Kitabı oku: «Estrella y el caleidoscopio»

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Viento Joven

ISBN edición impresa: 978-956-12-2559-6.

ISBN edición digital: 978-956-12-3510-6.

2ª edición: agosto de 2014.

Gerente editorial: José Manuel Zañartu Bezanilla.

Editora: Alejandra Schmidt Urzúa.

Asistente editorial: Camila Domínguez Ureta.

Director de arte: Juan Manuel Neira.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2013 por Lila Alicia Calderón González.

Inscripción Nº 226.211. Santiago de Chile.

© 2013 para la presente edición por

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Diagramación digital: ebooks Patagonia

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ÍNDICE

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 1

Esa tarde corría un viento travieso y rebelde. Recuerdo que había sol y aroma a flores en el aire. Fue un día especial porque entonces la conocí. Era una niña misteriosa, de esas que no se ven todos los días y que no llegaban al pueblo a quedarse para siempre, sino que estaban de paso, en camino hacia donde se les antojara a sus padres, o más lejos todavía. Y a uno no le quedaba más que ver cómo se marchaban sin poder decir nada, sin llorar, aunque a uno le diera una pena inmensa saber que quizá no volverían al año siguiente... o tal vez sí... o nunca.

Desde entonces me gustaba soñar. Imaginar que las cosas serían distintas a la realidad, si las estrellas, si la buena suerte, si las líneas de la mano “se hacían más claras y livianas”, como pensaban los que estaban de paso… o si “se nos hacía el milagro de tener una vida nueva”, como decía mi mamá.

Todo lo que recuerdo de Estrella –así se llamaba la niña misteriosa– es cierto, porque lo tengo escrito y dibujado en un cuaderno. La conocí hace muchos años, pero aún conservo el dibujo de la primera vez que la vi. ¡Cómo olvidar a una niña gitana con un vestido de velos de distintos colores, que peleaba con el viento porque le volaba la falda! Era como un espejismo que se balanceaba entre la tierra y el sol de ese pueblo árido, seco y caluroso. ¿Y si era solo yo quien la veía? Con el calor no era raro que los ojos se nos llenaran de visiones fantasmales, incluso nos desafiábamos a adivinar si estas eran reales o no. Pero esa tarde jugábamos con mis amigos y mis primos, cuando nos quedamos callados; entonces la vimos y nos dimos cuenta que era de verdad.

–Son gitanos –dije, haciendo un aro con las manos, como si sostuviera un catalejo de pirata–, yo sabía que llegarían, pero no tan pronto.

–¡Yo también sabía! –agregó Pedro, quien era algo mayor que nosotros y por eso le conferíamos cierta autoridad–. Mi papá dice que traen cosas muy raras y que hay que tener cuidado, pero que está bien que vengan, porque le dan color y vida al pueblo.

–Mi mamá dice que son los mismos que vinieron hace unos años, cuando yo era chico y… que traen cajas de magia –explicó Francisco, un niño moreno de ojos grandes y negros, como aceitunas, que tenía una veloz imaginación–. Dicen que ven la suerte con cartas de naipes y que tienen una bola de vidrio donde se ve la fortuna y el más allá. Y que saben todo lo que te pasó antes y lo que te va a pasar en el futuro… ¡hasta que te mueras!

Pedro recogió de prisa el trompo con el que jugábamos y nos dijo que no quería saber nada acerca de su futuro y que no le gustaba hablar de la muerte, menos si tenía que ver con la suya. Después de un momento de silencio, exclamó.

–Pero.. ¡vamos! ¡Vamos a ver cómo se instalan los recién llegados que hacen tanto ruido!

Yo, en cambio, no podía dejar de mirar a la gitanilla que se peleaba con el viento, cubriéndose los ojos y bajándose la falda, tratando de arreglarse el pelo largo y tan negro como una noche de invierno. En ese momento se levantó una polvareda y Estrella comenzó a llorar en silencio. Se limpiaba la cara con esas mangas llenas de volantes coloridos. Y yo me preguntaba cómo serían sus lágrimas. En ese momento no lo supe, quizás algún día lo descubriría… Había algo en ella que me llamaba la atención y no podía quitarle los ojos de encima.


Pronto nos dimos cuenta que los otros habitantes del pueblo comenzaban a abrir sus puertas y ventanas para enterarse de lo que pasaba. Todo era como en un cuento, en el que los personajes empezaban a aparecer lentamente, con camiones, carpas y estacas inmensas, que se clavaban en la tierra y que eran como árboles donde los gitanos amarraban sus casas de telas. Poco a poco aparecieron pequeños cercos y jaulas, como de la nada; gallinas, borregos, cabras y otros animales se escucharon a la distancia, quizá reclamando por el viento y el calor o porque tenían hambre y la fatiga del viaje los enojaba. Al menos eso pensaba Francisco.

