Kitabı oku: «Mujercitas», sayfa 8
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MEG VISITA LA FERIA DE LAS VANIDADES
—Qué suerte que los niños hayan contraído el sarampión justo ahora —exclamó Meg un día de abril. Estaba en su dormitorio, preparando el baúl de viaje, rodeada de sus hermanas.
—Y qué bien que Annie Moffat no haya olvidado su promesa. Qué delicia contar con quince días de diversión —apuntó Jo, que parecía un molino de viento cada vez que doblaba una falda con sus largos brazos.
—¡Y hace muy buen tiempo! ¡Qué alegría! —añadió Beth, que separaba los lazos para el cuello de las cintas del pelo y los guardaba en su mejor estuche, que había prestado a su hermana mayor para la ocasión.
—Me encantaría ir contigo para divertirme y ponerme esta ropa tan bonita —dijo Amy, que tenía entre los labios un buen número de alfileres que iba clavando artísticamente en el acerico de su hermana.
—Me gustaría que fuésemos todas pero, como no es posible, prometo contároslo todo a mi vuelta. Es lo menos que puedo hacer después de que hayáis tenido la amabilidad de prestarme cosas y ayudarme a prepararme —dijo Meg echando una mirada a su equipaje, sencillo pero, a sus ojos, casi perfecto.
—¿Qué te dio mamá de la caja de los tesoros? —preguntó Amy, que no había estado presente cuando la señora March abrió el baúl de cedro, lleno de reliquias de un pasado lleno de esplendor, al que recurría cuando deseaba obsequiar algo especial a sus hijas.
—Un par de medias de seda, este precioso abanico tallado y una faja azul muy bonita. Yo quería usar el vestido violeta pero, como no daba tiempo a arreglarlo, llevaré mi viejo vestido de tarlatana.
—Estarás muy bien con mi falda de muselina nueva y la faja le dará el toque final. ¡Ojalá no se me hubiese roto la pulsera de coral! Te la hubiese dejado —dijo Jo, que adoraba dar y prestar sus cosas, aunque, dado que las cuidaba tan mal, éstas eran prácticamente inservibles.
—En la caja de los tesoros hay un collar de perlas antiguo, pero mamá opina que las flores frescas son el adorno idóneo para una joven y Laurie ha prometido enviarme cuantas quiera —explicó Meg—. Bien, veamos, aquí está el vestido gris nuevo. Beth, ¿podrías peinar la pluma de mi sombrero? También llevo el traje de popelina para los domingos y las fiestas informales… aunque abriga demasiado para la primavera, ¿no? ¡Qué bien me hubiera venido el vestido de seda violeta! En fin…
—No te preocupes, tienes el de tarlatana para las fiestas formales y, vestida de blanco, pareces un ángel —afirmó Amy, a la que estar rodeada de tanta ropa de gala le alegraba el corazón.
—Sí, pero no es escotado ni tiene suficiente vuelo. En fin, tendrá que servir. Al vestido azul le hemos subido el dobladillo y ha quedado como nuevo. Mi chaqueta de seda no es de las que están de moda ahora y el sombrero no tiene ni punto de comparación con los de Sallie, y qué decir de la sombrilla, ¡menudo chasco! Le pedí a mamá que me comprara una negra con mango blanco, pero se olvidó y me trajo ésta, verde y con un horrendo mango amarillo. No está mal, es fuerte y pulcra, pero Annie tiene una preciosa, de seda, con la punta de oro, y me va a dar mucha vergüenza abrir la mía a su lado. —Meg suspiró mirando con disgusto la pequeña sombrilla.
—Cámbiala —aconsejó Jo.
—Sería una estupidez y podría herir los sentimientos de mamá, que se ha esforzado tanto en conseguir todo esto. Prefiero no darle más importancia de la que tiene, no es más que una apreciación personal. Me consuelo pensando en las medias de seda y en los magníficos dos pares de guantes que llevo. ¡Qué detalle por tu parte haberme dejado los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con un par nuevo, y el viejo, limpio. —Para animarse, Meg miró de nuevo el estuche de los guantes—. Annie Moffat adorna con lazos rosas o azules sus sombreros de noche. ¿Me puedes coser uno en el mío? —preguntó a Beth, que llegaba con una pila de blancas muselinas recién lavadas que Hannah acababa de entregarle.
