Kitabı oku: «¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?»

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

LORRIE MOORE

Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente.

Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.

Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

El clima de melancolía que evoca Moore con tanta naturalidad sería insoportable si la escritura no fuera tan inspiradora. En mi opinión, hoy es la mejor escritora estadounidense de su generación.

NICK HORNBY, The Sunday Times

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

LORRIE MOORE

Traducción de Inés Garland


Índice

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  Sobre este libro

  Portada

  Dedicatoria

  Epígrafe

  ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

Para MFB

¡Qué vulgar!, igual que una rana, el verano entero gritando tu nombre.

EMILY DICKINSON

Agradezco que esta laguna haya sido creada profunda y pura para un símbolo.

HENRY DAVID THOREAU, Walden

Bien corrido, Tisbe.

WILLIAM SHAKESPEARE, Sueño de una noche de verano

Por su atención y su apoyo me gustaría agradecer a la Fundación Guggenheim, a la Academia Americana de las Artes y las Letras, a la Universidad Brandeis, al Consejo de las Artes de Wisconsin y a la Universidad de Wisconsin.

Por su trabajo y su aprobación, mi más profunda gratitud a Nancy Mladenoff.

En París comemos sesos todas las noches. A mi marido le gusta esa mousse etérea y con olor a pescado. Son como frutos de mar, piensa, encerrados y apretados en el cráneo, como criaturas con caparazón que saltaron para liberarse de las oscuras cuevas del océano, y fueron asesinadas por la luz; se volvieron húmedas y pegajosas de tanto refugiarse para proteger su vulnerabilidad, de tantas noches de ensoñaciones. Yo, por mi parte, estoy comiendo para recordar.

–El césped del vecino siempre es más verde –dice Daniel, mi marido, con el dedo levantado, como si el pensamiento le hubiera venido de los cervelles–. Recuerda a la bestia que comes. Y ella se acordará de ti.

Estoy esperando algo proustiano, toda esa infancia olvidada. Los aplasto contra el techo de mi boca, los derrito, espero que algo se dispare en mi mente, por empatía o química con alguna estampida de proteínas. La tempestad en la taza, el tifón en la trucha; hay vino, y bebemos mucho.

Nos sentamos al lado de personas que nos muestran fotos de sus hijos guardadas en las billeteras.

Sont-ils si mignons! –digo. Mi marido arma comentarios en su propio dialecto. Nosotros, nuestros, no tenemos pequeños. No sabe francés. Pero estudió español alguna vez, y ahora, con una fortaleza triste, le habla de nuestra falta de hijos a la pareja de al lado.

–Pero –agrega, pensando con cariño en nuestro gato– tenemos un grande gato en casa.

Gâteau quiere decir “torta” –susurro–. Les acabas de decir que tenemos una torta grande en casa.

No sé por qué siempre saca conversación con los vecinos de mesa. Pero lo hace, piensa que es amable y educado en lugar de torpe e irritante, que es lo que pienso yo.

Después vamos siempre a la misma chocolatier a comprar trufas al whisky. En las trufas sí se siente la tormenta atrapada, una tormenta tibia bajo la lengua.

–¿En qué aggrandizement estamos? –pregunta mi marido.

–¿En qué “aggrandizement”? –digo–. No sé, pero creo que estamos en uno de los grandotes.

Mi marido pronuncia tirez como si fuera español, père como si fuera pier. La forma cariñosa en que lo imito pasa por alto las maneras en que siento su falta de amor por mí. Pero estamos arreglándonos bastante bien. Nos tocamos la manga el uno al otro. Nos decimos: “¡Mira eso!”, tratamos de que nuestras miradas se fundan, nuestras mentes se vuelvan una. Estamos en París, con su mazapán perfecto y su luz, su vaho a cloaca y su Estado policial. Con mi cadera dolorida y sus arcos vencidos (“orgullo vencido”, les dice Daniel) caminamos por los quais, nos paramos en todos los puentes bajo la llovizna, y miramos este lugar precioso, mientras secretamente nos imaginamos casados con otras personas –¡aquí, en la ciudad de la luz!– y a veces no, a veces simplemente nos preguntamos, en silencio o en voz alta, en qué se convertirá el mundo.

