Kitabı oku: «Canción del ocaso», sayfa 3

LA CANCIÓN
1. LA ARADA
Debajo y alrededor de donde Chris Guthrie estaba tumbada ese junio, los brezales susurraban y se sacudían los mantos, amarillos de retama y levemente salpicados de violeta, que eran el brezo que no había llegado aún a toda la exaltación de su color. Y al este, contra el azul cobalto del cielo, brillaba el mar del Norte, allá por Bervie, y tal vez el viento cambiara de dirección hacia allí al cabo de una hora más o menos, y entonces sentirías el cambio en su vida y el cencerreo que haría que saliese del mar un torrente de frescor.
Pero hacía días que el viento soplaba del sur; jugaba por los brezales agitándolos, subía despreocupadamente a los dormidos Grampianos, y los juncos de alrededor de la laguna se golpeaban y temblaban cuando los tocaba, pero llevaba más calor que frío, y todas las tierras estaban resecas y el terreno de arcilla roja de Blawearie se abría en espera de la lluvia que no parecía que fuese a llegar nunca. Ahí arriba las colinas estaban espléndidas con tanta belleza y calor, pero el henar estaba seco, y en el patatal de detrás de las edificaciones los tallos de las plantas ya estaban mustios y rojizos. La gente decía que no había una sequía así desde el ochenta y tres, y según Rob el Largo, el del Molino, al menos de esa no se le podía echar la culpa a Gladstone, y al oírlo todos se reían menos padre, a saber por qué.
Algunos decían que en el norte, allá por Aberdeen, había caído lluvia de sobra, y que el Dee estaba crecido y los niños cogían los salmones que quedaban varados en los bajíos, lo que debía de estar muy bien, pero ni una gota de ese tiempo tormentoso había llegado a las colinas, y los caminos por los que se bajaba a la herrería de Kinraddie o se subía al Denburn quemaban por el calor y estaban tan llenos de polvo que los automóviles iban por ellos haciendo un ruido como el del vapor al salir de la tetera.
Y bien merecido que se lo tenían, decía la gente, porque no se preocupaban por nadie esa gentuza de los coches, y uno casi había atropellado al pequeño Wat Strachan quince días antes y había frenado en seco haciendo un ruido estridente delante de Peesie’s Knapp; Wat dio un alarido como un gato con una espina en la cola, tras lo que Chae salió a grandes zancadas y agarró al conductor del hombro. ¿Qué demonios hace?, le preguntó, y el automovilista, un encopetado con calzas y el sombrero echado sobre los ojos, dijo De aquí en adelante no deje que sus malditos niños estén en el camino. Y entonces Chae dijo A ver si hablamos bien, y le pegó una bofetada al conductor, que cayó al suelo, y entonces la señora Strachan, la que era hija del viejo Netherhill, salió corriendo y chillando ¡Por Dios bendito, so bestia, que lo has matado!, y Chae tan solo se rio, dijo Qué miedo me da y se marchó.
La señora Strachan ayudó al encopetado a levantarse, le sacudió el polvo y se disculpó en nombre de Chae con muy buenas maneras, pero el único agradecimiento que recibió fue que a Chae lo citaron en Stonehaven por agresión y le pusieron una multa de una libra, tras lo que él salió del juzgado diciendo que en el capitalismo no había justicia y una revolución pronto acabaría con sus lacayos corruptos. Y tal vez lo haría, pero la verdad es que había tan pocas señales de que fuese a haber una revolución, dijo Rob el Largo, el del Molino, como de que fuera a llover.