—No lo hagas. Un sombrero de noche demasiado engalanado no quedará bien con un vestido sencillo y sin encaje como el tuyo. Las muchachas pobres no deben adornarse demasiado —apuntó Jo con convicción.
—Me pregunto si alguna vez tendré la suerte de lucir un vestido con encaje y un sombrero con cintas —comentó Meg con impaciencia.
—El otro día dijiste que estarías contenta si simplemente pudieras ir a casa de Annie Moffat —le recordó Beth con su habitual calma.
—¡Tienes razón! Está bien, estoy contenta y no me quejaré más. Parece que cuanto más nos dan, más queremos, ¿no? Bueno, ya está todo listo y guardado, salvo el vestido de fiesta, que lo reservo para mamá —observó Meg, que, más animada, miró el baúl medio vacío y el vestido de tarlatana blanco, infinitas veces planchado y cosido, al que se refería como «vestido de fiesta» con aire importante.
Al día siguiente hizo buen tiempo y Meg partió, radiante, a vivir dos semanas de novedades y placeres. La señora March había dudado si dejarla ir, porque temía que Margaret volviese a casa todavía más inconforme con la suerte de la familia. Sin embargo, la joven había insistido mucho y Sallie se había comprometido a cuidar bien de ella. Además, después de trabajar todo el invierno, era justo que disfrutase un poco. Así pues, la madre cedió y Meg se dispuso a conocer de primera mano el sabor de una vida acomodada.
Los Moffat eran una familia muy acomodada y, de entrada, la humilde Meg se sintió algo intimidada por el esplendor de la casa y la elegancia de sus ocupantes. Pero eran muy amables, a pesar de llevar una vida muy frívola, y sabían cómo lograr que sus huéspedes se sintiesen a gusto. A Meg no le parecieron ni excesivamente cultos ni demasiado inteligentes y, sin saber bien por qué, se dijo que, a pesar del brillo de su fortuna, no podían disimular que estaban hechos de una materia bastante corriente. Por supuesto, era un placer disfrutar del lujo, desplazarse en un carruaje elegante, vestir sus mejores trajes a diario y no hacer nada salvo divertirse, Era lo que había soñado. No tardó en imitar los modales y la forma de hablar de sus anfitriones, adoptar un aire pomposo, intercalar frases en francés, rizarse el cabello, ceñirse la cintura y hablar de moda a todas horas. Cuanto más veía las cosas bonitas de Annie Moffat, más la envidiaba y más suspiraba por ser rica. Su casa le parecía un lugar desnudo y triste, su trabajo, más duro que nunca, y se sentía como una joven indigente, muy desgraciada, a pesar de sus guantes nuevos y sus medias de seda.
Sin embargo, no disponía de mucho tiempo para compadecerse de sí misma, puesto que las tres amigas se dedicaban en cuerpo y alma a divertirse. Salían de compras, paseaban, montaban a caballo y hacían visitas durante todo el día; iban al teatro y a la ópera y ofrecían fiestas en casa, ya que Annie contaba con muchos amigos a los que le gustaba recibir y entretener. Sus hermanas mayores eran unas damiselas muy elegantes y una de ellas estaba comprometida, lo que a Meg le parecía muy romántico e interesante. El señor Moffat era un anciano caballero regordete y alegre, que conocía al padre de Meg, y su esposa, una señora igualmente regordeta y alegre, que se encariñó con Meg tanto como lo había hecho su hija. Todo el mundo la cuidaba tanto que «Daisy», como habían dado en llamarla, estaba a un paso de perder la cabeza.
