Kitabı oku: «Instantáneas en la marcha», sayfa 3

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© Roberto Fernández Droguett


©️ Leticia Benforado

Barras de fútbol: entre la negación

y el reconocimiento

Diego García

En medio de las muchas imágenes que dejó la gran marcha del viernes 25 de octubre de 2019 en Santiago, una de las que fue recibida con más entusiasmo y esperanza, fue la brindada por las barras de fútbol. La hasta entonces llamada Plaza Italia, escenario habitual de celebraciones políticas o deportivas que solían desembocar en incidentes y destrozos, esta vez se convirtió en un alegre espacio de confraternidad entre barristas de la U y Colo-Colo que rechazaban, sin mediar violencia alguna (!), al Gobierno y en general al sistema político y económico imperante. Hubo quienes, a la vista de la evidencia y admitiendo que acostumbraban subestimarlo, no tuvieron más remedio que reconocer que el presidente Piñera obraba milagros. Días más tarde hizo su aparición un gran lienzo de las principales barras del fútbol chileno que rezaba “Perdimos mucho tiempo peleando entre nosotros”. Cuando el viernes 15 de noviembre, en medio de los incidentes que se habían hecho habituales en ese sector desde el inicio del estallido social, falleció el hincha de la U, Abel Acuña, quedó establecido que las acciones realizadas para brindarle en plena calle los auxilios médicos con que se intentó mantenerlo con vida, fueron resguardadas de la represión de carabineros por barristas de Colo-Colo. Semanas más tarde, con ocasión de la muerte del hincha de Colo-Colo, Jorge Mora, atropellado por un vehículo policial en los aledaños del estadio de Pedreros, el conjunto de las barras se reunió en la ahora rebautizada Plaza de la Dignidad para rendir, unidas, homenaje a Mora.

Como contrapartida, las decisiones respecto de si reiniciar o no las distintas competencias futbolísticas profesionales que la revuelta había dejado en suspenso, dieron ocasión a que las hinchadas mostraran su cara menos amable. Bajo la premisa de “Calles con sangre, canchas sin fútbol”, hubo barristas que protagonizaron hechos graves de violencia. El 22 de noviembre, luego de realizar un “arengazo por la Dignidad” en las puertas del estadio de Pedreros y enfrentarse a los carabineros, un grupo de hinchas de

Colo-Colo se dirigió al Estadio Bicentenario de La Florida e interrumpió el partido entre Iquique y Unión La Calera, agrediendo a parte del público. El 31 de enero, hinchas del equipo local,

Coquimbo Unido, invadieron la cancha durante el trancurso del partido que jugaban contra Audax Italiano, en protesta por la muerte de Jorge Mora, impidiendo que el partido pudiera continuar, agrediendo a un camarógrafo y destruyendo equipos de transmisión de televisión. El 4 de febrero, hinchas de Universidad de Chile iniciaron un incendio en un sector de la galería sur del Estadio Nacional mientras se disputaba un partido por Copa Libertadores entre la U e Internacional de Porto Alegre, enfrentándose luego a la fuerza policial fuera del estadio. El 15 de febrero, el partido entre

Colo-Colo y Universidad Católica disputado en Pedreros fue suspendido —cuando la visita ganaba 0 a 2— a causa de los continuos lanzamientos de proyectiles y bengalas al campo de juego por parte de hinchas locales, hiriendo incluso a un jugador del propio equipo albo, Nicolás Blandi. Este tipo de incidentes provocados por grupos normalmente organizados y no espontáneos, ha dado origen a discusiones desarticuladas y confusas, y a acusaciones cruzadas seguidas de los respectivos desmentidos, de si acaso las barras bravas del fútbol califican o no como protofascistas, siendo que muchos barristas precisamente reivindican su condición de antifascistas (Sepúlveda, Trejo).

Los “endeudamientos” de la transición

De acuerdo con Norbert Elias, el proceso de civilización se caracteriza por el esfuerzo de controlar la violencia. En el caso de sociedades con grados crecientes de industrialización, urbanización y división del trabajo, este control de la violencia se traduce en el monopolio de la fuerza por el Estado y el acatamiento de los ciudadanos, obtenido tanto por la coacción estatal como por el autocontrol gracias al desarrollo de una conciencia moral reflexiva. El esfuerzo civilizatorio descrito por Elias no se traduce en un proceso rectilíneo e irreversible. Uno de los supuestos de la modernización es que ella posibilitaría, gracias a la creciente diferenciación funcional y al alargamiento de las cadenas de interdependencia entre los individuos, una suerte de “democratización funcional”.

