Kitabı oku: «Tres modelos contemporáneos de agencia humana», sayfa 2

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Norah: Se han cometido muchos errores conmigo. En primer lugar, por parte de papá y, luego, por parte tuya. Cuando vivía con papá, él me manifestaba todas sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras diferentes, me guardaba muy bien de decirlo, porque no le habría gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo, como yo con mis muñecas. Después vine a esta casa contigo... Pasé de manos de papá a las tuyas. Tú me formaste a tu gusto y yo participaba de él... o lo fingía... creo que lo uno y lo otro... Vivía de hacer piruetas para divertirte, como tú querías. Tú y papá habéis cometido un grave error conmigo: sois culpables de que no haya llegado a ser nunca nada.

Torvald: Pero qué injusta y desagradecida eres, ¿no has sido feliz aquí?

Norah: No, nunca. Creí serlo, pero no lo he sido jamás... sólo estaba alegre y eso es todo. Eras tan bueno conmigo... Pero nuestro hogar no ha sido más que un cuarto de recreo. He sido muñeca grande en esta casa, como fui muñeca pequeña en casa de papá. Y a su vez los niños han sido mis muñecos.

Torvald: Hay algo de verdad en lo que dices... aunque muy exagerado. Pero desde hoy todo cambiará; ya han pasado los tiempos de jugar y ha llegado la hora de la educación.

Norah: La educación de quién, ¿la mía o la de los niños?

Torvald: La tuya y la de los niños.

Norah: Ay, Torvald, tú no eres capaz de educarme, y yo ¿qué preparación tengo para educar a los niños? Es una labor superior a mis fuerzas. Hay otra de la que debo ocuparme antes. Debo procurar educarme a mí misma. Tú no eres capaz de ayudarme en esta tarea y por ello necesito estar sola. Y por esa razón voy a dejarte.

Torvald: ¡Qué dices!

Norah: Necesito estar sola para orientarme sobre mí misma y sobre lo que me rodea. No puedo quedarme más contigo.

Torvald: ¡Qué horror! Traicionar así los deberes más sagrados...

Norah: Tengo otros deberes no menos sagrados.

Torvald: ¿Qué deberes son esos?

Norah: Mis deberes conmigo misma.

Torvald: Ante todo eres esposa y madre.

Norah: Ante todo soy un ser humano, igual que tú... o al menos debo intentar serlo. Sé que la mayoría de los hombres y los libros te darán la razón. Pero ahora no puedo conformarme con lo que dicen hombres y libros. Tengo que pensar por mi cuenta en todo esto y tratar de comprenderlo.

Torvald: ¿Es que no te basta con tu puesto en este hogar? ¿No tienes una guía infalible para estos dilemas, no tienes la religión?

Norah: Ay, Torvald, no sé qué es la religión. Sólo sé lo que me dijo el pastor Hensen cuando me preparaba para la confirmación... cuando esté sola y libre examinaré también ese asunto...

Torvald: Hablas como una niña. No comprendes nada de la sociedad en que vivimos.

Norah: No, seguro que no. Pero ahora quiero tratar de comprenderlo y averiguar a quién asiste la razón, si a la sociedad o a mí.

HENRIK IBSEN

Introducción

El presente trabajo tuvo como motivación original una preocupación por la influencia que a nivel del imaginario popular, pero también en el ámbito de las discusiones públicas y, en ocasiones, en los espacios académicos, parece tener un estereotipo, una caricatura que, aun a pesar de su carácter ficticio, ha terminado por ser tomada bastante en serio en algunos sectores de nuestra sociedad: el homo oeconomicus. Creo que este estereotipo resulta perturbador, sobre todo si se tiene en cuenta su influencia en una sociedad que, como la nuestra, debe buena parte de su autoimagen a dos ideales emancipatorios, estrechamente relacionados entre sí, y que parecen ser contradichos por el homo oeconomicus: el ideal de un sujeto autónomo y el de una sociedad libre de toda forma de sujeción. El primero de ellos es contradicho por este estereotipo, pues un sujeto pensado únicamente como agente económico estaría lejos de ser el individuo que es capaz de reflexionar sobre sí mismo y sobre su entorno social. Por el contrario, un agente1 autónomo sería reflexivo incluso hasta el punto de ponerse por encima de sus propios deseos y, gracias a esas capacidades reflexivas, podría tomar una distancia crítica que le permitiría juzgar y decidir, sin presiones externas y sin compulsiones internas, sobre el curso que quisiera darle a su vida, sobre aquellos fines o ideales a los que quisiera apuntar con ella, y sobre el tipo sociedad que quisiera construir con otros agentes. Lo cual significaría, entonces, que sus vínculos con ellos estarían signados por la libertad, por el mutuo reconocimiento, y no por la fuerza, ni la manipulación, ni la mutua instrumentalización.

