Kitabı oku: «Feminista y cristiana »
Una paradójica victoria
El abuso de las religiosas es un problema grave, es un problema grave; soy consciente de ello. También aquí, en Roma, son conscientes de los problemas, de las informaciones que llegan. Y no solo el abuso sexual de la religiosa: también el abuso de poder, el abuso de conciencia. Debemos luchar contra ello. Y también el servicio de las religiosas: servicio, no servidumbre. No te hiciste religiosa para convertirte en la criada de un clérigo, no. Pero, en esto, ayudémonos unos a otros. Nosotros podemos decir que no, pero si la superiora dice que sí... No, todos juntos: servidumbre no, servicio sí. Tú trabajas en los dicasterios, en este, en el otro, incluso administrando una nunciatura como administradora, fenomenal, así está bien. Pero doméstica, no. Si quieres ser empleada doméstica, haz lo que hacían y hacen las hermanas del padre Pernet de la Assomption, que son enfermeras, empleadas domésticas en los hogares de los enfermos: sí, porque es servicio. Pero la servidumbre, no. En esto, ayudémonos unos a otros.
Con estas palabras, el papa Francisco, en su encuentro del 10 de mayo de 2019 con las superioras generales de todo el mundo reunidas en asamblea, reconoció y afirmó que los males que hay que combatir para dar a las mujeres un puesto digno en la Iglesia son principalmente dos: el servicio doméstico, al que tantas religiosas se ven relegadas aún hoy, y los abusos sexuales, de las que muchas de ellas han sido o siguen siendo víctimas por parte de miembros del clero. Al escucharlo pensé que habíamos ganado, porque se habían reconocido nuestros argumentos.
Es cierto que, unas semanas antes, como directora de Donne Chiesa Mondo –el suplemento mensual, desde 2012, de L’Osservatore Romano, el periódico oficial de la Santa Sede– me vi obligada a dimitir, y conmigo dimitió todo el comité de redacción. Pero, en cualquier caso, nuestro trabajo había llevado a resultados tangibles: las que hasta ese momento habían sido realidades ocultas y negadas se habían convertido en vergüenzas visibles, ahora denunciadas por el mismo papa.
A partir de ese momento parece que no ha cambiado nada, pero, en realidad, el hecho de que el papa Bergoglio lo haya admitido públicamente ha allanado a las religiosas el camino para denunciar y para reaccionar. La primera vez que el papa habló de los abusos contra las religiosas había sido tres meses antes, durante la conferencia de prensa celebrada en su vuelo de regreso de Abu Dabi. Unos días antes había salido el número de Donne Chiesa Mondo de febrero de 2019, donde se hablaba abiertamente de estos abusos. Naturalmente, la denuncia ya se había hecho antes en periódicos americanos y franceses, pero se trataba de denuncias desde fuera, a las que el Vaticano había respondido siempre con el silencio. Y, además, ya algunas voces, como suele ocurrir a menudo, habían comenzado a criticar a los periodistas, siempre en busca del escándalo y poco dispuestos a contar las miles de cosas buenas que, sin duda, hace la Iglesia. Pero el hecho de que en esta ocasión la denuncia surgiera desde dentro cambiaba las reglas del juego, no podía seguir siendo ignorada.
Nuestro artículo sobre abusos sexuales retomaba un tema, el de las condiciones de opresión y menosprecio a las que se veían reducidas muchas religiosas, que ya habíamos mencionado un año antes, con la denuncia de las condiciones de las hermanas, reducidas a ser las criadas de los clérigos, en condiciones salariales y laborales muy alejadas de las que se recogen en los contratos. Ese artículo, y probablemente no solo en el Vaticano, donde este tipo de servidumbre está muy extendido, nos granjeó la ira de muchos clérigos, curiosamente más numerosos que aquellos que después se indignaron por la denuncia de los abusos. De hecho, estos mismos clérigos a quienes les es imposible no reconocer que los abusos sexuales son actos criminales, consideran al mismo tiempo que la servidumbre de las religiosas es algo normal, algo inherente a su estatus.
