Kitabı oku: «Ricardito»
LUCAS ALBERTO ZARATE
Ricardito
Zarate, Lucas Alberto
Ricardito / Lucas Alberto Zarate. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Autores de Argentina, 2021.
100 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-87-1436-3
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
Dedicatoria
Sinopsis
Ricardito
DEDICATORIA
Quisiera agradecerles por más trillado que suene y a veces me moleste caer en lo trillado, a mi familia, porque la vida tiene esos cachetazos que te dejan en la lona y siempre va a estar la familia ahí, firmes al pie de cañón. Espero no tener que nombrar uno por uno, porque el pecado que puede generar olvidarme de uno me podría costar caro y tampoco quisiera que nadie se ofendiera.
También a la editorial, por su buena pasta diría mi abuelo, porque desde el minuto cero me ayudaron en este universo que es la publicación y disculparon todo tipo de ignorancia de mi persona, por eso gracias totales.
Por último y no menos importante, quisiera agradecerle a mi yo del pasado, por ser ese desastre enmascarado que, si no fuera por ese sujeto, no hubiera realizado este libro, agradecer a quienes de sus labios me dijeron: “Y por qué no escribís un libro, si tanto te gusta escribir”, y también sin ser rencoroso para aquellos que alguna vez me tildaron de básico, sé mejor que nadie que mi escritura esta en su primer peldaño, bastante amateur lo mío. Es que, en realidad, no me quería quedar con las ganas de no tener un libro mío en mis manos.
Se hizo travesti y ya lo sabe el barrio entero…
En breves palabras podría arrancar a contar esta historia, pero debería tomarme mi tiempo en poder ser más explícito, tener que centrarme en los detalles que, aquella noche de borrachera y algo más, ese curda que se encontraba inspirado me empezó a narrar un relato que al principio no encontré algún tipo de empatía hacia mi persona, pero después de varios tragos casi siempre todo se vuelve interesante, y fue así como empezó a importarme. Entonces comencé a cuestionar cada cosa que describía y exigía que fuera más detallista por más que no tuviera ningún tipo de formación narrativa y las palabras varíen significativamente, ni hablar del lado de la locución; recordemos que mi narrador estaba ebrio. Debo ser honesto y confesar que su relato no duró más que unos minutos, luego mi buen amigo se perdió al hilo y ¡pumb! Cayó desmayado, pero su mínimo relato me sirvió para poder hacer viajar mi imaginación, y tratar de confeccionar una bella o espantosa historia, depende de quién la critique. Un breve o extensivo relato, quizás tan extensivo que supere a un cuento y tal vez llegue a una novela. Es tan precario mi conocimiento en literatura que debo admitir que no recuerdo las diferencias de uno a otra, pero sí sé en mi poca lectura que leer un cuento no me llevó más que, como exagerando, cinco páginas y una novela supera esas pocas páginas. Sin tanta introducción que poco informa de la historia, me centraré en comenzar a relatarla. A la que tomé la caradurez de titularla Ricardito.
En el otoño de 2016, me encontraba en un declive personal, los días me castigaban fieramente, los latidos no eran calmos y no encontraba luz en absolutamente nada. Un día se lo conté a mi mejor amiga, Carmen era su nombre. Ella era muy buena, tan buena que me dolía hacerle una broma que la llegara a ofender. Hablé con mi amiga para ver, si en una tarde de mates y tortas fritas, lograría sacarme algo que le diera un poco de chispa a esta amarga vida, pero Carmen no era muy buena dando consejos, no me sentí cómoda contándole por lo que estaba pasando. Es que tenía un nudo en la garganta, una cadena perpetua en mis sentimientos, algo que me condenaba a seguir arrastrando una melancolía de algo que ya pasó, entonces probé con otra amiga, Miriam era su nombre, ella era de esas personas que no confían ni siquiera en su sombra, así era ella, toda una loca linda, habíamos laburado un tiempo en la calle, allá por los 90. Pero era una buena mina, siempre el silencio fue su mejor respuesta, qué más le podía pedir, eso sí; hacía unos mates como nadie, esos mates con gusto amistoso que a cualquiera le podrían gustar. Por intentar una vez más no me iba a morir, entonces fui a mi amiga Carla, ella estaba arrancando a estudiar Psicología, quizás algo me podía dar para liberar tanta amargura, pero la pobre Carlita no podía ni siquiera pasar el CBC, mirá si me iba a poder solucionar la vida, de la charla que tuve, pude rescatar el número de una especialista, me dijo que había sido su profesora. Con más de veinte años de experiencia me tenía que salvar, este sí que es un salvavidas, pensé. Pero la situación de mi billetera me pasó un mal trago, estaba más flaca, pelada quedó. La sesión me costó $500, una locura; con esa plata me podía haber hecho un asado y tomarme un vinito, no te digo que me iba a curar, pero por lo menos una sonrisa me iba a sacar. Encima la muy guacha me hizo preguntas que parecía que estaba armándome un currículum, no llegué ni a contarle el motivo de mi tristeza, ni un poco.