* * *

Cuando era niña, traté con ahínco de dividir mi voz. Quería hacer acordes, astillarme la garganta en armonías floridas como un prado, así era como lo entendía. Me parecía que era algo que uno tenía que poder hacer. Sentía que con concentración y un potente empujón de aire, podría ser capaz de poblarme, de desatar una multitud en la caja de mi voz, de dar a luz, de liberar todos los estados de ánimo y los matices, todos los habitantes preciosos y místicos de las expresiones de mi mente. En las tardes me iba sola más allá del jardín y de los arbustos de grosellas, más allá de los cebollines con sus coronas violetas y de los delgados espárragos, más allá de los girasoles doblados de un golpe por los ciervos o por una helada fuera de estación, más allá del césped de la hondonada hasta la pradera bien lejos detrás de nuestra casa. O me iba por el camino hasta el terreno vacío cerca de la Reserva Naval, donde en invierno se vaciaba el camión quitanieve y donde en verano a veces los varones jugaban a la pelota. Yo miraba por encima de las flores silvestres, del pantano de humus y hojas, del musgo de primavera que reverdecía en las rocas, o de las montañas de cascotes de nieve ennegrecida de las calles, fuera la estación que fuera –mis mitones con coágulos de hielo, o mis manos sucias de barro del pantano–, y desde la zona posterior de mi laringe proyectaba parte de mi voz hacia el horizonte y parte hacia el cielo. Debe haberme dolido. Quería aullar y volar y romperme en pedazos.

El resultado era mucha tos, jadeos y una afonía que a Mrs. LeBlanc, nuestra mujer de la limpieza, le preocupaba escuchar en la voz de una niña. “¿Se resfrió, Miss Berie Carr?”, solía preguntarme cuando yo volvía demasiado temprano a comer. Decía mi nombre así, haciéndolo sonar irlandés, aunque no lo era. “Nah”, decía yo con brusquedad. Ella era alegre, pero también pesimista y olía a cebolla; no me gustaba que me respirara cerca; no quería que me inspeccionara como una enfermera. Apenas podíamos costear una mujer de la limpieza, pero mi madre estaba muchas veces sola para conversar, aun en nuestra casa abarrotada de gente, y le gustaba sentarse con Mrs. LeBlanc en la cocina a fumar y tomar té. Aunque yo no hubiera visto todavía a Mrs. LeBlanc, aunque hubiera logrado esquivarla con éxito, sabía si ella había estado allí: la casa estaba llena de humo y seguía desordenada salvo por las revistas apiladas en montones nuevos y prolijos; mi madre tarareaba; el cheque en la mesada no estaba más.

Después de un año, cuando los acordes que yo quería conseguir me fallaban sistemáticamente, y lo único que podía lograr era un zumbido ronco y grave para acompañar mi nota principal (¿dónde estaba el coro de ángeles, el jazz seductor?), finalmente paré. Empecé en cambio a pedirles deseos a las telas de araña y a las piedras de cinco cantos. Pedía una mudez eterna e intrigante. Sería la Misteriosa Chica Muda, la Elfa Enigmática. La voz humana ya no me interesaba. La voz humana era demasiado anodina. Era importante, me parecía, hacer algo sofisticado. Solo que no sabía qué.

Aunque a decir verdad ninguna voz fue anodina en nuestra casa. Si bien me llevó prácticamente toda la vida, hasta el verano de mis quince años, darme cuenta de eso. Había sofisticaciones: años del acento francocanadiense de mi madre filtrándose solo en las canciones de cuna más desesperadas. O la cadencia falsamente patricia que se le colaba en la voz cuando quería hacerse la fina con sus temibles suegros; su voz se convertía en una voz entrenada, tratando de relocalizarse social y geográficamente. O años del colegio alemán de mi padre disparados a través de la mesa del comedor, mientras mi madre trataba con temor de aprenderlo así, para poder hablar con él durante la cena sobre asuntos privados sin que los niños entendieran. “Was ist, los, schcäzchen?”. “Ich weiss nicht”.

A veces teníamos estudiantes de otros países viviendo con nosotros durante algunas semanas, durmiendo en alguno de los sofás cama en el salón, en el sótano o en el estudio. A veces había maestras de Kenia, Argentina o Tanzania, países con nombres que sonaban a nombres de niñas preciosas. Había planificadores urbanos de Sudamérica, refugiados africanos. “Mis padres estaban tratando de escandalizar a los vecinos”, diría yo años más tarde en situaciones sociales en las que se suponía que había que hablar de la propia crianza y ser entretenida al mismo tiempo.