Sin embargo, allí donde la sociedad no logra integrar en sus cadenas de interdependencia a todos sus miembros, aquellos que van quedando al margen de las mismas se ven confinados a lazos segmentarios, vale decir, una identificación estrecha con grupos circunscritos dentro de límites reducidos, unidos principalmente por vínculos de adscripción familiar o territorial local (Elias y Dunning).

Pero las normas que regulan la reciprocidad entre miembros de un grupo segmentario no necesariamente regulan la relación entre grupos. Es lo que Sennett identifica como tribalismo (Sennet), que opera con solidaridad hacia los semejantes y agresión hacia los diferentes. Esa lógica tribal, en condiciones de exclusión social, se encuentra en el origen del fenómeno contemporáneo de la violencia en torno del fútbol, y más específicamente de las llamadas “barras bravas”. En este sentido, la existencia de violencia estructural en el conjunto de la sociedad ha hecho posible el surgimiento de las barras —sean o no barras bravas— como fenómenos identitarios complejos, y en los cuales la violencia desempeña una función que podría considerarse principalmente ritual o expresiva, y solo secundariamente instrumental. La violencia directa de los barristas podría ser leída como una manera de responder a la violencia estructural de la sociedad que los excluye de la posibilidad de llevar adelante en condiciones decentes una existencia autónoma, una manera de recordar, en nuestro caso, las promesas incumplidas por la democracia cuyas élites decidieron la despolitización y la desmovilización social, privilegiando el orden espontáneo del mercado como principal mecanismo de coordinación social, no obstante sus déficits de inclusividad.

En Chile, las barras organizadas surgen en la medianía de la década de 1980 como expresión de la ausencia de espacios genuinos para la construcción de la propia biografía en condiciones de participación democrática. De hecho, los fenómenos de anomia a los que autoridades y comentaristas se han referido profusamente tras el estallido de octubre y del que las barras serían un caso ejemplar, no son nuevos, ya habían sido detectados en la protesta de los jóvenes populares urbanos a mediados de la década de 1980 (Valenzuela). No en vano la canción “El baile de los que sobran”, uno de los himnos del estallido social en 2019, fue compuesta y divulgada en 1986. Entonces, tal como ahora, los jóvenes marginados “sabían” su condición de excluidos o subordinados y sabían además que la sociedad no había cumplido con las promesas que ella misma les formuló: mejores expectativas de vida que las de sus padres gracias a una mayor educación, en un ambiente de distribución equitativa del reconocimiento de la mutua dignidad. Hoy las condiciones son evidentemente distintas, pero el precio del mayor acceso a la educación es el endeudamiento crónico que constituye un modo sibilino de control social y dominación que frustra la posibilidad de una con-ciudadanía democrática entre libres e iguales. La existencia de barras bravas encuentra parte de su explicación en esa suerte de revancha de los barristas, una demostración al mundo que los barristas también cuentan: ser los protagonistas del espectáculo habitando los estadios y las calles como un espacio liberado de la insignificancia a que los condena la sociedad de mercado (Elias y Dunning).

Dilemas frente a la violencia

La rudeza de los barristas tiene parte de su origen además en la condición violenta de los propios deportes, que suponen una competencia por la superioridad física en algún tipo de destreza, desde el pankration de los antiguos griegos hasta el hurling inglés de fines de la edad media. Aunque los deportes modernos han estilizado esa condición que les era original, ella es propicia a la exaltación de un estereotipo de masculinidad agresiva, y que sigue siendo patente en casos como el boxeo o el rugby. Sumado a las identidades tribales a que aludimos más arriba y que se expresan de manera xenófoba, esta manera de entender la masculinidad desemboca a continuación en habituales expresiones de sexismo, misoginia u homofobia por parte de las hinchadas.

