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Capítulo 3
Prisionero en la haya
Ivy R. Doherty

–Me voy a cazar mapaches con los perros esta tarde –le anunció Tim a su hermano Bud–. ¿Te gustaría venir conmigo?
–No puedo –respondió Bud entre bocado y bocado de pan con miel–. Le prometí a Bill y a Joe que me encontraría con ellos a las 13:30 en el arroyo para nadar. Se desilusionarían si no apareciera.
–Sí, supongo que sí –Tim terminó su almuerzo y se levantó de la mesa.
–¿A dónde vas a cazar? –preguntó Bud.
–No estoy seguro, pero estaré fuera unas dos horas. Los perros no se han divertido en mucho tiempo.
Después de despedirse de su madre, Tim partió con los perros, un Collie y dos de caza. Divisó algunas nubes negras en el horizonte mientras se dirigían hacia el norte, pero no les dio mucha importancia.
A casi dos kilómetros de la casa, el Collie comenzó a ladrar con furia, y los sabuesos estaban más alborotados todavía. “¡Arriba en esa haya! ¡Arriba en esa haya!” parecían tratar de decirle a Tim.
¡Sí, allí estaba! Justo lo que todos habían esperado encontrar: un mapache gris y sedoso que miraba con indignación el revuelo de abajo.
–Bueno, mapache –Tim se dirigió al animal–, Collie, Terry y Spoty no pueden subir para buscarte, y tú no tendrás la amabilidad de bajar, así que subiré por ti.
El mapache lo miró con asombro. Todavía no estaba dispuesto a darse por vencido. Tim trepó por el tronco del árbol, con las venas llenas de emoción. ¿Qué pensaría Bud del hecho de que él atrapara un mapache?
Dos ramas más, y estaría a la altura del mapache. Los perros ladraban frenéticamente, y el mapache estaba medio mareado observándolos alternadamente a ellos y a Tim que se iba acercando cada vez más. Una rama más, ahora, y Tim estaría allí.
Trepó los últimos metros, mientras el sudor brotaba de su rostro. ¡Lo logré!, se felicitó.
Pero no iba a ser tan fácil atrapar al mapache. Cuanto más se le acercaba Tim, el mapache avanzaba más hacia la punta de la rama. Tim sintió que la rama se dobló peligrosamente y tuvo que retroceder a una rama más baja a esperar. Los perros impedirían que el mapache bajara, así que no había peligro de que se escapara.
Mientras esperaba, Tim advirtió que las nubes se cerraban cada vez más y se volvían más amenazantes, y que estas estaban mucho más cerca de lo que las había visto la primera vez. Se sentó a silbar una tonada y a seguir el ritmo con el pie contra el tronco del árbol, que sonaba a hueco.
Entonces de repente, el mapache fue directamente a donde él quería que fuese, dándole la espalda a Tim mientras miraba hacia abajo a los perros. Como un rayo, Tim subió al árbol. Extendió la mano para alcanzar el premio, pero justo cuando su mano se apoderaba del animal, ¡crash! ¡Tim se encontraba cayendo por el interior del tronco ahuecado! Su ropa se enganchó en un pedazo de madera seca y esto redujo el impacto de su caída, pero no lo detuvo, y en un instante Tim era un prisionero en el fondo de la gran haya.
Punzadas heladas de miedo hincaban su espina dorsal. ¿Alguien lo encontraría allí alguna vez? Su casa estaba a casi dos kilómetros de distancia. Nadie podría oírlo, aunque gritara a todo pulmón. No le había dicho a nadie en qué dirección saldría. Y estaba muy oscuro allí adentro, era un lugar muy mal ventilado y espeluznante. El único rayo de luz provenía de un agujerito en el suelo.
Los perros comenzaron a gemir. Entonces Tim tuvo una idea.
–¡Ve a casa, Collie! –exclamó Tim a voz en cuello–. ¡Ve a casa, Collie!
Tim esperó, poniendo la oreja lo más pegada posible al suelo, hasta donde se lo permitía el espacio dentro del árbol. Escuchaba para saber si todavía había tres perros aullando o solo dos.
Todavía había tres que aullaban con todas las ganas. Una vez más Tim le gritó a Collie que fuera a casa y luego esperó. Esta vez solo los dos sabuesos formaban un dúo. ¡Collie se había ido! Pero ¿conseguiría ayuda?