La noche de la fiesta informal, Meg descubrió que su traje de popelina era del todo inapropiado porque las demás jóvenes lucían ropa más ligera e iban muy arregladas. Así pues, rescató el traje de tarlatana, que parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del flamante vestido de Sallie. Meg notó que las demás observaban su atuendo y, luego, se miraban entre sí, y se ruborizó; y es que, a pesar de su carácter dulce, ella era muy orgullosa. Nadie comentó nada al respecto, pero Sallie se ofreció a peinarla, Annie, a anudar su faja y Belle, la hermana prometida, alabó la blancura de sus brazos. Sin embargo, Meg sintió que le dispensaban tales atenciones porque se apiadaban de ella por ser pobre. Se quedó aparte, viendo con tristeza cómo las demás reían y charlaban, se acicalaban y revoloteaban como vaporosas mariposas. Su malestar y su amargura rozaban la cota más alta cuando uno de los sirvientes les llevó una caja de flores. Annie la abrió antes de que nadie pudiera decir nada y se oyeron exclamaciones de admiración por la belleza de las rosas, el brezo y los helechos que contenía.
—Deben de ser para Belle. George siempre le envía flores, pero éstas son francamente preciosas —afirmó Annie con un suspiro.
—Son para la señorita March —aclaró el sirviente—. Venían con esta nota —añadió tendiendo la tarjeta a Meg.
—¡Qué gracia! ¿De quién pueden ser? No sabíamos que tuvieses un enamorado —exclamaron las muchachas revoloteando alrededor de Meg, sorprendidas y muertas de curiosidad.
—La tarjeta es de mi madre y las flores las envía Laurie —se limitó a explicar Meg, feliz al ver que su vecino se había acordado de ella.
—¡Vaya! —exclamó Annie con una expresión divertida, mientras Meg se guardaba la nota en el bolsillo, como un talismán contra la envidia, la vanidad y el falso orgullo; las escasas pero cariñosas palabras que su madre le había hecho llegar la habían animado mucho, y la belleza de las flores le había devuelto el buen humor.
Nuevamente feliz, o casi, separó unos helechos y unas rosas y, con el resto, preparó delicados ramilletes y se los ofreció a sus amigas para que se adornasen el escote, el cabello o la falda. Clara, la hermana mayor de Annie, dijo que era «la joven más dulce que había visto nunca», y todas se mostraron encantadas con su pequeña atención. De algún modo, aquella muestra de amabilidad marcó el final de su abatimiento, y cuando las demás fueron a que la señora Moffat les diese el visto bueno, Meg vio unos ojos brillantes y risueños en el espejo mientras se adornaba el cabello rizado con helechos y prendía rosas en su vestido, que ya no le parecía tan gastado.
Aquella noche, se divirtió mucho porque bailó cuanto quiso; todos fueron muy amables con ella y recibió tres cumplidos. Annie la obligó a cantar y alguien comentó que tenía una voz prodigiosa; el mayor Lincoln preguntó quién era «aquella muchacha lozana de ojos bellos», y el señor Moffat insistió en bailar con ella porque, como comentó divertido, «se movía con gracia, como si tuviese un muelle». Así pues, lo pasó muy bien, hasta que llegó a sus oídos parte de una conversación que la perturbó sobremanera. Estaba sentada en el invernadero, aguardando a su pareja de baile, que había ido a buscarle un helado, cuando oyó una voz al otro lado del seto de flores preguntar:
—¿Cuántos años tiene?
—Yo diría que dieciséis o diecisiete —contestó otra voz.
—Qué magnífico partido para una de esas chicas, ¿no te parece? Según Sallie, se han hecho muy amigos y el viejo las adora.
—Supongo que la señora March tendrá planes al respecto y sabrá jugar sus cartas, aunque aún es pronto. Es evidente que la muchacha ni siquiera ha pensado en eso —afirmó la señora Moffat.
—Mintió sobre la nota de su madre, como si se diera cuenta de lo que pasaba, y se ruborizó al ver las flores. ¡Pobrecilla! Si vistiese con más elegancia sería preciosa. ¿Crees que se ofendería si le prestásemos un vestido para el jueves? —preguntó una tercera voz.