–Los animales se dan a entender cuando quieren algo o cuando están enfermos y yo creo que aquí viene un animal feroz… –dijo muy convencido–, como un lobo furioso o…

–¡O un Francisco! –agregué, riéndome para celebrar la broma, mientras ponía cara de monstruo hambriento dispuesto a morder a quien se le pusiera enfrente.

En esas estábamos cuando interrumpió Anita, la más pequeña de entre mis amigos y quien siempre estaba pendiente de lo que hacíamos. Llegó corriendo para saber a qué jugábamos y también para traer la noticia de eso que ya andaba de boca en boca: la llegada de los gitanos al pueblo.

–¡Oyeron! ¡Traen una música muy bonita! Yo quiero ir a verlos, ¡anden!, ¡vamos! –dijo, tomándome del brazo para obligarme a ir con ella. Pero yo me solté. No sabía por qué, pero no quería que Estrella me viera junto a otra niña.


Mientras caminábamos al encuentro de los gitanos, escuchamos diferentes comentarios de la gente:

–Son húngaros –dijo la señora María, la mamá de Anita, que venía con una bolsa de leña para hacer el fuego y preparar la comida–. Seguro que algo nos van a pedir, ya sea agua o azúcar o cualquier otra cosa que se les antoje.

–¿Entonces si son húngaros no son gitanos? –pregunté intrigado, pues nunca los había visto, desde que llegué con mi familia al pueblo, hacía ya dos años.

–No sé. Pero don Pepe dice que andan siempre de pueblo en pueblo, que así viven. Es como si nosotros nos cambiáramos de casa varias veces al año –agregó la señora María.

–¿No será que ahora vienen a quedarse para siempre, porque ya no tienen espacio en su tierra? –preguntó Francisco, muy preocupado–. ¿Qué pasaría si empiezan a venirse así todos los húngaros y se quedan aquí y nos arrinconan y después nosotros tenemos que irnos a vivir en las carpas de ellos y ellos se quedan en nuestras casas y…

–¡Cierto! –opinó Nina, quien era un poco mayor que nosotros y sabía muchas más cosas, porque tenía un tío que era vendedor viajero y conocía muchos pueblos–, ¡sí!, mi tío me contó que en otros pueblos, que son un poco más grandes que el nuestro, ellos vuelven todos los años para traer magia y diversiones muy raras, que no se conocen en esos lugares.

–¡Mmmmm! ¿Como qué? –preguntó Juanito, el primo menor de Anita, con unos ojos de sorpresa que demostraban su emoción ante lo desconocido.

Esa tarde cada cual fue contando lo que sabía o lo que otros habían visto en un circo de gitanos: que traían monstruos y duendes, mujeres barbudas, bailarinas voladoras, payasos y también problemas, como cuando los padres decían que los húngaros se llevaban a los niños que no se comían la comida, y los amenazaban con ir a avisarles si se portaban mal para entregarlos como trabajadores del circo…

Las preguntas iban y venían y cada cual agregaba una nueva interrogante o entregaba una respuesta.

–Pero… ¿por qué se van y después se instalan en otro lado? ¿No es eso mucho trabajo? –preguntó Anita–. Yo sé cuánto hay que hacer cada día en una casa que está pegada al suelo, ¿se imaginan cómo será en una que se mueve, y que va de un lado a otro…?

Las risas vinieron con estrépito y se fueron corriendo con ellos a medida que se alejaban. Y yo me quedé parado a lo lejos, anonadado, mientras todos avanzaban alborotados rumbo a los camiones de los gitanos. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué tenía miedo de acercarme, si yo nunca había temido a nada ni a nadie? No, ni a las arañas, ni a los ratones, ni a los rayos que caen sin aviso y que dicen que son capaces de quemar árboles completos en un segundo, mucho menos a las estrellas que caen con sus colas de fuego quién sabe dónde y para qué. Pero había llegado una Estrella a mi vida y era de verdad. Y yo me dormiría pensando que era la única estrella que había bajado a la tierra para regalarme todos los tesoros con que siempre soñé. Pero ese día dudé en acercarme a ella; hoy, después de tanto tiempo, creo que fue por miedo.