Tim supo cuando llegó la noche, porque el punto de luz en el fondo del árbol se desvaneció y desapareció. Los perros aullaban solo a intervalos ahora. A medida que los minutos se convertían en horas, el rugido de los truenos se aproximaba cada vez más y, por algún lado, desde arriba, los salpicones de lluvia comenzaron a abrirse paso a través del oscuro hueco.
Tim comenzó a pensar en su casa. Mamá y papá, ¿estarían preocupados por él? ¡Por supuesto que sí! Y estaba en lo cierto: en ese mismo momento lo estaban buscando, orando y pidiéndole a Dios ayuda para poder encontrarlo sano y salvo. Prometieron que harían todo lo posible por él.
¿Qué estaba haciendo Bud? ¡Cómo deseaba que su hermano hubiese ido con él! Tim pensó en todas las cosas ruines que le había dicho y hecho a Bud. Recordaba cuán a menudo había desobedecido a sus padres, y prometió solemnemente que, si Dios lo sacaba de esta pesadilla terrible, ¡sería un niño más bueno!
Poco tiempo después Bud, que esperaba solo en casa mientras sus padres buscaban a Tim, oyó que alguien arañaba y ladraba en el tejido de la puerta de atrás. Se precipitó para abrirla, pero Tim no estaba allí, solo vio a Collie. Rápidamente, Bud escribió una nota para contarles a sus padres que Collie había venido a casa y que él pensaba hacer que el perro lo guiara hasta donde estuviese su hermano. Bud se puso el impermeable y las botas, y partió, guiado por Collie.
Bud nunca antes había estado afuera en una noche así. ¿Y si Tim se había caído y se había roto un brazo o una pierna? ¿Y si los rayos...? Su mente se negaba a pensar en esto al comienzo, pero finalmente tuvo que hacerlo. ¿Y si Tim estaba muerto? Bud le prometió a Dios que si Tim volvía a casa sano y salvo, sería mejor hermano.
En el árbol, Tim seguía esperando. Las piernas le dolían porque no podía ni sentarse ni acostarse, aprisionado en ese espacio siniestro.
¿Qué fue eso? Bud se detuvo en seco, y Collie se acurrucó bien a su lado. Bud paró la oreja en dirección al viento. Había escuchado un grito.
Estaban cerca de una haya, y los sabuesos se abalanzaron para lamer a Bud en todos los lugares que tenía disponibles para lamer.
–¿Dónde está Tim? ¿Dónde está Tim? –les exigía Bud, pero lo único que hicieron fue volver a lamerlo.
Se llevó las manos a la boca y gritó el nombre de Tim, y justamente al lado de él salió una respuesta apagada:
–Estoy adentro del hueco de la haya, Bud. Estoy empapado, y tengo las piernas paralizadas. Es horrible estar aquí.
–¿Te lastimaste, Tim?
–¡No, pero sácame de aquí!
Bud no tenía ninguna soga, hacha o alguna otra cosa que pudiera ayudarlo.
–Mantén la calma –gritó–. Voy a buscar a mamá y a papá.
Bud volvió corriendo a su casa y allí encontró a sus padres, porque habían regresado por un minuto para ver si Tim había vuelto. El padre y varios vecinos partieron con Collie para que los guiara nuevamente. Bud protestó diciendo que él debía ir para mostrarles el camino, pero estaba temblando de frío y empapado, y su mamá lo hizo quedar adentro. Porque había muchas hayas y el terreno era tan grande que Bud solo podría darles una vaga idea de dónde encontrar a Tim.
Collie iba adelante, pero el esfuerzo de correr de acá para allá ya comenzaba a notarse en él. Después de un corto tiempo, se tendió en el piso y no se movió de allí.
Se escuchaba un débil ladrido a la distancia. El padre agudizó su oído hacia donde provenía el viento, como había hecho Bud antes, y tuvo la certeza de haber escuchado a uno de los sabuesos. El grupo de salvamento salió a toda prisa.
–¿Estás allí, Tim? –gritó el papá.
La única respuesta fue un aullido de los sabuesos. Llamó una y otra vez.
De repente, frente a él salió un grito apagado que casi era un sollozo.
–Estoy aquí, papá. Justo aquí. Debes estar cerca de mí, porque puedo escucharte claramente.
