Kitabı oku: «No vuelvas», sayfa 2
Yo a Tijuana llegué por encargo, como el detective que le debe prestar más atención a las razones del crimen que al lugar donde ocurrió. Sin embargo, tener los ojos clavados en los protagonistas de esa historia no me impidió atisbar los distintos escenarios que me mostraron un paisaje inabarcable, potente y lleno de contrastes, dignos de la frontera más transitada del mundo. En la ciudad por la que yo me perdí aún sobrevuela el misterio del asesinato de Luis Fernando Colosio en Lomas Taurinas, donde por cierto unas no menos misteriosas mansiones destacan en un laberinto de curvas y casas bajas. Y vibra el contrapunto entre la industria maquiladora trasnacional, que atrae a mujeres de todo el país por una paga de mil pesos semanales, y el turismo sexual, donde se cobra lo mismo, pero por diez minutos de privacidad valuados en dólares, tanto en la Zona Norte de los tables Hong Kong y Adelita como en los elegantes clubes de Zona Río.
En ese pulso cotidiano conviven los 50 mil vehículos que pasan a diario por la garita de San Ysidro, la amenaza de inundaciones y temblores, el añejo encanto del burro-cebra (zonkey), la omnipresencia de los casinos, los hippies que peregrinan al bar Zacazonapan tras las huellas de Jim Morrison, el enigma de los guetos chinos de La Mesa, los desalojos de deportados que la policía ensaya en la canalización del río Tijuana (el Bordo) y el temible zumbido de los drones de la Operación Guardián. Entre todo ese combo, que va de East TJ a Playas, pasando por el glamour de Zona Río y el vértigo de “la hermana república de Otay”, el corazón de TJ parece latir bajo el impulso del exceso y la deshumanización, la doble cara del deseo y la explotación en una moneda lanzada al aire del destino. O, al menos, eso fue lo que creí percibir de a poco, un viaje tras otro, cada vez más sorprendido por un conjunto de historias que me desafiaban a estar a la altura de lo que me tocaba ver.
En Tijuana, los migrantes deportados ya son figuras recurrentes, a nadie le sorprende topárselos y, por lo tanto, sus historias se han vuelto habituales. A su manera, forman parte del molde de lo cotidiano que cubre la ciudad, tan característicos como el zonkey o los silenciosos maleantes de la Zona Norte. Durante mis viajes a TJ, el único antídoto que se me ocurría para desactivar la anestésica bomba de la costumbre era incorporar a su retrato las pinceladas del pasado reciente. Tener en cuenta que desde que en 1994 el país vecino reforzó el control de la frontera con los drones, telescopios de visión nocturna y sensores sísmicos de la Operación Guardián, el paso de los migrantes ilegales se desvía de Tijuana hacia el desierto, donde el Estado ejerce una violencia silenciosa, clandestina, que mata sin asesinos a la vista. No olvidar que los cambios en los conceptos de legal e ilegal en la frontera entre ambos países han ido en paralelo con las transformaciones históricas en el proceso de la migración mexicana a Estados Unidos. Subrayar que la criminalización del migrante se profundizó desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, cuando el gobierno de George W. Bush convirtió la observancia de las leyes migratorias en una cuestión de seguridad nacional. Y no dejar de señalar que la amplia mayoría de los deportados que llegan diariamente a la ciudad no logra volver al “otro lado” ni reinsertarse en México.
Así fue como empezó esta historia. Luego, una vez terminado el proyecto “Migración y memoria”, regresé en varias oportunidades a Tijuana, empujado por dudas y preguntas que aún no sé si sabré responder. Por entonces, el muro de Trump aparecía en todas las noticias que hablaban de la frontera, pero mi interés no apuntaba a su viabilidad ni a sus implicaciones políticas, sociales y culturales. Yo quería saber qué había sido de los deportados que llegué a tratar en el desayunador del padre Chava, esos bad hombres que el magnate puso en la mira del mundo durante su campaña electoral. Y a medida que los conocía mejor, entre uno y otro viaje, noté que la onda expansiva de sus penurias me proponía un reto. Aunque me costara admitirlo, sentía que había visto en primer plano las cicatrices de un México invisible, y que mi deuda con el país que me había acogido como uno de los suyos comenzaría a saldarse si era capaz de narrar esa experiencia donde la crueldad y la esperanza, la vileza y la supervivencia mostraban mucho de lo que somos y podríamos ser.