El estereotipo de masculinidad agresiva mide el propio valor y honor en el enfrentamiento violento, por lo que se hace patente que la represión policial de la violencia contestataria contribuye, paradojalmente, como combustible al escalamiento del conflicto entre barristas y fuerza policial. Este rasgo de las barras bravas se denomina “aguante”, que es un valor físico o moral que designa tanto la capacidad de resistir como la de desafiar a cualquier pretensión de imposición y a cualquier adversidad. Por ello, lo que está en juego en el ejercicio de la violencia directa es la acreditación del barrista como alguien que “es macho y no puto” (Aragón). Entre las feministas interesadas en el fútbol (un grupo en aumento constante), una de las luchas más enfáticas es por el cambio de este lenguaje. Los términos femeninos se usan invariablemente para insultar. A la Universidad Católica se le intenta degradar diciendo “las monjas”, a la U de Chile, “las zorras”, y a Colo-Colo, “las madres”.

La violencia es recurrente en cada enfrentamiento entre barras, o entre estas y la fuerza policial —considerada como “la barra brava del Estado” cada vez que actúa ilegítimamente y que asimismo pone a prueba su propio aguante—; tiene un carácter cíclico, y no puede tener fin porque la violencia de ambos bandos es finalmente sinérgica. Al fin y al cabo, la violencia directa de los barristas es solo parte de un ecosistema de violencia estructural a la que contribuyen también el exceso verbal de dirigentes, entrenadores y jugadores; su amplificación y espectacularización a través de los medios de comunicación y, finalmente, la propia violencia policial ilegítima (Aragón).

Por más que entre las personas no violentas pudiera haber algún tipo de condescendencia hacia la violencia contestataria por entenderla como efecto y no causa de violencias anteriores y más graves, lo cierto es que la aceptación activa o pasiva del lenguaje de la guerra es una gran derrota de la política, por cuanto implica la negación de la humanidad del otro. En el extremo, la exaltación de la violencia como elemento constructor de la identidad de las tribus so pretexto de romantizar a los combatientes constituidos ahora por fin en alguien significativo para algún otro, no puede ocultar por mucho tiempo que los entrega a la condición de carne de cañón, suprema manifestación del fracaso de la política, cuya misión es sustituir la violencia sobre los cuerpos por la capacidad de disentir solo dentro del universo de las palabras (Michelson). Pero, a no engañarse, esta violencia tampoco podrá detenerse con la beatería de quienes claman porque sea condenada “(con)venga de donde (con)venga”, como ya lo han desenmascarado irónicamente las redes sociales, ni tampoco con una apología escolástica del orden o de las normas, dispensada dominicalmente en columnas de opinión en el decano de la prensa nacional.

La presencia de las barras del fútbol en las manifestaciones de octubre de 2019 opera como una alegoría de las deudas que la democracia tiene con sus ciudadanos respecto de la realización de sus ideales de ciudadanía igualitaria, y la corresponsabilidad que nos cabe en remover las expresiones de violencia estructural de las cuales la violencia directa que vemos en los estadios y las calles probablemente sea apenas un síntoma. A quienes compartimos el deseo que las promesas de aquel lienzo unitario se perpetúen en una cultura de paz estructural, nos cabe la responsabilidad de construir sus bases. De lo contrario, aquel pacto entre las hinchadas terminará no siendo más que expresión de una racionalidad instrumental en espera de mejores condiciones para el retorno de una agresividad ritual desprovista de sentido de responsabilidad ante los otros. Cosecharemos lo que sembremos, no tiene más ciencia que esto.


© Ricardo Greene


© Ricardo Greene

Muros

Retóricas del rayado y de la borradura

Fernándo Pérez Villalón

I

Como cuando la marea se retira y deja conchas, desechos, güiros en la arena, tras el paso de las marchas por la calle queda siempre una abigarrada maraña de trazos que cubre los muros y a veces el piso. Rayados casi siempre anónimos, inscritos en los muros de casas y departamentos, vitrinas, cortinas metálicas, quioscos1. Se trata de trazas y síntomas, huellas, insultos, protestas, demandas y chistes inseparables del lugar en el que se encuentran, marcas que se posicionan en el límite entre la propiedad privada y el espacio público, en el lugar de la casa que da hacia la calle y la separa de ella, la cara pública de lo doméstico. Estéticamente elaborados o toscos, ingeniosos o directos, únicos o reiterativos, los rayados con spray coexisten con stickers, papelógrafos, afiches y stencils, sin jerarquía: el muro no es un museo, en él se borra toda diferencia de estatus, y aunque algunos alcancen niveles elevados de elaboración, su finalidad principal no es estética. Estos rayados son siempre la huella del paso de un cuerpo, con cuya altura normalmente coinciden sus límites y ubicación. Se escuchan en ellos las voces de lo que se ha llamado “estallido social” en su pluralidad, en sus contradicciones, con un predominio muy claro de ciertas consignas genéricas (“Despierta”, “Evade”), demandas específicas (“Asamblea constituyente”, “Renuncia Piñera”, “No + AFP”), insultos (principalmente a Piñera, Chadwick, los pacos y los milicos, pero también a figuras mediáticas como Karol Dance o Kike Morandé), interpelaciones, reflexiones, con una variedad y dispersión en la que se distinguen grupos específicos: el feminismo y las disidencias sexuales, la ecología, el animalismo, el anarquismo, la antipsiquiatría, el movimiento de resistencia mapuche.

