Kitabı oku: «La vida feliz de mis jóvenes ricos»
la vida feliz de mis jóvenes ricos
Diseño de colección: Aída Pozos Villanueva
Maquetación de forros: Jorge Cerón Ruiz
Fotografía de portada: Alberto Tovalín
Primera edición, 7 de mayo de 2021
D. R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, cp 91000
Xalapa, Veracruz, México
Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88
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ISBN: 978-607-502-910-8
“La felicidad es un ave fugaz. Cuando la tienes y huye, creerás que no existió jamás.”
Aníbal Turena
“La palabra del alma es la memoria.”
Luis Rosales
Éramos cisnes
“¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello / al paso de los tristes y errantes soñadores?” Soñadores, lo éramos, claro Rubén. Nuestro pecado –un hermoso pecado– fue creer que en el mundo, en la vida, siempre se es feliz… Todos habíamos estudiado en muy buenos colegios (como dicen ahora) y casi todos estábamos hartos de aquellos colegios religiosos, por supuesto. Todo pecado nos semejaba una virtud. E íbamos con frecuencia a París y a Londres –más a París– por cultura y por besos. Roma resultaba hermosa y aburrida. Tánger era muy seductor, pero a las chicas les inquietaba un tanto, parecían fuera de lugar. Y no poco de cierto había. No lo pregunte, si lo sabe: nuestros papás (que con mucha frecuencia no se llevaban bien) proveían a todos nuestros gastos, con creces generosas. Pensarían que así –con alguna leve reprimenda ocasional– los dejaríamos en paz. Y nada nos gustaba más que no estorbar sus planes mientras ellos abonaban los nuestros…
Lucinda era una de mis mejores amigas, y tal vez la que estaba más en mi secreto y en mi cuerda. Era rubia, de ojos azulosos y tenía una distinción inmensa, en estar de excelente; como los zorros árticos de su abrigo más invernal. Nos conocimos (o intimamos) en las reuniones nocturnas y veraniegas que el raro Leonardo hacía en su enorme casón de La Moraleja. Su familia pasaba mucho tiempo en Los Ángeles –no sé por qué– y él (mayor que nosotros unos cuatro o cinco años) actuaba como dueño de aquel alcázar. Creo que fue en 1972. Leonardo Márquez Uzquieta era un personaje raro de verdad –visto desde hoy–, por eso también nos encantaba. Sentado en el porche trasero en un gran sillón hawaiano, pontificaba un poco, bebía, se drogaba moderadamente y suponía que la vida es un sutil experimento para quien la sabe entender.
Diré cuatro palabras sobre él, porque importan. Sentíamos que Leonardo Uzquieta iba en nuestra misma barca, pero como entonces primaba el sentido del placer y éramos básicamente hedonistas, nos gustaban más sus reuniones que esas singularidades. ¿Por qué él y su familia, de apellidos doblemente españoles vivían en EE. UU., aunque mantuvieran ese gran casón de Madrid? De veras, nunca he llegado a saberlo. Sabíamos que Leonardo –muy dado a discursos intelectuales, que a mí y a mi amiga nos gustaban– había publicado un par de libritos de versos en España. Lo que no sabíamos entonces es que esos libros habían pasado por completo desapercibidos, y que ello debió amargar algo el corazón aparentemente feliz y algo hedónico de Leonardo.
Creo que su pasión favorita era que un par de chicos preciosos y rubios, hijos de no recuerdo qué conde, los hermanitos Crespi, a los que yo adoraba, se bañaran desnudos en la piscina y se hicieran mutuamente una paja cuando salían mojados de aquel agua azul, azulada, iluminada por focos de noche. A Leonardo le gustaba el mayor, César, mientras que yo requería al un poco más pequeño (sólo un año menor) Borja, que era muy dulce. Nada decía si eran o no homosexuales, el tema en sí semejaba importar poco. Lo importante es que los muchachos eran muy hermosos, brillantes, y consentían gratamente. Consentir era un acto de noble vicio y más noble gentileza.