Quizá ese fuera el motivo de la mitad de los malos humores del valle. Siempre que ibas por un camino había campesinos apoyados en las verjas observando el tiempo, y peones camineros, pobre gente, trabajando en los montículos con el sudor chorreándoles, mientras que los únicos que parecían estar bien eran los pastores de arriba de las colinas. Sin embargo, estos echaban pestes cuando la gente les gritaba eso, pues los manantiales de las colinas de cerca de sus rebaños se secaban o se filtraban en una hora, y entonces las ovejas se descarriaban y balaban y volvían loco al pastor hasta que este las llevaba unos tediosos kilómetros al arroyo más cercano. Así que todo el mundo estaba bastante irascible mientras miraban al cielo, y los clérigos de todo el valle ofrecían oraciones para que lloviera entre las que dedicaban al ejército y al reúma del príncipe de Gales. Pero no servían para que lloviese, y Rob el Largo, el del Molino, dijo que tenía entendido que el ejército y el reúma seguían exactamente igual que antes.
Tal vez a padre le habría ido mejor si hubiera sabido ser más educado y se hubiese quedado en Echt; llovía mucho allí; era buen lugar para la lluvia, Aberdeen; la veías noche y día empapar la fortaleza de Echt y la colina de Fare en las buenas tierras del norte. Y madre suspiraba al mirar por las ventanas de Blawearie: No hay otro lugar como Aberdeen ni gente mejor que la que vive junto al río Don.
Madre había vivido junto al Don toda su vida; había nacido en Kildrummie, donde su padre era labrador, no ganaba más de trece chelines a la semana y tenía trece de familia, tal vez para que todo estuviese en la proporción debida. Pero madre decía que les había ido bien y que nunca había sido tan feliz como en aquellos días en que se recorría descalza los caminos que llevaban a la pequeña escuela de debajo de las bonitas colinas. Y a los nueve años dejó la escuela, le empaquetaron una cesta y se despidió de su madre y se fue a su primer trabajo sin tan siquiera llevar zapatos entonces, que no tuvo hasta los doce años. Ese primero no fue en realidad un verdadero trabajo, pues lo único que hacía era espantar a los cuervos de los campos de un viejo granjero y dormir en una buhardilla, pero a ella le gustaba y nunca olvidaría el canto de los vientos en esos campos cuando era joven, ni los tontos gritos de los corderos que arreaba ni el tacto de la tierra bajo sus pies. Ay, Chris, mi niña, hay algo mejor que los libros o los estudios, que amar o casarse, que es que el campo sea tuyo, todo tuyo, cuando aún no eres ni niña ni mujer.
Así que madre había trabajado y corrido por los campos en esos tiempos, tan risueña y dulce; se la imaginaba resaltada contra el sol como si mirase por un túnel del tiempo. Se quedó bastante en su segundo trabajo, pues siete u ocho años estuvo allí hasta que conoció a John Guthrie en un concurso de aradura de Pittodrie. A menudo se lo contaba a Chris y Will; no era gran cosa el concurso, los caballos eran malos y la arada aún peor, y como soplaba un viento frío y lastimero en aquel campo Jean Murdoch decidió irse a casa.
Pero entonces fue el turno de un apuesto muchacho de cabeza pelirroja y las piernas más ágiles que se hubieran visto jamás, y que llevaba sus caballos engalanados con cintas, tan bonitos y pulcros, y que en cuanto empezó a arar se vio que iba a ganar el premio. Y lo ganó el joven John Guthrie, y no solo ganó eso. Pues cuando se iba del campo montado en uno de los caballos dio unas palmaditas en el lomo del otro y le gritó a Jean Murdoch, con un destello de su mirada intensa y adusta, ¡Súbete si quieres!, y ella contestó también con un grito ¡Vale!, y se agarró de la crin del caballo y estuvo balanceándose de ella hasta que Guthrie la cogió y la sentó sobre el animal. Así que del concurso de arada de Pittodrie se fueron los dos juntos a caballo, Jean sentada sobre su pelo, largo y dorado que era, y riéndose mientras miraba el rostro adusto y enérgico de Guthrie.
Y ese fue el inicio de su vida juntos; ella era dulce y amable con él, pero él no la tocaba y se ponía negro de ira con ella por esa dulzura que tentaba a su alma a terminar en el infierno. Aun así, a los dos o tres años habían trabajado mucho y ahorrado lo bastante para comprar equipamiento y mobiliario, y se casaron al fin, y nació Will y luego nació la propia Chris, y los Guthrie arrendaron una granja en Echt, Cairndhu se llamaba, y en ella vivieron muchos años.