Es una paradoja, pero, al marcharnos, ganamos. Lo que parecía –también nos los parecía a nosotras– una derrota concluyó en realidad con la victoria sobre el terreno, en la Iglesia, precisamente en los temas que más nos interesaban, es decir, el respeto y la dignidad de las mujeres, y de las religiosas en particular. No es muy frecuente que un periódico transforme la realidad, y, por tanto, podemos sentirnos orgullosas de ello. Y, naturalmente, hemos de pensar en cómo continuar con nuestro empeño.
Siete años de intenso y apasionado trabajo han servido, en definitiva, para algo. Se trata, pues, de una historia, no muy breve, que merece contarse.
Siete años
Llevaba ya muchos años acariciando el proyecto de un periódico femenino. Porque pensaba que sería necesario y apasionante fundar un periódico inteligente, pero también divulgativo e interesante, para afrontar los problemas que la revolución de las mujeres –la única revolución triunfadora del siglo XX, en palabras del historiador inglés Hobsbawm– había suscitado.
Ya había revistas feministas para mujeres –que actualmente están sumidas en una fuerte crisis y que suelen estar vinculadas a los argumentos de una propuesta política específica–, sobre todo las de moda y belleza, con algunas pinceladas de cotilleo. Traté de proponerle esta nueva revista, ideada con un grupo de amigas, a un editor de publicaciones periódicas, pero me explicó que las revistas femeninas eran, en realidad, recipientes de publicidad dirigida a un público concreto, y no se podía desviar de este modelo.
Cuando en otoño de 2007 mi colega y amigo Giovanni Maria Vian fue nombrado director de L’Osservatore Romano, ya habían empezado a multiplicarse en el día a día vaticano firmas femeninas con el consenso del papa y de la Secretaría de Estado. Durante muchos años me había ocupado, sobre todo como historiadora, de las mujeres de la Iglesia, y con el paso del tiempo y el avance de la colaboración con el periódico de la Santa Sede se abrió una nueva posibilidad de revista que, ideada con varias amigas, fue sometida, a través de los canales institucionales, a la aprobación, en la primavera de 2012, de Benedicto XVI. Solo el papa en persona –y un papa como Joseph Ratzinger, que durante decenas de años había sido profesor universitario y estaba, por tanto, acostumbrado a tratar con mujeres intelectuales– podía mirar favorablemente un proyecto que parecía fuera de lugar. De hecho, si había un mundo en el que las mujeres no existían, era precisamente el Vaticano. ¿Cómo hacer un periódico de mujeres y dirigido a las mujeres precisamente allí?
Para evitar que se nos rechazara rápidamente con la excusa de la falta de fondos, desde el primer número, de mayo de 2012, decidimos dar una retribución solo a quien escribía los artículos, como era habitual en el periódico, dejando a la iniciativa gratuita y voluntaria el intenso trabajo de redacción que implicaba una revista como la que teníamos en mente y que habíamos comenzado a publicar. Y, para garantizar aún más nuestra autonomía, desde los primeros momentos buscamos, y finalmente encontramos, un patrocinador externo estable, que era el Servicio Postal italiano.
Durante los primeros años estuvimos protegidas precisamente por nuestra «invisibilidad»: estaba tan arraigada la idea de que no contábamos nada que nadie se tomó la molestia de criticarnos. De hecho, si me encontraba con un cardenal o un alto prelado y se me ocurría preguntarle si había visto el suplemento mensual, por lo general respondía distraídamente: «Sí, claro, lo ha leído mi asistente1». O, más diplomático, me dedicaba un cumplido paternalista y muy genérico.
No es casualidad que la única protesta que nos llegó durante el primer año fuera la de una religiosa ya mayor, una de las poquísimas que por entonces ocupaba un puesto de cierta relevancia en la curia romana. Encontraba humillante las divertidas viñetas que colocábamos en primera página, en las que una joven monja imaginaria con un nombre inconfundible, Sor Última, comentaba hechos y situaciones que le tocaba vivir. Y no fue casualidad, visto en retrospectiva, que precisamente la viñeta del primer número presentara a la monjita lidiando con una montaña de trabajo doméstico. Pero la religiosa, que llegó incluso a dirigirse «a las alturas», dijo e hizo tantas cosas que nos vimos obligadas a renunciar por prudencia a la viñeta. Esa misma religiosa nos aconsejó, en una afectuosa carta, que la sustituyéramos por la foto sonriente de una mujer joven. Es decir, quería hacernos regresar al espíritu falsamente sereno y alejado de los problemas que caracteriza aún hoy casi todos los boletines de las Órdenes religiosas. Con la excusa de reavivar la esperanza, este estilo, que quiere ser considerado como un pensamiento positivo y que está fuertemente arraigado en la prensa del mundo católico, sofoca cualquier posibilidad de razonamiento crítico, disipando, pues, cualquier posibilidad de reflexión seria.