—Es orgullosa, pero no creo que le importe porque ese anticuado vestido de tarlatana es todo lo que tiene. Puede que esta noche se le rasgue un poco. De ser así, tendríamos la excusa perfecta para ofrecerle otro más adecuado.
—Veremos qué ocurre. Invitaré al tal Laurence, en atención a ella, y así podremos divertirnos un poco.
En ese momento apareció la pareja de Meg, que la encontró colorada y bastante inquieta. La joven se valió de su orgullo para ocultar la vergüenza, la rabia y el disgusto que la conversación había despertado en ella; y es que, por inocente y confiada que fuese, había entendido perfectamente el sentido de los cotilleos de sus amigas. Intentó olvidar el incidente, pero no fue capaz, ya que las frases «supongo que la señora March tendrá planes al respecto», «mintió sobre la nota de su madre» y «anticuado vestido de tarlatana» le venían constantemente a la memoria, hasta el punto de que sintió el impulso de llorar y volver corriendo a casa para contar su problema y pedir consejo. Puesto que eso no era posible, optó por simular una falsa alegría y, como estaba muy alterada, lo hizo tan bien que nadie sospechó lo mucho que se esforzaba. Se alegró de que la fiesta terminara y de poder, al fin, meterse en la cama para pensar hasta que le doliese la cabeza, hacerse preguntas, enfadarse y refrescar con lágrimas sus ardientes mejillas. Aquellas palabras, disparatadas pero bienintencionadas, le habían descubierto un mundo nuevo y habían roto la paz que reinaba en el anterior, en el que, hasta ese momento, había vivido feliz como una niña. Su inocente amistad con Laurie se veía manchada por las necias teorías que había oído sin querer; su fe en su madre flaqueaba un poco por culpa de los planes que le había atribuido la señora Moffat, que pensaba que todo el mundo era como ella, y su sensata decisión de contentarse con el sencillo vestuario que podía permitirse la hija de un hombre pobre había perdido fuerza por la innecesaria piedad de unas jóvenes que pensaban que un vestido anticuado era la mayor calamidad que podía sufrir alguien.
Aquella noche, la pobre Meg no descansó nada y, cuando se levantó, muy triste y con los ojos hinchados, se sentía irritada con sus amigas y avergonzada por no haber hablado con franqueza y aclarado las cosas. Todo el mundo estaba adormilado aquella mañana y, hasta las doce, las muchachas no tuvieron fuerzas para sacar sus labores de aguja. Meg notó enseguida algo que le extrañó; sus amigas la trataban con más respeto, pensó, se interesaban por lo que decía y la miraban de una forma que dejaba traslucir su curiosidad. Su actitud la sorprendió y halagó, pero no entendió a qué se debía hasta que la señorita Belle, que estaba escribiendo, levantó la vista del papel y dijo con tono sentimental:
—Daisy, querida, le hemos enviado una invitación a tu amigo, el señor Laurence, para la fiesta del jueves. Queríamos conocerle y tener un detalle contigo.
Meg se sonrojó pero, movida por el deseo malicioso de burlarse de aquellas muchachas, dijo con timidez:
—Sois muy amables, pero no creo que venga.
—¿Por qué no, chérie? —preguntó Belle.
—Es demasiado viejo.
—Querida niña, ¿qué quieres decir? ¿Cuántos años tiene? —inquinó la señorita Clara.
—Cerca de setenta, creo —contestó Meg, con la mirada clavada en las puntadas que daba para ocultar su regocijo.
—¡Qué picara eres! Nos referimos al joven señor Laurence, claro está —exclamó la señorita Belle entre risas.
—No hay tal. Que yo sepa, en la casa solo está Laurie, que es un niño. —Meg se echó a reír también al ver las miradas de extrañeza que intercambiaron las hermanas cuando describió a su supuesto amante.
—Debe de tener tu edad —dijo Nan.
—Más bien la de mi hermana Jo. Yo cumpliré diecisiete en agosto —afirmó Meg meneando la cabeza.