Ya fuera invierno o primavera, verano o época de cosecha, se agostaran o asolearan los lados de la fortaleza, la vida iba arando sus surcos y guiando a sus yuntas, y la adustez se endurecía, fría y dura, en el corazón del marido de Jean Guthrie. Pero todavía el brillo de su pelo podía enardecerlo, y Chris lo oía llorar de agonía de noche cuando estaba con ella, y a madre se le iba poniendo la cara rara e inquisitiva mientras recordaba esas primaveras que tal vez no volviera nunca a ver, tan queridas y felices para ella, y que podía abrazar y besar cuando estaba a solas con Will o Chris. Llegó Dod, y luego llegó Alec, y el bonito rostro de madre se fue avinagrando. Una noche la oyeron gritar a John Guthrie ¡Con cuatro de familia ya está bien; no va a haber más! Y padre bramó de ese modo tan suyo ¿Que está bien? ¡Tendremos lo que Dios misericordioso nos quiera enviar, mujer, que no se te olvide!
No hacía padre nada que fuese en contra de la voluntad de Dios, y si no ahí estaba el que después de Alec enviara Dios a los gemelos a los siete años. Antes de que llegasen madre tenía una expresión rara, perdió ese encanto risueño de ella, y una vez, tal vez estuviera mala, le dijo a padre cuando este propuso que la atendiese un médico y todo lo demás No te preocupes, que seguro que tu amigo Jehová se ocupa de todo. Pareció que padre se quedaba paralizado, y el rostro se le puso muy negro; no dijo ni una palabra y eso extrañó a Chris, en vista de lo furioso que se había puesto cuando Will había usado la palabra sin darle mayor importancia apenas una semana antes.
Pues Will la había oído en la iglesia de Echt, donde los mayores se sentaban con las barbillas afeitadas y las bolsas para los donativos entre las rodillas, a la espera de que terminase el sermón para marchar con pasos lentos y elegantes por los bancos oyendo el tímido tintineo del penique de la penuria frente al de los tres peniques de la prosperidad. Y un domingo, Will, casi a punto de dormirse, oyó de boca del pastor la palabra Jehová y la atesoró por su belleza hasta que encontrase algo, hombre o bestia, a quien pudiera aplicar esa palabra de buena hechura, impresionante y grandiosa.
Eso fue en verano, la época de las pulgas, los tábanos y los escarabajos en el campo, cuando las vaquillas dejaban de rumiar adormiladas y echaban a correr como locas porque los tábanos les picaban a través del pelo y se les escondían en la piel bajo la cola. Ese año Echt estuvo plagado del estruendo de manadas en estampida, del crujido de vallas que se rompían, del chapoteo de las vaquillas en lagunas de montaña y, por último, de los gemidos de Nell, la vieja yegua de Guthrie, a la que, atrapada en un tonto tumulto de los novillos de las Highlands, estos le rajaron el vientre como si fuera un nabo podrido con la embestida de un enorme cuerno curvo.
Padre vio lo que pasaba desde lo alto de un campo donde cortaban el heno y cubrían los almiares con paja y gritó ¡Maldita sea!, y echó a correr con su agilidad de siempre hacia los asquerosos restos quejumbrosos de Nell. Y mientras bajaba corriendo cogió una guadaña, y al llegar adonde Nell desenganchó la hoja y gritó ¡Pobrecita!, y Nell soltó un gemido lleno de sangre y sudor y giró el cuello, y entonces padre le clavó la hoja en él y se lo cortó hasta que murió.