No se trataba solo de la viñeta. Nuestro proyecto era muy diferente, desde cualquier punto de vista, y muy alejado de la opción adoptada por muchas publicaciones católicas, especialmente las de mayor difusión: es decir, la opción de dar por descontado, sin ninguna reflexión o debate, que la fe puede responder a todas las preguntas, resolver todos los problemas y hacernos automáticamente felices.
Nosotras, en cambio, partíamos de una trágica realidad: en la Iglesia, las mujeres, que como religiosas constituíamos cerca de dos tercios del número total de religiosos, y más de la mitad si a estos se les unía el clero secular, eran prácticamente invisibles. O, mejor dicho, eran percibidas como un conjunto uniforme, que se suponía devoto y con buena disposición hacia las normas que los clérigos habían establecido para ellas. Si no, se consideraban como potencialmente peligrosas rebeldes.
Comenzamos con un proyecto modesto pero revolucionario en sí: hacer saber que las mujeres existimos, que hacemos cosas importantes y que siempre hemos estado en la historia de la Iglesia, obviamente. Por medio de un instrumento sencillo y liviano. Comenzamos, en efecto, con solo cuatro páginas, aunque con el mismo gran formato que el periódico vaticano, con una sección pequeña pero bien cuidada y una elegante forma gráfica, gracias también a la colaboración de una amiga pintora, por entonces octogenaria, que ayudó a ilustrar el primer número de Donne Chiesa Mondo con creativas y hermosas imágenes. Esta generosa colaboración llevó posteriormente, menos de un año después, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, a un acontecimiento extraordinario: por primera vez fue una mujer pintora quien ofreció al papa el friso con el anuncio de su elección en cónclave (y que en 1978 y 2005 había sido encargado a Giacomo Manzù), y cuya representación tradicionalmente adorna el número extraordinario del periódico.
Volviendo a Donne Chiesa Mondo, en portada presentamos una larga entrevista a una mujer importante –aunque no necesariamente famosa– en la vida de la Iglesia actual. Comenzamos con quien ciertamente es la más importante, pero también poco conocida: Maria Voce, la presidente del movimiento de los Focolares y sucesora de la fundadora del mismo, Chiara Lubich. De hecho, fue la propia Lubich quien consiguió que el papa Juan Pablo II permitiera que la guía del movimiento fuera siempre una mujer, aunque acompañada por un hombre.
Maria Voce es una mujer inteligente, aguda e irónica, que, a pesar de ser una figura principal en la Iglesia, se ha mantenido siempre en segundo plano, y que conoce el mundo gracias a los numerosos viajes durante los cuales entró en contacto con los miembros del movimiento de los Focolares. Estos miembros están repartidos por todas partes, según una estructura muy flexible que se adapta siempre al entramado local y crea ocasiones de colaboración con exponentes de otras confesiones cristianas y de otras religiones. Una persona valiosa, cuya profundidad espiritual le permite comprender y afrontar situaciones complicadas y difíciles. ¿No es extraño que una mujer como esta no reciba regularmente las consultas del papa y de los organismos de la Santa Sede? ¿Acaso no es una pérdida absurda, en una situación difícil para la Iglesia, precisamente cuando debería recurrir a la ayuda de todos?
En segunda página, un artículo dedicado a un tema histórico y otro abierto a las relaciones con otras confesiones cristianas o con otras religiones. En la tercera página, una encuesta que quería dar a conocer la experiencia femenina del mundo, y en cuarta página, junto a la publicidad, la vida de una santa, narrada libremente por un escritor –hombre o mujer–, incluso no creyente. Con las historias, con frecuencia muy originales, de estas santas logramos nuestro primer éxito: escritores famosos de ambos sexos aceptaron con entusiasmo esta propuesta, y así nacieron historias conmovedoras y profundas que, durante los dos primeros años, se recogieron y se publicaron en un libro que fue traducido incluso al polaco y al portugués.
Lamentablemente, el primer artículo, de carácter histórico, no tuvo mucha repercusión, aunque contenía una importante denuncia, y merece la pena recordarlo y retomar sus rasgos esenciales. Ya el historiador francés Jacques Gagey había llegado varios decenios antes a la conclusión de que uno de los más célebres textos de la espiritualidad católica, El abandono en la divina Providencia, la obra más importante del siglo XVIII francés en este ámbito, compuesta hacia 1740 y publicada por primera vez en 1861, había sido escrita por una mujer, pero atribuida a un hombre. Von Balthasar la definió como «el libro que reúne toda la épica mística cristiana», un clásico de la espiritualidad y un libro de carácter único, que se reveló como un verdadero y auténtico best-seller.
Pero estas páginas tan famosas y tan reeditadas en diferentes lenguas, no solo por editoriales católicas, no fueron obra del jesuita Jean-Pierre de Caussade, sino de una mujer. Gagey escribió que, en ese contexto, el nombre del autor carecía de importancia. Pero hoy, reconocer el origen de este texto es un deber de veracidad histórica, sobre todo cuando hasta ahora se ha pensado que el autor fue un hombre, lo que hace más difícil descubrir que fue, por el contrario, una mujer.
La obra se consideró como una especie de autobiografía espiritual, arraigada, sin duda, en las tradiciones espirituales del siglo XVIII, pero como un texto coherente, seguramente obra de una sola mano: «Solo quien no conoce lo suficiente la literatura mística puede poner en duda que la autora sea una mujer». También por el hecho de que quien escribe se expresa a menudo en femenino: «A ti corresponde ordenarlo todo: la santidad, la perfección, la dirección, la mortificación. Todo es asunto tuyo, y el mío no es otro, Señor, que estar contenta2 de ti, sin apropiarme acción ni pasión alguna, dejándolo todo a tu libre voluntad». La autora, en efecto, es una mujer, procedente de la región de Lorena, cuyo director espiritual fue el jesuita De Caussade, y cuyo nombre se ignora, pero se sabe que era de elevada condición social y próxima a las religiosas de la Visitación de Nancy.
Por ello se propuso llamarla Dama Abandono, a falta de su verdadero nombre. Primero confidente y luego protegida del padre De Caussade, la autora hereda la gran tradición mística, pero también conoce, y hace suya, la filosofía de la Ilustración, en sentido positivo. De hecho, precisamente asumiendo la responsabilidad de utilizar con indudable valor su propia inteligencia y de no someter pasivamente su propia vida interior a un libro, y aún menos a un director espiritual, Dama Abandono muestra su opción por la libertad. No quedándose en sus teorías o abstracciones, sino apostando, como ya había hecho Teresa de Ávila, por su propia experiencia.
Cuando en la espiritualidad –escribe Cristiana Dobner, autora del artículo en Donne Chiesa Mondo– aparece una innovación, se hacen cargo de ella confesores o directores espirituales, que sienten el deber de apropiarse de ella, quizá para hacerle recorrer un camino más seguro gracias a su superioridad intelectual y teológica. Ellos consideran, por tanto, que la mujer es solo portadora de una intuición que, para que se desarrolle y se dé a conocer, requiere la autoridad de un hombre y de sus herramientas intelectuales.
Tras la publicación de la obra en 1861, una visitandina descubrió unas cartas y otros escritos de dirección espiritual en el archivo de su monasterio y se lo comunicó al jesuita Henri Ramière, el primero en editar el Abandono en la divina Providencia, y él los incluyó en las posteriores ediciones del libro, que se había tomado ya de la correspondencia del padre De Caussade y se le había atribuido a él.
Lo que sorprende es que, decenios después de la publicación de este descubrimiento, este clásico de la espiritualidad siga imprimiéndose y difundiéndose en diferentes lenguas manteniendo la atribución tradicional a Jean-Pierre de Caussade. Ni siquiera nuestro artículo ayudó a reparar este agravio contra una mujer.
La primera encuesta que publicamos estuvo dedicada a las monjas que, unidas en la red Talitha Kum, se dedican a ayudar a las mujeres vendidas en la calle, casi siempre inmigrantes y víctimas de estafas y violencia. Y sobre este tema volvimos más veces, porque constituía un importante ejemplo de cómo las religiosas son capaces de formar una red y de intervenir en forma de apostolado nuevo en ayuda de las personas que más sufren. Desde el primer número comenzamos ya a recibir cartas de religiosas repartidas por todo el mundo, sobre todo misioneras, que veían en nuestra publicación mensual la posibilidad de entrar en contacto con una comunidad de mujeres interesadas en debatir y apreciar su trabajo, y capaces de ampliar sus inquietudes intelectuales.
Fueron ellas quienes dijeron que nuestros números monográficos –aquellos cuyos artículos profundizaban en un solo tema– eran los más útiles y los más acertados, por lo cual, en cierto modo, a partir de entonces nos centrábamos siempre en un mismo tema.
Algunas empezaron a enviarnos cartas contándonos sus experiencias, que podían ser publicadas directamente o que daban lugar luego a una entrevista. Con frecuencia, el tema de un número lo sugería precisamente una de estas cartas.
Se trataba de relatos sencillos y claros de experiencias misioneras, de las cuales surgía un estilo de trabajo típicamente femenino. Humildemente, con muchísima paciencia y con una gran capacidad de escucha, las monjas conseguían entrar en contacto con una comunidad y poner en marcha iniciativas de ayuda y de renacimiento espiritual. La conversión, cuando la había, tenía lugar por contagio, por el clima que creaban las monjas, por su capacidad de vivir de forma ejemplar lo que predicaban. Pero también se contentaban con mucho menos: con hacer comprender a las madres de un país asiático donde la enfermedad congénita de los niños se consideraba como un castigo divino, como un karma negativo, que podían amar a su hijo enfermo y cuidar de él. O con hacer que un grupo de bandidos africanos que las habían secuestrado experimentaran la paz y la armonía que nacen de la oración.
Para estas mujeres, el cristianismo no era una serie de normas ni un conjunto de ideas teológicas que había que transmitir, sino una realidad sencilla y luminosa, al alcance de todos.
Comenzamos así a darnos cuenta de lo importante que era el papel de las religiosas a la hora de transmitir una idea de Iglesia humana, capaz de llegar al corazón de la gente porque estaba atenta al núcleo más profundo del mensaje evangélico.
Pero nos dimos cuenta de que estas mujeres no contaban nada, era como si no existieran para la jerarquía eclesiástica: no se las llamaba cuando se tomaban decisiones, no se las escuchaba para conocer sus experiencias, sus propuestas, sus proyectos. Ni siquiera se las consultaba cuando se celebraba cerca un pequeño procedimiento para la elección de un obispo en la zona donde ellas, a veces varias decenas, residían y conocían, por tanto, muy bien.
Mientras la teología y la espiritualidad católicas exaltaban a María como símbolo eterno de la maternidad, sacralizada e inmóvil, y no como una mujer plenamente humana, las mujeres de verdad, privadas de palabra, dejaban de ser parte activa y escuchada de la vida comunitaria. La incautación de la palabra crea una situación de inferioridad, relega a la religiosa a un estado de eterna subordinación y obediencia.
Nuestro grupo inicial –que desde el principio inauguró una laica– se fue ampliando y fue cambiando algo de fisionomía, con nuevas incorporaciones y también con la renuncia de algunas, pocas, a continuar la aventura juntas. Durante los dos primeros años se formó así el grupo definitivo, ágil y creativo, que ha conducido al mensual a nuevos objetivos.
La diversidad entre nosotras nueve –diferencias de edad, de experiencias profesionales y de vida, con tres religiosas católicas y tres laicas no creyentes, una de las cuales es judía– ha sido siempre la figura fundamental de nuestro trabajo común, que nos ha permitido no caer nunca en un modelo clerical a pesar de la situación en la que estábamos trabajando.
Por lo que respecta al contenido del mensual, tras los primeros meses comenzamos a ampliarlo con una página doble dedicada cada año a un tema que recogía reflexiones de mujeres, pero también de hombres, sobre un tema esencial para nosotras. El primer tema que tratamos fue la relación entre mujeres y teología –estos ensayos se recogieron posteriormente en un libro–, y el segundo, en el año durante el cual se celebró el primer Sínodo de la familia, fue mujer y familia. En este caso queríamos llenar un vacío, el de la ausencia del pensamiento femenino y del estudio del papel de las mujeres, que marcó el primer debate sinodal sobre la familia, pero sobre todo el segundo también.
Durante los años siguientes publicamos textos de estudiosas –y estudiosos– de todo el mundo, pertenecientes incluso a otras confesiones cristianas, sobre Sagrada Escritura, gracias a la colaboración de una excelente biblista, Nuria Calduch-Benages, profesora en la Universidad Gregoriana. Estos textos –con los que tratamos de hacer balance de la investigación exegética feminista contemporánea– se convirtieron en tres libros, traducidos al español y dedicados respectivamente a las principales figuras femeninas del Antiguo Testamento y de los evangelios, y, por tanto, a las mujeres de Pablo, con contribuciones innovadoras y a veces sorprendentes3.
Entre tanto, nuestro trabajo obtenía una primera e importante validación internacional. Porque, a comienzos de 2015, la revista española Vida Nueva, dirigida por José Beltrán, decidió publicar como suplemento nuestro mensual, traducido al español. El número de lectores se ampliaba así considerablemente, teniendo en cuenta que la revista se difundía también en América Latina. Y nuestro debut en el área hispana coincidió en marzo con el número dedicado a Teresa de Ávila con ocasión del centenario de su nacimiento. No se trataba de artículos hagiográficos, sino de un balance del encuentro, sin duda afortunado, entre la santa y la modernidad: entre otros, con una entrevista a su más destacada biógrafa laica, Julia Kristeva, y su explicación de las manipulaciones a las que su vida y sus escritos fueron sometidos durante siglos.
Entre tanto se estaba preparando una gran novedad. Nuestra publicación mensual, en mayo de 2015, tres años después de su nacimiento, se convertía en una verdadera y auténtica revista, mucho más rica y, sobre todo, con un formato de lectura más fácil. Nuestro primer número de este tipo estuvo dedicado enteramente a la Visitación, el episodio bíblico narrado en el primer capítulo del evangelio de Lucas y al que desde el principio habíamos dedicado nuestro trabajo: mujeres que van al encuentro de otras mujeres, reconociendo el don divino que han recibido.
El abanico de los temas sobre los que tratábamos era amplio, y siempre pasaba de la actualidad a la exégesis bíblica, de la teología a la reflexión sobre los cambios que han tenido lugar en la identidad femenina. Así, nuestro grupo no era solo un equipo de redacción que recogía artículos y se ocupaba del periódico, sino un auténtico laboratorio de trabajo intelectual que preparaba, y debatía, los temas en los que se iba a ahondar. Debates sobre libros en común, invitaciones a hablar sobre temas en los que queríamos profundizar, dieron a nuestro trabajo una profundidad y una capacidad de ampliación de los temas que fueron más allá de la simple recopilación de textos para su publicación.
Pronto descubrimos que el espacio en el que podíamos movernos –es decir, el que iba desde los pocos y ya obsoletos documentos pontificios sobre las mujeres hasta las demandas de mayor alcance de los movimientos feministas, desde el derecho al aborto hasta la afirmación de género– era enorme y estaba casi desierto. Nuestras reuniones fueron siempre animadas y creativas, las diferencias de opinión servían para presentar los problemas de forma más equilibrada, para avanzar respecto a lo que se había dicho hasta ese momento. A veces, en la felicidad del camino recorrido juntas, de las ideas que pretendíamos completar, me vi envuelta en esa alegría profunda que se experimenta cuando se siente que hay algo maravilloso precisamente ahí, en ese momento y con esas personas.
Es verdad que ya había en la Iglesia un importante filón intelectual feminista, que se ocupaba sobre todo de releer, desde el punto de vista de las mujeres, los textos sagrados y de repensar la teología de un modo nuevo. Y, sin embargo, aunque desempeñaban un importantísimo papel, estas mujeres nunca se habían dirigido en sentido contrario, es decir, no habían pensado en plantear de nuevo el debate de los dogmas feministas. Las propuestas feministas, o se aceptaban por completo o se rechazaban en bloque, remitiéndose a los documentos papales. En resumen, faltaba una reflexión creativa original que partiese de las mujeres y que hiciese, desde el punto de vista católico, un instrumento realmente creativo para examinar con mirada crítica ideologías que se estaban endureciendo. Basta con unos ejemplos para explicar lo que acabo de decir.
Como sabemos, el problema del género –al que la Iglesia contrapone los textos sagrados, ya desde el «hombre y mujer los creó» del Génesis– ha dado origen a un debate puramente teórico, que ha ignorado la existencia de planes concretos, como el médico. Precisamente cuando se han propuesto nuevas leyes para eliminar de los registros la definición de madre y padre, a las que se opusieron en Francia multitudinarias manifestaciones en defensa de la familia tradicional, los médicos descubrieron que las mujeres y los hombres se comportaban de forma diferente ante la enfermedad y reaccionaban de forma distinta a los medicamentos, y llegaron a denunciar los riesgos que se corrían haciendo pruebas de medicamentos solo a hombres, porque las mujeres son más complejas, tienen un ciclo hormonal, pueden quedarse embarazadas. Pero este nivel de investigación, curiosamente, no incorporó la idea de la identidad sexual: nosotras sí lo hicimos en nuestro mensual, proponiéndolo a la reflexión común.
Nos preguntamos luego, en un largo diálogo con la filósofa Camille Froidevaux-Metterie, si se podría debatir sobre la diferencia femenina sin caer en el existencialismo. Así nos dimos cuenta de que el cambio antropológico que estábamos viviendo amplía ahora a todos los seres humanos lo que hasta entonces había sido una experiencia de las mujeres, es decir, el ser al mismo tiempo personas de derecho, libres e iguales e individuos encarnados y sexuados. De hecho, el proyecto de la filósofa fue introducir de nuevo la corporeidad femenina en la reflexión feminista.
Había miles de señales que indicaban que el cuerpo de las mujeres estaba en el centro del enfrentamiento entre religiones, y en particular en el del cristianismo y el islam, presentándose como una cuestión clara y zanjada en la que se contraponía, por un lado, el oscurantismo de los velos y los burkas, y, por otro, la libertad. La cuestión de las mujeres, por tanto, está hoy en el centro de las relaciones entre las distintas confesiones religiosas, pero este análisis rápido y superficial no nos convencía, y por ello decidimos dar comienzo a un recorrido de estudio, para tratar de huir de estas formas de fácil simplificación. El hecho de que, sobre todo en Francia, hubiera un pequeño número de mujeres –jóvenes, emancipadas– que se convertían al islam, no para casarse con un musulmán, sino por decisión propia, nos llamó mucho la atención. Era preciso examinar de nuevo la situación, profundizar más. Lo hicimos partiendo de un libro un tanto olvidado, L’harem et les cousins, de Germaine Tillion, que sirvió para desmentir una de las convicciones más arraigadas de nuestro tiempo, la de que las religiones están en el origen de la opresión de las mujeres y que, en particular, la religión islámica las humilla y limita su libertad.
Hasta hace unos decenios, cuando la presencia musulmana en Europa no era tan visible, y sobre todo no parecía plantear ningún problema concreto, era la Iglesia católica la bestia negra del feminismo, por su cerrazón ante los anticonceptivos y el aborto y por el rechazo al sacerdocio femenino. Hoy su puesto lo ocupa el islam.
Tillion informa sobre el problema en el contexto antropológico más extenso del área mediterránea, y hace reflexionar sobre una norma contemplada en el Corán que no se ha aplicado nunca: el derecho de las hijas a heredar, aunque fuera una pequeña parte. La comunidad musulmana casi nunca ha respetado este derecho. Según la comunidad musulmana, el origen de la opresión de las mujeres no está en la religión, sino en la estructura social relativamente homogénea en la costa meridional y septentrional del Mediterráneo, opresión que ha sobrevivido a las revoluciones religiosas cristiana e islámica. El largo período en que la autora establece su discurso implica también a Europa, y subraya que, en realidad, las grandes religiones han fracasado en su plan para revalorizar a las mujeres.
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