba a una familia donde había una muchacha casadera, era sumamente necesario aclarar las cosas? Y, después, esa marcha repentina, sin ninguna explicación... «Menos mal —decía la madre— que no es muy atractivo y mi hija —¡por supuesto!— no se enamoró de él».

 

En cambio, Vronsky tenía cuanto pudiera desear la Princesa: era inteligente, noble, muy rico, con la posibilidad de hacer una carrera militar y cortesana muy brillante. Y era, además, un hombre delicioso. No, no podía aspirar a nada mejor.

En los bailes, Vronsky cortejaba abiertamente a Kitty, bailaba con ella, visitaba la casa... Era imposible, pues, dudar de la seriedad de sus intenciones. Sin embargo, la Princesa pasó todo el invierno llena de impaciencia e inquietud.

Treinta años atrás, ella misma había contraído matrimonio, gracias a un casamiento arreglado por una de sus tías. El novio, de quien se sabía todo previamente, llegó, le conocieron a él y conoció a la novia; la tía casamentera notificó a las dos partes del efecto que se habían producido recíprocamente, y como era bastante favorable, en una fecha indicada, y a pocos días, se realizó la petición de mano y hubo aceptación.

Todo fue sumamente sencillo y sin inconvenientes, o al menos de esa manera le pareció a la Princesa.

Sin embargo, al casar a sus hijas, se dio cuenta, gracias a la experiencia, que la cosa no era tan fácil ni tan simple. Fueron demasiados los pensamientos que se tuvieron, los rostros que se vieron, el dinero gastado y las discusiones que tuvo con su esposo antes de casar a Natalia y a Daria.

Cuando se presentó en sociedad su hija menor se volvían a producir las mismas dudas, los mismos miedos y, además, eran más frecuentes las discusiones con su esposo. Igual que todos los padres, el viejo Príncipe era muy celoso de la pureza y del honor de sus hijas, y sobre todo de Kitty, su favorita, y a cada momento armaba escándalos a la Princesa, culpándola de comprometer a la muchacha.

Ya la Princesa estaba habituada a aquello con las demás hijas, pero en este momento entendía que la sensibilidad del padre se avivaba con más fundamento. Aceptaba que en las últimas épocas habían cambiado las costumbres de la alta sociedad y se habían hecho más complejos sus deberes de madre. Veía a las amigas de su hija menor formar sociedades, participar en no se sabía qué cursos, tratar a los hombres libremente, ir solas en coche, muchas de ellas prescindir de hacer reverencias en sus saludos y, lo que era más grave, estar todas convencidas de que la elección de esposo no era asunto de sus madres, sino de ellas.

«Actualmente las muchachas ya no se casan como antes»”, pensaban y decían todas aquellas jóvenes; y lo peor era que muchas personas de edad lo pensaban también así. No obstante, nadie le había dicho a la Princesa cómo se casaban «actualmente» las muchachas. La costumbre francesa de que los padres de las muchachas decidieran su porvenir era rechazada y criticada. Tampoco estaba aceptada ni se consideraba posible en la sociedad rusa la costumbre inglesa de dejar en total libertad a las muchachas. La costumbre rusa de planificar los casamientos por medio de casamenteras la consideraban grotesca y todo el mundo se reía de ella, incluso la misma Princesa.

Sin embargo, cómo habían de contraer matrimonio sus hijas, eso nadie lo sabía. Aquellas personas con quienes la Princesa tenía oportunidad de hablar no salían de lo mismo:

—Esos métodos anticuados no se pueden seguir en nuestro tiempo. No son los padres quienes se casan sino las jóvenes. Se les debe dejar, pues, en libertad de que se arreglen; ellas, mejor que nadie, saben lo que deben hacer.

Era muy fácil hablar de esa manera para los que no tenían hijas, pero la Princesa entendía que si su hija trataba a los hombres libremente, podía muy bien enamorarse de alguno que no le conviniera como esposo o que no la quisiera. Tampoco podía admitir que las muchachas arreglasen su destino por sí solas. No podía aceptarlo, como no podía aceptar que se permitiese jugar a niños de cinco años con pistolas cargadas. Debido a todo eso, la Princesa estaba más intranquila y angustiada por Kitty que lo estuviera en otra época por sus hijas mayores.