Con y sin documentos, viví más de 25 años fuera de mi Argentina natal. La distancia me ha marcado y hoy admito sin dolor alguno que me cuesta mucho identificarme con los gustos, modos e ilusiones del lugar donde nací, en definitiva lo que buscaba cuando en 1992 me fui sin ninguna intención de regresar. Allá quedó mi origen, pero no mucho más. Si mi país lo sintiera mío, es probable que aún viviera allí. Pero, por distintos motivos, desde muy chico me pareció que mi crecimiento y plenitud me esperaban lejos, afuera. Claro que ese camino nunca fue fácil y estuvo repleto de fracasos de todos los tamaños, enormes incluidos. De hecho, en todo ese tiempo que residí en España, Hungría, Brasil y México, hubo al menos dos ocasiones en las que me sentí arrastrado hacia un abismo de soledad y desesperación que recordaría para siempre.
La primera fue en Viladecans, un gris suburbio de Barcelona, a principios de los 90. No conseguía trabajo, el dueño de la ruinosa pensión donde vivía me amenazaba con correrme si no saldaba parte de mi deuda, por necesidad había traicionado a los pocos amigos que todavía me aguantaban y acababa de gastar mis últimas monedas en una sardina que freía con una cebolla robada. No era el primer día que me quedaba sin dinero; era, sí, el primero que me dejaba claro que el futuro se había evaporado. Sabía que en unas horas no podría calmar la siguiente oleada de hambre, ya sin tener a dónde ir ni a quién recurrir. No veía ninguna solución y no tenía fuerzas para enfrentar el desastre inminente. Lo único que quería era aturdirme, olvidarme de todo, dejarme llevar. Desolado y perdido, recuerdo ahora, en un momento bajé las escaleras que daban a mi cuarto y me senté en un banco de la plaza de enfrente de la pensión, ido y abrumado por los problemas de una vida que se alejaba de mí. Y en ese estado de indefensión y abandono, triste al extremo de no sentir dolor, al banco donde estaba sentado se acercó un hombre que no había visto jamás. Mi mala memoria no conserva sus palabras, que hablaban de Dios, el amor y la fe. Antes de irse, me dejó una edición muy pequeña, con tapas azules, del Nuevo Testamento. El hombre era parte de un grupo de evangelizadores, se fue con el resto de los suyos y desapareció para siempre. Yo nunca fui una persona religiosa, no lo era entonces y no lo soy ahora. Pero, por alguna razón, durante años conservé ese ejemplar del Nuevo Testamento. Y esa tarde algo debió pasar conmigo, porque aquel encuentro me conmovió de tal manera que exorcizó la desgracia y me impulsó a salvar lo que quedaba de mí mismo.
A quienes no somos creyentes nos resulta muy sencillo negar la importancia del trabajo social de las instituciones religiosas. O no lo vemos o no lo queremos ver. Yo no sé qué tan eficaces sean en general, pero me consta que a veces cumplen con su función de ayudar a quien lo necesita. Como prueba, ahí está la historia de la sonorense Rosa Robles Loreto, detenida en 2010 en Tucson por derribar con su coche uno de los conos naranjas que la policía coloca en la calle cuando hay un desvío provisional. Casada, con más de 10 años de vida en Estados Unidos y madre de dos hijos, Rosa pagó su falta con una detención de dos meses y una orden de deportación que, tras sucesivas apelaciones, debía hacerse efectiva el 8 de agosto de 2014. Ese mismo día, mientras los agentes de ICE avanzaban hacia su casa para iniciar el proceso que la mandaría a México, Rosa se refugió en la Iglesia Presbiteriana del Sur, en Tucson, decidida a no salir de allí hasta que alguien escuchara su reclamo de no dividir a su familia. Y en la iglesia la recibieron, la alimentaron y le dieron cobijo, y se negaron a entregarla a las autoridades.