El corazón de los rescatistas se llenó de alivio. Ahora el problema era sacar al prisionero. Podían usar el hacha o el serrucho que habían llevado, pero Tim no se podía mover, así que podría ser peligroso usar esas herramientas filosas. Se necesitarían hachazos fuertes para cortar el árbol, y al hacerlo, una parte blanda podría ceder de repente y el hacha podría pegarle a Tim. Si el árbol caía demasiado pronto, Tim podría lastimarse más que con un hachazo. El serrucho presentaba dificultades similares.
Había solo una salida razonable, y era usar una soga. Pero incluso esto tenía sus inconvenientes. ¿Cuán estrecho era el túnel dentro del árbol? Si los pedazos de la madera vieja sobresalían hacia el centro del árbol, la cuerda ¿llegaría hasta donde estaba Tim? El muchacho estaba muy cansado a esta altura, ¿podría agarrarse de la soga? ¿Podría encontrarla si la bajaban y esta no lo tocaba?
El hombre más joven del grupo se ofreció para subir la soga al árbol. Luego, decidieron que debía ir un segundo hombre para alumbrar y prestar toda la ayuda que fuese necesaria. La haya estaba húmeda y resbalosa, y pasó algún tiempo hasta que el primer hombre llegó hasta la abertura y comenzó a bajar la soga.
Finalmente, la cuerda tocó la cara mojada y entumecida de Tim que, tomándola con todas sus fuerzas, se agarró bien mientras era arrastrado hacia arriba. La rama en la que su ropa se había enganchado la tarde anterior ahora lo rasguñó mucho. Se había puesto contento la primera vez porque le amortiguó la caída, pero la subida fue muy diferente.
Se preguntaba si sus piernas todavía estaban allí. Una vez que dejó el piso no podía sentirlas. ¿Podría volver a caminar? Pero lo principal en ese momento era salir del árbol, y para salir tenía que agarrarse bien, así que dejó de preocuparse y se concentró en sostenerse bien.
–Tiren fuerte –suplicó con una voz cansada y ansiosa.
¡Eso! ¡Eso! ¡Arriba, arriba! Lo lograron. Lo bajaron con la cuerda hasta los brazos de su padre. Tim no se pudo contener más y se largó a llorar.
El padre y los hombres se turnaban para transportar a Tim hacia su casa. Los primeros rayos del alba brillaban a través de las últimas nubes de la tormenta cuando los rescatistas cansados y el muchacho rendido llegaron a la casa.
Bud y la mamá estaban pegados a la cama de Tim cuando llegó el médico. Él dijo que quince horas en un árbol húmedo y hueco, parado en una sola posición todo el tiempo, no era bueno para nadie. Pero que Tim era joven, y en pocos días podría sentirse como nuevo, ¡como si nada! Tim por un buen tiempo no quiso saber nada de la lluvia ni de árboles.
Cuando más tarde Bud observaba cómo dormía Tim, recordaba que había pensado que Tim podría estar muerto y que había prometido solemnemente que, si Tim volvía a casa sano y salvo, sería un hermano más amable y considerado. Cuando la mamá y el papá entraron en puntillas en el cuarto, recordaron que habían orado para que Tim volviera a salvo, y que habían prometido a Dios y a sí mismos que harían todo de su parte para ayudar a Tim para convertirse en un buen hombre, si se salvaba y volvía con ellos.
Al final de la tarde, Tim abrió los ojos y sonrió. De pie junto a su cama estaban el papá, la mamá y Bud, y cuando los vio a todos allí, recordó que debía ser mejor hermano e hijo, porque Dios había oído su clamor. Nadie dijo ninguna palabra acerca de lo que habían prometido, pero todos parecieron comprender lo que había en el corazón del otro.
¿Y el mapache? ¡Ah, sí! ¡Se escapó!
Capítulo 4
Veintidós horas en el mar
Kay Heistand

El botecito se inclinaba peligrosamente sobre la cresta de una ola elevada. Calvin Swinson cayó de costado, pero al momento recuperó el equilibrio.
Era un caluroso día de verano. Los tres alumnos de la secundaria, Calvin Swinson y los hermanos Ben y Bill Wade, habían estado trabajando en un barco camaronero durante sus vacaciones de verano. Después de una larga noche de trabajo arduo se habían ido a dar un chapuzón en las aguas saladas del Golfo y, ahora, estaban regresando al barco grande en un bote de cinco metros y medio.
