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Luis Rodríguez


Nació en Cosío (Cantabria) en 1958. Actualmente vive en Benicàssim (Castellón). Es autor de cuatro novelas que fueron recibidas como “algo totalmente nuevo” y despertaron el entusiasmo de la crítica, que llegó a considerar a Luís Rodríguez, “uno de los mejores escritores vivos contemporáneos”.Su obra se caracteriza por una incuestionable voluntad de estilo, humor negro, nihilismo y por tramas muy originales en las que se aborda un tema recurrente: la identidad. Ha publicado «La soledad del cometa» (2009), «novienvre» (2013, 2016), «La herida se mueve» (2015) y «El retablo de no» (2017).

Candaya Narrativa, 55

8.38

© Luis Rodríguez

Primera edición: enero de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-85-1

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

A Verónica

A Adrián y Daniel

A Ricardo Menéndez Salmón


Índice

PABLO

JACINTA

CLAUDIO

PABLO

El primer párrafo de esta novela constaba de 66 palabras con 313 letras, 5 puntos, 8 comas y 4 nombres propios. Escribir (escribir/escribo/escrita) se repetía 6 veces, el 9% de las palabras y el 14% de las letras. La superaba el/la/los (8 veces). 34 palabras distintas, 4 (escribir, el, novela y de) suponían el 50% del párrafo. Así que lo taché. Pero al ver que había utilizado más la a (42) que la e (30) volví a escribirlo. Finalmente, lo suprimí.

Otras veces, siempre, el comienzo de una novela, la primera frase, aparecía sola, inconfundible. No la acompañaban otras palabras, solo un argumento temblado. Esta vez no. Sé qué voy a escribir, la novela de una novela no escrita, la incapacidad de Luis Rodríguez para escribir sobre el brigada Aníbal Briz y los emboscados Opo y Manuel.

Luis tenía un comienzo, dos incluso. En el primero, Aníbal miraba apesadumbrado el monte porque, un instante, pensó que la enorme mancha verde había dejado de ser una promesa para convertirse en una oportunidad. Aníbal sintió rabia por aquella idea ruin; ni siquiera encontró alivio en su brevedad.

El segundo, menos consistente, situaba a los emboscados Opo y Manuel con tres compañeros a punto de dormir en el pajar de un invernal, mientras fuera, bajo la lluvia y subido a un castaño, hacía guardia un sexto. Luis iba a escribir que en noches sin luna el monte es un recuerdo. No lo hizo. Opo pedía a quienes todavía siguieran despiertos que no se distrajeran cavilando cómo había llegado a conocer la historia. Sucedió así y así os la contaré, sin adorno: Un hombre, hace muchos años, escribió una novela. Cosió las hojas para componer el libro y lo guardó en la cómoda de su habitación. Murió. Su hijo vendió la casa. El nuevo propietario, al segundo o tercer día, abrió el cajón, vio el libro y, sin tocarlo, cerró el cajón. No volvió a abrirlo nunca. Nunca. El siguiente dueño jamás atravesó la puerta de la habitación donde se encontraba la cómoda que contenía el libro. Más años. El sobrino que heredó la casa no puso un pie en ella. Murió el sobrino, murieron, a su debido tiempo, los vecinos de la calle, y nadie, familiar o extraño, volvió a ocupar su casa. Bastaron cuatro generaciones para que el pueblo quedara totalmente abandonado. Si vais a Castellón, a la sierra de Espadán, preguntad por Jinquer, que así se llama, un pueblo del que apenas quedan unas pocas paredes, casi ocultas entre los matorrales, y las ruinas de la iglesia. Lo que no puedo deciros es el título del libro ni su autor.

Descartó el segundo, por tullido. Sus relatos, sus anteriores novelas, contienen abundantes grumos como este; son anécdotas, sucesos históricos, ensoñaciones, burbujas extrañas al texto. Sé que quiebran la línea argumental, pero las necesito, decía. Como Tarkovski, quien, dispuesto a rodar El espejo, recordó un campo de alforfón. Tarkovski viajó al paisaje de su infancia. Buscó la plantación. Nada, hacía muchos años que no se plantaba, solo trébol y avena. Frustrado, alquiló un terreno, pidió que lo sembraran de alforfón y esperó el tiempo necesario para filmarlo. Puede que nadie añore un campo de alforfón contemplando uno de avena, ni sufra interferencias ni se apee de la película. Pero si fue necesario para el autor (no sé qué hubiera sido de la película si el campo de alforfón no hubiera florecido… Fue para mí tremendamente importante que floreciera, escribió), si lo necesitó para contarse, de un modo u otro terminará siéndolo también para el espectador. Así, exactamente así, los grumos.