En la actualidad sentía temor de que Vronsky no deseara dar un paso más allá, limitándose a cortejar a su hija. Se daba cuenta de que Kitty ya estaba enamorada de él, pero se reconfortaba con la idea de que Vronsky era un caballero digno y honorable. Sin embargo, reconocía lo fácil que era perturbar la cabeza a una muchacha cuando hay relaciones tan libres como las de ahora, teniendo en cuenta la poca importancia que los hombres le dan a este tipo de faltas.

Kitty había contado a su madre, la semana anterior, una conversación que mantuvo con Vronsky mientras estaban bailando una mazurca, y a pesar de que esa charla tranquilizó a la Princesa, no se sentía calmada del todo. Vronsky le dijo a Kitty que él y su hermano estaban tan habituados a obedecer a su madre que nunca hacían nada sin solicitar su consejo.

—Y estoy esperando ahora, como una gran felicidad, que mi madre llegue de San Petersburgo —agregó.

Kitty lo contó sin dar mucha importancia a tales palabras. Sin embargo, su madre las veía de distinta forma. Sabía que él estaba esperando, de un momento a otro, a la anciana, suponiendo que ella estaría feliz de la elección de su hijo, y entendía que el hijo no pedía la mano de Kitty por miedo a ofender a su madre si no la consultaba antes. La Princesa quería vivamente ese casamiento, pero quería más todavía recuperar la serenidad que le robaban esas preocupaciones.

Era mucho el dolor que le producía la desgracia de Dolly, que se quería separar de su marido, pero, de todas maneras, la intranquilidad que le producía la suerte de su hija menor la absorbía por completo.

Cuando llegó Levin, se le añadió una preocupación más a las que ya sentía. Sentía miedo de que Kitty, en quien, tiempo atrás, percibiera cierta simpatía hacia Levin, no aceptara a Vronsky en virtud de exagerados escrúpulos. Resumidamente: consideraba posible que, de una forma u otra, la presencia de Levin pudiese echar a perder un asunto que estaba a punto de solucionarse.

—¿Llegó hace mucho? —preguntó, cuando volvieron a casa, la Princesa a Kitty, refiriéndose a Levin.

—Llegó hoy, mamá.

—Desearía decirte algo... —comenzó la Princesa.

De inmediato, Kitty adivinó de lo que se trataba por la cara grave de su madre.

—Mamá —dijo, volviéndose con rapidez hacia ella—. Por favor, te pido que no me diga nada de eso. Lo sé; ya lo sé todo...

Anhelaba lo mismo que su madre, pero le disgustaban las razones que inspiraban los deseos de esta.

—Únicamente te quería decir que si das esperanzas al uno...

—Por Dios, querida mamá, no me diga nada. Me aterra hablar de eso...

—Callaré —dijo la Princesa, viendo que las lágrimas asomaban a los ojos de Kitty—. Vidita mía, solamente quiero que me prometas algo: que jamás vas a tener secretos para mí. ¿Me lo prometes, hija?

—Jamás, mamá —contestó Kitty, sonrojándose mientras miraba a su madre a la cara—. Pero actualmente no tengo nada que decirte... Yo... Yo... A pesar de que te quisiera decir algo, no sé qué... No, no sé qué, ni cómo...

«No, con esa mirada no puede mentir», pensó su madre, sonriendo ampliamente de alegría y de emoción. Además, la Princesa sonreía ante aquello que a la pobre chica le parecía tan enorme y trascendental: las emociones que en este momento agitaban su espíritu.

XIII

Kitty, después de comer y hasta que comenzó la noche, sintió algo parecido a lo que puede sentir un joven soldado antes de ir la batalla. Su corazón latía con mucha fuerza y no le era posible enfocar sus pensamientos en nada. Estaba segura de que esta noche en que se iban a encontrar los dos se iba a decidir su destino, y los imaginaba ya a cada uno por separado ya a ambos al mismo tiempo.

Cuando recordaba el pasado, se detenía en las memorias de sus relaciones con Levin, que le producían un placer muy dulce. Esos recuerdos de la niñez, el recuerdo de Levin unido al del hermano fallecido, resplandecía de poéticos colores sus relaciones con él. El amor que sentía por ella, y del cual estaba completamente segura, la halagaba y la llenaba de alegría. Guardaba, pues, un recuerdo muy agradable de Levin.