Y ese fue el fin de Nell, y padre esperó a que todo el heno estuviera cubierto, y después se fue a pie a Aberdeen y compró otra yegua, Bess, en la que llegó montado a casa por la noche ante la mirada embelesada de Will. Y Will cogió a la yegua, le dio de beber y la llevó al cobertizo en que antes dormía Nell, le dio heno y un puñado de avena y se puso a cepillarla de arriba abajo, y también el vientre rellenito y la cola larga y rizada. Entre tanto, Bess se comía la avena y Chris estaba apoyada en la jamba de la puerta con su gramática latina en una mano. Y así, dando buenas pasadas fuertes y feliz, Will siguió cepillando hasta que terminó la cola, y entonces, al levantar el cepillo para dar a Bess en la ijada y que se moviera al otro lado del cobertizo para terminar la tarea, le vino a la cabeza la bonita palabra que había atesorado. ¡Ven aquí, Jehová!, gritó golpeándola con fuerza, pero John Guthrie oyó la palabra y salió rápidamente de la cocina, quitándose migas de galleta de avena de la barba, y rápidamente cruzó el patio y entró en la cuadra…
Pero no tendría que haber pegado de ese modo a Will, que cayó bajo las patas del animal, y Bess volvió la cabeza dejando caer avena y lo vio con la cara ensangrentada, y luego sacudió la cola y se quedó quieta. Y entonces John Guthrie arrastró a su hijo a un lado y ya no le hizo ningún caso, sino que recogió el cepillo y la almohaza y gritando ¡So, zagala! continuó con el cepillado. Chris se había echado a llorar escondiendo el rostro, pero ahora volvió a mirar. Will se iba sentando lentamente con la cara llena de sangre, y John Guthrie le hablaba sin mirarle mientras cepillaba a Bess.
Y que no te vuelva a oír tomar el nombre de tu Creador en vano, muchachito, porque si te vuelvo a oír usar esa palabra te castro. Que no se te olvide: te castro como a un cordero.
Así que Will odiaba a padre; tenía dieciséis años y casi era un hombre, pero padre todavía podía hacerle llorar como si fuera un niño. Le susurraba su odio a Chris mientras estaban de noche acostados en sus camas de la buhardilla de la casa y la luna de otoño salía y se deslizaba sobre la fortaleza, y las avefrías silbaban débilmente sobre las tierras de Echt. Y Chris se tapaba los oídos y luego escuchaba poniendo un lado de la cara en la almohada y luego el otro, y también odiaba y no odiaba a padre, la tierra, la vida en el campo...¡ay, ojalá lo supiera!
Pues ya conocía los libros, y a través de ellos entraba en un mundo mágico muy lejos de Echt, allá hacia el sur. Y en la escuela escribieron que era la inteligente de la familia, y John Guthrie dijo que tendría la educación que necesitaba si se aprendía las lecciones. Con el tiempo podría llegar a ser maestra, y él estaría orgulloso de ella; eso estaba bien por parte de padre, le susurraba su parte Guthrie, a la vez que la parte Murdoch se reía con rostro risueño y dulce. Pero se fue apartando cada vez más de esa risa, decidida y encantada de conocer las cosas de historia y geografía, sin que apenas le pareciesen raros esos nombres extraños y palabras muy largas e imprecisas que hacían que la clase se desternillara. Y la aritmética también se le daba muy bien y hacía grandes sumas mentales, de manera que siempre la nombraban la primera de la clase y le daban premios; cuatro en cuatro años que recibió.
Y uno de los libros le pareció una tontería sin sentido, Alicia en el país de las maravillas era, y el segundo fue Lo que hizo Katy en el colegio,15 y le encantó Katy y la envidió, y quiso como ella vivir en un colegio y no tener que ir una noche de invierno en plena tormenta a ayudar a limpiar las boñigas del establo y oler toda esa peste…, ¡qué asco! Y el tercer libro fue Rienzi, el último de los tribunos romanos,16 que tenía partes que estaban bien y otras que eran aburridas. Tenía una mujer muy guapa Rienzi, y estaba acostado con ella con sus blancos brazos alrededor del cuello cuando al final llegaron los romanos a matarlo. Y el cuarto libro, que le dieron justo antes de que llegaran los gemelos a Cairndhu, era El humor de la vida escocesa,17 y, ¡Señor!, si esa estupidez era divertida, entonces es que ella había nacido lerda.