Un año antes, otra falta de tránsito había puesto al borde de la deportación al sinaloense Daniel Neyoy, quien a mediados de 2000 llegó a Estados Unidos tras pasar ilegalmente por el desierto de Arizona. En mayo de 2013, Daniel rechazó la orden de ICE y pidió asilo en una iglesia presbiteriana de Harrington. Por su condición de padre de un niño estadunidense, Neyoy logró que un juez de Texas dictara una prórroga de un año a su residencia en el país, renovada a mediados de 2015. Pero los hijos de Robles son mexicanos. Al momento de la infracción de su madre, ellos podían ampararse bajo el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) para frenar su propia deportación, pero a Rosa no la protegía ninguna medida oficial. Tras 15 meses de autoexilio en la iglesia de Tucson, Rosa obtuvo un “acuerdo confidencial” con ICE y regresó a su casa.
Mientras tanto, gracias al impacto de los casos de Robles y Nayoy, iglesias de Atlanta, Los Ángeles, Colorado, Phoenix, Chicago y Portland abrieron sus puertas a otros inmigrantes, mexicanos y centroamericanos, obligados a cumplir órdenes de deportación. De acuerdo a la organización Church World Service, hoy hay decenas de iglesias estadunidenses unidas en esa red, Santuario, de asistencia a indocumentados. La versión contemporánea del movimiento Santuario de los 80, que por entonces reunió a más de 500 congregaciones luteranas, católicas y metodistas en apoyo a migrantes latinos.
En el desayunador, la fuerza moral de la religión se expresa en el saludo de la mayoría de los deportados al Cristo de dos metros de la entrada y a la imagen de la Virgen que los recibe a su derecha. Muchos de ellos, además, tienen el detalle de quitarse la gorra cuando se persignan.
–Eso fue así siempre, desde el principio –me dijo, una mañana, la madre Margarita–. ¿Sabe cómo empezó todo aquí? Un día, al padre Salvador Chava Romo le diagnosticaron cáncer terminal. Fue muy duro para él, pensaba que había desperdiciado su vida sin haber hecho nada por los pobres. Así que, ganándole tiempo al tiempo, primero invitó a desayunar a los que dormían en la calle. Les dábamos taquitos, alguna tortita. Hasta que por decisión suya ampliamos más y más el servicio. El primer desayuno se lo servimos a 17 muchachos, el 30 de enero de 1999. Al padre le habían dado tres meses de vida, pero vivió hasta el 30 de enero de 2002, justo tres años después de aquel primer desayuno.
Tras contarme esa historia, ella fue a la cocina, probó personalmente la limonada, recibió unas cajas de cereales y acomodó otras de té.
–¿Ya tomó café? –me preguntó, mientras me servía uno– ¡Es la primera obligación del día!
Con mi vaso lleno regresé a la Techumbre, a ver si alguien me esperaba. Y mientras pensaba en la coincidencia de que el día de la fundación del desayunador (y el de la muerte del padre Chava) también sea el de mi cumpleaños, vi que bajo los rústicos bloques de madera de mi nuevo lugar de trabajo estaba sentada una señora pálida y empequeñecida, encorvada, que pellizcaba nerviosa una bolsa de plástico negro.
Cuando me senté a su lado, se presentó con una sonrisa tan grande que entrecerraba sus ojos color miel. Se llamaba, me dijo, María de la Luz Guajardo Castillo. Media hora después, antes de despedirse, me dijo que yo le daba confianza porque hablaba “como el papa”, mi célebre compatriota. Al levantarme para tirar el vaso de plástico en el que había tomado mi café, volví a verla, esta vez junto a otra mujer tan enclenque, desgarbada y triste como ella, a un lado de la puerta de entrada del desayunador.