Todo en nuestra casa cuando era joven se sentía envuelto de extrañeza, de códigos, de estados de ánimo. Las personas venían y se quedaban, después se iban.

Uno de los muchos resultados de esto para mí fue un toscano en la oreja para los idiomas. Mi mente trabajaba con rigidez, reagrupaba e improvisaba sonidos. Por un tiempo pensé que Sandra Dee no era solo una actriz sino uno de los días de la semana en francés. Cantaba “Frère Jaques” con la asombrosa frase “son él y la Tina”. Saber que la lengua extranjera era muchas veces un código marital tenso, zona prohibida para los kinder, puro viento y gorjeos prohibidos, propiedad de los invitados, me volvió taciturna y ligeramente sorda, resentida de una manera que era inexplicable para mí en esa época; me desconectaba. Jugaba con mi comida –el pan de carne con demasiado cereal, la sopa Habitant y la morcilla, los palitos de pescado despellejados– o comía demasiado. Me atiborraba la boca y me agarraba el estómago, masticando. Desde el principio y durante mucho tiempo después cuando oía algo no inglés –el igbo del Sr. Gambari, la Sra. Carmen-Perez cantando una canción en español– mi mente se cerraba por cortesía. Mis maestras en la escuela –francés, alemán, latín– me requerían, pero yo no podía oír lo que decían. Nunca supe qué pasaba; movían la boca y los sonidos me llegaban mezclados y aterradores.

Más adelante, cuando fui una adulta, alguien en una cena me hizo escuchar una grabación de monjes asiáticos que podían en efecto dividir sus voces, crear un sonido roto, coral, que era como ser uno mismo pero también tantos otros. Era un coro de lo quebrado, de lamentaciones. No era lindo, pero me recordó, en ese preciso momento en esa comida deprimente –todos opinando sobre Marx, Freud, hockey, Hockney, el robo a los liberales, radicales con flebitis, ¿tendría Gorbachov su propio Hollywood Square pronto?–, me recordó el sonido que yo podría haber conseguido si mis esfuerzos hubieran sido exitosos. Me recordó cómo los niños siempre piensan en grande; cómo el mundo los confronta y los moldea para mantenerlos a salvo.

Sin duda “a salvo” es lo que estoy yo ahora; o lo que se supone que estoy. La seguridad está en mí, me sostiene derecha, como una columna vertebral. Mi sangre no viaja por caminos nuevos, sabe simplemente su camino, se demora, se adormece y se encariña. Aunque hay momentos, incluso recientes, en la pequeña ciudad donde vivimos, en los que he dejado a mi marido para salir a caminar al anochecer, la luna suspendida boca abajo como un pájaro estridente y presumido, como algún error absurdo –qué vida de oficinas y tareas aburridas podría tener una luna inundando el cielo y las calles, sin parecer absurda–, y en mis caminatas, hacia las esquinas silenciosas, los olores fríos a humus, las copas de los árboles saludando en un viento, he sentido una antigua naturaleza salvaje. Ebria y fantasmal. No es sexual, no realmente. Tiene más que ver con la aventura y la huida, como las ganas de un niño de escaparse, que toma envión y se frustra al mismo tiempo, un deseo que se enrosca en mí como un tornillo, una sombra atada a los pies que se dispara hacia lo demás, aunque, finalmente, siempre se ha quedado a un costado, como si esa otra vida fuera imposible y lo supiera, como un buen perro, buen perro, buen perro. Siempre se ha quedado.