—¡Qué amable por su parte mandarte flores! ¿No te parece? —apuntó Annie haciéndose la entendida.
—Sí, suele enviarnos flores a todas; su jardín está siempre lleno y sabe que nos gustan mucho. Mi madre y el viejo señor Laurence son amigos, así que es bastante natural que nosotros, siendo niños, juguemos juntos. —Meg esperaba que no añadieran nada más.
—Es evidente que Daisy no está por la labor todavía —comentó la señorita Clara a Belle con un gesto.
—Tiene una visión bucólica e inocente de la situación —repuso Belle encogiéndose de hombros.
—Voy a salir a hacer algunas compras para las niñas; ¿necesitáis algo, jovencitas? —preguntó la señora Moffat, que entró en la sala caminando pesadamente, como un elefante, envuelta en seda y encajes.
—No, gracias, señora —respondió Sallie—. He traído un vestido de seda rosa nuevo para la fiesta del jueves y no me hace falta nada.
—A mí tampoco… —Meg se interrumpió de pronto porque había varias cosas que necesitaba y no podía permitirse comprar.
—¿Qué te pondrás el jueves? —preguntó Sallie.
—Mi viejo vestido blanco, si puedo remendarlo para que quede presentable; por desgracia, la otra noche se me rasgó —dijo Meg, que trató de resultar natural aunque se sentía muy incómoda.
—¿Por qué no le pides a tu madre que te envíe otro? —propuso Sallie, que no era una joven muy observadora.
—No tengo más. —A Meg le costó un gran esfuerzo decirlo, pero Sallie no se dio ni cuenta y exclamó, sorprendida pero con tono amable:
—¿Solo tienes ése? Qué raro…
No terminó la frase, porque Belle la miró meneando la cabeza y observó con dulzura:
—Yo no lo veo raro; ¿por qué iba a tener muchos vestidos si apenas sale? Aunque tuvieras media docena más, Daisy, no habría necesidad de pedir que te los trajeran. Yo tengo uno de seda azul que me queda pequeño y me encantaría que te lo pusieras. ¿Me harás ese favor, querida?
—Eres muy amable, pero no me importa usar un vestido viejo, si a ti no te importa; creo que es suficiente para una niña como yo —dijo Meg.
—No, por favor, me apetece mucho verte elegante. Te ayudaré encantada y, con unos pequeños retoques aquí y allá, estarás espectacular. No dejaré que te vea nadie hasta que hayamos terminado y, entonces, entraremos en el baile como Cenicienta y su hada madrina —propuso Belle en un tono muy persuasivo.
Meg no podía rechazar una oferta tan bondadosa. El deseo de ver si en verdad podía convertirse en una joven atractiva la decidió a aceptar, y olvidó su antiguo malestar con los Moffat.
La tarde del jueves, Belle y su criada se encerraron junto con Meg para convertir a ésta en toda una dama. Le rizaron el cabello, le pusieron talco perfumado en el cuello y los brazos, le aplicaron en los labios pomada de coralina, para que quedasen más rojos, y Hortense hubiese añadido un «soupçon de carmín» pero Meg se negó en redondo. La embutieron en un vestido azul cielo tan ceñido que apenas podía respirar y con un escote tan bajo que se ruborizó al verse en el espejo. Le prestaron también un juego de pulsera, collar, broche y pendientes de plata, que Hortense ató con un hilo de seda rosa prácticamente invisible. Adornaron su pecho con un ramillete de capullos de rosas, un ruche hizo que la idea de lucir sus blancos y hermosos hombros fuera más llevadera para Meg, y un par de botas de tacón de seda azul le parecieron un sueño hecho realidad. Un pañuelo de encaje, un abanico de plumas y un ramillete con un soporte de plata completaron el atuendo. Belle la contempló con la misma satisfacción que experimenta una niña cuando acaba de vestir a su muñeca.
—Mademoiselle está charmante, très jolie, ¿verdad? —exclamó Hortense aplaudiendo con una irrefrenable emoción.