–Mira, ¿lo ves? –escuché que le decía, sin dejar de señalarme–. Ese es el joven que me va a encontrar a mi hija.
Notas al pie
1 www.youtube.com/watch?v=FUz-HjQLKjg (Anastasio) y www.youtube.com/watch?v=7wI2Q1XikLw (Sergio Adrián).
2 El libro, aparecido en diciembre de 2016, es Nadie me sabe dar razón. Tijuana, migración y memoria (INBA, Secretaría de Cultura y Producciones El Salario del Miedo). Emiliano Pérez Cruz, Georgina Hidalgo, Leonardo Tarifeño, Ana Luisa Calvillo, Roberto Castillo Udiarte y Rodolfo Cruz Piñeiro son los autores.
3 Cifra citada por el doctor Alfredo Hualde Alfaro, investigador del Colegio de la Frontera Norte (Colef) en el video “Mexican deportes and outsourced labor”, Vice News, julio de 2014, www.youtube.com/watch?v=fGSkNXQJ0Ic.
4 Jorge Cancino, Univision Noticias, disponible en: www.univision.com/noticias/inmigracion/el-41-de-los-deportados-en-el-ano-fiscal-2015-notenia-antecedentes-criminales.
5 Jorge Cancino, Univision Noticias, disponible en: www.univision.com/noticias/redadas/15-cosas-que-debes-saber-de-las-deportaciones.
6 www.dhs.gov/sites/default/files/publications/14_1120_memo_prosecutorial_discretion.pdf
7 Jorge Cancino, Univision Noticias, disponible en: www.univision.com/noticias/redadas/15-cosas-que-debes-saber-de-las-deportaciones.
II. UN GOL ENTRE LAS PIERNAS
Una mañana de domingo, de camino a Playas, le cuento al taxista que vine a Tijuana para escribir sobre los deportados.
–Ah, ¿sí? ¿Me viniste a ver a mí? –pregunta, entre risas, con la mirada fija en el espejo retrovisor.
En la ciudad hay tantos expulsados de Estados Unidos que es difícil no toparse con alguno. Él debe andar por los 50 años, dice que es de Puebla y que a la frontera llegó de niño.
–Al “otro lado” cruzamos con mi esposa, en 1997. Justo por aquí, ¡ahí mero! –apunta, mientras pasamos junto a un cerro que cae en picada, detrás del Mirador. Se ve que a esta hora nunca hay mucho tránsito en este rumbo, pero yo igual preferiría que mirara menos por el espejo y más hacia adelante–. Estaba bien papita, eran otras épocas –suspira y acelera, temerario, siempre con un ojo en el retrovisor–. Luegoluego pagamos por mi abuela, pero en ese cruce se pusieron bien perros y tuvo que pasar por Zona Norte. No problem: cada coyote tiene su agujero. Diez años vivimos en Los Ángeles. Mi abuela, mi esposa, mis hermanos, todos. Hasta que me deportaron. Pero, ¿sabes qué? Si no me hubieran corrido ellos, me hubiera ido yo.
–¿Por qué? ¿No te gustaba allá?
–Bueno, a ver si me puedes entender. Si uno aquí tiene a la familia, los amigos, el trabajo… ¿por qué me tendría que ir? ¿A hacer qué?
Aunque supongo que las cosas no son tan sencillas, le doy la razón. Sobre todo, por motivos profesionales: como no quiero que deje de hablarme, no debería contradecirlo. Su testimonio podría ser significativo si sobrevivimos a su euforia al volante.
