Kitabı oku: «Los años que no», sayfa 2
Bacon, lettuce, tomato
California es una promesa de salvación. La única persona de allí con la que había hablado antes de dejar España es mi jefe, Thomas. Treinta y cinco años, nacido en Vermont, hijo de ganaderos, bachelor en ciencias naturales, monitor de escalada y tiempo libre. Gigantesco, un hippie con gadgets muy caros y una autocaravana de 1971 llamada The Dolphin.
Antes de que me recogiera en San Diego, habíamos charlado por Skype un par de veces, la última ligando con mala pronunciación. Él en ese español colonial de dirigir a los de mantenimiento, mexicanos o dominicanos. Yo en inglés de bachillerato, desprovisto de alma.
Thomas es el director de actividades del resort en el que me han contratado de fotógrafa. Salvo sus padres, todo el mundo le llama Tom, Tomz o Tom Tom, como el navegador. Mi principal tarea en el hotel es capturar las instantáneas de felicidad estival de los trabajadores de Silicon Valley que gastan dos semanas de sus vacaciones en este complejo a lo Dirty Dancing, pero sin abortos. Fue fundado en 1963 por Pony, doctora en pedagogía por la Universidad de Standford. «Desde el verano del 63 educando a niños para que sean exitosos adultos felices» es la frase grabada en un poste con forma de oso que está en la entrada del recinto. El resort se ubica en el interior de California, entre secuoyas mitológicas, montañas de granito como las de los fondos de pantalla de los MacBooks y glaciares que congelan los alvéolos y cristalizan las retinas, de tan sublimes que son.
De fotógrafa solo tengo una asignatura de la carrera de Publicidad y lo que he memorizado de la Wikipedia sobre Ansel Adams, el fotógrafo que disparando en blanco y negro te agarraba del corazón y te lo arrojaba sobre un pico de Yosemite. En la entrevista de trabajo dije que había ejercido durante varios años de fotógrafa para eventos nocturnos y actividades familiares. Mentira azul: solía llevar una cámara réflex a las discotecas cuando los móviles no eran cámaras. Hacía fotos con barridos y las publicaba en plataformas sociales que ahora son muertos vivientes, como Fotolog. Me pagaban por mis servicios en cubatas y listas VIP.
El bocadillo favorito de Tom es el BLT (bacon, lettuce, tomato) y la frase que mejor pronuncia en español es «señora, ¿puede darme un paquete de preservativos?». Simplicidad, es un ser alcalino. Siempre sonríe, sonríe demasiado. El exceso de sonrisa es un mal endémico que se extiende por California. Sonríen al presente con sus dientes de ejército norcoreano, perfectamente alineados. Blanquísimos, como la mayoría de la población del estado. Tienen mandíbulas rotundas, como las de los caballos que aprenden a montar en la hípica de los condominios que motean la costa. Miro a Thomas y no me da tranquilidad, pero sí una vivienda digna y sexo. Estoy viviendo con él en Chickadee’s Nest (el nido del carbonero). Como director tiene derecho a una cabaña propia con cuarto de baño completo, conexión a internet, habitación con cama doble, salón, despacho, televisor y una nevera llena de cerveza. Mi cabaña compartida con otros cinco trabajadores era Owl’s Nest (el nido del búho) y haciendo honor a su nombre, solo tenía vida nocturna y muchos ratones, que agujereaban los paquetes de galletas que nos daban con el sueldo. Los roedores se cagaban dentro de nuestros sacos de dormir.