Entonces dieron contra otra ola. Esta tumbó el bote completamente y arrojó a los muchachos al agua.
Calvin salió chapoteando y riéndose. Con todo el optimismo de sus 18 años aceptó el accidente con calma. Pero, su sonrisa desapareció cuando vio que el bote se había ido a pique. Los muchachos estaban fuera de la vista del barco camaronero y fuera de vista desde tierra firme. Y fue en ese momento en que se dieron cuenta de que no tenían chalecos salvavidas. De repente, la situación se volvió muy seria.
Calvin era un excelente nadador, pero es difícil nadar o flotar en aguas turbulentas. Con enormes brazadas logró acercarse a los dos hermanos.
–Será mejor que nos mantengamos juntos –gritó–. Así será más fácil que nos encuentre el barco.
Bill y Ben estuvieron de acuerdo, pero decirlo era una cosa, y lograrlo era imposible.
Calvin hizo todo lo posible, pero parecía que las olas maliciosamente intentaban separarlo de sus amigos. Ben y Bill se turnaban para ayudarse: uno flotaba mientras el otro lo sostenía para que descansara.
Aunque Calvin luchó, no le quedó más remedio que mirar mientras sus amigos se alejaban de él.
Al principio no se preocupó demasiado. No habían ido muy lejos del barco, y sin duda alguien notaría su ausencia y comenzaría a buscarlos. Sin embargo, luego se supo que todos los que estaban a bordo del camaronero se habían ido a dormir, cansados de la agotadora noche. Nadie descubrió durante muchas horas que los tres muchachos no habían vuelto de su paseíto. Para entonces, era demasiado tarde para encontrar algún rastro de ellos.
Calvin siguió nadando, ¡e intentando mantenerse despierto! Le sobrevino un deseo abrumador de dormir, un gran anhelo de entregarse en los brazos de la inconciencia. Pero no bien se relajaba y se hundía en las verdes profundidades, los pececitos le mordisqueaban los dedos de los pies. El sobresalto lo asustaba y se despertaba, y comenzaba a nadar nuevamente. Posteriormente comentó que, para él, los peces fueron agentes directos de Dios, enviados para mantenerlo despierto.
Calvin nunca había sido un muchacho particularmente religioso. Quedó huérfano de muy pequeño y fue criado por una tía anciana que casualmente lo había llevado a toda iglesia que estuviese cerca de donde vivieran. Sin embargo, de repente, allí, solo, rodeado por las vastas y desoladas expansiones del mar y del cielo, Calvin se puso a pensar en la vida. Su vida, y el propósito por el que habría sido puesto en esta tierra por 18 cortos años. ¡Y ahora parecía como si estuviese a punto de dejarla! ¿Cuál sería la razón que estaba detrás de todo eso? Calvin estaba tan cansado que ya no podía pensar más. No había más nada que hacer que tratar de seguir vivo y orar.
Y ahí, flotando, nadando, hundiéndose en las aguas saladas del golfo de México, Calvin aprendió a orar. Aprendió a hacerlo, no con los labios, no por casualidad, sino con el corazón.
El largo y caluroso día declinó, y Calvin perdió toda noción del tiempo. Al principio, la frescura de la oscuridad de la noche le trajo alivio del sol abrasador del día, pero pronto se heló y comenzó a temblar de frío. Ya tenía el cuerpo quemado por el sol; la piel de gallina lo torturaba.
Flotaba lo más y mejor que podía, pero se había levantado viento en la costa del Golfo, como todas las noches, y las elevadas olas le llenaban la cara de sal y lo enceguecían.
Sus ojos se cerraron. El bendito sueño lo llamaba, y se hundió a dos metros en las aguas acogedoras. Allí un dolor agudo en uno de los dedos del pie lo sobresaltó y lo despertó. ¡Una vez más un pez que lo mordisqueó le había salvado la vida!
Dos veces durante la noche, Calvin vio las luces de las embarcaciones pesqueras. Se arruinó la garganta de tanto gritar, pero sus gritos se perdían con el ruido de la vibración de las máquinas. Los barcos pasaban de largo y, a medida que las luces iban desapareciendo en la oscuridad, la desesperación de Calvin se hacía absoluta.