El verano de mis quince años trabajé en un lugar que se llamaba Storyland con mi amiga Silsby Chaussée, de ella se trata todo esto. Storyland era un parque de diversiones a dieciséis kilómetros de nuestro pequeño pueblo Horsehearts, a cuatro kilómetros del lago. Su temática eran los personajes de los libros de cuentos, y había instalaciones y pequeñas representaciones de canciones de cuna –Hickory Dickory Dock o Little Miss Muffet– y de cuentos de hadas. Blancanieves. Hansel y Gretel. Había atracciones y toboganes. Estaba La Vieja que Vivía en un Zapato, que era una enorme bota violeta que podías trepar hasta la punta, para deslizarte por una lengua de aluminio hasta un cajón de arena. Estaban Los Tres Cabritos: un puente en arco de madera de secuoya, un gran duende de yeso y tres cabras vivas que podías alimentar con galletas de centeno que se compraban en una máquina expendedora. Estaba la sección del Safari por la Selva, con sus puentes colgantes y sus cocodrilos falsos. Estaba el Pueblo de la Frontera, con su pueblo fantasma falso y los varones del colegio secundario local disfrazados de cowboys. Finalmente, estaba el Sendero de los Recuerdos, un paseo cubierto entre la salida y la tienda de regalos, alineado con faroles a gas y maniquíes vestidos de gala –con polisones y galeras apolillados– apoyados precariamente en carruajes antiguos. A veces en los días de lluvia Sils y yo almorzábamos en el Sendero de los Recuerdos, en uno de los bancos de plaza a lo largo del paseo. Quedábamos conspicuas y fuera de lugar –un poco mimos, un poco vándalos–, pero la mayoría de los turistas sonreían y nos ignoraban. Cantábamos a la par del sonido metálico del hilo musical, sin importarnos qué era –generalmente “After the Ball” o “Beautiful Dreamer”–, pero a veces era el tema de Storyland:

Storyland, Storyland,

donde ni terror ni tristeza hallarás

donde tus sueños cumplirás.

Los libros y las canciones de cuna cobran vida, ya verás.

Storyland, Storyland:

trae a toda tu familia-a-a

(y no te olvides de la abuela-a-a).

Siempre hacíamos muecas en la coda de la abuela –waaa-waaa-waaa– que flotaba en el aire en una especie de séptimo acorde disminuido, como la banda sonora cómica de un dibujo animado. Cantábamos con las bocas llenas de sándwich, después las abríamos bien grandes para mostrar la comida y expresar nuestro horror ante la sola idea de que nuestras abuelas estuvieran ahí, en el parque, paradas inexplicablemente en la fila de alguno de los juegos. ¡Y la abuela!

¡Puaj!

Sils era hermosa; los ojos aguamarina con pintitas negras, la piel suave como un jabón, el pelo largo y castaño pero con vetas de amarillo oro aquí y allá que captaban el sol como el agua del río. Estaba contratada por el director creativo para hacer de Cenicienta. Tenía que usar un vestido de satén sin breteles y dar vueltas en una gran carroza calabaza de papel maché. Las niñitas hacían fila para subirse y hacer un tour por el parque con ella, era uno de los juegos, y después las dejaba en el siguiente, un hongo gigante con lunares. En el recreo, Sils me venía a buscar para fumar un cigarrillo.

Yo era una de las cajeras de la entrada. Entraban seis mil dólares por día en una sola caja registradora. Los clientes se quejaban de los precios, mentían sobre la edad de sus hijos, contaban el cambio para cerciorarse. “Gardez les billets pour les manèges, s’il vous plaît”, les decía a los canadienses. Mi uniforme era un sombrero de paja, un vestido de rayas rojas y blancas con un delantal rojo de volados, y una credencial con mi nombre en el canesú: Hola Mi Nombre Es Benoîte-Marie. Le había cosido monedas al ruedo del delantal para que no se levantara con el viento, pero aparte de eso no había mucho que se pudiera hacer para que el vestido tuviera un aspecto normal. Una vez vi una chica a la que habían despedido el año anterior manejando por la ciudad todavía vestida con el delantal y el vestido. Estaba loca, decía la gente. Pero ni falta hacía que lo dijeran.

En el verano todo el condado estaba repleto de turistas canadienses de Quebec del otro lado de la frontera. A Sils le encantaba contar anécdotas de ellos de cuando trabajaba como mesera en HoJo’s: “Me gustaguían unos güevos”, había dicho un hombre sin dejar de mirar su pequeño diccionario de bolsillo. “¿Cómo le gustarían?”, había dicho ella. El hombre consultó su diccionario, buscando palabra por palabra. “Me gustaguían… ehm… sobgue el plato”.