El tiempo fue pasando y este castiga, cada vez que corre a paso de tortuga, pero con la melancolía se vuelve una liebre, y nada tiene sentido. Me sentía vacía, llena de nudos, un quilombo hecho carne, necesitaba salir, no había solución para mí. Necesitaba un lavado de mi mente, pasarlo por el Kohinoor, colgarlo, secarlo y luego plancharlo, para que esté bien pitucón para salir a la calle. Es difícil, muy difícil. Aprendí que la vida es un examen diario, cada distracción cuesta caro, cuando no andás despierta, se te puede venir todo para abajo.
¡Ojalá la solución estuviera a la vuelta de la esquina!
No fue tan así, pero caminando por mi hermoso barrio, recordando tantas viejas épocas, los recuerdos pueden ser tan buenos como también pueden ser malos, creo que el mundo gira de ese modo, con maldad y bondad, qué sé yo. Entonces, por causa del destino, me crucé una vieja capilla, bah, era capilla la última vez que entré, ahora está muy diferente. Decidí entrar para ver qué había de diferente y todo era diferente. Cuando me acerqué al altar, se me vinieron a la mente esos casamientos que veía en las películas, en donde yo fantaseaba con tener algún día un vestido blanco y largo, qué crédula era de joven. Cada paso que daba y más recuerdos se me venían, las confesiones que tanta vergüenza me daban, siempre le decía al padre Emilio: “Mis pecados son mentirle a mi prójimo”, nunca fui muy buena en esto. Entonces seguí dando vueltas por la actual iglesia, todo me parecía extraño y familiar a la vez. Lo más loco que me pasó fue cruzarme con el cura, muy buen mozo él, al toque pensé qué desperdicio de hombre. Y no puedo mentirles que algo de su cara me parecía familiar, pero siempre creí que esas sospechas no son más que indicios para poder intercambiar un poco de palabras.
—Hola —dijo él sutilmente.
Yo me quedé helada, no sabía qué decir, creo que cualquiera fantasea alguna vez con un cura, y si no es así no se atreven a decirlo.
—Esta es la casa del Señor, eres bienvenida —exclamó.
Por un momento, intenté reírme y simplemente se me escapó una mueca de la cara.
Él sonrió y siguió con sus cosas.
Yo me mordí los labios y no me quedó otra que volverme a mi casa.
Y los días me seguían castigando fiero, siempre me castigan. Son los sentimientos esos, los que están mal guardados, los que ocupan espacio donde debería estar la felicidad. Esa noche intenté dormir, bah, en realidad lo único que hice fue utilizar la almohada de psicóloga, para ver si me podía sacar del pozo. Pero al rato, no me sirvió de nada, necesitaba un alma comprensible, alguien que me escuchara. Después de vueltas y vueltas en la cama, se me ocurrió recurrir al cura, para que me escuchara, ir a confesarme y poder vaciar toda esta amargura.
Al despertar, ya sentía otro aire, me di un buen baño, esos baños con olor a cita, ustedes saben. Me arreglé lo más que pude y fui en busca de la salvación, por así decirlo.
Caminando por el barrio, el que en mi plena adolescencia me curtió y me dio lecciones de vida, porque la que enseña es la calle y nadie más. Debo confesar que me llevé un par de miradas, mi cometido estaba dando frutos. Igual el prohibido que genera el cura me calienta más. Siempre lo prohibido tiene otro color, como cuando estuve con el novio de mi mejor amiga, nunca se enteró la pobre, menos mal. Por fin había llegado a la iglesia, pero el cura no estaba, me ofrecieron confesarme con el diácono Fabián, pero tenía pinta de viejo rancio y no me iba a escuchar. Entonces les contesté: “Voy a esperar al cura o si no volveré mañana”. Pero la triste noticia llegó a mi puerta, qué exagerada que soy, es que siempre me gustaron las novelas, no les dije. Me dijeron que el cura estaba en un retiro espiritual y que recién volvía la semana que viene. Mi cara lo dijo todo seguramente, y me fui a esperar a mi casa.
