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SUPERCHERÍA
I
NICOLÁS SERRANO, UN FILÓSOFO DE TREINTA INVIERNOS, VÍCTIMA DE LA BILIS Y DE LOS NERVIOS, VIAJABA POR consejo de la medicina, representada en un doctor cansado de discutir con su enfermo. No estaba el médico seguro de que sanara Nicolás viajando; pero sí de verse libre, con tal receta, de un cliente que todo lo ponía en tela de juicio, y no quería reconocer otros males y peligros propios que aquellos de que tenía él clara conciencia. En fin, viajó Serrano, lo vio todo sin verlo, y regresaba a España, después de tres años de correr mundo, preocupado con los mismos problemas metafísicos y psicológicos y con idénticas aprensiones nerviosas.
Era rico; no necesitaba trabajar para comer, y aunque tenía el proyecto, ya muy antiguo en él, de dejarlo todo para los pobres y coger su cruz, esperaba para poner en planta su propósito, a tener la convicción absoluta, científica, es decir, una universal, verdadera y evidente de que semejante rasgo de abnegación estaba conforme con la justicia, y era lo que le tocaba hacer. Pero esta convicción no acababa de llegar; dependía de todo un sistema, suponía multitud de verdades evidentes, metafísicas, físicas, antropológicas, sociológicas, religiosas y morales, averiguadas previamente; de modo que mientras no resolviera tantas dudas y dificultades continuaba siendo rico, desocupado, pero con poca resignación. Para él, las dudas y los dolores de cabeza y estómago, y aun de vientre, ya venían a ser una misma cosa; y veces había, sobre todo a la hora de dormirse, en que no sabía si su dolor era jaqueca o una cuestión psicofísica atravesada en el cerebro. No era pedante ni miraba la filosofía desde el punto de vista de la cátedra o de las letras de molde, sino con el interés con que un buen creyente atiende a su salvación o un comerciante a sus negocios. Así que, a pesar de ser tan filósofo, casi nadie lo sabía en el mundo, fuera de él y su médico, a quien había tenido que confesar aquella preocupación dominante para poder entenderse ambos.
Volvía a España en el expreso de París. Era medianoche. Venía solo en un coche de primera, donde no se fumaba. Acurrucado en su gabán de pieles, casi embutido en un rincón, los pies envueltos en una manta de Teruel, negra y roja, calado hasta las cejas un gorro moscovita, meditaba; y de tarde en tarde, en un libro de memorias de piel negra apuntaba con lápiz automático unos pocos renglones de letra enrevesada, con caracteres alemanes, según se emplean en los manuscritos, mezclados con otros del alfabeto griego. Lo muy incorrecto de la letra, amén de las abreviaturas de esta mezcolanza de caracteres exóticos aplicados al castellano, daban al conjunto un aspecto de extraña taquigrafía, muy difícil de descifrar. Así escribía sus Memorias íntimas Serrano. Era lo único que pensaba escribir en este mundo, y no quería que se publicasen hasta después de su muerte. En tales Memorias no había recuerdos de la infancia ni aventuras amorosas, y apenas nada de la historia del corazón; todo se refería a la vida del pensamiento y a los efectos anímicos, así estéticos como de la voluntad y de la inteligencia, que las ideas propias y ajenas producían en el que escribía. Abundaban las máximas sueltas, las fórmulas sugeridas por repentinas inspiraciones; aquí un rasgo de mal humor filosófico; luego la expresión lacónica de una antipatía filosófica también; más adelante la fecha de un desengaño intelectual, o la de una duda que le había dado una mala noche. Así, se leía hacia mitad del volumen:
"13 de junio (caracteres griegos y de alemán manuscrito, mezclados, por supuesto). He oído esta noche a don Torcuato, autor de El sentido común. Es un acémila. ¡Y yo que le había admirado y leído con atención pitagórica! ¡Avestruz! Ahora resulta darwinista porque ha viajado, porque ha vivido tres meses en Oxford y tiene acciones de una Sociedad minera de Cornualles. ¡Siempre igual! Hoy don Torcuato; ayer Martínez, que resulta un boticario vulgar. ¡Qué vida!
"15 de mayo. El cura Murder es un pastor protestante digno de ser cabrero. Le hablo del Evangelio y me contesta diciendo pestes del padre Sánchez y de la Inquisición…
"16 de septiembre. Creo que he estado tocando el violón; mi sistema de composición armónica entre la inmortalidad y la muerte del espíritu es una necedad, según voy sospechando.