–Las cosas se pusieron feas cuando deportaron a uno de mis hermanos –continúa, con el viento en la cara–. Habíamos pagado un buen varo por él, y al primer día se lo llevaron por tomar unas chelas en la calle. ¡El primer día! Yo trabajaba en un hospital de ancianos, limpiándole el traste a los viejitos. ¿Y todo para qué? Cuando me deportaron por conducir sin licencia, no lo lamenté. A principios de 2008 me traje a mi esposa y aquí estamos, tan contentos.
–¿No estaba muy violento aquí por esos años?
–¡Pues ya sabes cómo es México, carnal! Cosas pasan, pero no hay que meterse. ¡Cada chango con su mecate! Y la verdad es que, desde que encerraron al Doctor, por aquí está todo más tranquilo.
El Doctor es Eduardo Arellano Félix, médico de profesión y excerebro financiero del Cártel de los Arellano Félix (CAF) con el que sus hermanos Benjamín y Ramón gobernaron de facto Tijuana entre 1989 y 2002. De los tres, el primero en caer fue Ramón, el pistolero en jefe de la banda, durante un tiroteo con la policía de Mazatlán, el 10 de febrero de 2002; un mes después le tocó a Benjamín, en Puebla, en un operativo que se saldó sin que nadie disparara un solo tiro. A Eduardo lo apresaron en octubre de 2008, justo cuando el deportado que a mil por hora me lleva a Playas se reinstalaba en TJ, un año en el que las estadísticas oficiales señalan que en la ciudad hubo 843 ejecuciones. ¿Qué clase de tranquilidad era esa? Tal vez llegó el momento de contradecirlo. Ochocientos cuarenta y tres asesinatos anuales no son sinónimo de tranquilidad en ningún lado; o quizá sí, allí donde sólo a Ramón Arellano Félix se le atribuyen más de mil en 13 años, casi 80 por temporada laboral.
¿Mi taxista tendrá razón o yo me perdí de algo en el camino? Y es que, mientras dejábamos atrás la garita de San Ysidro, para no mirar el velocímetro me puse a pensar en el agente de la migra identificado como José Barrón, quien ahí mismo permitió durante años el paso de camiones con toneladas de marihuana, una hora al día, a partir de las 20.8 ¿Cuánto le habrá pagado el CAF a ese empleado gringo? Cuesta saber el monto anual aproximado, aunque a la fiscalía de San Diego le consta al menos un pago de 650 mil dólares. Lo único cierto es que la droga siempre traspasa la frontera sin necesidad de visa. Y que los papeles se les pide sólo a quienes no valen tanto.
Al bajar del taxi, lo primero que siento es el aliento de las olas y, a lo lejos, el ritmazo de una plegaria salsera que emerge de un restaurante de mariscos. Gracias, amor, por los bellos momentos / quiera Dios que se cumplan tus sueños / y aunque sé que lo nuestro es pasado / nunca voy a olvidarte / porque fui taaan feliz…, escucho en versión de Alberto Barros, mientras llego al extraño punto fronterizo en el que la valla crece desde el mar. Todos los fines de semana, las familias partidas a ambos lados de la frontera se reencuentran aquí, en el Parque de la Amistad o Friendship Park, el área binacional donde la verja que hiere el Pacífico se transforma en una prisión al aire libre, amarga y entrañable a la vez.
Pat Nixon, la exprimera dama estadunidense, lo inauguró en 1971, cuando la demarcación limítrofe sólo dependía de un alambre de púas y nadie soñaba con el “gran y hermoso muro” prometido por Trump. Durante aquel acto legendario, la señora Nixon les pidió a sus agentes de seguridad que cortaran el alambre para poder abrazar a quienes la contemplaban a escasos metros, tan cerca y tan lejos, en ese otro país que también es otro mundo. “Aquí no debería haber muros”, sentenció, premonitoria, sin saber que menos de dos décadas después, en 1990, justo en ese sitio se levantaría la primera gran cerca que su intuición quería conjurar.