Ya me estaban comiendo los piojos, se complica bastante cuando tenés un problema y estás sin laburo. Hacía una semana que me habían echado, acá siempre es igual, te forrean por un tiempo y después te mandan a tu casa. Yo estaba trabajando en una cafetería, hacía unos cafés bárbaros, nunca supe por qué me echaron, pero, bueno, ya dice el refrán: “Menos averigua Dios y perdona”. Pero las cosas hay que pagarlas, mañana me levanto temprano a ver qué consigo.
La búsqueda no fue un éxito, porque no me gusta mucho mi nuevo trabajo, pero es lo que hay. Me viene bien para estar entretenida y poder esperar al cura tranquila.
Fue pasando el finde y llegó el día de ver al futuro padre de mis hijos, me causa gracia decirlo, pero es que me encantan las novelas y ya lo tienen que saber, no quiero que se cansen al decirlo. Fui ese día hasta la iglesia, para ver si estaba y poder sacar esto que me pesa. Es que yo escuché alguna vez que las cosas que nos atormentan hay que decirlas hasta soltarlas y yo nunca lo pude hablar con nadie, por ahí viene la cosa. Cuando llegué, estaba chocha, él tan buen mozo, con su vestimenta de cura tan típica, pero es que había algo en su mirada, algo que a cualquiera atraparía, de eso estoy segura. Yo traté nuevamente de ir lo más linda posible, no es que me arreglara para él, nunca quise caer en esa trampa, siempre estaba arreglada, pero quería que ese día sea diferente, con los astros a mi favor. Cuando llegué me lo crucé, pero solo una mueca en su cara me dejó y se mandó a vagar por la iglesia. Esperé un momento, no quería quedar como desesperada, eso nunca. Y al rato de estar sentada frente a la cruz de la iglesia, él solo vino a sentarse al lado mío y se me presentó diciéndome su nombre:
—¿Qué tal?, soy el padre Carlos. —Extendió su mano, como buen caballero.
—¿Qué tal?, soy Ludmila, mucho gusto —respondí yo.
Un silencio incómodo, de esos que hay siempre al inicio de una charla. Y de repente me expresó un proverbio, que decía:
“Callad aquellos rencores y dejarlos vagar por el río, más su destino será finalizar en un mar, para nunca más regresar”.
—Proverbio catorce, de la carta a los cristianos de Timotea —me dijo.
Yo me quedé helada, no sabía qué contestar. Estaba en shock, porque pensé este hombre ya dio en la tecla, sin conocerme. Pero luego, me dijo:
—Ese fue el lema de la misa de la mañana, estamos en momento de cuaresma y son tiempos de penitencia. Así que contame qué te trajo a la casa del Señor, recuerdo que viniste hace poco, pero nunca te había visto antes y mirá que conozco a la mayoría de los cristianos que vienen aquí.
Entonces con total tranquilidad le dije:
—Vine a confesarme, padre, hay algo que me está matando por dentro, y si no lo confieso voy a terminar mal.
Con una paz envidiable, me dijo:
—Esta es la casa del Señor, acá podés ser escuchada las veces que quieras, así que no tengas miedo en contarme eso que te está pesando.
Y así podía largar mis miserias, muy tranquila. Pero ya que me dio la mano, entendí que podía agarrarle el codo, vieron cómo somos todos en la vida. Entonces empecé a contarle mi vida, y creo que acá ya me empiezo a poner melancólica. Y comencé diciendo:
—Voy a empezar con mi niñez, padre, quisiera que conociera toda mi historia primero.
—Está bien —me respondió.