—Vayamos a que te vean las demás —propuso Belle, y la condujo hasta la sala en la que esperaban sus amigas.
Cuando Meg salió tras ella, arrastrando su larga falda, con los pendientes tintineando, los bucles ondeando y el corazón acelerado, se dijo que, al fin, le había llegado el momento de pasar un buen rato. Al verse en el espejo, había observado que, en efecto, parecía una hermosa damita. Sus amigas repitieron esa misma expresión con entusiasmo y, por un instante, como la grajilla de la fábula, disfrutó de las plumas prestadas mientras las demás cotorreaban como urracas.
—Nan, mientras me visto, explícale cómo moverse con la falda y los tacones para que no tropiece. Clara, prende tu mariposa de plata en esa cinta blanca para el cuello y esconde ese tirabuzón que asoma por la izquierda, pero con cuidado de no estropear mi hermosa obra —indicó Belle antes de marcharse a toda prisa, muy complacida con el éxito obtenido.
—No me atrevo a bajar. Me siento muy extraña y tiesa, medio desnuda —confesó Meg a Sallie cuando sonó la campanilla que indicaba el inicio del baile y la señora Moffat las mandó llamar.
—No pareces tú, pero estás preciosa. A tu lado, ni se me ve. Belle tiene un gusto exquisito y te ha vestido a la última, pareces una auténtica francesa, te lo garantizo. Deja el ramillete un poco más suelto, no estés tan pendiente de las flores y procura no tropezar —dijo Sallie, esforzándose por no sentirse mal porque Meg estuviese más guapa que ella.
Margaret bajó con cuidado por las escaleras, recordando en todo momento la advertencia de su amiga, y entró en la sala de estar, en la que la familia Moffat estaba reunida con los primeros invitados. No tardó en descubrir que la ropa elegante ayuda a atraer a cierta clase de personas y granjea respeto. Varias jovencitas que no le habían hecho el menor caso antes se mostraron súbitamente interesadas por su persona; algunos jóvenes que, en la otra fiesta, se habían contentado con mirarla de reojo pidieron que se la presentaran y no cesaron de piropearla, y varias damas mayores que, sentadas en los sofás, se dedicaban a criticar a los demás preguntaron quién era con cierto interés. Oyó que la señora Moffat contestaba a una de ellas:
—Es Daisy March, su padre es coronel del ejército. Una muy buena familia, aunque han sufrido un revés de la fortuna, ya sabe. Son grandes amigos de los Laurence. Es una gran muchacha, se lo aseguro. Mi hijo Ned la adora.
—¡Caramba! —exclamó otra dama poniéndose las gafas para estudiar mejor a Meg, que trataba de actuar con naturalidad, como si no hubiese oído nada, a pesar de lo que le habían impresionado las mentirijillas de la señora Moffat.
En ningún momento dejó de sentirse rara, pero se dijo que estaba representando el papel de dama en una obra y salió airosa del trance, a pesar de que el vestido le apretaba demasiado y hacía que tuviera flato, la cola de la falda se le enredaba en los pies y temía perder o romper uno de aquellos pendientes que parecían siempre a punto de caerse. Estaba abanicándose y celebrando los chistes malos de un joven que pretendía mostrarse ocurrente cuando de repente dejó de reír, desconcertada, al ver frente a ella a Laurie. Éste la miraba con evidente sorpresa y aire de desaprobación, o eso le pareció. Aunque el joven hizo una reverencia y sonrió, había algo en su franca mirada que la hizo sentirse incómoda y deseó llevar puesto su viejo vestido. Su perplejidad fue aún mayor cuando vio que Belle hacía señas a Annie y ambas se los quedaban mirando. Aunque se alegró mucho de ver a Laurie, éste le pareció más tímido e infantil que nunca.
¡Qué tontas son! ¡Y qué estupideces pretenden meterme en la cabeza! No les haré caso ni permitiré que me cambien en absoluto, pensó Meg al tiempo que cruzaba la sala para estrechar la mano de su amigo.