Cuando termino mi turno de trabajo le doy la vuelta al uniforme, norma de la casa para distinguir el ocio del negocio, y voy sola montaña arriba. He hecho mías unas montañas que no son Pirineos pero que les guardan parecido. No llevo nada encima. Ni agua, ni móvil, ni la sensatez de decirle a alguien que me voy a perder en el bosque. Algunas tardes subo dando zancadas grandes hasta la cima de Big Baldy, 2721 metros sobre el nivel del mar. En invierno es una zona de esquí de fondo. Ahora, en verano, es un entramado de senderos de tierra gris con alguna baliza amarilla y negra perdida entre la maleza. Me gusta especialmente un camino que traducido al español se llama «la espina dorsal del diablo». Tiene laderas escarpadas a ambos lados, con trozos de granito apelmazados y arbustos que se retuercen para huir del suelo y mangar luz a los abetos. También hay pizarra negra cortada por un pintor cubista, y pedazos de envoltorios de barritas energéticas. Me sientan como una patada esos plásticos de color fucsia y pistacho que han tirado los escaladores que suben por las vías de la cara oeste. Las vías más transitadas son Phrenology (Frenología), WTF (What The Fuck, ¿Qué hostias?) y Young Eagle (Águila joven). En el recodo de una vía paralela, tan fácil que no tenía nombre propio, follé con Thomas, asiéndome a la cuerda, sin mirar demasiado hacia el mar de pinos negros que flotaban en el abismo. Follamos sin condón, pero con el arnés puesto.
En tres semanas de trabajo he ascendido al cargo de novia del director y mis compañeras, varias Shannons, Natalies y Stellas, con edades comprendidas entre los dieciocho y los veintitrés años, verraquean al respecto. La Natalie alfa, adicta al Bikram yoga, estudiante de Marketing de Moda en una universidad privada de Boston, hija de un padre que dona mil dólares al partido republicano cada vez que su nueva esposa dona quinientos a los demócratas, me ha acorralado en la lavandería de empleados. Primero quería que le ayudara a desentrañar cómo funcionaba la secadora industrial, un rectángulo arisco de planchas de acero curvadas, tornillos y tubos que por la magia de la condensación puede secar nuestros uniformes cobalto en media hora. La secadora fue inventada en Europa y yo hablo el mismo idioma que la empleada del hogar de su casa en Los Ángeles. Debería saber cómo funciona el electrodoméstico. Natalie me ha mirado ofendida desde su metro setenta cuando le he explicado que no sé qué hacer para no se encojan los suéteres con el logo del hotel. Le he dicho que donde yo nací la ropa se seca colgándola en una horca que da a las intimidades de los edificios. No ha entendido la metáfora y me ha cortado para evocar otra imagen, la de la exnovia de Thomas yéndose en mitad de la temporada pasada porque había pillado al que iba a ser su marido enrollándose con la monitora de tiro con arco. O con la de equitación. O con la de ukelele. O con una huésped.
Natalie habla con la mandíbula inferior vaga y los labios entreabiertos, de anuncio de perfume, de Manhattan Beach a las ocho de la tarde bañada en Chardonnay. Dice muy lento lo que no me importa y muy rápido lo que debería importarme, pero me da igual.
Levanto los hombros y sonrío estirando las comisuras y achinando los ojos. Me agacho hasta entrar en su nivel, un estrato en el que todo es awesome, rad, cool, sweet, gnarly, rubio.
Madreperla
Una perla. Las perlas son capas y capas concéntricas de carbonato de calcio. Se forman cuando un organismo extraño se introduce en el cuerpo de un molusco. Este se defiende cubriendo al parásito con nácar, hasta que lo retiene en un envoltorio a veces gris sutil, a veces ópalo. Casi siempre brillante. Las perlas tardan unos diez años en formarse. A mí volverme perla me llevó algo más de treinta meses, dos años y medio. Esos fueron los años que no, que no era persona. Tenía dentro un alien de tristeza y soledad, pero lo emparedaba con viajes y adrenalina. El dolor, napado por capas de madreperla iridiscente.
Son los años que no y no los años que sí porque durante más de treinta meses yo no era persona. Estaba en sitios y hacía cosas —la búsqueda constante del sobreestímulo: coroné dos cuatromiles en California, me caí escalando y durante unos minutos que fueron eternos, fui un péndulo sobre un abismo de árboles negros y rojos—. Pero aquello tan cinematográfico era una vida provisional, de huida hacia adelante. Yo no era yo, era nada.