Ni se nos cruzaba por la cabeza que también nosotras éramos en parte francocanadienses. Sur le plat. Fritos. Nos gustaba contar historias ruidosas e ignorantes sobre estos turistas, tan cruciales para la economía de la región, pero que eran mezquinos con las propinas o coqueteaban o usaban las camisas abiertas con las barrigas al aire, se quejaban y fumaban cigarros finitos y se reían obscenamente o lo que fuera, no importaba. Nos habían enseñado a hablar despectivamente de los turistas, como todos en un pequeño pueblo turístico. En el invierno nos burlábamos de la gente de la gran ciudad que venía al norte a las montañas de Horseheart Garnet a esquiar. Usaban chaquetas brillantes y pantalones elastizados y tenían esquíes caros, pero solo podían arar la nieve. Gritaban cuando se caían, lloraban cuando los esquíes se les soltaban y se les escapaban a toda velocidad por la pista. Nosotras los pasábamos volando vestidas con nuestras chaquetas de jean y nuestros jeans y nuestras botas viejas atadas. Sonreíamos con suficiencia y tarareábamos canciones de Janis Joplin, bajábamos al silencio de los árboles, con nuestra superioridad nativa, nuestra relativa pobreza, creíamos por un momento que teníamos una especie de genialidad aborigen.

En Storyland, cuando Sils –¡Cenicienta en persona!– venía a buscarme para fumar un cigarrillo, yo cerraba mi caja registradora, dejaba a uno de los que cortaban las entradas cubriéndome, y me iba con ella, al callejón entre Hickory Dickory Dock y el zapallo de Peter Pumpkin Eater, donde sacábamos un paquete de cigarrillos y fumábamos dos por cabeza, los Sobranies y los Salems que nos hacían sentir espléndidas y sabias. A veces nuestra amiga Randi, que era la pastora Bo Peep y tenía que deambular por el parque con un cayado dorado, un bombachudo de volados y un sombrero con una cinta amarilla (llorándoles a los niños “¿Dónde están mis ovejitas? ¿Queridos, vieron mis ovejitas?”), se unía a nosotras para un recreo corto.

“¿Vieron mis ovejitas de mierda?”, nos preguntaba, apareciendo en el callejón (o en el Sendero de los Recuerdos si estaba lloviendo y era la hora del almuerzo), y se levantaba el bombachudo, el elástico le hacía picar las piernas. Diez años más tarde, Randi tendría un ataque de nervios vendiendo cosméticos Mary Kay; dejó de venderlos pero siguió encargándolos, los dejaba apilarse en cajas en el sótano de su casa, en lugar de venderlos, salía, se emborrachaba en el asiento de atrás de su auto y se desmayaba. Pero ahora, aquí, una Bo Peep fumadora, era incansable, irónica y joven. “Tenía la esperanza de encontrarlas aquí”. Daba pitadas rápidas, después se iba, su bombachudo a veces seguía subido en la espalda. “Randi, tienes un culo enorme”, le decía Sils, inspeccionándola.

Teníamos que estar atentas a Herb, el gerente del parque. (¿Qué habrán pensado esos niñitos cuando Cenicienta y la pequeña Bo Peep aparecían con manchas de nicotina y aliento a cigarrillo?, me preguntó una vez mi marido, investigador médico, y me encogí de hombros. Cosas diferentes, murmuré entre dientes. Eran otros tiempos. Todo el mundo fumaba. Sus padres fumaban).

“¿Vieron mis ovejitas? ¡Las perdí y no sé dónde encontrarlas!”. La voz de Randi se iba alejando, y Sils y yo tarareábamos canciones que conocíamos, unas que habíamos aprendido en el coro de niñas en el colegio –canciones navideñas medievales, una parte del Requiem alemán de Brahms, el dueto de Lakmé, el tema de The Thomas Crown Affair (¡Miss Field se hubiera sentido tan orgullosa de nosotras!)– o canciones que habíamos oído en la radio esa semana, unas que aprendíamos de cuadernos de canciones, muchas de Jimmy Webb. A Sils le gustaba “Didn’t We” en la versión de Dionne Warwick, y estaba aprendiendo los acordes en guitarra. “Esta vez casi hicimos rimar nuestro poema”. Hacía el cambio de acordes en el aire, como si tejiera, con el brazo izquierdo estirado como un cuello. “Yeah, yeah, yeah”, decía yo. “Et cétera, et cétera”. Pero también cantaba, entusiasmándome con su belleza.

Hacía la segunda voz. Esa era siempre mi parte. Rebuscando por debajo de la melodía, tratando de inventar algo bonito por debajo, algo que diera sostén, decorativo pero profundo.

Después encendía un cigarrillo y no decía nada.

–Esta mañana una niña no dejaba de acariciar las brillantinas de mi vestido, me miraba embobada, ¿sabes cómo?, así –Sils se encorvaba, abría la boca.