CAPÍTULO 2

En ese tiempo, la noche de nuestro pueblo solo era iluminada por la luna, las estrellas o las velas que se encendían en las casas para cenar y que se apagaban cuidadosamente antes de dormir. El tío de Nina, Guillermo, que era como tío de todos nosotros, era la única persona que nos contaba lo que pasaba más allá de los límites reales del pueblo. Él había visto maravillas y nos hablaba de las casas donde encendían una ampolleta de vidrio y toda la pieza se iluminaba y no había para qué poner velas. Nos dejaba con la boca abierta y le gustaba que lo persiguiéramos haciéndole preguntas, aunque yo creo que a veces inventaba las respuestas para tenernos interesados, pues así le ayudábamos a ordenar sus “mercaderías” y limpiar las cajas y sus muchas maletas, que se llenaban de polvo y barro en los largos caminos que recorría. A veces nos traía de regalo libros de cuentos con los personajes dibujados y ropas de materiales muy raros; pero, sobre todo, lo más importante era lo que no podía traer: artefactos y máquinas de una potencia tan grande, que podían reemplazar a decenas de hombres.

Lo más moderno para nosotros, en aquel entonces, era que algunas casas tenían lámparas de petróleo que daban una luz más fuerte. Pero no existía la electricidad, la luz artificial no aparecía ni siquiera como una idea fantástica en nuestras mentes. Éramos niños sencillos, que para entretenernos cada día jugábamos a cosas que eran posibles de hacer en un pueblo muy humilde, sin grandes peligros, por lo que vagábamos tranquilamente y teníamos mucho tiempo para conocernos, hablar, jugar a las escondidas, a las bolitas, al trompo con punta de clavo, que hacíamos nosotros mismos, y contar cuentos e historias de fantasmas para asustarnos, aunque eso lo hacíamos de noche con los primos que habían venido a vivir a nuestra casa por un tiempo, no sé claramente por qué. Pero ahí estábamos todos juntos, y cuando mi mamá se ponía a planchar y a arreglar la ropa, con planchas que había que calentar sobre el fogón, jugábamos a inventar sombras con las manos y a ver manchas que se transformaban en las paredes, haciéndonos creer que la casa estaba embrujada. Además, con las risas y los gritos chisporroteaban las velas y de verdad las sombras se movían y nosotros nos quedábamos oyendo ruidos, sin poder dormir del puro miedo que nos daba.

Por eso la llegada de los húngaros-gitanos nos cambiaba la vida a todos. Y la curiosidad nos hacía ir acortando lentamente la distancia… aunque pasaron varios días antes de que nos atreviéramos a acercarnos al camión donde estaban los animales.

–Hay un hombre mono –me dijo Pedro–; tienes que verlo, se parece mucho a ti.

Me dio tanta rabia que no fui a verlo con él. Esperé que se fuera con su madre al pueblo vecino a vender las muñecas que hacía su familia; la acompañaba para ayudarla con los canastos, que aunque no pesaban tanto eran muchos.

Ahora estaba solo y ya no había tanto sol. Fui directamente a las jaulas, pero no vi monstruos, vi perros grandes y pájaros raros, que chillaban como Anita cuando se caía o cuando la peinaban. Poco más allá divisé a un hombre muy pequeño, con barba y pelo blanco, haciendo pruebas y saltando sobre una rueda inmensa.

Los gitanos se veían felices y tranquilos porque ahora el pueblo era también su casa. El comisario les había dado la autorización, firmada en un papel con sellos, para que se quedaran, pues venían a presentar un espectáculo misterioso y único en el mundo, algo que ni un padre ni un niño habían visto antes en ningún lugar, ya que, como decían, recién se había inventado.

–¿Qué crees tú que puede ser? –nos preguntábamos unos a otros e imaginábamos de qué podría tratarse ese “algo” que nunca antes había existido.


–Es algo que puede hacer desaparecer a una persona, creo yo, algo así como hacerla invisible –dijo Francisco.

–¿Y de qué serviría eso? –interrogó Anita–, igual habría que hacer lo de todos los días: trabajar, bañarse, lavarse el pelo invisible, vestirse y comer comida de verdad, que habría que ir a comprar en almacenes de verdad, o ir a buscar agua al pozo para tomar, porque la sed no es invisible… Entonces, ¿por qué sería ese “algo” una cosa tan maravillosa?

Anita pensaba cosas muy graciosas y además las decía; es verdad que todos nos reíamos, pero con el tiempo nos fuimos dando cuenta de que se trataba de ideas llenas de realismo. Ella era como un pájaro saltarín que iba y venía con sus cosas y nos sacaba de nuestras conversaciones, a veces tan de sorpresa que nos desconcertaba. Además, tenía cierta tendencia a portarse con nosotros como una mamá y a dar consejos que nos caían mal. Porque claro, nosotros nos sentíamos grandes y con derechos que ella aún no tenía, como quedarse jugando afuera hasta más tarde o no tener que ayudar en las tareas de la casa.

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