Tres años más tarde, la malla ya abarcaba los 20 kilómetros que van del mar a las montañas del este. Y en 1994, como parte de la Operación Guardián ordenada por el entonces presidente Bill Clinton, el refuerzo con placas metálicas de la primera valla se complementaría con la instalación de una segunda, de 4.5 metros, inclinada al interior con alambres de púas más gruesos y espinosos de los que conoció aquella primera dama, hija de una inmigrante alemana y de un descendiente de irlandeses.
Desde 1990, Estados Unidos construyó 1,050 kilómetros de muros y cercas para cubrir 33.3 por ciento de los 3,145 kilómetros que abarca la frontera, un porcentaje que al autoritarismo del siglo XXI le resulta insuficiente. Equipada con sensores, drones, cámaras y patrullas activas las 24 horas del día, la sección de la verja que corresponde a Tijuana y San Diego es la más vigilada de todas. Tanto, que ni siquiera en el parque se permite nada parecido al contacto físico, aun cuando la única parte del cuerpo que podría asomarse entre los milimétricos huecos de la doble red metálica que cruza los barrotes es la yema de los dedos.
Ya a un lado del faro, la cercanía de la valla hace que los sentimientos se confundan. ¿El parque es el primer paso hacia la reunificación familiar o el rincón amable de un monumento a la intolerancia? La barda, que guía a los migrantes ilegales hacia la muerte agazapada entre los desiertos y los ríos, cobija este lugar de encuentro, sin el cual las familias con miembros en ambos países podrían pasar años sin verse. Aquí, un país dice de la manera más brutal posible que no quiere tener ninguna relación con su vecino; sin embargo, al mismo tiempo, el muro construye sus propios resquicios rigurosamente vigilados y organiza un recreo, un día de visitas para que nadie olvide que en realidad se trata de una cárcel. A su manera, simboliza una esperanza enjaulada y controlada, pero esperanza al fin.
–¿Sabe? Por allá abajo, un día llegué a meter la cabeza del otro lado –le cuenta un inesperado guía turístico a una pareja de gringos, en el pequeño mirador donde reposa una estatua con delfines. La caza de extranjeros con dólares me recuerda a tantas otras, como la de los vendedores de minipirámides y masajes energéticos en Teotihuacán, la de los hechiceros de ocasión en las calles de Catemaco y la de los pescadores que ofrecen tours mar adentro en las costas del Pacífico. Mientras pienso por qué allá nunca me resultó chocante y aquí sí, veo que en cada vara está escrito el nombre de un veterano de guerra mexicano que peleó por Estados Unidos antes de que ese país decidiera que defender su bandera no es una razón legítima para frenar la deportación de sus soldados. Más arriba, leo: “Cuando el poder del amor supere el amor al poder, el mundo conocerá la paz”, uno de los máximos lugares comunes del pacifismo, frase original del exprimer ministro británico William Gladstone, mal atribuida a Jimi Hendrix. A un costado, tres pastores evangélicos ofrecen “cursos bíblicos gratis”. Y arriba, con enormes letras corroídas por la humedad, la palabra empathy pide justo aquello que los drones, las cámaras y las torres de seguridad que la alumbran parecen negar.
Delante de mí hay unas 30 o 40 personas pegadas al imán de barrotes que los acerca y aleja de aquellos que más quieren. En la parte gringa, una mujer alza un niño para que una abuela en silla de ruedas, de este lado de la cerca, roce los cachetes del chamaco aplastado contra la cuadrícula de metal. Más adelante, dos veinteañeros y sus padres les prometen a sus hermanos y cuñadas aferrados a la barda que al próximo encuentro llegarán con mariachis.
–Buenos días –dice un agente de la migra, alto y firme, parado detrás de una pareja dividida por la vallanada más les recuerdo que no pueden pasar nada.
Cuando palpo la verja para imaginar qué es lo que se podría pasar entre esos agujeritos tan pequeños, veo a un joven flaquísimo y con barba de tres días que, tal vez, aguarda a una familia que no llega.