Esos eran todos sus libros que no eran de texto y los únicos que había en Cairndhu, salvo las Biblias que les había dejado la abuela, una a Chris y otra a Will; y en la de Chris estaba escrito Para mi querida Chris: confía en Dios y haz el bien. Pues la abuela, la madre de padre, no la madre de madre, era muy religiosa y todos los domingos, lloviera o brillara el sol, iba a la iglesia y se sentaba debajo de cuatro o cinco pastores. Y a uno de los pastores nunca lo había perdonado porque no decía DIOS como haría cualquier hombre decente, sino DIO, y fue una bendición cuando se enfrió, cayó en cama y rápidamente falleció; lo que tal vez fuese castigo de Dios.
Esa era Chris, sus lecturas y su educación escolar, y dos Chris había que luchaban por hacerse con ella y la atormentaban. Un día odiabas la tierra y el habla vulgar de la gente y pensabas que aprender estaba muy bien, pero al otro te despertabas con las avefrías chillando por las colinas, chillando cada vez más dentro de tu corazón y con el olor de la tierra en la cara, y casi llorabas por tanta belleza y por el encanto de la tierra y el cielo escoceses. Veías sus rostros a la luz del fuego, los de padre, madre y los vecinos antes de que encendiesen las lámparas, cansados y amables, rostros queridos y cercanos a ti, y querías las palabras que antes conocían y usaban, olvidadas en la lejana juventud de sus vidas, palabras escocesas que repetir a tu corazón y que te lo partían y oprimían por el duro trabajo de sus vidas y su lucha interminable. Y al minuto siguiente se te pasaba, y de nuevo eras inglesa y volvías a las palabras inglesas tan agudas, limpias y auténticas; durante un rato, un rato, hasta que te salían tan fluidas de la boca que sabías que nunca podrían decir nada que mereciese la pena decirse.
Pero se presentó a la beca, la ganó y empezó a conjugar los verbos latinos, al principio solo los fáciles, Amo, amas, amo a un lanas, y te echabas a reír cuando el maestro de escuela decía eso y él gritaba ¡Silencio, silencio!, pero en realidad estaba encantado y te sonreía y te sentías bien, con un cosquilleo, y por encima de las demás chicas, que no aprendían latín ni ninguna otra cosa y solo eran unas fregonas hasta la médula. Y luego estaba el francés, bastante difícil, la «u» era la peor; y un inspector fue a Echt y Chris casi se cae al suelo de vergüenza cuando la hizo ponerse en pie delante de todos y decir u, u, u-butin. Y él le dijo Pon la boca como si fueras a silbar, pero no lo hagas, y di «u-u-u». Y ella lo dijo y se sintió como una gallina con una piedra en la tráquea al hacer lo que le pedía el inspector, que era inglés y tenía una barriga horrorosa.
Y él se fue a montarse en la calesa que lo esperaba para llevarlo a la estación y se dejó la cartera de piel en clase, y cuando el maestro se dio cuenta exclamó Chrissie, corre a llevarle su cartera al inspector. Así que ella echó a correr y lo alcanzó al final del patio, y él la miró sorprendido y dijo ¿Qué?, y luego se rio y volvió a decir ¿Qué?, y luego Gracias. Y Chris volvió a clase, donde la esperaba el maestro, que le preguntó si el inspector le había dado algo, a lo que Chris contestó No, y el maestro pareció muy decepcionado.
Pero todo el mundo sabía que los ingleses eran muy tacaños, que no sabían hablar bien y que eran unos cobardes que capturaron a Wallace y lo mataron a traición. Pero bien que los habían derrotado en Bannockburn y bien que Eduardo II no detuvo al caballo hasta llegar a Dunbar, y después de eso los ingleses fueron derrotados en todas las guerras menos en Flodden, y si vencieron en Flodden fue de nuevo a traición como se contaba en Las flores del bosque.18 Siempre le entraban ganas de echarse a llorar cuando la oía cantar por un montón de gente en los conciertos parroquiales de Echt, por lo triste que era y por los muchachos que nunca volvían a estar con sus chicas entre los tresnales, y por las chicas que nunca se casaban, sino que se sentaban y se quedaban mirando hacia el sur, hacia la frontera con Inglaterra, donde sus muchachos yacían cubiertos de sangre y tierra con las faldas ensangrentadas y los cascos rotos. Y escribió una redacción sobre eso, contando cómo ocurrió todo, y el maestro dijo que estaba muy bien y que debería probar a escribir poesía como la señora Hemans.