Esto se llama Los años que no porque es más fácil escribir un título que abordar la depresión de frente.
De vuelta en España, fui incapaz de mantener un trabajo. No sabía contestar a lo de «¿cómo te ves en cuatro años?». La bola de cristal estaba hecha añicos en el suelo. Reducida a esquirlas diminutas, de esas que se resisten a la escoba y se cuelan en los zapatos.
Tampoco era capaz de sacarme el carnet de conducir. En el año en el que viví en Estados Unidos se vendieron diecisiete millones de vehículos, y yo no pude conducir ninguno. He andado por los arcenes de siete estados distintos, compartiendo espacio con los inmigrantes sin papeles. Cuando los coches de policía pasaban a mi lado, aminoraban la velocidad y me echaban un vistazo, a ver si tenía rasgos hispanos.
En todas las citas que tuve aquellos años mentí. No era yo, era un humano con fisuras por las que supuraba la necesidad de reconocimiento, más que de afecto. Tampoco sabía que los desconocidos podían ser desconocidas, que podía enamorarme de una mujer y sentirme objeto del deseo sin ser objeto del crimen.
No fueron años, fue una amalgama indeterminada y ocre, viscosa.
Fue inexistencia y negación lo que se vino conmigo de los USA hasta València. No pasaba de la tercera tarde de zozobrar entre cervezas con chicos a los que había llegado a través de aplicaciones de citas. Pero no deseaba cuerpos y personas, sino que anhelaba que las cosas fueran diferentes para que yo fuera diferente.
Una puede mirarse al espejo y no querer reconocerse. Me llevaba las manos a la cara y tenía pómulos de granito y huesos de cal, recubiertos por una piel que no confiaba en las caricias. No sé qué les contaba a ellos, a los desconocidos, durante las citas. Supongo que, como siempre se me ha dado bien hacer de la anécdota una temporada de veinticuatro capítulos, les entretendría un rato hasta que me daban un argumento para largarse rapidito. También fueron unos años bastante patéticos.
La Nochevieja del año de la violación, en vez de las uvas tomé las doce puntas de cocaína de la suerte. No me dieron suerte. Ni siquiera llegué a la fiesta de la discoteca por la que había pagado cincuenta euros. Pedro, un amigo que estaba en una fiesta en una casa del mismo barrio, vino a por mí y fuimos a mi casa. Nos arrancamos la ropa nada más atravesar la puerta. La calefacción estaba encendida y el sol casi vertical. Era una atracción de confianza y after, en el primer día del año hay que hacer esas cosas, ser primitivo. Ser una feria.
El sexo no funcionó, no tanto por las drogas y el alcohol, que también, sino por la pena que le despertaba a Pedro.
—Hostia, lo siento, es que no puedo.
—Bueno, tranquilo, es normal. ¿Te has metido mucho? —en sus pupilas se notaba que se había esnifado las estrenas—. No es eso, si yo normalmente me empalmo aunque me meta un gramo. Es que esto es raro, lo siento.
—¿El qué es raro?
—Que nos conocemos tanto, de tanto tiempo, que te siento como si fueras mi hermana. Aunque tampoco sé cómo es tener una hermana. Y esto… lo que te ha pasado… Cuando me lo contaste me dio un ataque de rabia. Estaba trabajando en la galería, haciendo un pedido. Leí tu mensaje y lo primero que hice fue coger el cubilete de los bolis y estamparlo contra la pared. Me puse fatal, nadie en la galería sabía qué me pasaba. Mi socia me dijo que hiciera el favor de marcharme a casa. Ahora… te acaricio y de repente siento una tirantez que me hace parar.
—A ver, que no pasa nada, estoy bien. —Pedro iba a ser el primer chico con el que iba a tener sexo. De hecho, era una de las pocas personas con las que creía que podía estar sin que se me saliera una gotera por los lagrimales.
—Lo siento mucho. Es una mierda que te hayan hecho esta putada. De verdad, lo siento mucho, me sabe fatal que estés pasando por esto.