Vuelve una y otra vez, en variaciones diversas la invitación, en imperativo, a evadir, que interpela a un lector común, a alguien que es parte de “nosotros” y no “ellos”, aunque hay casos en los que esa evasión se justifica enumerando las evasiones perpetradas por “ellos” (“Larraín también evade, Ossandón también evade, Piñera también evade”). La consigna de evadir se varía y modula en versiones que amplían su sentido (“Evade la carne”, “Evade la realidad”, “Evadir / no pagar / otra forma de luchar”, “El que no salta se evade a sí mismo”, “Evade tu individualismo”). La consigna del “NO +”, que recuerda a las famosas intervenciones del CADA en Dictadura, también se varía infinitamente (“no + abusos”, “no + xenofobia”, “no + sename”). Esta formulación negativa tiene también una variante en la que se propone una alternativa: “+ sexo – pacos”, “+ bici – abuso”, “+ protestas - psiquiatras”. Aparece también, recurrentemente, la invitación a la violencia mezclada con su denuncia: “Muerte a los pacos”, “Estado asesino”, “Pitéate a lxs milicxs”, “1.305 heridos, 23 muertos”, “146 personas ciegas”, “Que arda Chile”, “Asesinos”, “Los pacos violan”, “Asesina al que asesina”, en una lógica en que la denuncia justifica y exige una respuesta equivalente, como en el proverbio alusivo a la ley del Talión que también se encuentra en los muros: “ojo x ojo”, “sangre x sangre”, “todas las balas se van a devolver”.

El repertorio del insulto tiende a la monotonía (“Milico traidor”, “Piraña CTM”, “Paco QLO”, “Piñera hijo de perra”, “Paco btrd”), pero a veces se esfuerza por alcanzar mayores niveles de humor o ironía (“Yo también quiero clases de ética”, declara un rayado en la cortina metálica de una farmacia). Aparece el recurso de la rima (“En Vitacura abrazo / en la pobla balazo”, “A la licuadora / la tula violadora”, “Pacxs traicionerxs / hijos del dinero”), como si se tratara del registro de un grito colectivo, pero también el aforismo de tono más reflexivo (“El mercado es más libre que tú”, “Las fronteras también son violentas”, “Mata tu ego”). Los rayados incluyen citas de figuras como Gabriela Mistral (“-cóndor +huemul”), Violeta Parra (“Con esto se pusieron la soga al cuello, / el 5º mandamiento no tiene dueño”), Sumo (“Estoy rodeado de viejos vinagre”), Camila Moreno (“Ellos gobernaron el pasado la rutina, la energía: no gobernarán el futuro”), o la invocación de nombres emblemáticos como el de Lemebel y el de Gladys Marín2. Se reitera una y otra vez el juicio histórico que equipara el momento actual con la Dictadura, superponiendo los rostros de Piñera y Pinochet: “La dictadura nunca terminó”, “1973 = 2019” (incluso en los casos en que se propone lo contrario “1973 ≠ 2019”, persiste la relación entre ambas fechas). Regresan, de los años de la Dictadura, no solo canciones de protesta resignificadas, sino frases que resuenan potentemente, y que aluden a la violencia de Estado en momentos diversos: “¿dónde están?”, “ni perdón ni olvido”.