Pero Calvin ya no sentía miedo de morir. En su mente ahora no había lugar para otra cosa que no fuera su nueva fe en Dios, la fe que había nacido y había crecido a través de la oscura desesperación de esa larga noche. Ya no oraba: “Por favor, querido Dios, envía un barco para salvarme”. Ahora el tema principal de su oración era: “Que se haga tu voluntad. Soy tu siervo. Si es tu voluntad, llévame al descanso. Solo existes tú”.
Palabras, versículos y oraciones olvidadas que había aprendido en los días de su niñez volvían a su mente. Y mientras oraba y descansaba en los brazos de Dios, Calvin seguía luchando, nadando, flotando.
Despuntó el nuevo día y, de repente, con el resplandor del sol naciente, un gran barco camaronero apareció encima de él. El deseo de vivir volvió a arder en el muchacho, y gritó saltando lo más alto posible del agua, agitando los brazos frenéticamente. ¡Cuánto deseaba tener un pedazo de tela para hacer señas!
Todos sus gritos fueron arrastrados por las olas cálidas y relucientes que subían y bajaban ante sus ojos desesperados. Parecía que no había nadie en la cubierta del barco. El sol brillaba sobre el agua metálica. El barco estuvo a un metro de Calvin y siguió de largo. Desapareció en el horizonte como el juguete de un niño y, con él, se fue la última esperanza de Calvin.
De allí en más, ninguna cosa física tuvo un verdadero significado para él. Flotaba, se hundía y nadaba de a ratos, guiado por un poder mayor a sí mismo. Su corazón joven dejó de luchar, dedicó su alma a Dios y encontró la paz. Así fue que con una sensación de anticlímax Calvin oyó la vibración de los motores de otro camaronero que se acercaba en dirección a él.
En medio de una bruma de dolor y sin poder creer de que la vida estaba a punto de comenzar otra vez para él, Calvin fue rescatado. Su cuerpo ampollado fue colocado con mucho cuidado en un cabestrillo, fue levantado de las aguas y el camaronero se dirigió hacia Port Aransas.
Un susurro de agradecimiento a Dios fueron las primeras palabras que salieron de entre sus labios secos. Calvin dejó de tomar el agua fresca que un marinero le daba con cuchara y que le causaba mucho dolor al tragar, para decir:
–Dios los envió, ¿verdad?
El marinero se ruborizó pero asintió. Su oficial superior, un capitán de cabello gris, dijo:
–Parecía como que estabas casi muerto cuando te encontramos.
–Sí, así es –dijo Calvin con dificultad–. Pero Ben y Bill... ¿dónde están ellos?
–Ellos están bien. Fueron recogidos por un camaronero después de estar en el agua casi diez horas. Se tenían el uno al otro para sostenerse, y uno nadaba mientras el otro descansaba. Incluso encontraron una tabla que flotaba, y eso ayudó a salvarles la vida. Pero tú, muchacho... –el capitán sacudió la cabeza asombrado–. ¿Cómo te mantuviste con vida? ¿Te diste cuenta de que estuviste en el agua casi 22 horas? Nosotros habíamos perdido toda esperanza de encontrarte incluso, pero algo nos impulsaba a continuar con la búsqueda.
–Dios hizo que continuaran con la búsqueda –dijo Calvin fervientemente.
–¿Qué fue lo que te sostuvo, Calvin? –el marinero le ofreció otro sorbo de agua y le sostenía la cabeza en alto mientras él bebía.
–¡Dios enviaba pececitos para morderme! –el muchacho sonrió y movió los dedos de los pies agradecido.
–Solo la magnífica condición física del muchacho y el aguante lo mantuvieron vivo. Es un milagro –le susurró el marinero con reverencia a su capitán.
Los ojos sabios del hombre mayor se posaron por largo tiempo sobre el joven gigante de ojos azules y cabellos rubios que había librado una batalla tan terrible contra la naturaleza y había ganado.
–Sí, es un milagro, un milagro de Dios –coincidió.
Calvin no los escuchó. Sus ojos se empañaron al mirar hacia el futuro. En su corazón había una oración de agradecimiento a Dios, a quien había aprendido a creer y a amar durante su larga prueba. Sus ojos vacilaron y se cerraron. Pero antes de quedarse dormido susurró: “Dios, solo existes tú. Mi vida siempre te pertenecerá a ti”.
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