–De mis 39 años, viví 29 en Estados Unidos –me cuenta, poco después de decirme que se llama David Díaz–. Nací en Puebla, pero de allí no recuerdo casi nada. De muy niño nos vinimos aquí para pasarnos al “otro lado” por Nido de las Águilas. Y en el gabacho tengo todo: mi mujer, mis cuatro hijos y mi nieto.
Para la dimensión de la ruptura que describe, David parece muy entero. Tiene una energía que no vi entre los deportados del desayunador; me habla seguro de sí mismo, más preocupado que perdido. Sin pausas explica que en New Brownsville (New Jersey), donde vivía hasta dos meses atrás, se ganaba la vida como empleado de una empresa de mudanzas, y al referirse a los suyos saca su cartera para mostrarme las fotos de su nieto y de sus hijos (Angela, David, Cristian e Irisdeia).
–Me detuvieron por llevar una licencia de conducir falsa, pero hacía un año que yo tenía mi residencia permanente –explica–. La licencia era de mucho tiempo atrás. La abogada me dijo que a esa falta le corresponde una multa y no una deportación. Sin embargo, lo único que me puede conseguir es una probation de cuatro años, para que regrese pronto.
–Y, mientras tanto, ¿qué vas a hacer?
–Me tengo que quedar en Tijuana, no hay de otra. Recién deportado, a la salida de la garita, se me acercaron los hermanos de la iglesia Fiesta Pentecostal, de Jardín Dorado, así que ahora hago algunas cosas para ellos. Trabajo en la iglesia, hago reparaciones, colaboro con lo que necesiten. Y los domingos los acompaño aquí, al parque, para ayudar en lo que pueda.
–Pero tú también necesitas ayuda.
–Todos la necesitamos, ¿quién no? A mí ahora me toca tener paciencia. No le voy a decir que no estoy desesperado. Nadie puede ni imaginar lo que se siente cuando pasan los días y los meses sin ver a la familia, y que nadie te diga cuándo los vas a volver a ver. Cada noche, antes de dormir, me pregunto si realmente fue tan grave lo que hice. Pero venir a este lugar me hace bien, ¿sabe? Me hace sentir que no estoy tan solo.
Antes de irse, David me regala una estampita de la Virgen.
–Llévela, es la madre de todos nosotros –me dice en voz muy baja, casi en secreto–. Y por estar aquí, de usted también.
Al bordear la verja me cruzo con familias que llegan con banquetas, sombrillas y carriolas; algunos buscan un hueco para darse un beso con sabor a metal, otros hablan de policías, documentos y empleos prometidos. A pocos metros, del lado de allá, reconozco a Enrique Morones, histórico activista en cuestiones de migración y fundador en 1986 de la ONG Ángeles de la Frontera/Border Angels, que apoya a los migrantes en camino a Estados Unidos con asesoría jurídica, contacto binacional y hasta botellas llenas de agua que sus miembros dejan en distintos puntos de la travesía del desierto. Hijo de padre chilango y madre sinaloense, nieto del secretario de Economía de Plutarco Elías Calles, Enrique nació en San Diego y se convirtió en una auténtica celebridad en 1998, cuando el expresidente Ernesto Zedillo lo distinguió como la primera persona en obtener la doble ciudadanía mexicana y estadunidense.
Al verme con mi estampita en la mano, primero quiere saber de dónde vengo y luego me comenta que al rato su grupo irá de visita a un panteón.
–Está a 30 kilómetros de aquí, en California –dice–. Es la madre de todas las fosas, no hay otra igual en ningún lugar del mundo. Tiene más de 600 cuerpos de migrantes sin identificar. Y ese lugar es sólo una parte de la historia: desde hace varios años, las autoridades creman los cuerpos que nadie reclama y los arrojan al mar. Para esos muertos ni siquiera hay una tumba sin nombre. Por eso, una vez cada seis semanas, vamos con Ángeles de la Frontera a colocar cruces y orar por todos ellos.