Algunos de los momentos más reveladores de la multiplicidad de voces que concurren a este movimiento se dan cuando los muros son escenarios de discusiones en las que un rayado enmienda a otro: donde alguien escribió “Piñera hijo de perra”, otro tacha y corrige “hijo de la yuta”. Donde alguien puso “Carne es muerte”, otro superpone la palabra “amor” encima de esta última. En la calle Marín, alguien agrega el nombre “Gladys”, sobre un grafiti que dice “me voy a lanzar”, se añade “una molo”. Otras veces las voces simplemente van sumándose en un coro que no calza en una única línea editorial y, por lo mismo, no puede reducirse a una sola tendencia, ideología o identidad colectiva: una de las lecciones más claras que nos deja una revisión de los rayados es la diversidad de demandas, de voces y deseos que convergen en un movimiento múltiple.

II

Ahora que hace ya varios meses que la Plaza de la Dignidad está casi vacía y gran parte de la población se encuentra confinada en sus domicilios por la emergencia sanitaria, esa densa maraña de líneas, mensajes y voces parece lejana, irreal, como de otra era, a pesar de que ha pasado relativamente poco tiempo y de que en realidad la pandemia ha agudizado muchos de los conflictos sociales que el estallido social dejó en evidencia, al mismo tiempo que nos obliga a pensarlos en un contexto más amplio, a nivel planetario y no ya solamente nacional. La llegada del Covid-19, por otra parte, dejó trunco el desenlace del movimiento al provocar la suspensión temporal del plebiscito que era una de sus ganancias y al imposibilitar todo tipo de protesta masiva, pero las demandas ciudadanas siguen en el aire. El confinamiento de gran parte de la población y la consiguiente interrupción forzada de las manifestaciones le han dado un respiro al Gobierno, pero también se han aprovechado para limpiar los muros de edificios públicos y privados, intentando obliterar toda traza del conflicto, como si con esa operación mágicamente fuera a desaparecer la fuente del problema. Este empeño por limpiar, borrar, barrer, y reponer a toda costa el orden habitual es sumamente sintomático de una clase política que no acaba de entender de dónde sale este conflicto y no quiere o no puede hacerse cargo realmente de los desafíos que él le plantea. Pareciera por momentos que, al borrar lo escrito, los agentes de limpieza privados, municipales o estatales actuaran de modo políticamente neutro, meramente cumpliendo su tarea de cuidar el orden, pero en realidad en esta guerra de rayados el borrado, muchas veces una capa de pintura tosca de otro color que el original, funciona como otra voz que se suma al coro discordante de voces que salieron a la calle en octubre pasado. Una voz que intenta imponerse a las demás voces, una voz que grita sin decir nada, solo para hacer callar a las demás. No concuerdo con quienes consideran que todos los rayados deban ser resguardados como patrimonio histórico, ya que es justamente un género de manifestación marcado por su carácter de inscripción efímera y antimonumental, pero hay algo de ridículo en el esfuerzo destinado a una limpieza que probablemente sea transitoria. Caminando por la calle, en marzo, me encontré, sobre una pared marcada por blanqueados sucesivos, la frase “No pueden borrar las ideas” que recuerda al epígrafe escogido por Sarmiento para su Facundo3. Esta frase es un buen resumen de la situación actual, que ha acallado de momento las protestas pero sin eliminarlas ni hacerse cargo cabalmente de sus causas más profundas. Hay que preguntarse, entonces, cuáles son esas ideas que no se borran, regresar a la lectura de los rayados y preguntarse qué nos dejó su paso por los muros. Intento a continuación recoger algunos de esos hilos, de esas líneas.

Una palabra central en la retórica de los rayados, y en todo el movimiento, es la palabra “pueblo”, que muchos creíamos parte de una retórica revolucionaria relegada hace tiempo al olvido junto con las utopías de los sesenta y aquella Unidad Popular que hizo del pueblo su protagonista4. El “pueblo” de los discursos políticos siempre fue, en algún sentido, una ficción, un sujeto político supuestamente unificado cuya voluntad orientaba la acción política revolucionaria, pero parece ser una ficción que no ha perdido totalmente su vigencia, su potencia. Algunos teóricos marxistas intentaron pensar el eclipse de la noción de pueblo desde la noción de “multitud”, que para Paolo Virno, por ejemplo, indica en oposición a la supuesta unidad del “pueblo”, “una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en lo que respecta a los quehaceres comunes —comunitarios—, sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto” (Gramática de la multitud 21). Lo que me parece interesante de este resurgimiento de la idea de pueblo es que está clarísimo que el pueblo que sale a las calles no es un Uno homogéneo, sino que se unifica en el gesto de salir a la calle: el “pueblo, unido” no preexiste a la enunciación colectiva de esa consigna, sino que se unifica en torno a ella. Por lo mismo, la pasión compartida por todos quienes salen a la calle no responde por completo a una ideología previamente articulada y coherente, sino a una indignación compartida con diversos ejes y énfasis por un gran número de actores sociales muy diversos, lo que hace más difícil hacerse cargo de ella y canalizarla.