"20 de octubre. ¡Dios mío! ¡Si seré yo el Estrada de la filosofía! ¡Ahora miro mi sistema de muerte inmortal y me pongo rojo de vergüenza! Por un lado, plagio de Schopenhauer y de Guyau, y por otro, sueños de enfermo. ¡Oh! Todos somos despreciables; yo el primero. No hay modo de componer nada.
"21 de noviembre. No hay más filósofos, admirados de veras, que los temidos. Todos los que no han servido para destruir me parecen algo tontos en el fondo.
"30 de noviembre. Hay momentos en que Platón me parece un prestidigitador.
"4 de enero. Hoy he sentido en el alma que Aristóteles no viviera… para poder ir a desafiarle. ¡Qué antipático!…"
Todos estos apuntes eran antiguos. Después había otros muchos en el mismo libro de memorias, cuya última página era la que tenía abierta ante los ojos Serrano aquella noche. Nunca leía aquellos renglones de fecha remota (cinco meses). ¿Qué tenía él que ver con el que había escrito todo aquello? Ya era otro. El pensamiento había cambiado, y él era su pensamiento. No se avergonzaba de lo escrito en otro tiempo; ni hacía más que despreciarlo. No pensaba, sin embargo, borrar una sola letra, porque justamente la mejor utilidad que aquellas Memorias podían tener algún día consistiría en ser la historia sincera de una conciencia dedicada a la meditación.
Dejó un momento el cuaderno sobre el asiento, y acercándose a la ventanilla apoyó la frente sobre el cristal. La noche estaba serena; el cielo estrellado. Corría el tren por tierra de Ávila, sobre una meseta ancha y desierta. La tierra, representada por la región de sombra compacta, parecía desvanecerse allá a lo lejos, cuesta abajo. Las estrellas caían como una cascada sobre el horizonte, que parecía haberse hundido. Siempre que pasaba por allí Nicolás, se complacía en figurarse que volaba por el espacio, lejos de la tierra, y que veía estrellas del hemisferio austral a sus pies, allá abajo, allá abajo. "Ésta es la tierra de Santa Teresa", pensó. Y sintió el escalofrío que sentía siempre al pensar en algún santo místico. Millares de estrellas titilaban.
Un gran astro, cuya luz palpitaba, se le antojaba paloma de fuego que batía muy lejos las luminosas alas, y del infinito venía hacia él, navegando por el negro espacio entre tantas islas brillantes. Miraba a veces hacia el suelo y veía a la llama de los carbones encendidos que iba vomitando la locomotora como huellas del diablo; veía una mancha brusca de una peña pelada y parda que pasaba rápida, cual arrojada al aire por la honda de algún gigante.
La emoción extraña que sentía ante aquel espectáculo de tinieblas bordadas de puntos luminosos de estrellas y brasas tenía más melancólico encanto porque se juntaban al recuerdo de muchas emociones semejantes, que sin falta despertaban, siempre iguales, al pasar por aquellos campos desiertos, a tales horas y en noches como aquélla. Nunca había visto de día aquellos lugares ni quería tener idea de cómo podían ser; bastábale ver el cielo tan grande, tan puro, tan lleno de mundos lejanos y luminosos; la tierra tan humillada, desvaneciéndose en su sombra y sin más adorno que bruscas apariciones de tristes rocas esparcidas por el polvo acá y allá, como restos de una batalla de dioses, monumentos taciturnos de la melancólica misteriosa antigüedad del planeta. En la emoción que sentía había la dulzura del dolor mitigado y espiritual, la impresión del destierro, el dejo picante de la austeridad del sentimiento religioso indeciso, pero profundo.
—¡Tierra de Ávila, tierra para santos! —dijo en voz alta, estirando los brazos y bostezando con el tono más prosaico que pudo.
Quería "llamarse al orden", volver a la realidad, espantar las aprensiones místicas, como él se decía, que en otro tiempo le habían hecho gozar tanto y le habían tenido tan orgulloso. Y abrió la boca dos o tres veces, provocando nuevos bostezos para despreciar ostensiblemente aquella invasión de ideas religiosas que en otra época habría acogido con entusiasmo y que ahora rechazaba por mil argumentos que a él le parecían razones y que constaban en sus libros de memorias, en aquellos apuntes, historia de su conciencia.
—¡Pura voluptuosidad imaginativa! —dijo también en alta voz, para oírse él mismo, poniéndose por testigo de que no sucumbía a la tentación de aquel cielo de Ávila, que había recogido las miradas y las meditaciones de Santa Teresa, y que ahora era pabellón tendido sobre su humilde sepultura.
Volvió a estirar los brazos, con las manos muy abiertas, y abrió la boca de nuevo, y en vez de suspirar, como le pedía el cuerpo, hizo con los labios un ruido mate, afectando prosaica resignación vulgar; y como si esto fuera poco, concluyó con dos resoplidos y subiéndose un poco los pantalones y apretándose la fajacinto que usaba siempre, después de ciertas insurrecciones del hígado.
II
En esto estaba cuando el tren se detuvo porque había llegado a una estación, y a pocos segundos se abrió la portezuela del lado opuesto al que ocupaba Nicolás, dejando paso a un bulto negro.
Era una monja. Nicolás, al ver que alguien subía, se había sentado en su rincón, sumido en la sombra, porque la oscura luz del techo agonizaba y no tenía fuerza para alumbrar los extremos del coche.
—Aquí, que no hay nadie, en este reservado —le habían dicho a la monja; y allí había entrado. Ya había emprendido la marcha el tren, cuando ella notó, acostumbrada a aquella media oscuridad, que en el rincón opuesto había un bulto humano. "Será una mujer", pensó, porque creía ir en un reservado de señoras. Llevaba la cara descubierta; era joven, blanca, con grandes rosas en las mejillas; los ojos pardos, rasgados, de pestañas largas en onda, de mirada quieta y sincera. Miraba con fijeza a la oscuridad para descubrir las facciones de la que suponía mujer. Sin saberlo ella, sus ojos se clavaban en los de Serrano, otra vez acurrucado, encogido. Comprendía él que aquella religiosa, no sabía de qué profesión, se creía sola o en compañía de otra hembra. Le pareció lo más adecuado al filósofo hacerse invisible hasta cuando pudiera, y además fingirse dormido. Cerró los ojos, pero no tanto que no siguiera viendo entre pestañas a la monja. Ésta, a cada momento más preocupada, tenía constantemente la cabeza vuelta hacia el rincón oscuro de Serrano, y fijos en él los ojos muy abiertos. "Sí —iba pensando—; de seguro es una señora. Pero no importa; no debí de todas maneras consentir en venir sola, aunque sea por tan pocos minutos y en un reservado. Por algo no nos dejan viajar solas. El lance, sin embargo, es apurado. En fin, no será un ladrón ni un libertino disfrazado de señora. Si la hubiera visto al entrar, la hubiera dado las buenas noches, y por su voz, al contestarme, hubiese conocido lo que era. Ahora ya no es tiempo."
Serrano permanecía inmóvil. La delicadeza consistía, en aquella ocasión, en imitar lo mejor posible la ausencia. "Si me ve esa buena mujer se va a asustar, debe de creerse en un reservado; la han metido aquí por equivocación." El caso era que en aquella inmovilidad del cuerpo había una especie de influjo magnético que le paraba el pensamiento en una idea fija e insignificante: la presencia de aquella mujer. También la mirada se le paró, clavándose en la estrella que parecía volar; y, como ya le había pasado muchas veces, aquella fijeza de la vista en un solo astro le produjo un efecto que sólo le había asustado la primera vez que lo experimentara; las demás estrellas se fueron borrando, todo se convirtió, cielo, tierra y hasta el coche de primera en que iba, en un círculo de negras tinieblas alrededor del astro luminoso; la estrella volandera, ahora quieta, fue enrojeciendo; después se turbó su luz, palideció y desapareció también. Al llegar a este punto otras veces, Nicolás solía sacudir la cabeza, un poco temeroso de accidentes nerviosos desconocidos; pero ahora, en vez de moverse por volver a la visión plena, se dejó abismar en aquella especie de hipnotismo visual provocado por él mismo; se dejó alucinar, y se quedó dormido.
Al despertar, el sueño le pareció breve, pero muy profundo. De repente se acordó de la monja, y como si mientras dormía hubiera trabajado su cerebro sobre un pensamiento que le llevara a una terminante conclusión, esta idea estalló en su cabeza: "Esa monja no era real; era una visión, era Santa Teresa…, y no está ahí." Poco dueño de su valor todavía, con la voluntad medio dormida, Serrano volvió los ojos con terror al rincón de la monja… En efecto, había desaparecido.
Sintió debajo de la piel el latigazo de un escalofrío de que le dio vergüenza. Se frotó los ojos, se puso en pie apoyándose en la vara de hierro de la red, y pensó un momento en pedir socorro, no sabía cómo. No tenía miedo a lo sobrenatural, sino a su cerebro. "¿Estaré malo? ¿Habrá sido una alucinación? Pero eso sería… terrible, porque la fuerza de la realidad con que vi a esa monja… ¡Será así la alucinación, tan viva, tan fuerte, tan engañadora! De lo que estoy seguro es de que no hemos parado en ninguna estación. Ni ha habido tiempo, ni yo habría dejado de sentir, como siempre siento, que el tren se detenía." Rara vez, por muy dormido que estuviera, dejaba de notar, entre sueños, que el movimiento del tren había cesado; sobre todo, ahora tenía la conciencia clara, evidente, no sabía por qué, de que no había parado el tren en estación alguna mientras él dormía. Consultó el reloj y, en efecto, eran muy pocos minutos los transcurridos desde la última vez que le había mirado, poco antes, al entrar la monja.
En aquel instante cesó la marcha. La estación era aquélla. ¡Absurdo parece que en tan poco tiempo hubieran pasado dos estaciones!
El demonio del miedo le sugirió otra idea. Acordose del nombre de la última estación que él había oído anunciar. Lo recordó, consultó la Guía…, y aquélla a que ahora llegaba era la siguiente.
Como en lo sobrenatural no había que creer, era preciso admitir que había tenido una visión, es decir, que él, que creía los nervios tan calmados con la vida medio animal que había hecho durante gran parte de sus viajes, se encontraba peor que nunca, con la revelación instantánea de un síntoma de muy mal género.
Pero… también le avergonzaba el miedo a la enfermedad. Además, ¿no podía haber estado allí, en efecto, aquella monja y haberse marchado? ¿Cómo? ¿Cuándo? Cuando yo dormía. Pero ¿cómo? El tren volaba. Fue una alucinación… no cabe duda.
Como en los tiempos, de triste recordación, de sus aprensiones de locura, clase de manía tan dolorosa como cualquiera, sintió con espanto, dentro de la cabeza una cascada de ideas extrañas, como engendradas por el pánico; y recurrió, para librarse del tormento, a lo que él llamaba la fuga de la razón y el sálvese quien pueda de las ideas. Abrió una ventanilla, miró a la oscuridad y al cielo estrellado, pero tembló de frío y de miedo mezclados; temió ver vagar en el aire la imagen que antes se había sentado en aquel rincón del coche. Volvió a cerrar, y como viese su libro de apuntes abierto a su lado, a él recurrió y se puso a escribir con ansia febril, huyendo, huyendo de las aprensiones. Y resultó lo apuntado una serie de diatribas en estilo conciso, nervioso, contra el milagro, la superstición, las ciencias ocultas, el misterio y las pretensiones científicas del hipnotismo moderno. "Tal vez —decía uno de los últimos párrafos— las conquistas de la moderna fisiología y de las ciencias afines son una superstición más." "Comte —decía más adelante— habló de la edad teológica, de la edad metafísica y de la edad positiva. Lo que debió decir fue: primero hubo la superchería teológica, después la superchería metafísica y después la superchería científica. Todo lo maravilloso es obra de un Simón Mago. En tiempo de Cristo, el milagro era la patente del profeta; hoy, en vez de resucitar a Lázaro, le revolvemos las entrañas para asegurar nuevas supercherías." Nicolás Serrano se enfrascó en sus desahogos de lápiz sin creer él mismo en lo que escribía, como con entusiasmo de enfermo que toma una ducha. Un cuarto de hora después estaba algo más tranquilo. El sueño volvió a invadirle como las sombras la noche, y la última sensación de que se dio cuenta fue que el libro de memorias se le caía de las manos sobre el calorífero. Pero no, también sintió al dormirse, que volvía a pararse el tren.
Lo que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había entrado poco antes una monja se abría para dar paso a una dama vestida de negro y cubierta con manto largo.
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