—Que no es culpa tuya, joder. Que esto pasa. No te imaginas la de veces que pasa. Pasa y no se habla de ello, porque luego hablan de ti.
Me escondí en la hondonada de su clavícula derecha. Estaba avergonzada por la construcción de la oración, tan de frase motivacional, y avergonzada por la culpabilidad que me producía no poder verbalizar el miedo a un nuevo portazo a mis espaldas.
Puerta y escaleras. Rodillas y sangre. Semen y comisaría. Nadie me aseguraba que no pudiera pasar otra vez.
Empezaba el año con un no, el «no puedo» de Pedro. Y con pocos propósitos: llegar puntual a las citas con la terapeuta y escribir cartas de motivación para conseguir trabajos donde fuera lejos de España.
El deseo que pedí, con la nariz blanca y la televisión emitiendo imágenes de la Puerta del Sol a reventar de matasuegras y confeti, fue que los meses negados desaparecieran rápido, tan rápido como los barrenderos limpiaban el 1 de enero el cotillón pisado de la plaza.
El animal más peligroso
En el Jane G. Pisano Dinosaur Hall del Museo de Historia Natural de Los Ángeles hay esqueletos y huevos fosilizados de dinosaurios, más de trescientos ejemplares en total. Unos hilos invisibles sujetan los huesos, que planean por encima de las cabezas de los grupos escolares. Hay un fósil del jurásico tardío con un cartel que pone Preprismatoolithus. Es un conjunto rocoso de siete óvulos de ocho centímetros de diámetro pegados entre sí, una masa de panecillos de hot dog pisoteados después de un partido de fútbol. Yo soy un huevo de dinosaurio con la cáscara agrietada y mi madre es la paleontóloga más hipocondríaca de su promoción. Mi madre no es paleontóloga, es psicóloga social, y es una madre con tembleque en las manos que mira a su única hija como un embrión indefenso que está dentro del campo de visión del depredador más temido de la sabana. Dicen que las madres son así y que «madre no hay más que una», pero en este pasillo repleto de tibias y costillas hay varias, de distintos formatos, que están programadas igual. Una con rasgos asiáticos que no anda ni respira, sino que levita y coge oxígeno por las branquias, se transforma en una mangosta agresiva cuando su hija corre hasta estamparse contra la vitrina que protege un plesiosaurio gigante conservado en lava sólida.
Entre las aletas y los huesos del estómago del plesiosaurio hay otro esqueleto, el de su bebé plesiosaurio no nato. La niña lo señala con la mano abierta, se pega a él con la mejilla y deja restos de grasa infantil. El guardia hace una señal de enfado desde el otro lado de la sala y se encara contra ella, que rompe a llorar. La mangosta se interpone entre ellos dos, desencaja la mandíbula y le dice algo al guardia en un antónimo de la serenidad asiática.
Los biólogos dicen que no hay animal más peligroso que una hembra protegiendo a sus crías.
Mi madre fue mangosta en una de las sedes de la Agencia Tributaria en Madrid. Me llevó a mí, su única descendiente, cogida por el pellejo de la nuca, hasta la ventanilla de información. Como víctima de violencia de género me correspondían varias ayudas y beneficios fiscales. Esa mañana el Estado tenía que firmar un montón de papeles con los que se comprometía a pagar por los gastos derivados de la atención psicológica que había recibido hasta la fecha. También por todas las benzodiazepinas que estuvieran por venir. Mamá mangosta y yo fuimos de mesa en mesa, en taciturna procesión. En cada altar del calvario burocrático me clavaban un poquito más la corona de espinas, la cruz cogía peso.
«A ver, pero qué te ha pasao; qué modelos traes; qué tasas has abonado; quién te ha mandado aquí; uy, eso no te lo puedo decir yo; espera que pregunte a mi compañero. Ah no, que está almorzando, o de baja. En verdad no sé dónde está, pero ven otro día; si razón tienes, hija, y qué desgracia lo tuyo, pero es que hoy no te sé decir».