Otra idea importante, o más bien otro afecto que nos dejan los rayados es la sensación de rabia, de indignación. Esto ha sido para algunos motivo de crítica del movimiento (calificado de violento, acusado de cultivar una rabia improductiva o injustificada), pero es importante intentar entender que se trata de una pasión política legítima. Como nos recuerda Chantal Mouffe en un libro que sintetiza muy articuladamente algunas de las preocupaciones que recorren su obra (Política y pasiones. El papel de los afectos en la perspectiva agonista), es un error pensar a la política como un campo definido única o principalmente por el cálculo y la racionalidad: ella es también un territorio pasional, del que no debe excluirse la dimensión afectiva, incluyendo las pasiones vinculadas a lo que ella llama el “agonismo”, la concepción del adversario político como alguien contra quien debo oponerme con todas mis fuerzas porque propone una visión de mundo incompatible con la mía y que amenaza anularla. Ella distingue esta dimensión pasional de la política del “antagonismo”, concepción en la cual el otro pasa a ser mi enemigo (y este antagonismo debiera, según ella, reservarse para quienes amenazan a la democracia como marco del agon político legítimo). Está claro que la situación chilena derivó hacia una retórica cercana a esta última concepción, y frente a eso más que escuchar los llamados a la unidad y al consenso parece importante asumir un disenso discordante como punto de partida del diálogo político. Sin duda hemos puesto demasiado énfasis en una política de los acuerdos cocinados entre pocos, y se requiere retomar una retórica más oposicional y agonista que le haga un espacio a las pasiones encontradas, sin llegar sin embargo a un antagonismo que vuelva imposible la democracia. En esto el Gobierno tiene una lección que aprender, pero sin duda se requiere también darle un giro al movimiento social para no agotarse en una lucha interminable contra un sistema frente al que no parece ofrecer una alternativa articulada.

Una paradoja muy compleja de la retórica de los rayados es la que instala al Estado como su adversario, identificando por completo al Estado con el actuar violento de las fuerzas del orden, por ejemplo. Esto no es de extrañar, dado que el propio presidente recurrió a una retórica bélica, instalando una suerte de guerra entre el Estado y la ciudadanía. Pero, por otra parte, está claro que el Estado es el único capaz de canalizar muchas de las demandas levantadas por el estallido (en particular aquellas que tienen que ver con aumentar las garantías mínimas para sus ciudadanos). Es verdad también que en los rayados apareció una retórica violenta, aunque sería importante distinguir esa retórica de la violencia efectiva (que fue también innegablemente un componente de las manifestaciones): no siempre quien escribe que quiere “matar un paco” estaría realmente dispuesto a hacerlo. Las palabras no son actos, o mejor dicho son actos de habla, actos políticos que funcionan con lógica propia y distinta de otros modos de acción. Es importante también recordar que el actuar sumamente violento de carabineros contra los manifestantes, que dejó una inquietante secuela de heridos, no iba acompañado de una retórica bélica sino de una retórica de mantener el orden y hacer cumplir la ley.

Tenemos, entonces, el desafío de pensar nuevos modos de convivencia política, nuevos modos de ciudadanía, nuevas maneras de estar juntos, que asuman que no somos reductibles a una unidad (pero somos capaces de actuar en conjunto) y que tomen como punto de partida un disenso agudo sobre cómo organizar esta vida en común. Leer y recordar los rayados no nos da recetas, pero sí algunas luces sobre las demandas de sujetos políticos diversos que la política oficial no fue capaz de canalizar. Habría que comenzar por escucharlas si se quiere dialogar con ellas. De lo contrario estaremos condenados a repetir un ciclo de apaciguamientos engañosos, rebeliones esporádicas y una normalidad falsa, inestable y trizada.


© Fernando Pérez Villalón


© Fernando Pérez Villalón


© Fernando Pérez Villalón


© Fernando Pérez Villalón

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