–¿La abofeteaste? –le preguntaba yo.

–La molí a golpes –decía ella.

Yo me reía. Sils también, y cuando el escote de su vestido se movía, yo trataba de no mirarle las tetas, que, como a veces se alzaban hacia la luz o volvían a la sombra, me fascinaban. Yo era chata, mis tetas eran dos almohadillas color salchicha, y tenía que evitar los vestidos con pinzas, las camisas de nylon y los trajes de baño escotados. Aunque fingía que sí, todavía no había menstruado, a pesar de tener quince años. Las palabras “desarrollada” o “no desarrollada” me llenaban de terror y desprecio. “Cuando te desarrolles”, podía empezar una larga y vergonzante profecía de mi madre, o la enfermera del colegio que venía a hablar con nosotras en la clase de Ciencias, y yo me inmovilizaba en mi silla, sin mover ni un músculo, tratando de desaparecer. Que nunca me iba a “desarrollar” parecía una verdad mortificante que nadie, excepto yo, estaba dispuesto a admitir. Pero trataba de lidiar con mi desilusión: no había querido ser un bicho raro, más que nada había querido que me crecieran las tetas para mirarlas. Las quería estudiar, ponerles talco y perfumarlas. Ahora tenía que aceptar los hechos: la Madre Naturaleza me había pasado por alto, aquella figura de túnica blanca y guirnaldas de flores que a veces veía en los avisos de margarina convocando tormentas me había ignorado rotundamente.

Y entonces contaba chistes de tetas despectivos hacia mí misma, apoyándome en analogías con los huevos fritos, las picaduras de insectos, de abejas, con animales o latas atropelladas por un auto, panqueques, gomas de borrar, servilletitas y tachuelas; las tetas todavía eran una curiosidad para mí. Habían pasado solo algunos años desde que Sils y yo examinábamos atentamente cualquier página central desplegable que cayera en nuestras manos, o los avisos de ropa interior de W. T. Grant, o hasta la mantequilla Land O Lakes, a la que le recortábamos la doncella india doblándole las rodillas para que parecieran tetas cuando las hacíamos pasar por una ranura en el pecho de la figura. Nos reíamos fascinadas de un modo obsceno. Estábamos obsesionadas con las tetas. Nos metíamos relleno de trapos, tazas de té, pelotas de golf, pelotas de tenis y bolas de algodón adentro de las camisas. Una vez hicimos que su madre, que estaba divorciada hacía mucho tiempo y trabajaba hasta tarde como recepcionista en el motel Landmark, nos mostrara las suyas. Era una madre dulce y llena de culpa, agotada de sus hijos mayores (de los ruidosos ensayos de la banda en el sótano; de las novias que se quedaban a dormir; de las excursiones semianuales a través de la frontera con Canadá para evitar el reclutamiento, a pesar de que tenían números altos; de los espaguetis que colgaban en el porche como móviles; de las instantáneas que pegaban adentro de la heladera, fotos de lo que el perro le había hecho a la basura). Tenía miedo de haber descuidado a su hijita en su afán por llegar a fin de mes, así que cuando empezamos a corear “¡Queremos ver tus tetas, queremos ver tus tetas!”, curiosamente, nos las mostró. Se levantó el sweater, se desabrochó el corpiño, y las sacudió para liberarlas, mirándonos confundida, nosotras no les sacábamos los ojos de encima, llenas de venas, oscuras y asombrosas.

Pero ahora parecía que solo quedaba yo. Era la única que seguía obsesionada. Los últimos soles de la primavera habían llenado de pecas el escote de Sils, y su pelo sedoso, enjuagado con sidra y cerveza, brillaba como papel de aluminio navideño. “Yo le preguntaba una y otra vez, ¿cómo te llamas?”, dijo Sils. “¿A qué colegio vas –bobita–, te gusta tu maestra? Cosas que ninguna Cenicienta real diría jamás, pero esta niñita era víctima de un hechizo”.

“Que no podía deshechizarse”. Esta era la clase de inventiva aburrida a la que yo, una chica flaca sin desarrollarse, buena en el colegio, era propensa. “No dejaba de preguntarme por el príncipe. No tenía dos años. Era de esperar que captara. Ceci n’est pas une pipe”. Sils había memorizado todas las diapositivas de Historia del Arte. “No hay ningún príncipe”.