La lengua materna de mi madre es la del funcionariado, lleva más de treinta años en el ayuntamiento, pero en Hacienda hablan otro dialecto. Ella sacaba dientes, esgrimía artículos del ordenamiento administrativo, levantaba la voz para aplastar a su rival, un administrativo cetrino con restos de yema de huevo en el bigote. Olía a tortilla frita con aceite usado. Yo me deshacía al susurrar el motivo de la demanda de la ayuda económica. Además, la presencia de mi madre me quitaba el aire, me convertía en cachorro torpe.
Empecé a suspirar. Y suspirar. Cada vez suspiraba más. La cúspide del suspiro es la hiperventilación. Con cada bocanada aumentaba el oxígeno en mi torrente sanguíneo. Plaquetas convertidas en una estampida de ñus famélicos que hacían que me temblaran las piernas. El corazón entre nubes de polvo y ansiedad. No recuerdo si me desvanecí o solo me tiré boca arriba en el suelo recién encerado. Acabé los trámites fundiéndome con el techo cosido por tubos fluorescentes. Un ordenanza me levantó y nos invitó a abandonar el edificio, pero no sabíamos salir de aquel laberinto de tributos e impuestos.
No conseguimos que Hacienda me pagara lo mío. Aunque me gané el derecho a veto de la presencia materna en cualquier cita burocrática. Visitas al juzgado, evaluaciones psicológicas, reuniones de orientación en el punto violeta del distrito.
Todo esto lo haría sola. Incluso fui sin nadie conocido al juicio final contra mi agresor.
Los malditos de Sierra Nevada
Mi producción en redes sociales narrando el gran sueño americano fue proverbial. Cuando encontraba una señal de wifi abierta, volcaba en Instagram el vacío amargo del paisaje en Sugar Land, Texas; o la risa sardónica de un mecánico de Truth or Consequences, Nuevo México; o mi imagen favorita, la de un tío de edad incierta obligado a soplar cada media hora en el alcobloc de su ranchera. El alcobloc es un aparato similar a un móvil para ancianos que bloquea el vehículo si el conductor con antecedentes por conducir bajo los efectos de la bebida da una tasa de alcohol superior a la permitida en su estado.
Las trabajadoras de la agencia de visados de Madrid me pidieron que escribiera para el blog de la empresa sobre mis vivencias en los USA. Tecleé un párrafo sobre la vida de los cazadores de caimanes que planean en lanchas rápidas a través de los humedales de Luisiana.
Los swamps son un trozo del trópico en el país que diseña los iPhone, carne de crónica. Del lago Martin brotaban tupelos, casi siempre de un rojo hiriente. En la masa de agua hay muchedumbres de cipreses con rodillas nudosas en las que se esconden tarántulas con patas como bananas y hombres vestidos de camuflaje, todos con pequeñas banderas estadounidenses bordadas a la altura del pecho, como si fueran medallas de la virgen protegiéndolos de una amenaza exterior.
Dave senior y Dave junior eran dos de esos hombres, propietarios de una agencia de tours en kayak. Me pasé una mañana remando con ellos entre leyendas del monstruo del pantano, tortugas y los intentos de Dave senior para que quedara esa noche a cenar cangrejos y ostras con su hijo. Su hijo tímido, barbilampiño y violeta como un recién nacido. Escribí para el blog sobre ellos y sobre la influencia francesa en la gastronomía y en la cultura de Nueva Orleans, una ciudad que un día tiene a madres gritando en los tejados porque el huracán ha llegado al segundo piso de su unifamiliar, y que otro es un carnaval lascivo, con danzas vudú y puestos grasientos de beignets, los buñuelos del Misisipi. Mis días eran puro reclamo para cualquier menor de veinticinco años que buscara el American dream. Como era un año de no hablar de mí más allá de una fina pátina de sentimientos neutros que flotaban en mi piel, nadie sabe que la noche previa al tour por el manglar huí, a las tres de la mañana, de la casa de Dan, mi anfitrión de Couchsurfing en Nueva Orleans. Cuatro años mayor que yo, con perfil verificado, buenas puntuaciones y caradura como John F. Kennedy. Dan intentó meterse en el saco de dormir que yo había tirado en el suelo de su salón. No accedí a follar con él y me echó de su casa. Erré por Warehouse District, entre despedidas de soltera que bebían en vasos con forma de pene y músicos de jazz que soplaban sus instrumentos en esquinas con buena acústica. Las noches son tremendamente húmedas en Nuevas Orleans.