Un día, Lucinda (nos dimos cuenta, casi de súbito, que compartíamos dos clases de italiano en la Universidad) me dijo mientras paseábamos por el campus, ajenos a algún ruido mitinero: Sito, ven mañana a cenar a casa. Mamá no estará, pero verás a mis dos predilectos: mi hermano Tristán –sólo había oído hablar de él– y mi novio (bueno, él dice que es mi novio) Alberto, que estudia Derecho, y podría venir a recogernos. Pero Alberto no será nada, sólo le gusta montar a caballo…
Lucinda vivía en un piso muy grande, por Chamberí; pese a cierto evidente lujo, era obvio que su familia había conocido tiempos mejores. Lucinda era muy inteligente y muy desesperada. Con una desesperación que, diría yo, no tenía nombre claro. Escorpión doblemente. Su padre (fallecido años atrás) era sobrino directo del marqués de Cerralbo, y su madre, una mujer mundana, elegante y alta, se diría que únicamente aspiraba a ser sofisticada, chic, ultrarrecompuesta, probablemente usando también el dinero de la herencia de sus tres hijos. Creo que se llamaba Adela, pero mi amiga terminó regañando seriamente con ella –en efecto, robaba a sus hijos–, y Adela, dama muy distinguida y trapacera con ricas amistades en México, se me pierde en el fondo de los años. Aunque su recuerdo, un algo Borgia, huela mucho a ramos de violeta. (“El falso azul nocturno de inquerida bohemia.”)
La asistenta, que pasaba todo el día en aquella casa, menos la noche, había dejado los guisos y vinos en la cocina, y una mesa en el salón, espléndidamente puesta. Sin duda le habían dicho que se esmerara y la vieja vajilla y cristalería –relucientes– eran magníficas. Tanto Alberto como yo nos presentamos muy acicalados y con sendos ramos de rosas. Lucinda los aceptó como algo muy normal y los puso en dos preciosos jarrones de cristal con adornos dorados. Nos sentamos en un sofá y mi amiga nos ofreció unos Dry Martini (yo aún había tomado muy pocos), pero le rogó a Alberto que los hiciera él.
—Verás, Alberto los borda. Pero dice que no sabe hacerlos…
Resultó que Alberto (estudiante de Derecho un año mayor que nosotros) se emborrachaba a diario con esos cócteles USA, decía él, que en verdad le salían fríos y en su punto.
Lucindita querida –le dije con aire fingido de mucho salón–, ¿no vendrá tu hermano? Sí, Tristán me ha dicho que venía, por supuesto, no creo que tarde. Alberto comentó: Veo que no conoces a Tristán. Ah, él es el rey de esta casa. El rey. Pero no debes decírselo. ¿No es verdad, Lucinda? Pues la verdad no lo sé, replicó. Yo creo que Tristán no es exactamente simpático, pero Alberto, aunque dice ser sólo muy débilmente bisexual, está rendidamente enamorado de mi hermanito pequeño. ¿No? Y Alberto, apurando el Martini, se echó a reír, entre disimulo, jactancia y timidez. Querida –soltó–, todos necesitamos un efebo lindo en nuestra vida. Y Tristán, en ese sentido, es la perfección. En ese mismo instante sentimos que la puerta principal se abría con un cauteloso llavín.
Y apareció Tristán. Bueno, sólo su voz, al inicio. Una voz grave pero nítidamente joven: Luci, me arreglo un momento y voy ahora mismo… Lucinda nos dijo que Tristán, aunque no quería reconocerlo (en realidad algo hosco), era sumamente presumido. Le gusta gustar. Como a ti, mi querida, agregué. Y ella se rio un poco y dijo: Bueno, intento que no se note. Debe de ser algo de familia. A mamá también le encanta gustar. Estuve por añadir que demasiado, pero guardé educado silencio. Lo cierto es que aquella mamá egoísta era sumamente encantadora.
Alberto me dijo: Tristán te va gustar de inmediato. Pero no avasalles. ¿No te quiere tanto el niño Crespi? Leonardo me dijo (sabes que el docto Leonardo es muy cotillo) que el otro día-noche, después del desmadre de los hermanos en la piscina, acompañaste a la ducha al bello Borja, y además (mérito mayor) porque te lo pidió él mismo… (“En el maravilloso cristal de las tinieblas”). ¿Qué quieres decir, Alberto –era Lucinda–, que Sitito y Borja se lo montan? Ah no, no he dicho nada. Si quiere nos lo puede explicar él antes de que irrumpa tu hermanito. Es muy fácil –dije–: Borja me tiene mucho cariño o eso dice. Pero no sé los pasos que dará sin que César lo vigile. En realidad, es algo sencillo y casi dulce: Borja me dijo que le acompañara a ducharse porque quería hacerme una pregunta. Fuimos y me dio un beso muy casto, aunque estaba duro. Quería saber si, como al parecer le dicen, tiene un culo tan especial, tan bonito… Entonces cerró la puerta, se secó, se dio la vuelta y me mostró ese tan delicado trasero que acaricié con delicia. Le dije: Borjita, ni lo dudes. Esto es pura armonía, suntuosa y delicada belleza. Y él me dio las gracias sonriendo y se metió en la ducha. Antes de cerrar añadió que le encantaría que yo lo enjabonara, pero que comprendía que me esperaban fuera y que él iría muy pronto, asimismo. Bueno, Borja, en realidad… pareció comprender. Me lanzó un besito con la mano y añadió: No te preocupes, amor, tú sabes que la respuesta es sí. Y comenzó a oírse el ruido del agua y a elevarse el vapor, levemente… ¿Es eso amor? Alberto y Lucinda me observaban con distintos grados de felicidad. Casi al unísono me replicaron: Bueno, ya nos contarás. Si no es amor (nunca se sabe) tiene todas las trazas, al menos del maravilloso amor de verano… Del amor de las aves y de las rosas.
(Sí, todo esto ocurre al fin –aún no claramente tan previsible– del franquismo. ¿Qué pensábamos de eso, si algo teníamos que decir? Obvio: unos no sabían bien dónde vivían, porque no les faltaba nada; sabían, me parece, que en su país existía cierta irregularidad no buena, pero todo debía atribuirse a una lejana –ya la veían lejana– y terrible guerra civil, que era el origen de tantos males, así es que mejor el olvido. A los demás tampoco nos faltaba nada, pero en la universidad, llena de protestas antifranquistas y libros, sabíamos. Ni Lucinda ni yo teníamos nada de franquistas, es más, odiábamos al dictador odioso. Pero éramos muy jóvenes, y el deseo de placer y saber, la pulsión hedónica, se sobreponía a lo demás. En cuanto a los más jóvenes, parecía bastarles con decir que eran apolíticos, y en cierto modo no mentían. Gozaban de la belleza, de la luz y del perfume. Por lo demás, sí es cierto que, si no éramos en absoluto franquistas, tampoco éramos comunistas, que era la única izquierda que se veía en las aulas, a través de muchos mítines y asambleas y del clandestino Mundo Obrero, presente cada mañana. Yo en mi adolescencia hasta sentía compasión por los asesinados zares de Rusia; la progresía complutense, salvo notables amigos, me parecía cateta. Acaso hubiese sido socialista, pero en mis años universitarios no vi al psoe por ninguna parte, la oposición era el “Partido”, es decir el pce. Por lo demás, me interesaba, como a muchos que algo sabíamos de la fulgente contracultura, la libertad individual –de todos– cada vez más extensa, y la sabiduría, el placer y la experiencia como cosas inextricablemente unidas. Lucinda y yo –y Alberto cuando iba a buscarnos– fumábamos porros por los pasillos de la facultad, ataviados de pieles, anillos y guantes, nunca pana. Una chica bajita y no muy agraciada que era la encargada local del Partido –la llamábamos “la Pasionaria”– nos criticaba y miraba sañuda al vernos pasar. Éramos tan solo decadentes burgueses despreciables, pero el insulto de aquella chiquita nos confirmaba en nuestro elitismo libertario. (“Oh dulce mujer, de extremados instintos…”). Quizá suene raro, pero era exactamente así. Nosotros –visto desde hoy– pertenecíamos a la facción de los “modernos”, en todo o casi opuesta a los “progres”, sólo que nosotros éramos infinitamente distintos y mejores y todos –conviene decirlo, de un modo u otro– detestábamos la dictadura. Pero nosotros no creíamos en el “compromiso” ni en el Miguel Hernández de “Vientos del pueblo”. Creíamos en Ginsberg y en Andy Warhol, entre muchos ejemplos…Éramos antifranquistas locamente embarcados en el esquife de la modernidad y del placer. No era mucha la diferencia, era realmente muchísima. La contracultura murió, la mataron o se suicidó. Pero ello vino –con tantas tristezas– más tarde. “¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!”)
Tenía Borja diecinueve años, uno menos que su hermano César, más rotundo. Se dijo. Borja era rubio trigueño y con los ojos azulencos. Una piel como dorada y apenas vello y todo él un cúmulo de perfección en un cuerpo que, pareciendo no destacar en exceso –pues la armonía unifica–, en verdad irradiaba. Los ojos de Borja eran nítidamente inocentes, mientras que su desnudo recordaba las palestras juveniles de Olimpia. Sí, los glúteos eran atrayentemente redondos, iguales y sin exageración ninguna. Y la mano palpaba allí un calor tibio y una suavidad de geometrías carnales. Claro era el matojito de pelo de las axilas, igual que el algo más abundoso del pubis, bajo el que unos compañones discretos y prietos ostentan un pene flaco y largo que podía crecer mucho. El pecho, marcado, sólo lo meramente necesario, era un broquel de oro terso. Y como los muslos de álabes suaves, todo en aquel manso dorado fulguraba.
Borja no era un estudiante excelente, pero no resultaba nada torpe. Había empezado la carrera de Derecho sin ganas ni convicción, pero dispuesto a cumplirla. Aunque en su casa o en su ámbito lo encontraba natural, afuera sentía cierto complejo (nunca hablaba de ello) en saber que su padre y abuelo ostentaban títulos de nobleza, retratados ya por grandes pintores. Creía saber –no lo razonaba– que todo aquello eran cosas de la Historia y que el presente, incluso aquel presente, tenía poco que ver con ellas. Era tan importante, sí, que no merecía la pena mencionarlo.
Un día llegó a casa de Leonardo, no lejos de la suya, con sandalias, un corto pantalón azul y una camiseta de marca y manga corta de pulido azul celeste. Con el rubio cabello levemente al viento, el chico, tan enormemente natural, tenía algo de una aparición. Como el ángel de Teorema de Pasolini. El azul cielo era su color, sin duda. Borja –no le gustaba “Borjita”– tenía vagas aspiraciones de arte y saber que en nada parecían cuadrar con la carrera que seguía. Por eso le gustaban abiertamente los chicos mayores que él que, además, lo cuidaban mucho. Se hacía pajas en la cama, como tantos jovencitos, y sólo una noche y casi sin notarlo, se percató de que para excitarse y eyacular –no era difícil– siempre pensaba en hombres. En mujeres, mayores o jóvenes, nunca. Y sin embargo, jamás tuvo que decirse que era homosexual; de un modo muy simple asumió que le gustaba lo que le gustaba.
Algunos decían que tenía algo con su hermano César, porque se parecían mucho, o el aire de familia era muy notorio. A Borja no le atraía su hermano, simplemente lo quería. Algo muy natural en su cercanía. Pero sí era verdad que César, semejante aunque algo más fuerte, una noche entró en su habitación en calzoncillos, y le dijo: Borja, ¿no quieres que durmamos juntos? El más joven no contestó, llanamente hizo espacio y abrió la cobija para que César entrara. Había una muy lejana luz. (“El sol ya da la vuelta / Hasta la estatua busca compañía”). Sin hablar, César comenzó a besar y a acariciar a Borja con pasión contenida, hasta darse cuenta de que ambos estaban plenamente erectos. Entonces César se bajó mucho los calzoncillos e hizo lo propio con los de Borja, pero éste –acaso por más comodidad– se los sacó del todo. Sólo notó en medio de aquella pasión notable que César escupía en su propia mano, jadeante, y pasaba con fuerza toda aquella humedad salivosa por el culito de Borja, que lo permitía, también con leves gemidos. No mucho después, con algo buenamente salvaje, César se puso encima de su hermano menor, muy duro, y le clavó la verga bien, abriéndole las nalgas. (Los puritanos dicen que estas cosas no se deben contar. Que el lector las imagina y acaso se arrecha. Pero lo hago, sin ir buscado morbo, porque esa era nuestra vida, incluso en esa época que más celaba el sexo.) Se corrieron a la par, César dentro de Borja, y éste con una fuerza que nunca había sentido, dejando una gran mancha espesa en la sábana blanca. Quedaron unos momentos como exhaustos, felices. Al poco César besó suavemente a Borja en el cuello, se subió el calzoncillo limpiándose y salió en medio de la oscuridad no total. Borja, silencioso, se fijó en los muslos fuertes de su hermano. Había sido maravilloso, pensó, aunque aún notara la embestida. Aquello –exactamente aquello, lo de Leonardo era otra cosa, no su real intimidad– nunca, nunca más volvió a pasar. Incluso si alguna vez se veían envueltos en sexo de grupo, Borja y César, discretamente, se rehuían, algo al menos. Ambos se admiraban, pero no lo decían. Los chismes a su costa más bien les parecían un elogio. César se consideraba algo perverso y le gustaba mucho esquiar. Borja soñaba con la literatura o la pintura, pero no sabía muy bien porqué. Era un chico radiante. No lo vimos luego de 1977 o 78. Si alguna vez pienso en Borja, no lo sé envejecer, me es imposible. Por ello preferiría no verlo. Por respeto al príncipe brillante, que hubiese dicho Murasaki Shikibu, aquella refinada dama.
Y entonces –retornemos– entró en el saloncito Tristán. Serio y muy bello, como se había comentado con conocimiento. Tristán era el hermano pequeño de Lucinda, que además tenía otra hermana intermedia, Nuria, a la que vi muy poco. Nuria era rara: O quería novios guapos o irse a África como monja misionera, para cuidar a enfermos graves o tullidos o desesperados de la miseria, cualquier cosa que fuera extrema. Lepra. Nunca he sabido qué hizo, al final. Tristán era alto, delgado, pero de exactas medidas, y con el pelo castaño oscuro bastante liso. El pelo le caía en un bonito flequillo o mechón por la frente…Tenía los ojos grandes y las pestañas densas. Era atractivo y sin duda lo sabía. Es cierto que tenía un aire serio (se sentó entre nosotros al llegar, con una bonita camisa filipina) que sólo se atenuaba con el paso del tiempo, como si necesitara más de una hora para relajarse, aunque lo consiguiera al fin, al menos parcialmente.
No tardamos en ver cómo Alberto se situaba lo más cerca posible de Tristán y le hablaba bajito: Terminas este año cou, ¿no, querido? El otro respondió con un vago cansancio: Sí, estoy harto ya. La mayoría de los profesores son gilipollas y necios… Entre nosotros hablábamos bastante de sexo y con no poco desparpajo, pero delante de Tristán parecía surgir algo así como pudor. Yo le había preguntado a Lucinda: ¿Tu hermano entiende? “Entender” era la palabra de la época para decir, con disimulo, que eras gay o que lo era otro. Ella me dijo: Pues, amor, la verdad es que no lo sé del todo. Yo creo que ha tenido pocas experiencias, tanto en un sentido como en otro. Muy pocas. Pero me parece muy evidente que sí es un tanto narciso. Un día se paseó por casa desnudo. Mamá no estaba. Yo no dije nada, me parecía bien, pero no entendí el motivo. Eso sí, me pude dar cuenta (ser hermana no impide eso) de que era un chico bonito. De eso no hay duda. Y mejora a ojos vista. De ello lleva buena cuenta Alberto… ¿No? Muy cierto. Pero no parece ser tan correspondido. Tristán simple y lejanamente, acepta.
En realidad (no parece muy grato decirlo) nunca supimos mucho de Tristán Aguilera. Creo que ni su hermana, que ciertamente lo quería, supo o conoció los meandros de su corazón adentro. Alberto lo más que logró –lo reconocería él mismo– fue conseguir del esbelto muchacho (diecinueve años) una buena sesión de fotos, en la terraza y en un diván, estilo toga o túnica. El chico desnudo –parece que no le importaba– se cubría o descubría con una suerte de ligero manto. No me puedo acordar de si las fotos eran o no buenas. Lo que retengo con claridad es que Tristán lucía alto y bello. Que en dos fotos –habría cerca de veinte– se dejaba ver el vello púbico y en otra, bajo la túnica o quizá sábana, se adivinaban los inicios, la mera dureza inicial de una erección. Pero no supimos, ni sé del todo bien, hasta dónde llegó realmente aquello. Según Alberto –pero a ratos se contradecía– una tarde se habían tumbado juntos y desnudos en una cama, estilo enamorados medievales, sin hacer nada. Como con una espada por medio.
Recuerdo a Tristán levantándose (quizá pasábamos al comedor) su figura larga y elegante. El flequillo que caía sobre el rostro de forma muy clásica pero ágil, dentro de aquel singular punto serio que abría como sin abrirla una sonrisa. Que medio seducía mucho con esa tal semisonrisa, que acaso no se sabía muy bien para qué o sobre quién ocurría…
Tristán Aguilera –diecinueve años– quedaría muy poco después como la deliciosa sombra, vaga y bella, de un mundo o de un chico que ya nunca sería. No creo que pasara ni un mes de aquella cena, cuando recibí una llamada a deshoras de Lucinda: su voz mezclaba muy raramente la angustia y el sosiego. Me dijo, muy de golpe: Sito, Tristán ha muerto. Y entonces sí creí sentir un sollozo controlado. ¿Muerto? Se ha suicidado arrojándose por una ventana del patio interior. Creo que era el cuarto piso, en una casa de techos más bien altos. No supe qué decir y vine a entender que mi amiga tampoco esperaba o deseaba que se dijese nada. Era lo que era y ya se había producido el punto final. El suicidio es un estupor siempre. Sólo alguna vez, semanas más tarde, vi lagrimear a Alberto, cuando de paso se mencionó a Tristán. Lucinda no quería hacerlo. Era –pensé– como si le diera miedo. Motivado. (“Son la noche en vela, / las batallas perdidas y las puertas cerradas.”)
Quizás porque aquello luctuoso fue cerca de unas Navidades que habían quedado atrás, recordé mucho un fin de año en París, no mucho atrás, con mi madre, que significó para mí el ingreso en la juventud, y no sé todos los motivos. O no al completo. Se nos ocurrió de repente. La Nochebuena aún tenía que ser inevitablemente familiar, pero la Nochevieja no. Y no hacía demasiado que existía un tren, el “Puerta del Sol”, directo Madrid-París y con bellos coches-cama, todavía. Era el fin de 1970. Yo acababa de conocer, aún sin plena amistad, a Lucinda y su entorno seductor, y leía mucho, escribía poemas que juzgaba de madurez, aunque yo fuera de natural incipiente.
Llegamos el 29 de diciembre de 1970. Ambos conocíamos bien la ciudad, pero no sé por qué aquel momento nos parecía singularmente especial. Fuimos al Hotel Mont Thabor, en una callecita muy cercana a Rivoli y a la preciosa Place Vendôme, durante años mi lugar predilecto de París. Alguien había comentado a mamá que en aquel hotel muy selecto, y en el momento algo españolizado, había muerto en autoexilio, muchos años atrás, el dictador y general Primo de Rivera. No nos importaba en exceso.
No buscábamos el pasado en ningún sentido, sino el futuro que tenía aroma de esperanza. Ni más ni menos. Aquel fin de año nevó mucho en el bello París. No nos arredró; creo que nunca he caminado tanto por una ciudad hermosa y cubierta de nieve… No sé por qué –ambos la conocíamos, nos gustaban el sitio, la explanada, no el panteón– fuimos hasta Los Inválidos, caminando siempre, a ver la tumba de Napoleón. Comenté, recuerdo, que a lo mejor el viejo hospital que aquello había sido era más lindo… Mamá no tuvo cuidado y cuando quiso reservar una mesa para fin de año, no sé si en Maxim’s, todo estaba lleno. El fin de año 1970-71 fue en el manso calor del hotel. Pero el resto de las noches, como la singular pareja que hacíamos ella y yo, no dejamos de ir a muchos célebres restaurantes e incluso a alguna sala de fiesta. Salir, neviscando, siempre era frío.
Le dije en una de aquellas ocasiones, sonriendo: Mamá, van a creer que soy tu novio. ¿No? Y ella me respondió, sonriente, asimismo: No te preocupes, cariño. Allá ellos. A mí me parece muy bien…
Mamá fue la primera persona que me llevó a ver un striptease (en el Lido, creo) aunque a mí aquello ni me importara ni me impresionara en absoluto. Entre la nieve y el lujo, y mi búsqueda por librerías de poetas provenzales, escribí en el hotel un suntuoso poema sobre una dama medieval, con el recuerdo de Leonor de Aquitania y los hermosos, tan hermosos tapices del Museo de Cluny, el museo medieval, donde la vieja abadía, que no conocí hasta entonces. Sólo recuerdo que aquel poema en prosa, que quería ser muy rítmica, se titulaba “Elegie pour une dame de Provence”.
Con todo aquello, volviendo a Madrid, en el salón restaurante de taraceas art-deco del coche-cama, supe, sentí, creí, bebiendo vino blanco, que entraba por fin a mi juventud por un secreto –o no tanto– arco de triunfo. ¿Qué debía hacer? Nada sino gozarla. No tenía muy clara aún –temo– la manera. Ello me lo mostraría Lucinda muy pronto y las personas de su entorno. Estaba seguro.
—¿Te gustó el viaje, Sito?
—Claro, mamá, ha sido magnífico.
Amaba entonces la place Vendôme y los arcos de la rue de Rivoli.
Y acaso sea lo más bello de cierta genuina juventud: Tenía gran confianza. La vida se abría… ¿Qué temer? “La mentira es una flor”.
La escena ocurrió varias veces, con las pequeñas variaciones que comporta todo lo repetido. Era casi siempre a la altura de mediodía en aquella Facultad de Letras, tan politizada. Carreras, caballos, gritos, “grises”, mítines, todo ello era muy consuetudinario. Pero la impresión –no plenamente cierta– es que aquello prácticamente no salía de la universidad. Creo que dije que no había (fuera de esa masa que nada parece sentir casi nunca) sino “progres” comunistas, por quienes teníamos respeto, pero a quienes considerábamos anticuados; y “modernos” que eran –simplificando– los de “sexo, droga y rock’nd roll”. Nosotros éramos y queríamos ser de esos, aún –me parece– minoritarios.
Alberto cruzaba desde Derecho a recogernos a Lucinda y a mí. O venía de practicar en un picadero o lo hacía así por gusto de provocar algo. Pero venía (quizá con el abrigo de cachemir por los hombros) vestido de jockey, con su chaqueta verde y botas altas de cuero. Era alto él y no mal parecido –aunque no de mi gusto–, y obviamente lo miraban. No era el modelo de un estudiante de la época. Al poco de su llegada –exhibición incluida–, Lucinda y yo salíamos con él de clase. Ella –que siempre se comía una pulida manzana en mitad de las explicaciones, como abrillantada para el momento– con su precioso abrigo de zorros blancos y sus algo tristes ojos azulosos, y yo con mi largo gabán marrón con enorme cuello de nutria. Alberto se traía preparado y liado un porro. Sólo uno. Ninguno éramos fumadores habituales y aquello (que llegaría a ser moneda corriente) no estaba aún tan extendido.