—Yo venía de un pueblo muy chico de Entre Ríos, General Ramírez es su nombre, mi familia no era muy grande por suerte, era una familia típica, yo tenía dos hermanos: mi hermano Germán y mi hermana Erika, dos hijos maravillosos para mis padres. Mis padres eran descendientes de alemanes, es que Ramírez es casi una colonia de allá. Mi mamá se llamaba Adalia, de una fortaleza que jamás vi en otra persona, y mi padre era Norberto, un hombre de campo, con toda su historia encima, o el “Tata” como todos le decían. Yo era la menor de ellos y para su desgracia iba a ser la oveja negra de la familia, mi nombre era Ricardo, no Ludmila, padre, yo no lucía como me ve ahora, era un gurí de esos pagos, como dicen allá. Un panza verde de chiquito, como todo entrerriano. Pero ya de pequeño me agradaban más los chicos, porque para mí uno ya desde muy pequeño sabe para dónde quiere apuntar en la vida. Y lamentablemente a mi familia no le convencía la idea de que yo quisiera vestirme como mujer, porque esa fue y será la sensación que yo tuve, de que estaba en un cuerpo equivocado y yo quería ser una mujer, por más que haya nacido hombre. Fue difícil para mí crecer con la indiferencia de mi familia, y no solo de ellos, sino del pueblo entero. A mí me gustaba ponerme los vestidos de mamá por más grande que me quedaran, y sus alhajas, era lo que más me hacía feliz, fue difícil. Perdón que lo repita, pero fue así…
—No te preocupes, tenés que ir largando los fantasmas, seguí contándome.
—Y al Tata no le gustó nunca mi forma de ser, yo era muy extrovertida, me gustaba desfilar, bailar, cantar, sonreírle a la vida prácticamente. No me convencía la idea de estar limpiando la bosta de los caballos y estar salvajeando con los demás por los campos, yo soñaba con ser una vedette, como las que aparecían por la tele. El tiempo fue pasando y yo firme con mi decisión, quería comerme el mundo. Y cuando cumplí los catorce mi vieja me regaló un vestido rojo, con lentejuelas y un tapadito blanco lindísimo, mi mamá era más compinche, con el tiempo me fue aceptando, pero siempre me pedía que sea así a escondidas, por respeto al Tata, más que nada. A mí me partía al medio, que me tenga que esconder, nunca lo pude entender, yo quería mostrarme al mundo tal cual me aceptaba. Entonces, cuando me puse el vestido, junto con el tapado, y empecé a desfilar por toda la casa, hecha una diva, no sabe. Me sentía Moria, estaba superfeliz. Además, yo tenía unos zapatos que pretendía lucir en una ocasión especial y era mi cumpleaños, qué otra ocasión podía esperar, no se cumple todos los días. Cuando estaba en pleno desfile, llegó el Tata y me vio vestida como mujer. Se quedó helado, en el campo es donde más está metida esta tonta idea del macho, y él no podía aceptar que un hijo suyo sea un maraca, entiende. Después, cuando reaccionó, me gritó con un odio: “¿Qué hacés, puto de mierda? ¿Qué hacés en mi casa?... Me partió al medio mi padre, yo era su hijo. Después de ese episodio, él me echó de su casa, sin antes cagarme bien a palos, hasta casi desfigurarme la cara. Estuve varios días con marcas del rebenque, creo que ni a su caballo le pegó tanto como a mí. Fue muy cruel conmigo, con las pocas fuerzas que me quedaban, agarré una valija vieja que era de mi oma y agarré dos o tres cosas mías, no tenía tanta ropa y la que tenía eran de hombre. Y por eso decidí que me tenía que ir. Me fui con el regalo de mi mamá puesto, me abrazó tan fuerte y le di las gracias. Caminé para la ruta 12, que es la que pasa por ahí y viene para Buenos Aires. Porque mi idea era venir para acá, para triunfar como vedette, yo era muy chica, tenía una ilusión absurda, imagínese que venía de un pueblo en donde no hay más de trescientas personas para conocer y aun así pretendía comerme el mundo. Cuando estaba parada en la ruta, hubo varios malintencionados que preguntaron cuánto cobraba, mucho no entendía a qué se referían, era muy joven todavía o en realidad tenía la inocencia del pueblo encima. Yo les contestaba que quería ir a Buenos Aires, fueron muchos los camiones que frenaron, pero una amiga del pueblo de chica me aconsejó que no me subiera nunca a ninguno, así que yo le hice caso. Y una familia pasó en un Peugeot 504, qué bello auto, nunca había visto uno. Estaba muy hermoso, estaba nuevo prácticamente. Imagínese que recién estaba salido de la concesionaria, me encantó el olor a nuevo que tenía. El que manejaba me vio las marcas que tenía y me preguntó si me habían hecho algo ahí en la ruta, su mujer le sugirió que me llevaran a un hospital, a lo que yo me negué y les comenté lo sucedido. Entendieron mi situación, y cuando me subí al auto me preguntaron cómo me llamaba, siempre admiré a Ludmila Campos, era una poeta argentina maravillosa, y decidí ahí que quería llamarme como ella. “Ludmila, me llamo”, les dije.