Aprendí todo el inglés que sé en esos meses de inmigrante. Sin libros, ni más didáctica que la necesidad. Mi cabeza decodificaba el idioma, mis labios se estiraban y se encogían hasta dar forma al acento de mi estado de acogida, California. Arrancaba los sonidos guturales necesarios y los cambios vocálicos para dar con el distintivo sonsonete de Los Ángeles, dude. Podía expresar en inglés cualquier cosa menos el miedo, porque tampoco sabía pronunciarlo en mi lengua materna.
Un sábado de julio me fui de excursión con los rednecks que trabajaban en mi hotel, los que no tenían casa en Hermosa Beach ni pertenecían a una fraternidad universitaria. Tres trabajaban en mantenimiento, a uno le faltaba la mitad de la dentadura y, aun así, logró enseñarme a pronunciar el nombre de todas las herramientas no eléctricas (spirit level, hacksaw, wrench) que empleaba. Otro de los paletos llevaba mullets tan amarillentos que se confundían con el color de la cerveza Bud Light que compraba con la tarjeta del hotel. El tercero era un mexicano de veinticuatro años con alcobloc en el coche y muchas fotos de su hija de tres años en el móvil. La niña estaba al otro lado del muro fronterizo. Él desapareció a mitad de temporada. «El alcobloc, ya sabes. Una pena de chico. No va a volver, está en la cárcel». No fue el único trabajador que por ese motivo dejó de serlo.
A la excursión también vino uno de los cocineros, le llamaban Ty —dudo que fuera su nombre real—. Ty estaba hecho de circunferencias. Una esfera brillante y pulida por cráneo, dos carrillos como bolas de béisbol, una de golf en la barbilla y michelines por todas partes. Tenía un crío muy flaco, casi desnutrido. Cuando se quitaba el uniforme, Ty era un ensayo sobre la teoría queer racial. La sexta persona del grupo de proscritos era Tatjana, la única trabajadora del resort con la que trabé amistad. Una chica serbia, profesora de inglés por la Universidad de Belgrado. Era dos años mayor que yo, pero en su silabeo había más madurez.
Hicimos un pícnic en Kings River a base de alcohol sin hielo, snacks de carne seca y chocolatinas con cacahuetes y caramelo. También había marihuana de varios tipos. El 3G no llegaba al parque nacional, pero la yerba y Amazon Prime sí. Siempre puntuales. Cuando el sol bajó, lo hicieron también las conversaciones intrascendentes. Los pájaros y el río se pusieron de acuerdo para reducir el volumen y darnos intimidad. Algún abejorro despistado se cruzaba entre nosotros, una vibración amplificada, como las toses inoportunas antes de que empiece la función. La luz era otra. Un grupo de técnicos de iluminación se había escapado de un estudio de cine en Hollywood, a tres horas y media en coche, para montar la escena en la que nos encontrábamos todos los desnortados. Alguien dio la voz de acción.
—Todos tenemos una herida en la infancia. La mía es haber vivido bajo el miedo y el ruido de la guerra. Mi tío era militar, y murió, mi primo también. Mi madre fue una de las víctimas del ataque aéreo de la OTAN de 1999, yo tenía doce años entonces. Aún era la República Federal de Yugoslavia.