Pero entonces, justo después de escribir la redacción, nacieron los gemelos y madre lo pasó peor que nunca. No dejaba de sollozar muy enferma cuando se puso de parto, y Chris estuvo horas y horas hirviendo agua, y luego empezaron a bajar toallas manchadas de algo que ni se atrevía a mirar y que lavó rápidamente y puso a secar. El médico llegó por la tarde y se quedó toda la noche, y Dod y Alec temblaban y lloraban en su cuarto hasta que padre subió y les pegó, para que así tuvieran motivo para llorar, pero a ellos les dio igual. Y padre bajó las escaleras con su agilidad de siempre, aunque llevaba cuarenta horas sin dormir, y cerró la puerta de la cocina y se sentó con la cabeza entre las manos y gruñó y dijo que era un miserable pecador, que Dios le perdonara los apetitos de la carne, y algo sobre el bonito pelo de ella también dijo, y entonces más sobre la lujuria, pero sin que fuese su intención que Chris lo oyera, porque al levantar la vista y verla mirándolo se enfureció con ella y le dijo que pusiera la mesa para que el médico desayunara ahí en la sala, y hiérvele un huevo.
Y entonces madre empezó a gritar y el médico dijo desde arriba de las escaleras El caso está complicado y no sé si voy a necesitar su ayuda, y al oír eso padre se puso gris como una sábana y se volvió a tapar la cara y gritó ¡No me atrevo, no me atrevo! Y el médico lo volvió a llamar Guthrie, ¿me oye?, e iracundo padre se puso en pie de un salto y exclamó ¡Maldita sea, que no estoy sordo! y subió corriendo con su agilidad de siempre, y entonces la puerta del cuarto se cerró de un portazo y Chris ya no pudo oír nada más.
Y no es que quisiera oír nada, porque ella misma se sentía muy mal conforme hacía el huevo y ponía la mesa en la sala, extendiendo un mantel blanco sobre el de felpa verde, mientras en la oscuridad los muebles parecían escuchar. Entonces bajó Will, que no podía dormir por lo de madre, y se sentaron y Will dijo que el viejo era una bestia y madre no debería estar teniendo un niño porque ya estaba mayor para eso. Y Chris se quedó mirándolo boquiabierta según le pasaban todo tipo de imágenes horribles por la cabeza, ya que entonces no sabía bien las cosas, y su parte inglesa se puso mala y susurró ¿Y qué tiene que ver padre?, y Will le devolvió la mirada avergonzado y dijo ¿No lo sabes? ¿Y qué tiene que ver un toro con una vaca, tonta?
Pero entonces oyeron un grito que hizo que se pusieran en pie de un salto; era como si a madre la estuvieran desgarrando unas bestias y no pudiera soportarlo más; y luego un chillido como el de un cerdo joven siguió al grito e intentaron no oír nada más de lo que pasaba arriba. Chris hirvió e hirvió el huevo hasta que estuvo duro como una piedra, y luego madre volvió a gritar; Dios mío, se te helaba el corazón al oírlo, y ahí fue cuando nació el segundo gemelo.
Tras eso se hizo el silencio, y después oyeron que el médico bajaba. La mañana se acercaba, pendía asustada más allá de los silenciosos campos y escuchaba y esperaba. Pero el médico gritó ¡Agua caliente, a jarras, y ponme un lavamanos con agua, Chris, y deja jabón cerca! Y ella contestó Sí, doctor, pero lo dijo con un susurro que él no oyó, y se enfadó. ¿Me oyes? Y Will le dijo Sí, doctor, es que está asustada, a lo que el médico dijo Pues mucho más miedo pasará cuando tenga sus propios hijos. ¡Ponedme el agua, rápido! Y se la pusieron y fueron a la sala mientras el médico les pasaba por delante con las manos apartadas de ellos, y el olor de sus manos era un espanto que persiguió a Chris un día y una noche.