Yo fumaba los Sobranies hasta el dorado filtro venenoso. Exhalé por la nariz como un dragón. “Ahora me vengo a enterar, ¿entonces no eres Cenicienta?”, dije. No éramos muy ingeniosas de niñas, pero creíamos que lo éramos. Nuestra idea de un buen chiste era referirnos a nuestras peras como “La Huerta Feliz del Acné”. En un pueblo donde la gente encontraba maneras ridículas de no nombrar a Jesús en sus insultos, nosotras decíamos “carajo”, pero de una forma osada, muy íntima. “Carajo, nena”, le gustaba decir a Sils, con un rictus de superioridad y una risa crispada de fumadora. Yo lo decía también. Una vez en octavo, se le brotó la frente y trató de rasurarse los granitos con una hoja de afeitar. No fue gracioso en ese momento –le sangró la frente por una semana–, pero cuando más adelante nos queríamos reír, lo recordábamos: “¿Te acuerdas de cuando te rasuraste la frente? Carajo, nena”, y nos tirábamos al piso de risa. Buscábamos secretos. Buscábamos historias e infortunios y explotábamos sus poderes narcóticos. Nos encantaba reír violentamente, convulsivamente, sin sonido hasta que nos ahogábamos y teníamos que tomar aire con un rebuzno.

Entonces me insultó con un gesto de la mano y con la otra balanceó su Sobranie encendido contra el pulgar. Pero sonreía. Tarareó. Dijo: “Escucha esto”, y eructó la efervescencia de su Fresca. Era mi heroína, había sido mi heroína desde siempre. Estando con ella –de pausa para fumar a almuerzo a pausa para fumar– pude atravesar los días de aburrimiento.

Habíamos empezado a trabajar en Storyland en mayo, los fines de semana, durante las corridas de las celebraciones del Día de los Caídos, hasta la salida del colegio a principios de junio. Después trabajábamos seis días por semana. Antes, durante la semana de colegio, nos encontrábamos en el cementerio para fumar. Cada día teníamos lo que llamábamos una “comida de cementerio”. Yo trepaba la colina y la bajaba, atravesaba el campo azul de lino y verónica, la glorieta de palos y el peral, bajaba por el camino de ripio, cruzaba el pantano caminando sobre los tablones y subía hasta las lápidas, donde me esperaba Sils, recién llegada desde la otra punta. Ella vivía en una pequeña calle con robles que terminaba en el cementerio (al lado de su casa). “¿Acaso no es simbólica esta calle?”, le decía Sils a cualquiera que la visitara. Especialmente a los varones. Los varones la adoraban. Ella era lo que mi marido, con aires de superioridad, calificó como “ah, sí, debe de haber sido de esas chicas geniales. ¿No? ¿No? ¿Una de esas chicas en la cresta de la ola de un pueblucho en el medio de la nada?”. Podía leer música, sabía algo de pintura; tenía hermanos mayores con una banda de rock. Era la chica más sofisticada de Horsehearts, no es que fuera muy difícil, pero hay que entender lo que eso podía hacerle a una chica. Lo que podía significar en su vida. Y aunque le haya perdido el rastro, semejante pérdida me hubiera parecido inconcebible entonces. Muchas veces pienso en sus cosas y hago conjeturas sobre el resto de su vida: las canciones rotas y ridículas; la burbuja gastada de Horsehearts; el mundo triste, empantanado, mezquino.

Esa primavera solíamos encontrarnos en la tumba de Estherina Foster, una niñita que se había muerto en 1932, su fotografía, coloreada de amarillos y rosas, estaba adherida a la piedra. Ahí temblábamos y fumábamos, el aire estaba todavía demasiado frío. Estudiábamos las otras lápidas, nos inclinábamos para apartarnos un pelo de la cara una a la otra. “Quédate quieta, tienes un pelo”.

¿Estábamos simplemente esperando para dejar Horsehearts, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestra sofocante vida familiar? Con frecuencia pienso que en el centro de mí misma hay una voz que finalmente logró dividirse, una casa en mi corazón tan invadida por otra gente y sus maneras de hablar, por amigos a los que creí que era leal, por personas cuyas vidas solo puedo adivinar ahora, que me da la impresión de que soy solo una recopilación de ellos, que todos existieron por sí mismos, pero me formaron sin querer, y desaparecieron. ¿O acaso la expectativa era que yo me creara de la nada, que saliera de la nada y sola?

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