Tatjana era una lección sobre la guerra de los Balcanes, la daba con menos histrionismo y sensiblería que los noticiarios. Aceptó de adolescente que la mierda ocurre, por muy improbable y novelesca que parezca. Se fue a vivir con su tía, la quiso como a su madre. Estudió, aprendió idiomas, viajó, regresó a su país, que ahora se llama Serbia.
Volví a hablar con ella en enero de 2020. Vive en Pančevo y lleva el apellido de su marido. Me mandó una foto de su hijo y está feliz, aunque ha muerto su tía. «Soportó dos años de dolor y quimio para verme casada, con apartamento propio y un bebé. Cuando me vio feliz y llena de alegría, falleció».
Cuando Tatjana dejó de hablar, entraron los de mantenimiento en escena.
Su voz era una masa con náuseas secas y tonos demasiado agudos para su corpulencia. Alcohol, pequeños delitos, grandes discusiones domésticas, problemas para pagar el seguro médico. El mexicano era el más reservado, como si temiera que del agua transparente emanaran agentes de aduanas para interrogarlo. El otro, Nick, cinco años después del día del pícnic, cursó con méritos el Substance Abuse Counseling Certification de la Asociación Californiana para Educadores de Drogas y Alcohol (CAADE en inglés). Lo que se dice un hombre deshecho y hecho a sí mismo.
Le tocaba a Ty. Se incorporó de la roca plana en la que languidecía como un anfibio extenuado. Nos habló de que sus padres no le dirigían la palabra. Por marica, por pintarse los ojos y salir a bailar con nombre de mujer, con las manos extendidas para tocar cuerpos musculosos, no como el suyo, que era mórbido. Cuerpos que le llenaban de sudor y significancia. Su familia era de la AME, la Iglesia Episcopal Metodista Africana. Vivían gobernados por la fuerza centrípeta de su pequeña congregación, en la que todo se cuchicheaba. Ty se quebraba entre los valores del pastor Sherrod III y los culos que sobaba en la discoteca. Lo intentó. Se casó con una mujer que vivía en su mismo bloque de pisos en Ridgeland, amiga de sus primas y de la misma congregación. Tuvo un hijo. No funcionó. Ahora lo ve cuando su madre o un familiar lo pueden acercar al resort.
El día desaparecía y la película sobre un grupo de malditos ambientada en la Sierra Nevada de California ganaba metraje. Me sentía como una espectadora inmersa en la acción. Si alguien me hubiera tocado por la espalda en ese momento, me habría sobresaltado. Una sonámbula siendo despertada sin tacto. En mis ojos había un velo fílmico e irreal. Todo era tan bestia, el paisaje, las anécdotas, los personajes, que se escindía de la vida y era inverosímil. Ante mí, una superproducción candidata a los Óscar en varias categorías.
—Es tu turno, darling, ¿con qué nos vas a sorprender? —Ty me lo preguntó con su histrionismo de cabaret, dándome golpecitos en la rodilla con el anverso de una de sus manos gordinflonas.
Fui incapaz de contestar. La cáscara del huevo se había fosilizado, hacía falta una tuneladora para romper mi hermetismo, y los operarios de la constructora estaban en huelga. Bajé la cabeza y balbuceé que había tenido una adolescencia complicada por el divorcio de mis padres. Lo conté sin usar bien los tiempos verbales. Solo infinitivos y adjetivos sencillos, de dos o tres sílabas. Dejé mi historia y mi vaso a la mitad y me metí en el río, que también había atardecido y estaba tan frío que quemaba. Me hundí en la poza más profunda y aguanté sumergida unos segundos, esperando que la corriente se llevara la acidez de la anécdota falsa. Salí del agua aturdida. Tatjana me puso mi toalla por los hombros y me dijo que estaba loca, que ni ella que aguantaba bien el frío se podía bañar a esa hora. Cuando me sequé, recogimos y nos subimos a los coches. Durante el trayecto no hablé. Tenía la sensación de haberme olvidado algo entre las piedras que habíamos manchado de Mars y Twix. Sí, me había dejado el valor y me había llevado más astillas, que se me clavaban entre los capilares de todo el cuerpo.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.