Así llegaron los gemelos a Cairndhu, y si antes de eso apenas había sitio para todos, ahora tendrían que vivir como gitanos. Pero era una buena granja y John Guthrie no quería dejarla, aunque el arrendamiento tocaba a su fin, y cuando madre se levantó de la cama a los quince días con el brillo dorado todavía en su dulce cabello y sus ojos que volvían a ser claros, él se enfureció y blasfemó cuando ella le habló. ¿Más habitaciones? ¿Para qué queremos más? ¿Es que te crees que somos terratenientes?, gritó, y luego dijo que cuando era pequeño en Pittodrie su madre tenía nueve niños en casa, que no era más que una casita, y su padre solo labrador, pero bien que se apañaban, todos temerosos de Dios y decentes, y con que uno de los hijos de Jean Murdoch fuese la mitad de bueno que ellos jamás se tendría que poner roja de vergüenza. Y madre lo miró con una pequeña sonrisa en los labios, Vaya, ¿entonces vamos a seguir viviendo aquí?, y padre aún más furioso gritó ¡Sí, eso vamos a hacer, y te aguantas!
Pero justo al día siguiente, cuando él volvía del mercado con el viejo Bob tirando del carro, por una esquina de debajo de la fortaleza apareció un automóvil escupiendo y ladrando como un perro pulgoso con moquillo. El viejo Bob dio un salto que casi termina el carro en la zanja y luego se quedó inmóvil como una roca, y del miedo que tenía no quería dar un paso mientras el carro seguía cruzado en mitad del camino. Y conforme padre intentaba que el obstinado animal se echase a un lado, una mujer con la cara toda pintarrajeada de pinturas, polvos y porquerías asomó la pequeña cabeza por la ventanilla del coche y dijo Está obstruyendo el paso, mi buen hombre. Y John Guthrie, provocado como un león, dijo Yo no soy su hombre, gracias a Dios, porque si lo fuera le restregaría la cara con barro y luego haría que un barrendero se la lavase bien lavada. La mujer casi se enfureció al oír eso, metió la cabeza y dijo Esto no va a quedar así. Apunte su placa, James, ¿me ha oído? Y el chófer se asomó, bastante avergonzado que parecía, y miró la placa de debajo del carro y dijo con una vocecita Sí, señora, y luego dieron media vuelta y se marcharon. Así se trataba a esa porquería de gente rica, pero cuando padre pidió renovar el arrendamiento le dijeron que no podía ser.
Así que echó un vistazo en el Diario del pueblo y se puso su mejor traje, al que Chris le quitó las bolas de naftalina, y le encontró el cuello y la ancha pechera blanca para tapar la camisa del trabajo, y John Guthrie se fue andando a Aberdeen y cogió un tren a Banchory para ver un lugar pequeño de allí. Pero el arriendo era altísimo y vio que casi todo el distrito era tierra de la granja grande, con lo que lo asfixiarían y no tendría ninguna posibilidad. Era buena tierra, eso sí, que es lo que casi lo convenció; tenía buen aspecto y sentías en las manos un cosquilleo por las ganas de meterlas en ella; pero el representante lo llamó Guthrie y entonces él le espetó ¿Quién demonios es usted para llamarme así? Para usted soy el señor Guthrie. Y el representante lo miró, se puso blanco como un papel y luego con una pequeña risa dijo En fin, señor Guthrie, creo que no es usted el hombre indicado para nosotros, a lo que John Guthrie contestó Es este lugar suyo el que no es el indicado para mí, mire lo que le digo, empleado lameculos. Podría ser pobre, pero aún no había nacido quien se pudiera dar aires ante John Guthrie.