Aquí no. Luis aspiraba a construir un relato eficaz, directo, con una fijación obsesiva porque el lector, montes y niebla mediante, terminara con los pies mojados. No había lugar para estas pequeñas historias.

Luis pudo ampararse en el primer comienzo con la tranquilidad que da saber que tenía un principio y la tranquilidad que da saber que no, que el transcurso de la escritura podía arrastrarlo y terminar haciendo tope en la página 27, o en la 119. ¿Entonces? ¿Luis no tropezó con una primera frase reconocible? ¿No encontró el material o el tono adecuados? ¿Ni la voz? ¿A medida que le fue dando vueltas sus pretensiones se ensancharon hasta lo inabarcable? O, simplemente, no supo.

Lo que encontré me buscó, escribió Novalis. No creo que Luis me buscara; de su intento, de que no me buscara su intento de escribir la novela, no estoy tan seguro.

Lo conocí en Santander, los dos nos alojábamos en un hostal de la calle Eduardo Benot. La primera vez que lo vi me encontraba en el pasillo. A la altura de su habitación, oí llorar. La puerta estaba entreabierta, lo vi sentado en el borde de la cama. Lloraba con los codos apoyados en las piernas y las manos ocultando el rostro. Perdona, dije tras abrir un poco más. Me miró sin sorpresa. Tenía los ojos completamente secos, la cara relajada y, enseguida, una mueca de cortesía. Perdona, repetí, y me fui.

Literatura. Todo Luis era literatura, sin embargo no supo escribir la novela. Soy la cabeza de un perro cortada y separada del cuerpo, dijo en nuestro siguiente encuentro, me mantengo viva a base de bombearme sangre de una botella; en cuanto huelo a gato me gotea la lengua. Luis estaba solo en el Gayarre, un bar situado a cuatro portales del hostal. Cenaba croquetas con un vaso de leche. ¿Has leído a Evelyn Waugh? No, respondí. Nadie que nos viera habría supuesto que esas eran las primeras palabras que me dirigía. Siguió comiendo. Le di la espalda, pedí un café con leche y lo tomé en la barra, de pie. Me olvidé de él un rato. Cuando me acordé, ya no estaba. El encuentro fue un indicio consistente, eso pensé más tarde. La botella, la sangre que lo mantenía vivo, era la literatura, y el gato la vida. De la vida solo le interesaba aquello que convenía a su literatura. Y un detalle, su profundo respeto por los escritores: citó a Evelyn Vaugh; lo nombró enseguida. Le tenía sin cuidado que lo conociera, incluso yo mismo le tenía sin cuidado, pero el pensamiento era de Evelyn Vaugh.

Dejé de verlo unas semanas. En ese tiempo hice amistad con Valentín, alojado también en el hostal y amigo de Luis. Valentín hablaba mucho de él, de lo que suponía tener un amigo vaciado de vísceras y humores, solo literatura. Luis llora, dijo Valentín, se echa a llorar en cualquier sitio; es imposible averiguar el motivo, no tiene nada que ver con lo que estemos hablando, ¡llora sin lágrimas!, y para de repente (nunca más volví a ver llorar a Luis, ni a Valentín comentarlo).

A Valentín le gustaba el boxeo, a Luis no, aunque era Luis quien hablaba del combate de Manila cuando me acerqué a ellos en el Gayarre (entonces, por la amistad trabada con Valentín). Siéntate con nosotros, dijo Valentín. Sobre la mesa tenían un plato de rabas, intacto, frías; y un libro. Apenas participé en aquella conversación que se prolongó varias horas. Miguel, el camarero, aparecía silencioso (era mudo, yo no lo sabía) para llenar los vasos. Tomé tres o cuatro cafés con leche y las rabas.

Se unió a nosotros Magaldy, un amigo de Luis dueño de varios restaurantes (un empresario raro. Luis nunca pagaba en sus restaurantes, estuviera o no Magaldy. También es verdad que no abusaba).

Hablaron de espías. Entonces no lo relacioné, claro; ya andaba a vueltas con la novela. Luis mentó a Nedeljko Čabrinović, de quien yo no había oído hablar. Esencialmente, un cenizo, dijo. Horas antes de que Gavrilo Princip acabara con la vida de Francisco Fernando de Austria, Nedeljko le había arrojado al archiduque una bomba que rebotó en la capota del coche y cayó al suelo hiriendo a una veintena de personas. Nedeljko huyó, tragó una cápsula de cianuro y se arrojó al río Miljacka. El cianuro estaba estropeado, así que no se produjo el fatal efecto deseado, y el río… el río tenía una profundidad de doce centímetros. Lo detuvieron. Fue condenado a veinte años de prisión porque, ahí la adversidad flojeó un poco, según la ley austro-húngara no se ejecutaba a los menores de veinte años. Solo un poco: murió dos años después de tuberculosis.

Hablaron de la extrema importancia del detalle: un espía inglés infiltrado en suelo alemán fue descubierto porque había escrito un 7 sin palote, como lo hacen en muchos sitios, pero no en Alemania.

Del peso de la información: un agente inglés había desvelado secretos a los rusos. Descubierto, fue juzgado y condenado a cuarenta años de reclusión. Una sentencia así de severa confirmaba que la información facilitada por el traidor era buena, importante. Los ingleses, discretamente, en lugar de encarcelarlo, lo llevaron a un balneario de lujo en un país sudamericano, donde permaneció a cuerpo de rey tras ser operado del rostro, e hicieron que, por error, esto se filtrara a los rusos. Habían convertido la revelación de un secreto vital en poco menos que una bocanada de humo.

En aquel interesado paseo por la noche europea, yo solo había oído el nombre de Rudolf Abel, aunque no habría sabido relacionarlo con nada. Luis se extendió en el intercambio producido en el puente de Glienicke del espía ruso Rudolf Abel y el piloto norteamericano Francis Gary Powers. A primera vista, dijo Luis, parecía descompensado: un simple piloto de caza por el hombre que había dirigido durante nueve años el espionaje soviético en América. Más en profundidad, un espía, transcurridos cinco años de cautiverio, está desfasado; su información queda obsoleta. Tal era el caso de Abel. Al contrario, el piloto, libre, puede volver a pilotar, luego mantiene intacto su valor. Aunque no era ese el motivo. Los rusos dijeron que habían derribado el U2 de Powers con un cohete lanzado cuando el caza volaba a 23.000 metros de altitud. En cambio, los americanos sostenían que el avión había sufrido una avería, descendido a 12.000 metros y, a esa altura, lo habían derribado. Era importante, muy importante, saber por boca del piloto qué versión era la buena, fundamental para conocer el desarrollo del armamento ruso.

Magaldy, Valentín y Luis callaron de repente. Allí no me percaté, en posteriores encuentros sí: era hora de marcharse. Como si no hubieran resuelto los efectos del alcohol, no guardaban silencio por temor a que les traicionaran sus vapores, ni porque les azoqueteara el entendimiento; tampoco porque prefirieran aprovechar su lucidez para abismarse.

Cuando se estrechó mi relación con Luis, y este compartió conmigo su desigual pelea con la novela, recordé lo comentado aquella noche. ¿Qué suponía para el escritor narrar hechos reales? El brigada Aníbal Briz y los emboscados Opo y Manuel existieron, como Ceferino Roiz Sánchez, Inocencio Aja Montes, Martín Santos Marcos, Juanín, José Lavín Cobo, y los guardias civiles José Sánchez Alcaide y Leopoldo Rollán Arenales. Como Paula Ayala González. Luis no pretendía escribir unas biografías. Se apoyaba… no, se apoyaba no es la palabra, utilizaba personas reales para emitir relaciones complejas, propias de Luis, no de ellos. Su elección suponía señalar con el dedo la dirección de la herida, pero la sustancia de la novela era la sangre, si lo que se intentaba contar ocurrió, o el pus, si los personajes solo eran coartadas.

Luis habló de espías, se interesó por los espías porque quería que en su novela hubiera un infiltrado.

Consideré (escribió Tarkovski) que era conveniente que la actriz protagonista de El espejo, Margarita Terechova, en esa escena en que, sentada en una valla, fumando, espera la llegada de su marido y padre de sus hijos, no conociera el guion de la película. Para interpretar bien su papel, era mejor que no supiera si en las escenas siguientes su marido volvería a estar con ella o no. Por eso, no le dije nada del desarrollo, para que no lo escenificara; en ese momento tenía que estar en el mismo estado anímico que mi madre en aquel entonces; mi madre, que era su modelo y que no sabía cuál era su futuro. Supongo que todos estarán de acuerdo en que la Terechova se habría comportado de otra manera en aquella escena si hubiera sabido cuáles habrían de ser en el futuro sus relaciones con su marido. Su comportamiento hubiera sido no solo distinto, sino también falto de sinceridad, confundido con las informaciones previas.

Luis quería escribir sobre el brigada Aníbal Briz (38 años, natural de Onieva, casado con Amparo, una hija, jefe del cuartel de la Guardia Civil de Cabrojo en 1944) y los emboscados Opo (27 años, natural de Los Tánagos, casado con Marina, una hija, trabajador en el monte antes de echarse a él) y Manuel (22 años, de Labarces, soltero, peón de albañil). Aníbal los buscaría, trataría de darles caza, a ellos y al resto de la partida: Rubén, Cencio, Marcos y Paulino. Pero sobre todo a ellos.

Habría un infiltrado. No se diría si Opo o Manuel. Cómo va a decirse si ni yo mismo lo sé, dijo Luis. Esto era importante. Suponía un paso más al dado por Tarkovksi cuando mantuvo a la actriz en la ignorancia de si su marido iba finalmente a aparecer o no. Aquí, dijo Luis, si ni yo mismo sé quién es el infiltrado, si yo que lo escribo sé que hay un infiltrado pero no sé quién de los dos, es más fácil que consiga la atmósfera que pretendo, que mis personajes no finjan, que la temida impostura ni siquiera les roce.

Enseguida surgía un dilema moral que, al parecer, solo veía yo: a Luis no le constaba ni por asomo que ninguno de los verdaderos Opo y Manuel hubiera sido un infiltrado. Y no tenía intención de investigar (ni fuera ni dentro de la novela), de buscar una brizna de duda para justificarse. Le tenía sin cuidado. Tampoco iba a dotar a sus personajes de una biografía que delatara, claramente, que una cosa era la novela y otra, distinta, la vida. Y, desde luego, ni se le pasaba por la cabeza advertirlo antes del comienzo.

La habitación de Luis era más grande que la de Valentín y que la mía. Además del armario, una cama de canónigo, la mesita y un lavabo, tenía una pequeña mesa con su silla y una lámpara metálica bajo un gran ventanal de madera que daba a un minúsculo patio interior, y un sofá. Muchas veces me senté en él, con la nuca apoyada en el respaldo, y miraba hacia arriba, los tendales con sus hilos oxidados, los cables trepando por las paredes, cogidos con desgana a aisladores de porcelana descascarillados, y lo que siempre llamé el cielo, cuando el único indicio del que disponía era que lo veía mirando hacia arriba. Y los libros. Apilados en el suelo, como mucho un centenar. Quizá por no ser estos muchos, o el tamaño de los otros, destacaban cuatro tomos no contiguos de la Enciclopedia Larousse. Sin interés, como distraído, tomé uno y lo hojeé. Me llamó la atención un nombre tachado: Whitefield (George). Se leía con cierta facilidad:

WHITEFIELD (George), predicador británico (Gloucester 1714-Newburyport, Massachusetts, 1770). Su amistad con Wesley* se inició en Oxford; siendo diácono (1736), siguió a su amigo a Georgia. Se separó de él por la cuestión de la predestinación de la que era un decidido partidario.

Se lo comenté. El bueno de George Whitefield ha sobrevivido doscientos años, ¡doscientos años!, sin más mérito que ser amigo de otro, otro que, por cierto, no tengo ni puñetera idea de quién es. Dudo que haya en la historia fama menos merecida, dijo. Es curioso, respondí, me he fijado en este nombre entre los miles que puede haber en la enciclopedia porque lo has tachado. Su eliminación lo ha hecho visible. Sí, así es, dijo, el otro día pensé en ello. Escribes en un muro un montón de nombres, tantos como te apetezca, y tachas uno. Cualquiera que los mire es probable que lea algunos, pero puedes estar seguro de que intentará leer el que has tachado. Algo así quiero hacer con mi novela.

Escribo Escribo aquí, en la celda de una prisión. Sí, estoy encarcelado, por muchos años. No lo he dicho hasta ahora, ni creo que se intuyera… porque no he pensado en ello. Mientras escribía no sabía que maté a un hombre.

Muchos escritores se muestran orgullosos del discurso mantenido, la congruencia, en toda su obra. Hay otros, menos, que escriben buscando la que ellos llaman su propia voz. Cuando la encuentran, la fijan y la esparcen a lo largo de sus textos venideros. Luis no. Luis miraba atrás y no se reconocía en ninguna de sus novelas; como si fueran de otro. Es más, no pudo evitar el prejuicio de pensar que los tipos, los autores de cada una de ellas, le habrían caído mal si los hubiera conocido.

Luis jamás se leyó publicado (excepto para la reedición de novienvre). Odiaba las erratas. En novienvre hay un vagabundo que duerme en el cajero de un banco. Cuando lo escribió, imaginó que él mismo era ese hombre, tumbado en el suelo del cajero, de espaldas a la calle, con la frente pegada al cristal de la puerta corredera que da acceso al banco. Se vio así, hastiado, molido, recibiendo en el rostro el aire templado que se colaba por la ranura de la puerta mientras trataba de dormir. Lamo el suelo, escribió, lamo el suelo entre con frecuencia y a menudo. Entre con frecuencia y a menudo aquí es un estado de ánimo, y una unidad de tiempo. No le quiso explicar al lector su duración, al fin y al cabo era un vagabundo, no tenía ningún interés en aclararlo. El libro editado, el que tuvo en sus manos, dice: Trato de dormir. Lamo el suelo. Lamo el suelo entero con frecuencia y a menudo.

A Luis, identificado con el vagabundo, le dolió no ser bien contado.

“No releo, me dijo un día, no releo nunca. Solo una vez. Hay un libro que leí hace mucho, Monsieur Teste, de Paul Valéry, ¿lo has leído? Una frase: Mi imposible no me abandona jamás. Mi imposible no me abandona jamás. Hace, no sé, uno o dos años, caí sobre él en una librería y me entretuve leyendo unos párrafos. Qué experiencia… hasta que tropecé con la frase: Mi posible no me abandona jamás. ¡Mi posible! Se me cayó de las manos. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Creo que sí, respondí intimidado.

“¿Has leído La inmortalidad, de Kundera? La primera página, me hablaba mientras buscaba el libro, un tipo se encuentra en una piscina, observa a un monitor que instruye desde el borde a una señora de cierta edad para que aprenda a nadar. Aquí está:

Le daba órdenes: tenía que sujetarse con las manos al borde de la piscina y aspirar y espirar profundamente. Lo hacía con seriedad, con empeño, y era como si desde las profundidades del agua se oyera el sonido de una vieja locomotora de vapor (aquel sonido idílico, hoy ya olvidado, que para quienes no lo conocieron solo puede ser descrito como la respiración de una vieja señora que, junto al borde de la piscina, aspira y espira sonoramente).

Me leyó tres veces el paréntesis”.

“¿Has visto El espejo, de Tarkovksi? Al principio aparece la sombra indiscreta de un micrófono sobre una pared blanca. ¿Consideras este descuido motivo suficiente para dejar de ver la película? Un error así proclama una ineptitud pavorosa. Sí, ya sé lo que piensas. Tarkovski era obsesivo con los detalles, quizá es metacine y yo no lo he pillado. Claro, Tarkovski es un grande, las torpezas de los grandes solo son un reflejo de las nuestras. Da igual, hablemos, si quieres, de autores menos rotundos; pongamos que la escena es de otro, ¿debemos seguir viéndola? Hay un momento en la película… un niño lee en voz alta algo anotado en un cuaderno a una mujer que permanece sentada a una mesa con una taza de café y un plato de galletas. Llaman a la puerta. La mujer le pide al niño que abra. Es una anciana que se ha equivocado. El niño, sin decir nada, cierra la puerta y, cuando vuelve la mirada hacia la mujer, no ve a nadie. Mira a un lado, a otro. La mujer ha desaparecido, también la taza y el plato con las galletas. Por lo que habíamos visto de la película hasta ahora, puede ser una ensoñación, un recuerdo, pero… el niño se acerca a la mesa y ve la huella líquida dejada sobre la superficie por el calor de la taza… desapareciendo despacio. Qué detalle. El redondel reduciéndose poco a poco hasta desaparecer. Qué maravilla. Un ser imaginado deja una huella real, efímera, que se desvanece. ¿Entonces qué? Tenemos que ver la película de Tarkovski aunque nos haya espantado una primera escena deleznable (a mi parecer, porque sí, soy de los que piensan que el artista es, por lo menos, tan listo como yo, y de cien veces que vea la secuencia, noventa y nueve pensaré que es metacine, pero esta, la de cien, me pilló como me pilló y me pareció una chapuza), porque sabemos que vamos a encontrar imágenes perturbadoras, de envergadura. Pero, ¿qué pensará el artista cuando sepa que recurrimos a su nombre, que no deja de ser un estímulo espurio, el reconocimiento de un fracaso, para disfrutarla? Deja que te ponga otro ejemplo. Luis cogió un libro y puso una libreta sobre la tapa antes de abrirlo, como si quisiera ocultarlo. Escucha, te leo esto de la primera página:

La abuela materna de Van, Daria (“Dolly”) Durmanov, era hija del príncipe Peter Zemski, gobernador de Bras d´Or, provincia americana del nordeste de nuestro extenso y multiforme país. El príncipe Zemski se había casado, en 1824, con Mary O´Reilly, una irlandesa del gran mundo. Dolly, hija única, nacida en Bras, se casó en 1840, a la tierna y fantasiosa edad de quince años, con el general Ivan Durmanov, comandante de la fortaleza de Yukón y pacífico aristócrata rural que poseía tierras en los Severn Tories (Severniya Territorii), ese protectorado dividido en escaques al que todavía se llama la Estocia “rusa”, que se confunde, orgánica y granoblásticamente, con esa Canadia “rusa”, también llamada Estocia “francesa”, cuya población compuesta no solamente de colonos franceses, sino también de macedonios y bávaros, disfruta todo el año de un clima apacible bajo las barras y estrellas de nuestra bandera. Pero la residencia favorita de los Durmanov era su propiedad de Raduga, situada cerca del pueblo del mismo nombre, más allá de la Estocilandia propiamente dicha, en el panel atlántico del políptico continental, entre la elegante Kaluga (New Cheshire, U.S.A.) y la no menos elegante Ladoga, de Mayne.

¿Qué te parece?, dijo. ¿No te ha mareado? ¡No se puede leer! Nadie, nadie podría reprocharte que tiraras inmediatamente a la basura… Ada o el ardor. Me mostró la cubierta. Nabokov, un grande. ¿Tiramos Ada o el ardor? ¿Qué hacemos, agotamos las cincuenta, las cien primeras páginas? ¿Y si la huella de la taza se encuentra en la ciento una? ¿Leeremos el libro, leeremos todos los libros que comiencen así? Encima viene el jodido Nabokov y nos dice que la buena literatura no comienza en la primera lectura, sino en la segunda y metafórica relectura”.

“Imagina un idioma, no sé, uno cualquiera que no tenga subordinadas. ¿Cómo se traduce del castellano? ¿Cómo lo resuelve el traductor para no turbar la comprensión de sus lectores? La literatura no es escribir fuego; el fuego se nombra en todos los idiomas. La literatura es el modo en que acerco las tibias manos a ese fuego y qué emoción me produce. Nosotros tiramos de subordinadas, del subjuntivo o las locuciones adverbiales, de lo que sea (lo que disponemos en este bosque autóctono que es nuestro idioma y su gramática), por el bien de la llama y sus efectos. Pero el traductor vive en otro monte, con otra vegetación. Es imposible, es del todo imposible mantener la misma llama. ¿Entiendes a qué me refiero? Bien, pues donde he dicho traductor ponme a mí. Ponme a mí ante mi propio idioma”.

“Escucha. Esto es del cuento Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges. Te leo:

No se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes… Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

‘…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir’.

Redactada en el siglo XVII, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

‘…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir’.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.

¿Te das cuenta?, decía Luis. Escribo la historia de mi pobre brigada y los ateridos emboscados. Dentro de ciento veinte años, quien lea esta misma novela que tú lees ahora estará leyendo otra novela, la que le habrá entregado al hipotético lector el paso del tiempo. Y no te hablo solo de lo grueso, de cómo entendemos hoy y entenderán pasados cien años la enfermedad, la tecnología o la democracia, que también, sino de algo más sutil como somos nosotros en nuestro contexto y en las palabras. Ahora imagina que, consciente como soy de ello, escribo una novela que le parezca inmediata, reciente, a ese lector futuro, que, teniendo en cuenta el efecto del tiempo sobre su conciencia lectora, utilizo palabras y argumentos de ese contexto venidero. Imagina que lo he conseguido, que he escrito esa novela, y que te la doy a leer a ti, lector de ahora”.

Escribo una novela sobre la incapacidad de escribir una novela, sobre el bloqueo producido, cuesta creerlo, por todo aquello que había llevado a Luis a la literatura, sus potencias, lo que le interesaba. En definitiva, por lo que escribía, o intentaba escribir, y leía.

Aníbal tendría nombre y apellido: Aníbal Briz. Opo y Manuel, en cambio, no. Y eso que iban a compartir protagonismo. Así los pensó siempre. Es significativo, porque los tres existieron, luego tuvieron nombres y apellidos que Luis no eligió. Sin embargo, en todo el tiempo que dedicó a la preparación, en las notas y borradores, Opo y Manuel carecieron de apellido. El guardia civil, sí; ellos, no.

Como Luis Rodríguez, Valentín y yo.

Sé a qué te dedicas, me dijo Valentín. No respondí. No me parece mal, continuó. Me quitas un peso de encima, le dije sonriendo. Nos echamos a reír los dos.

Valentín trabajaba en un banco. No te veo en un banco, le dije. Ya, respondió. Nos cuesta imaginarnos. Sí, eso parece. Volvimos a reír.

En cuatro ratos, me puso al corriente de su vida. Me dijo que no quería tomar distancia de su pasado; para mí, el presente es el canto del pasado. ¿Una canción?, pregunté. No, hombre, no; el canto, la punta, el borde; me da apuro separar el presente del pasado. ¿Y eso?, pregunté. Es complicado, cuando seamos más amigos te lo explico, respondió.

Valentín tenía un peculiar conflicto con el tiempo, con su posición en el transcurso del tiempo. Me pasa a veces, dijo, o creo que me pasa algo que entiendo más o menos así: vivo, sin darme cuenta, avances del futuro. Esto no es que un día me sienta grosero, que no sepa cómo he llegado a convertirme en un tipo zafio y grosero y, dándole vueltas al hallazgo, mire atrás y recuerde que ya apunté maneras, aunque de un modo tibio, en alguna ocasión concreta. No, es justo lo contrario. Me comporto, o hago, o digo algo que a mí mismo me sorprende, que me extraña porque no me reconozco en ello, y, años después, aquel suceso se activa, ignoro de qué modo, se expande y lo respiro con naturalidad. No sé si te he entendido bien, le respondí, pero por lo poco que te conozco juraría que tú no eres grosero. Lo seré, dijo, lo seré.

Las disquisiciones de Luis, su observación de la raya líquida que separa el libro de lo que no lo es, siguió diciendo Valentín, quiero trasladarlas a mi relación con el mundo. Luis me habló de La primavera, de Arcimboldo. Luis se preguntaba si él tiene que saber que en el cuadro aparecen ochenta variedades de flores y plantas, y que son específicas de la primavera. Sí, rotundamente, sí, dijo, y mira que me jode, porque fue una elección del artista, porque si se impuso esa dificultad, no pequeña, el espectador puede despreciar la obra, pero no su intención.

Valentín estudió Banca en una academia de Calatayud, un año. Cumplió los dieciséis, vino a Santander a examinarse, aprobó y allí estaba.

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162 s. 5 illüstrasyon
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9788415934851
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