Cuando Morones fundó Ángeles de la Frontera, esta valla no existía. Por lo que motiva y representa, hoy es quizá su mayor enemiga. Por eso, dice, en 2013 le pidió al director de la Border Patrol que la abriera una vez al año, un par de minutos, durante el Día del Niño. Para su sorpresa, el jefe aceptó la propuesta. La idea consistía en abrir la puerta de emergencia y acompañar a la primera dama de San Diego para que se encontrara con su par de Tijuana, en un homenaje a aquella otra que fundó el parque.
–Pero, segundos antes de que la puerta se abriera, un muchacho se me acercó y me preguntó si podía pasar conmigo, ya que del lado de Tijuana estaba su hija, a la que nunca había podido abrazar –señala Enrique–. Como no había tiempo para que me explicara mejor, le di una playera de Ángeles de la Frontera, lo tomé de la mano y no lo solté. No terminábamos de cruzar cuando una niña, Jimena, salió de entre la multitud que esperaba del lado mexicano y corrió al abrazo de ese joven. Nada de eso estaba planeado, y a mí me pareció muy poderoso. Al año siguiente no nos permitieron repetir el evento, pero en 2015 lo hicimos durante 15 minutos con cuatro familias, y en 2016 conseguimos 20 minutos para cinco. Ahora nuestro objetivo es lograr un reencuentro de media hora para la mayor cantidad posible de personas.
–En todos estos años, ¿cuál ha sido el mayor obstáculo que enfrentaste?
–La ignorancia. La gente cree que sabe lo que ocurre, pero la verdad es que no saben nada. Y en el caso de las autoridades es peor aún: todos te felicitan y nadie te da su apoyo. En 2009, el expresidente Felipe Calderón me dio el Premio Nacional de Derechos Humanos, pero lo que necesitamos no son reconocimientos, sino ayuda.
De este lado de la verja, otros activistas de Ángeles de la Frontera me cuentan algunos de los grandes problemas con los que batallan a diario. El fraude de muchos abogados, que cobran miles de dólares a sabiendas de que no podrán modificar la situación de sus desesperados clientes; el secuestro por parte de los coyotes que trabajan para el crimen organizado; la persecución policial, que ellos mismos han padecido. Con semejantes desafíos cotidianos, ¿qué tanta diferencia puede hacer actividades como la de abrir la puerta del muro una vez al año, durante dos minutos o media hora?
A Morones la pregunta no le gusta, y se toma su tiempo para responderla con una anécdota. Hace varios años, recuerda, en la zona fronteriza del Valle Imperial, en California, un amigo suyo y él vieron a lo lejos a un hombre que caminaba con mucha dificultad. Cuando se acercaron, notaron que avanzaba a trompicones porque llevaba a otro sobre sus espaldas. El que cargaba se sentía muy débil y el otro era un moribundo. Los amigos asistieron a los dos migrantes y se ofrecieron a llevarlos al hospital, pero ninguno quiso ir porque le temían a la policía. Frustrados y tristes, los voluntarios continuaron su recorrido para ver a quién más podían ayudar. Dos semanas después, un joven, Francisco, llamó a Morones desde Los Ángeles para agradecerle por haber socorrido a su padre, que era aquel que cargaba al otro hombre. Días más tarde, recibió otra llamada, esta vez desde Chicago. Ese chavo se llamaba Pedro, y también quería darle las gracias. Su padre era el hombre que había estado a punto de morirse en el desierto.
–Yo nunca supe cómo lograron contactarme –remata–, a nosotros no nos interesa que nos busquen, lo único que nos importa es que se salven. Pero se ve que para ellos sí era importante encontrarnos, ¿entiendes? Eso significa que con poco podemos hacer mucho. Tú me preguntas por el impacto real de nuestro trabajo, yo también me lo pregunto a veces. Lo único que sé es que a Francisco y Pedro sí les hizo una diferencia. Y, para nosotros, eso es muy importante.