Así que volvió y empezó a buscar de nuevo. Y después de tres día fuera regresó de un lejano lugar del sur. Había arrendado una granja, Blawearie, en Kinraddie de los Mearns.
Hacía un tiempo infernal ese enero, y la noche estaba llena de aguanieve en el camino de Slug19 cuando John Guthrie llevó a su familia y pertenencias de Aberdeen a los Mearns. Dos veces partieron los grandes carros, en los que aún quedaba bramante del fin de la cosecha de septiembre, antes de que los renuentes caballos tuvieran que enfrentarse al ascenso del Slug. La noche cayó como un manto muy húmedo, y el cansancio y el llanto de los gemelos sacaban de quicio a John Guthrie. Madre lo llamó desde el rincón del carro de delante en que se encontraba, donde iba con un gemelo al pecho y luego el otro y se veía su piel desnuda, fría y blanca, y un mechón de su pelo de color dorado orín que le caía en la oscuridad sobre el rostro a la luz del balanceante farol: Mejor que paremos en Portlethen y no intentemos subir el Slug esta noche.
Pero padre exclamó Maldita sea, ¿te crees que estoy hecho de dinero para pasar la noche en Portlethen?, y madre suspiró y apartó de sí al pequeño gemelo, Robert, al que la leche le cayó cremosa de sus suaves y dulces labios: No, no estamos hechos de dinero, pero puede que nos tumbemos a dormir y muramos todos.
Tal vez John Guthrie también temiera eso, ya que su ira estaba provocada por la preocupación por esa noche, pero no tuvo tiempo de contestarle por los grandes mugidos que surgieron de pronto en el camino junto a la curva de turba rubia que flanqueaba la mortecina luz de la luna. El ganado se había amontonado allí con las colas al viento y se negaban a subir el Slug y a sufrir la punzada de la aguanieve, y el pequeño Dod lloraba y gritaba a los animales, vaquillas de raza Polled Angus y Shorthorn, y mestizas de las Highlands que habían engordado y disfrutado en los prados de Echt y a las que les encantaba su vida allí, mientras que al sur, tras esas inhóspitas colinas, había un mundo frío y peligroso.
Pero John Guthrie soltó el borde de la lona que cubría a su mujer y a los gemelos, y los muebles de la sala y un montón de herramientas buenas, y rápidamente pasó por delante del caballo hasta llegar adonde se amontonaba el ganado. Y tiró a Dod a la cuneta de un bofetón y gritó ¿Es que no tienes juicio, mocoso?, y se desenroscó de la mano la tira de cuero que le servía de látigo. Su chasquido fue como un gruñido que atravesó las punzadas de la aguanieve, al ganado se le erizó el pelo del lomo como con largos dientes y al momento un pequeño novillo de las Highlands mugió y echó a trotar, tras lo que los demás lo siguieron resbalándose y despatarrándose con sus pezuñas hendidas, mientras el hedor de sus excrementos se sentía intenso y penetrante en medio de la intensa aguanieve de la noche. Desde delante Alec vio que avanzaban y se puso en marcha al trote por el Slug hacia los Mearns y el sur.
Y así, entre los crujidos de los tablones de los carros por el peso que llevaban, pasaron lentamente ese punto peligroso, el primer carro con su luz cubierta, las cosas de casa y madre amamantando a los gemelos. En el siguiente, el carro de Clyde, iban las semillas de patata, avena y cebada y sacos de herramientas e instrumentos, y bieldos y horquillas bien atados con cordel de esparto y dos buenos arados y una sembradora, y las cosas de lechería y una máquina de nabos con dientes que cortaban como una guillotina. Con la cabeza agachada por el viento, las riendas sueltas y el bonito abrigo salpicado de aguanieve iba Clyde, para la que la carga no suponía nada, y recta y a buen ritmo marchaba siguiendo al carro de John Guthrie sin nada ni nadie que la guiara, salvo que de vez en cuando, a cada medio kilómetro, oía la voz de él gritándole con alegría Bien, Clyde, bien. Sigue así, muchacha.