El viaje fue penoso y muy sereno, encontré paz en ese viaje. La macana fue que la familia vivía en Zarate y no eran de capital. Muy amablemente se ofrecieron a ayudarme, que me quedara en su casa y al otro día tomarme el tren hasta allá. No tenía muchas opciones, así que accedí, tenía mucho miedo, nunca había estado tan lejos de mi familia, extrañaba mucho a mi mamá. Al resto de mi familia realmente no la extrañaba. Mi mamá fue la única que me aceptó. Después de estar en la casa de los Fernández, que fue la familia que me ayudó, me fui para la estación de tren con destino a Retiro, para probar suerte y lograr mi sueño de ser vedette. Fueron muy amables los Fernández, me pagaron el pasaje y me dieron unos pesos para que pudiera manejarme cuando llegue. Yo les había afirmado que tenía unos primos que vivían en capital, pero era mentira, yo no conocía a nadie realmente, sabía muy bien que iba a estar completamente sola, pero de alguna manera me las iba arreglar. Cuando llegué a Retiro, quedé sorprendida de la manera en que corría la gente, a dónde van estas personas con tanto apuro, como que tienen un cohete en el culo, pensé. Y lo triste de haber pisado la capital, como decimos los que venimos del interior, fue que me robaron la billetera donde tenía mi documento y la poca plata que guardaba. Me quedé petrificada y por el asombro no tuve otra opción que quedarme en un rincón de la estación, sentada, mirando la nada misma y pensando qué hacer de ahora en más, yo estaba sola. Pero después de unos minutos se me acercó una genia, Jazmín era su nombre, una piba de la calle, pero con todas las letras. Al acercarse me preguntó:
—¿Cómo te llamás?
—Ludmila —respondí con temor.
—Vos no so de por acá, ¿no?
—La verdad que no, me escapé de mi casa, soy de un pueblito de Entre Ríos.
—Bueno, listo, mucha información. Vas a tener que aprender a ser más calladita, écuchate…
—Ludmila, no quiero interrumpirte, pero en un rato va a comenzar un casamiento, y tengo que prepararme.
—Disculpe, padre, me extendí bastante.
—No, está bien. Lo importante es que puedas sanar. Ahora te voy a pedir que reces tres avemarías y cinco padrenuestros, para que tu alma vaya sanando y seas perdonada a los ojos del Señor.
—Está bien, padre, muchas gracias. Pronto me estaré acercando.
—No, al contrario. Siempre serás bienvenida a la casa de Dios.
Después de haber vomitado ese inicio de mi historia, me fui para mi casa bastante movilizada. Escarbar en el fondo de uno no está tan bueno, pero es necesario.
Esa noche me costó conciliar el sueño, era como si una parte mía hubiera silenciado esos momentos, y se me vinieron los rebencazos de mi papá, con ese grado de odio que a mí me mataba. También otros episodios que mejor ni nombrar. Pero entre vueltas y vueltas, me proyecté a pensar cuándo iría de nuevo a ver al padre Carlos, para que me siguiera ayudando, es bueno sentirse escuchada. Estaba pensando en cocinarle algo el día que vaya a verlo. Pero algo sencillo, ni tan precario, ni tan elaborado, para poder ganarme su corazón. Así que decidí hacer un budín de naranja, nada del otro mundo.
Fueron pasando los días, traté de tomarme una semana antes de ir de nuevo, siempre discreta, nunca hay que demostrar desesperación, ustedes ya saben.
Llegó el día, estaba tratando de pensar dónde me había quedado en camino a la iglesia, seguro algo se me va a escapar, de paso recordaba cómo me salvó la vida Jazmín, qué hermana de otra madre me dio la calle, la verdad. Cuando me acerco al padre, le digo:
—¿Cómo le va, padre? Le traje un humilde obsequio. (Me sentía en el Chavo).
—¿Cómo estás, Ludmila? ¿Cómo te trató la semana?
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