Esto último apunta al segundo ideal contradicho por el estereotipo del homo oeconomicus: el de la libertad de la que deberían gozar unos sujetos autónomos, cuyos vínculos no sean los de la fuerza, ni el engaño, ni ninguna otra forma de manipulación o coerción. Empero, estas características ideales no podrían ser atribuidas al tipo de relaciones en las que se piensa involucrado al homo oeconomicus, las cuales son básicamente relaciones de mutua instrumentalización, incluso si a dicha instrumentalización se la concibe como limitada por ciertas reglas de juego, v. g., las del mercado perfectamente competitivo, en el que teóricamente no se daría ninguna forma de explotación o coerción. Al contrario de lo que sucede con el sujeto autónomo, al homo oeconomicus se lo piensa como una suerte de máquina maximizadora que es capaz de instrumentalizarlo todo, incluyendo sus relaciones con otros agentes, en aras de la satisfacción de unas preferencias que el sujeto no evalúa ni cuestiona, sino que se limita a satisfacer de la manera más eficiente. No en vano a este personaje se lo asocia con el ‘aplanamiento’ de los valores que parece surgir de la globalización de los mercados y de la intrusión de la lógica económica en las diversas esferas de la vida humana. Se trataría, pues, de un sujeto que es reflexivo en un sentido mínimo, puesto que no cuestiona los fines o propósitos que persigue con sus acciones, si bien despliega una forma de ‘astucia’ y, en este sentido, es pensado como dotado de ciertas herramientas racionales y deliberativas que le permiten encontrar los medios para el logro de tales propósitos.

El homo oeconomicus es concebido como un agente abstracto, sin historia, sin vínculos con otros agentes, sin cultura y sin compromisos. Lo cual también conlleva la idea de extraños vínculos sociales, ya que al homo oeconomicus se lo piensa como un ser que se relaciona con otros únicamente en tanto que propiciadores u obstáculos de sus planes. De modo que sus lazos con esos otros pueden ser bastante inestables, siendo controlados únicamente por los poderes disuasorios de las fuerzas del mercado o de las leyes que pauten las relaciones comerciales o contractuales, y dichas leyes a su vez son solo eso: restricciones con las que se cuenta estratégicamente, pero no un vinculante objeto de compromiso. ¿Qué podría ser lo aterrador de esta caricatura, además del hecho preocupante de que, a pesar de ser una ficción, sin embargo, parece que ha calado tan hondo en nuestra autoimagen como occidentales modernos? Pienso que parte de la respuesta está en que en ella se ilustra una idea empobrecida o reducida de la agencia humana, una idea que implica la imposición de restricciones a las capacidades que quisiéramos atribuir a un agente humano reflexivo y autónomo, restricciones que significarían una merma en su autoconciencia y en su libertad, así como un deterioro de las relaciones que puedan establecer entre sí los agentes humanos pensados bajo este modelo del homo oeconomicus. Pues este maximizador egoísta no se cuestiona a sí mismo, no reflexiona sobre sus propósitos, no evalúa sus relaciones con otros agentes y, para sus deliberaciones, solo toma en cuenta un repertorio bastante limitado de elementos de juicio, dado que el campo de su experiencia moral sería bastante restringido.

Desde la ‘lógica’ que impone este estereotipo, todo asunto o problema que no sea analizable desde este estrecho repertorio de recursos para la deliberación es considerado ininteligible o inabordable por la ‘razón’. Así, podemos llegar al curioso resultado de que aquello que es visto como máximamente ‘racional por parte de quienes se tomen en serio la figura del homo oeconomicus termina por tener un revés, también aterrador. A saber, una suerte de reacción o de réplica en contra de lo que dicha figura representa: los ímpetus de aquellos otros que, por el contrario, vean en la actitud del fanático —v. g., el fanático nacionalista, o el fanático religioso— la expresión de una ‘liberación’ de la falta de valores y de la impersonalidad de la máquina económica. Parecería que el intento de racionalizar la vida mediante una forma excluyente de racionalidad termina por constituirse en una forma de irracionalismo que, a su vez, propiciaría la emergencia de otras formas de irracionalismo en las que también se darían formas excluyentes de racionalidad, v. g., la del fanático que no cuestiona la causa a la que sirve, y que está dispuesto a sacrificarlo todo por ella, incluyendo a otros agentes o a sí mismo.