—Me alegra que hayas venido, temía que no te presentaras —dijo tratando de conducirse como una adulta.
—Jo me pidió que viniese para contarle qué aspecto tenías y aquí estoy —dijo Laurie sin mirarla, aunque su tono maternal le hizo sonreír.
—¿Y qué le vas a contar? —preguntó Meg, curiosa por conocer su opinión, a pesar de que, por primera vez, se sentía incómoda hablando con él.
—Le diré que no te conocí, que me pareciste tan mayor y distinta que me diste miedo —explicó Laurie jugueteando con su guante.
—¡No seas tonto! Las chicas me han vestido así para divertirse, y a mí me gusta bastante. ¿No crees que Jo no me quitaría ojo si estuviese aquí? —preguntó Meg, que quería averiguar si la encontraba favorecida.
—Sí, eso creo —contestó Laurie en tono grave.
—¿No te gusta? —preguntó Meg.
—No —dijo el muchacho abiertamente.
—¿Por qué no? —inquirió ella con un deje de angustia.
El joven observó su cabello rizado, sus hombros al descubierto y el estupendo vestido con una expresión que la dejó más abatida aún que la respuesta, en la que la habitual cortesía de Laurie brillaba por su ausencia.
—Me desagradan tantos adornos y plumas.
Aquello era demasiado en boca de un jovencito mucho menor que ella, de modo que Meg se retiró diciendo malhumorada:
—Eres el chico más descortés que he visto nunca.
Muy molesta, se acercó a una ventana, para que el aire le refrescase las mejillas, que le ardían por culpa de lo apretado de su vestido. El mayor Lincoln pasó a su lado y, segundos después, Meg oyó que le decía a su madre:
—Se están burlando de aquella muchachita. Quería presentártela, pero la han echado a perder. Esta noche, parece una muñeca.
¡Dios mío!, se dijo Meg con un suspiro. Ojalá hubiese tenido suficiente sentido común para usar mi ropa. Así no habría incomodado a nadie ni me sentiría tan rara y avergonzada.
Apoyó la frente sobre el frío cristal y permaneció allí, medio oculta tras la cortina, sin importarle que estuviese sonando su vals favorito, hasta que notó que alguien se acercaba. Se trataba de Laurie, que parecía arrepentido. Hizo una reverencia completa y le tendió la mano al tiempo que ofrecía una disculpa:
—Perdona mi rudeza. ¿Me concedes este baile?
—Temo resultar excesivamente desagradable para ti —contestó Meg intentando mostrarse ofendida, pero sin conseguirlo.
—Al contrario, lo estoy deseando, Ven, lo pasaremos bien. No me gusta tu vestido, pero creo que tú… ¡estás espléndida! —E hizo un gesto como si las palabras no le pareciesen suficientemente elocuentes para mostrar su admiración.
Meg sonrió, se ablandó y murmuró mientras se preparaban para bailar:
—Ten cuidado de no tropezar con mi falda; es un auténtico fastidio, ponérmela ha sido la peor idea que he tenido en años.
—Échatela al cuello, y así servirá para algo —propuso Laurie mirando las botas azules, que, a todas luces, eran de su agrado.
Comenzaron a bailar con ligereza y elegancia, porque habían practicado mucho en casa y estaban muy compenetrados. Daba gusto ver cómo giraban felices, sintiéndose más amigos que nunca tras su pequeña trifulca.
—Laurie, ¿me harías un favor? —preguntó Meg mientras su compañero la abanicaba porque se había quedado sin aliento enseguida, aunque no entendía el porqué.
—¡Claro! —exclamó Laurie con entusiasmo.
—Por favor, no le hables a nadie de mi vestido en casa. Mis hermanas no lo entenderían y mi madre podría preocuparse.
«Entonces, ¿por qué te has vestido así?», pareció decir Laurie con la mirada, con tal claridad que Meg se apresuró a añadir:
—Se lo contaré todo y le explicaré a mamá lo tonta que he sido. Prefiero hacerlo yo misma; por eso te pido que no digas nada. ¿Lo harás?