Paseamos calmos y vistosos por los claros pasillos académicos, fumando grifa, y escuchamos lo que nos decía despectiva y fea al vernos la chica bajita del pce, a la que llamábamos –la original era mil veces mejor– Pasionaria. Decía, el tono muy despectivo: Aquí tenemos a estos burguesitos decadentes… ¡Qué poco sabía y qué corta era aquella muchacha bajita! Decadentes era un término que nos halagaba y al que queríamos, a mí incluso me emocionaba un poco… Nosotros, pese a la provocación, estábamos mucho más lejos que ella. (“Y el desastre es rubio como San Juan / Y vuelan los ángeles sobre el desastre.”)
Es verdad que por nuestro aspecto y porque parecíamos ricos –aunque no resultábamos menos transgresores en otros muchos sentidos–, alguna vez nos ayudó, como al azar, menos o más, la policía. Un día, al salir, encontramos la facultad revuelta (no era raro) entre gritos y carreras. Pero parecía más fuerte y más humoso que otras veces. Un policía, al vernos ir hacia el centro de la discordia de algarabías, nos indicó con vago respeto: No vayan por ahí, salgan mejor por la parte de atrás. Nos señaló el camino y eso hicimos sin conciencia de culpa. No, no la teníamos. Detestábamos el franquismo, pero parecía mejor disimular… Resultábamos el escándalo “otro” de una clase en la que tristemente la mayoría no participaba en nada, fuera del signo que fuese. “La mayoría silenciosa” me pareció, desde entonces, creo, la garrulez suprema. Pero salimos del campus –hacia el auto de Alberto– sin problemas.
Creo que esas historias (pequeñas historias, probablemente) entre Lucinda, Alberto y yo, no pasaron de ese curso. Tengo ideas de brevedad, por parte de él, sobre todo. Pero nos dieron muy mala fama fácil. Se decía, como parte de nuestro decadentismo malevo, que estábamos liados entre nosotros, que hacíamos tríos. Eso contribuía, entre ese mundillo pacato, a nuestra extravagancia y desarreglo de los sentidos. Sin embargo, todo o casi todo era sólo apariencia, es decir, relativa mentira. (“Y el rostro ya no era / Y la nieve caía sobre mi rostro.”)
En casa de Lucinda –a veces con aquella mamá suya, Adela, tan exquisitamente vampírica, pero tan delicada– continuaban unas cenitas de salón, que luego terminaban en muchas copas entre tantos amigos comunes. En una de aquellas cenas, quiero decir, en la oscuridad de después, creo que una noche –es muy nebuloso el recuerdo, por el alcohol probablemente– terminamos en una habitación del fondo, apenas iluminada, y acaso tendidos en la alfombra, Lucinda, Alberto y yo. Todo era turbio y raro (besos, caricias, toques harto superficiales) pero sé que aquella más que supuesta perversión nunca pasó de ahí. Además, Lucinda, aunque nunca nos quedó muy claro, decía tener un novio en Suiza, cuyo papel era tan evanescente como nuestras relaciones, pero, ello sí, con muchísima menos apariencia. Claro que Alberto (tampoco sé muy bien porqué, lo he adelantado) fue lentamente desapareciendo y nunca he sabido más de él. También ignoro si había mucho que saber… (“Miran las estrellas, y abandonan. / Miran los frutos, y abandonan.”)
Algún tiempo después, cuando Lucinda, contra toda apariencia, pero sin cambiar la suya, se hizo amiga de un amigo mío que se decía comunista, aunque mucho de boquilla, –solía ser muy simpático–, vinimos a saber (él conocía a muchos abogados) que la deliciosa y maléfica Adela, tan amiga de suntuosidades, sí se estaba de verdad gastando en sus propios placeres el dinero de la herencia de sus hijos (sólo ya dos hijas), que debía haber sido intocable…