La preocupación que genera el ejercicio de formas reducidas y excluyentes de racionalidad, como aquella que se ejemplifica en la caricatura del homo oeconomicus, anima el propósito del presente trabajo: llevar a cabo una indagación sobre las posibilidades de una agencia humana a la que se pueda pensar, por el contrario, como no restringida, como no limitada por formas excluyentes de deliberación. Así mismo, se trataría de una forma de agencia asociada a una base motivacional que tampoco se restringiría a un único y opaco motor de las acciones humanas, v. g., el mero autointerés del homo oeconomicus. Por lo tanto, se trataría de una base motivacional que estaría abierta a la evaluación, al tiempo que esta implicaría una forma de agencia que no estaría imposibilitada para dirigirse a diversos objetos de reflexión, tales como la propia vida, o los fines e ideales del sujeto, así como sus relaciones con otros agentes.

Para llevar a cabo esta indagación, he partido del análisis de una propuesta filosófica en la que, a mi parecer, se expone de manera sólida la figura del homo oeconomicus, asumida como ideal de la agencia humana: la propuesta de David Gauthier, desarrollada en su obra La moral por acuerdo. Luego de identificar los contornos que presenta el agente modélico de Gauthier —su maximizador autointeresado—, intentaré mostrar de qué manera, si se examina la obra de otros dos filósofos contemporáneos, Harry Frankfurt y Charles Taylor, se podrían apreciar mejor tanto los vacíos que cabría atribuir al modelo de agencia que parece obtenerse de la propuesta de Gauthier, como las posibles soluciones o aportes que, frente a dicho modelo, podrían ofrecerse desde los discursos de Frankfurt y de Taylor. La elección de estos autores se debe en primer término a que, a mi entender, de ellos puede hacerse una lectura según la cual se partiría de una idea muy restringida de la agencia moral —expuesta por Gauthier— hasta llegar progresivamente —vía Frankfurt— a otra a la que podemos considerar más rica e incluyente —presentada por Taylor—. En segundo lugar, he elegido a estos autores por la importancia de sus aportes y la solidez de sus discursos, ya que cada uno de ellos, desde mi punto de vista, admitiría ser calificado como paradigmático o representativo de cierta idea de la agencia humana.

La primera parte de este libro se divide en tres capítulos en los que se expone y analiza la propuesta de Gauthier en su obra La moral por acuerdo, con el fin de extraer el modelo de agencia moral que de ella surge o que en ella se privilegia. Se verá que dicho autor nos muestra una pintura bastante limitada del agente, de su ejercicio de la racionalidad práctica, de las relaciones que establece con otros sujetos, de sus experiencias morales y de la base motivacional que explica sus acciones en el campo moral. Empero, también habría que reconocer que tal modelo del agente humano —homo oeconomicus— es el que parece haberse impuesto sobre sus competidores, tanto a nivel de los discursos —filosófico, económico— como a nivel del imaginario popular de Occidente. Este modelo, a su vez, es indesligable del contexto en el que se desarrollan las relaciones de este tipo de agente con sus congéneres: el mercado, que en Gauthier aparece como el escenario que provee la base normativa para los nexos que puedan establecerse entre los agentes, a quienes se concibe como indiferentes a la suerte de sus semejantes y motivados fundamentalmente por la búsqueda de su propio beneficio. Lo cual, para el autor, está estrechamente relacionado con un ideal moral de libertad representado en la figura de Robinson Crusoe.

He escogido a David Gauthier porque me parece un intento bastante serio, esforzado e ingenioso por lograr fundamentar la moral a partir de un modelo de racionalidad que, si bien podría ser señalado como ‘reducido’, también es cierto que, al haber sido objeto de un largo y cuidado trabajo de elaboración, aparece como una forma incontrovertible de racionalidad práctica: aquella que se aprecia en la teoría de la elección racional. El proyecto de fundamentación de Gauthier, a su vez, es indesligable de su modelo de agencia: ese Robinson al que se piensa como un maximizador egoísta pero prudente, que es capaz no solo de perseguir de manera eficiente su propio beneficio, sino que es igualmente capaz de restringirse en dicha búsqueda cuando ve que el cumplimiento de reglas morales, también seguidas por los demás agentes, se hace necesario para el logro de su propia utilidad. Gauthier representa, entonces, y como bien dice Rawls, el mejor intento por hacer que lo razonable se reduzca a lo racional,2 desarrollando un esquema sólido al cual vale la pena enfrentarse si se está preocupado por las consecuencias —a mi entender, indeseables— que dicha reducción traería para las posibilidades de la agencia humana, y para el ejercicio de la razón práctica; las cuales se limitarían a la estrechez de la agencia económica y de una forma meramente maximizadora de racionalidad.

Luego de examinar el discurso de Gauthier, se desarrollará la segunda parte, que a su vez se divide en dos capítulos dedicados, respectivamente, a las propuestas de Harry Frankfurt y de Charles Taylor. Este orden, como intentaré mostrar, obedece a que se podría ver en el modelo de agente que se obtiene del primero una suerte de transición, en cuanto a su complejidad, entre el modelo más restringido que aparece en Gauthier y el modelo más incluyente o complejo que surge del discurso de Taylor. Así, en el cuarto capítulo, se analiza la propuesta de Frankfurt, en la cual nos encontramos, de un lado, con elementos de mayor complejidad que, en mi opinión, implican un interesante salto cualitativo frente al agente modélico de Gauthier, aunque, de otra parte, se siguen conservando aspectos que implican una suerte de continuidad respecto del autor de La moral por acuerdo. En cuanto al primer tipo de elementos, en Frankfurt hallamos la novedad de un agente que puede evaluar sus deseos y que puede motivarse a actuar por asuntos que demandan de él una atención desinteresada, asuntos sobre los cuales la persona se encuentra preocupada o a los que concede una importancia que va más allá de la satisfacción de sus deseos. Adicionalmente, este autor, a diferencia de Gauthier, asume aquello que en Strawson y en Habermas3 es considerado el punto de vista que debería asumir el filósofo moral, que, en vez de objetivar la praxis moral de modo que esta solo se pueda explicar ‘desde fuera’ de ella —desde una suerte de ‘verdadera realidad’ de la cual la moral solo podría ser un epifenómeno—, asume la actitud ‘participativa’ e intenta, más bien, dar cuenta de la realidad moral desde ella misma, desde las intuiciones y experiencias de los agentes morales. Con lo cual, a pesar de que Frankfurt insista en no utilizar el apelativo ‘moral’ para referirse al campo de las ‘preocupaciones’ humanas (caring), creo que nos hallaríamos lejos de un compromiso reduccionista que puede atribuírsele a Gauthier.

El segundo tipo de elementos, aquellos en los que podemos ver en Frankfurt una suerte de continuidad con respecto a Gauthier, podrían ser sintetizados en dos aspectos: 1) La persistencia de la figura de un agente solitario, que aparece pensado casi que in abstracto, sin contexto y al que, por lo tanto, tampoco se le puede concebir como dando y escuchando razones en un diálogo con otros agentes. 2) La insistencia en un irracionalismo ético, en una postura anticognitivista, relacionada con la ausencia de referentes normativos que permitan explicar mejor la evaluación de los deseos, y que también conecten al agente con aquello que podría contar como buenas razones a los ojos de otros agentes. Si bien, a diferencia de Frankfurt, Gauthier no suscribe en absoluto una postura anticognitivista, pienso que terminaría por pagar el precio de cierta forma de irracionalismo, causado por el hecho de que los alcances de la razón práctica, tal y como él los concibe, se limitarían al cálculo de costes-beneficios quedando, por ende, casi toda la experiencia moral desterrada al campo de aquello para lo cual no cabe el ‘dar razones’.

Finalmente, en el quinto capítulo, se analizará la propuesta de Taylor, en la cual puede verse la solución a algunas de las aporías a las que se llega en el discurso de Frankfurt, gracias a que en el esquema del primero pueden incluirse y radicalizarse algunos de los aportes de este último. Concretamente, el agente modélico de Frankfurt, la “persona”, podría ser convertida en el “evaluador fuerte” de Taylor, si se supera la falta de recursos para dar cuenta de sus decisiones, para argumentar de cara a otros agentes y, por ende, para que dichas decisiones incluyan, pero también excedan, los límites de aquello que en Frankfurt se denomina lo “volitivo” y que este autor insiste en mantener al margen de lo moral, lo ético y lo normativo.

En este punto debo introducir un pequeño paréntesis. Frankfurt no hace una distinción entre ‘lo ético’ y ‘lo moral’, entendiendo por ambos el mismo tipo de asunto: aquello que atañe a las normas que rigen las relaciones entre los agentes o que se refieren al modo en que las decisiones de un agente puedan afectar a sus congéneres. Para efectos de este trabajo, entenderé por ‘lo moral’ esta definición de Frankfurt, pero acogeré la diferencia que establece Habermas,4 en virtud de la cual ‘lo ético’ se refiere sobre todo a aquellos valores que definen el ideal de vida lograda de los agentes. Sin embargo, en muchos apartes de este libro no haré esta diferencia, dado que, como veremos, especialmente en la parte dedicada a Taylor, habría ocasiones en las cuales a los agentes morales se les plantean problemas éticos que se solapan con sus preocupaciones morales, siendo difícil establecer una frontera entre ambos asuntos.

En Taylor encontramos un tipo de agencia humana que es capaz de los logros que hallamos en Frankfurt, pero que, además de estos, puede incluir en sus deliberaciones aquello que el segundo insiste en excluir de eso a lo que denomina como las “preocupaciones” de las personas, y en virtud de la cuales estas últimas llevan a cabo la evaluación de sus deseos y la estructuración de su identidad. En el autor de Las fuentes del yo, vemos superados los problemas causados por la insistencia de Frankfurt de excluir lo normativo de las preocupaciones de las personas, a favor de una prelación de aquello que este segundo autor entiende como lo “volitivo”, campo que Frankfurt escinde por completo de lo cognitivo, pagando el precio de un irracionalismo que puede ser superado en Taylor. Este último muestra que las deliberaciones humanas se dan sobre la base de un horizonte de valor y de sentido que cada agente supone, si bien dicho horizonte, en su papel de contexto o de trasfondo, no resulta inmediatamente claro para el agente. Esto implica que la persona no puede simplemente elegir aquello que ha de considerar prioritario o valioso, sino que antes que hablar de elección habría más bien que considerar la deliberación, tanto moral como éticamente relevante, como un proceso de aclaración o de autoaclaración, en el cual el sujeto se hace cargo de aquello que considera más importante, desvelándolo y evaluándolo, sobre todo en ocasiones en las que se enfrente a un dilema moral.

Para Taylor, el agente debe ser pensado como un ser atado a una red de significados que la persona supone en sus juicios y elecciones, pero que requieren ser sacados a la luz, mediante un proceso reflexivo de evaluación y autoevaluación, en el cual el agente debe intentar determinar qué es lo más importante o lo más valioso para él, mediante razones que debería poder exponer ante esos otros con los cuales comparte su horizonte de valor o de sentido. Estamos, pues, ante una figura, la del “evaluador fuerte”, que presenta una complejidad significativa con respecto a la “persona” de Frankfurt, pero, sobre todo, con relación al maximizador egoísta presentado por Gauthier. Sin embargo, en el último capítulo, dedicado a Taylor, se intentará mostrar que ser un evaluador fuerte no es un hecho seguro para todos, sino un difícil logro, un telos deseable, pero que también puede ser puesto en peligro por la buena o mala fortuna moral de las personas, sobre todo si se tiene en cuenta el peso que pueda tener la relación con sus otros, de quienes el agente puede recibir o no un reconocimiento, o con respecto de los cuales puede contar o no con las condiciones necesarias para que alcance a asumir frente a ellos una actitud crítica y un mayor despliegue de su autonomía.

No obstante esta última salvedad, también intentaré que puedan verse en Taylor algunos elementos que nos permitirían, en palabras de Nozick, “ir más allá de Hume”,5 en cuanto a la posibilidad de una razón práctica que sea mucho más que “la esclava de las pasiones”, entre otras razones, porque es posible que esta expresión implique también una escisión bastante cuestionable entre la razón y ‘su otro’, escisión6 que tal vez esté a la base de una idea demasiado restringida de la agencia humana, y por la que acaso terminemos por pagar el precio de abandonar los aspectos más importantes de la vida individual y colectiva a la irracionalidad de las ‘razones’ de la fuerza o de los avatares históricos.

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Hacim:
573 s. 6 illüstrasyon
ISBN:
9789587844016
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