—No diré nada, tienes mi palabra. Pero ¿qué he de contestar cuando me pregunten por ti?
—Di que estaba guapa y me lo pasaba muy bien.
—Lo primero, lo diré de corazón, pero ¿qué hay de lo demás? No parece que te estés divirtiendo, ¿me equivoco?
La forma en que Laurie la miró hizo que Meg respondiera, en un susurro:
—No, en estos momentos no. No pienses que soy mala; solo quería divertirme un poco, pero ahora entiendo que todo esto no merecía la pena y estoy algo aburrida.
—Mira, Ned Moffat viene hacia aquí. ¿Qué querrá? —preguntó Laurie juntando sus oscuras cejas, como si el joven no fuese de su agrado.
—Le he prometido tres bailes y supongo que viene a reclamarlos. ¡Menudo fastidio! —dijo Meg con un aire lánguido que hizo mucha gracia a Laurie.
No volvió a hablar con ella hasta la hora de la cena, cuando la encontró bebiendo champán con Ned y su amigo Fisher, que se comportaban «como un par de idiotas», según pensó Laurie, que se creía en el deber fraternal de defender a las March y acudir en su rescate siempre que lo necesitasen.
—Si bebes demasiado, mañana te dolerá la cabeza. No bebas más, Meg, sabes que a tu madre no le gustaría —murmuró inclinándose hacia la silla en la que estaba Meg, aprovechando un momento en el que Ned se alejó para ir a buscar otra copa y Fisher se agachó para recoger su abanico.
—Esta noche, no soy Meg, sino una muñeca que se comporta como una idiota. Mañana, me despediré de los adornos y las plumas y volveré a ser desesperadamente buena —repuso ella con una risita afectada.
—Ojalá ya fuese mañana —musitó Laurie, y se alejó muy disgustado por el cambio de actitud de la joven.
Meg bailó, coqueteó, charló y rió como el resto de las chicas; después de la cena, al tratar de bailar una pieza de estilo alemán, estuvo muy torpe, se enredó con su larga falda y casi hizo caer a su pareja, para después brincar hasta el punto de escandalizar a Laurie, que no perdía detalle y se decía que la joven merecía una reprimenda. Sin embargo, no tuvo oportunidad de reprenderla porque Meg se mantuvo a distancia hasta la hora de despedirse.
—¡Recuerda tu promesa! —dijo ella intentando sonreír a pesar del dolor de cabeza que empezaba a sentir.
—Silence jusqu’à la mort —repuso Laurie haciendo un gesto melodramático.
Ese breve diálogo avivó la curiosidad de Annie, pero Meg estaba demasiado cansada para cotillees y se fue a la cama con la impresión de haber participado en un baile de disfraces y no haberse divertido tanto como esperaba. Al día siguiente se sintió enferma y el sábado regresó a casa, agotada tras quince días de diversión y con la sensación de que había tenido suficiente lujo por una temporada.
—¡Qué agradable resulta poder estar tranquila y no tener que estar cuidando siempre los modales! Nuestro hogar es estupendo, aunque sea sencillo —comentó Meg mientras contemplaba la estancia con aire plácido, sentada con su madre y Jo la tarde del domingo.
—Me alegro de oírte decir eso porque temía que la casa te pareciese demasiado triste y pobre después de ver tanta grandeza —dijo la madre, que había observado a su hija con inquietud todo el día; y es que una madre nota antes que nadie los cambios que puedan sufrir sus hijos.
Meg había relatado animadamente sus aventuras y no paraba de decir que lo había pasado en grande. Sin embargo, algo parecía empañar su ánimo y, cuando las pequeñas se fueron a dormir, se sentó junto a la chimenea, con la mirada perdida en el fuego, pensativa y sin decir palabra, como si estuviese preocupada por algo. Cuando dieron las nueve y Jo propuso que se fueran a acostar, Meg se levantó de la silla, se sentó en el taburete de Beth, apoyó los codos en las rodillas de su madre y dijo, decidida: