Kitabı oku: «Protección multinivel de los derechos humanos», sayfa 3

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13 Ver, sobre los Protocolos 15 y 16, el Capítulo III del presente libro.

14 Con la matización que supone, en todo caso, la sentencia Campeanu c. Rumanía (2014).

15 Esta previsión, contenida en el art. 35.3.b), que trata de reflejar el principio de minimis non curat praetor, ha dado lugar a una amplia discusión; hay que señalar que viene acompañada de dos precisiones importantes que limitan su aplicabilidad. La inadmisión de la demanda, en ese tipo de casos, será posible con dos condiciones: por una parte, que la demanda no presente indicios de que en el caso se haya afectado el respeto por los derechos humanos; por otra (eliminada por el Protocolo número 15) que el caso haya sido examinado efectivamente por un tribunal del país de origen. Las primeras decisiones del Tribunal en este sentido se produjeron en los casos Ionescu c. Rumania, de 1 de junio de 2010, y Korolev c. Rusia, de 1 de julio del mismo año. Ver sobre este tema Cano Palomares, G., “La existencia de un perjuicio importante como nueva condición de admisibilidad tras la entrada en vigor del protocolo nº 14 al CEDH”, en Revista Española de Derecho Europeo, 42 (2012), 49-73.

16 “La Sala competente, en tanto no haya dictado Sentencia, podrá inhibirse a favor de la Gran Sala, si se plantea la posibilidad de contradicción con la jurisprudencia del Tribunal, o si se trata de una cuestión grave relativa a la interpretación del Convenio, salvo que alguna de las partes se oponga a ello” (Art. 30).

17 A efectos de promover un acuerdo amistoso, el Tribunal, al llevar a cabo la inicial comunicación al gobierno, concede un plazo de doce semanas para llegar a ese eventual acuerdo, suspendiéndose entre tanto la tramitación.

18 Las decisiones en su caso sobre la admisibilidad y el fondo de la demanda podrán pronunciarse por separado o conjuntamente (Art. 29). Por otra parte, el procedimiento puede abreviarse si las partes llegan a un acuerdo amistoso. (Art. 39).

19 Salvo escasas excepciones, la Gran Sala resuelve tras celebrar una audiencia pública.

20 Desde la sentencia Airey c. Irlanda, de 9 de octubre de 1979. Ver Capítulo V del presente libro.

21 El leading case se encuentra en la sentencia Soering c. Reino Unido, de 1989.

22 Olaechea Cahuas c. España, (2006).

23 Ben Khemais c. Italia, (2009).

24 Al respecto, y en lo que atañe a España, ver Saiz Arnaiz, A., La apertura constitucional al Derecho Internacional y Europeo de los Derechos Humanos. El artículo 10.2 de la Constitución Española, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 1999.

25 Pero ver sobre este tema el Capítulo X del presente volumen “La ejecución de las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”.

26 Hasta la entrada en vigor del Protocolo 11, el Comité de Ministros disponía de determinadas competencias, en orden a decidir sobre asuntos que la Comisión Europea de Derechos Humanos no hubiera trasladado al Tribunal.

27 Para una exposición más amplia, Queralt Jiménez, A., La interpretación de los derechos: del Tribunal de Estrasburgo al Tribunal Constitucional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008, especialmente el Capítulo I: “Obligatoriedad y efectividad de las sentencias del TEDH”, así como el Capítulo X del presente volumen.

28 Salduz c. Turquía (2008).

29 Gurov c. Moldavia (2006).

30 Comenzando con Broniowski c. Polonia (1), de 2004.

31 Broniowski (1) cit. y Broniowski c. Polonia (2), de 2005.

32 Sentencias de Gran Sala de 19 de junio de 2006 y de 28 de abril de 2008.

33 Para una más amplia exposición sobre este tema, ver el Capítulo V del presente volumen.

34 Irlanda c. Reino Unido, de 1978, §239; Loizidou c. Turquía, de 1995, §§70, 77 y 93.

35 Tyrer c. Reino Unido, de 1978; Marckx c. Bélgica, de 1979.

36 Bayatyan c. Armenia, de 2011.

37 Scoppola c. Italia (2), de 2009.

38 Engel y otros c. Países Bajos, de 1976; König c. Alemania, de 1978.

39 Sobre este tema, Popoviç, D. “Autonomous Concepts of the European Human Rights Law” en. Jovanovic M. y Krstic, I., eds., Human Rights Today. 60 Years of the Universal Declaration, Utrecht, Eleven International Publishing, 2010, 113-126.

40 Klass c. Alemania, de 1978.

41 Kurt c. Turquía, de 1998.

42 Modinos c. Chipre, de 1993; Saadi c. Italia, de 2008.

43 Deweer c. Bélgica, de 1980; Engel c. Bélgica, (cit).

44 Sobre esta cuestión, García Roca, J. El margen de apreciación nacional en la interpretación del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Soberanía e integración, Cizur Menor, Civitas, 2010.

45 Lawless c. Irlanda, (cit), y Handyside c. Reino Unido, de 1976.

46 Me remito, en este aspecto, a mi artículo “Two dimensions of subsidiarity” publicado en Zubik, M., ed. Human Rights in Contemporary World. Essayus in Honour of Profesor Leszek Garlicki, Varsovia, Wydawnictwo Sejmowe, 2017, 83-92.

47 Para el análisis de la jurisprudencia del Tribunal, ver Bourgogue-Larsen, L., La Convention Européenne des droits de l´homme, Paris, L.G.D.J., 2015; Casadevall, J., El Convenio Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Estrasburgo y su jurisprudencia, Valencia, Tirant lo Blanch, 2011, así como. García Roca, J. y Santolaya, P. (Coords.), La Europa de los derechos: el Convenio Europeo de Derechos Humanos, Madrid, CEPC, 2014, y del autor de estas páginas, El Convenio Europeo de Derechos Humanos, según la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, Valencia, Tirant lo Blanch, 2021. Obras de consulta obligada sobre la jurisprudencia del Tribunal son las de Harris, D., O’Boyle, M, et al., Law of the European Convention on Human Rights, Oxford, Oxford University Press, 2018, Van Dijk, P., Van Hoof, G., et. al., Theory and Practice of the European Convention on Human Rights, Antwerpen, Intersentia, (varias ediciones), y Grabenwarter, C. European Convention on Human Rights. Commentary, Munich, C.H.Beck, 2014.

48 Assenov. c. Bulgaria, de 1998; Slimani c. Francia, de 2004.

49 Maslov c.Austria, de 2008.

Capítulo II

La evolución del sistema europeo de protección de derechos humanos1

1 El presente Capítulo reproduce esencialmente el artículo “La evolución del sistema europeo de protección de derechos humanos”, publicado en Teoría y Realidad Constitucional, 42, 2018, 11-130, a su vez desarrollo y continuación de algunas publicaciones anteriores del autor: así, “El carácter dinámico del sistema europeo de derechos humanos” publicado en Carbonell Mateu, J. C., et. al. (dirs.), Constitución, derechos fundamentales y sistema penal. Semblanzas y estudios con motivo del setenta aniversario del profesor Tomás Salvador Vives Antón, Valencia, Tirant Lo Blanch, 2009; 1178-1188, y “El sistema europeo de protección de derechos humanos” en López Guerra, L., y Saiz Arnaiz, A., coords. Los sistemas interamericano y europeo de protección de los derechos humanos, Lima, Palestra, 2015, 57-84. Se han suprimido algunos párrafos, repetitivos de otros contenidos en este volumen, y se han actualizado algunas referencias bibliográficas y normativas.

1. EL CARÁCTER EVOLUTIVO DEL SISTEMA EUROPEO DE PROTECCIÓN DE DERECHOS HUMANOS

Posiblemente, la experiencia del sistema creado por el Convenio Europeo de Derechos Humanos sea uno de los mejores ejemplos de la capacidad de las instituciones para adaptarse a los cambios en su entorno, modificando no solo su forma de funcionamiento, sino incluso los mismos propósitos que originaron su creación. Los mejores conocedores —en cuanto actores del funcionamiento del sistema— han podido señalar el carácter eminentemente evolutivo del mismo2. Como se apuntará, al menos tres fases son visibles en esa evolución; una primera fase, inicialmente orientada a una colaboración interestatal, protagonizada por la Comisión Europea de Derechos Humanos; una segunda fase, centrada en la protección individualizada de los derechos del Convenio por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; y finalmente, parecería apuntarse una tercera, caracterizada por la incipiente adopción de una función cuasi-constitucional del Tribunal de Estrasburgo.

2. FASE INICIAL. LA ELABORACIÓN DEL CONVENIO EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS

La aprobación del Convenio Europeo de Derechos Humanos en 1950 responde a una serie de características de la situación europea en la posguerra mundial3. Por una parte, a finales de los años cuarenta y en una situación de Guerra Fría, estaba ampliamente extendida la conciencia de la existencia de serios peligros para la propia pervivencia de los regímenes constitucionales de la posguerra. El comienzo de la Guerra Fría implicaba la división de Europa en bloques con sistemas e ideologías políticas muy distintos, y en el bloque occidental se consideraba una amenaza la extensión de la influencia del bloque liderado por la Unión Soviética, y la posible implantación de regímenes de tipo totalitario. Las experiencias alemana e italiana anteriores a la guerra mostraban la posibilidad de que regímenes de tipo constitucional derivaran a soluciones dictatoriales (sobre todo tras la experiencia del llamado “golpe de Praga” en 1948)4 y no cabía excluir que procesos similares se produjeran en las difíciles circunstancias de la posguerra. Era pues comprensible que se buscara una fórmula que hiciera posible una acción conjunta para evitar que ello se produjera.

Esta búsqueda aparecía íntimamente ligada a la consideración de que el mantenimiento de sistemas constitucionales democráticos dependía de la defensa de derechos individuales frente a los abusos del poder; el conocimiento y rechazo de las violaciones masivas de los derechos más elementales por las potencias derrotadas en la guerra había conducido a una reafirmación general (como se reflejó en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 y en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Asamblea de las Naciones Unidas) del carácter esencial de esos derechos y de la obligatoriedad de su protección. Una garantía internacional de la democracia implicaba necesariamente una garantía de los derechos básicos de la persona.

Como tercer elemento, la experiencia europea había mostrado que la existencia de regímenes que no respetaban esos derechos suponía también una amenaza para la paz; la garantía de los derechos individuales sería también una garantía de la paz, así como un medio de facilitar para el futuro, una mayor integración entre los países de Europa.

Protección frente a posibles derivas hacia el totalitarismo, defensa de los derechos básicos de la persona e integración europea eran pues ideas que venían a coincidir y que dieron lugar a diversas iniciativas en el continente europeo: una de ellas llevó a la celebración en La Haya, en 1948, del Congreso del Movimiento Europeo, protagonizado por diversos grupos, presidido por Winston Churchill, en que tomaron parte conocidos europeístas como Salvador de Madariaga o Denis de Rougemont, y que sirvió de iniciativa para que los gobiernos de diversos Estados crearan al año siguiente una organización internacional basada en esas ideas, el Consejo de Europa5, dotado de una Asamblea Consultiva y un órgano de tipo ejecutivo, el Comité de Ministros. Y una de las primeras tareas del Consejo fue la elaboración de un instrumento internacional que plasmase esos principios a nivel europeo, y estableciera una garantía internacional de los derechos fundamentales de la persona como base de un sistema democrático.

Ahora bien, y como puede colegirse de lo expuesto, varias perspectivas se ofrecían para la elaboración de ese instrumento, el futuro Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales6. Por una parte, y como expresión de los conceptos clásicos de Derecho Internacional fundados en el protagonismo de los Estados, para muchos de los actores de este proceso el Convenio debería considerarse como un sistema de garantía colectiva entre Estados, protagonizado por éstos, para prevenir la deriva totalitaria de alguno de ellos, mediante la garantía de unos derechos básicos (seis o siete, en expresión de uno de los impulsores más destacado de la iniciativa, Pierre-Henri Teitgen)7 por la acción de órganos internacionales; esto es, y como se ha podido definir, el establecimiento de un sistema de “alerta temprana” (“early warning system”) que impidiera la repetición de los casos italiano y alemán de la preguerra.

Desde luego, y con resultados decisivos para el futuro, ésta no era la única perspectiva presente. Junto a ella, la preocupación por asegurar una protección de derechos fundamentales (esto es, derechos humanos o “derechos del hombre” en la versión francesa, como derechos vinculados indisolublemente a la persona) llevó a que se propusiera el Convenio como una auténtica Carta de Derechos, invocable por los individuos afectados ante instancias internacionales frente a las eventuales vulneraciones por los Estados. Ello suponía una notable innovación en las categorías del Derecho Internacional, en cuanto confería un nuevo protagonismo en este campo al sujeto individual.

La presencia de estas dos perspectivas se hizo evidente en las diversas fases de elaboración del Convenio. Un primer esbozo, elaborado por la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa, que ponía el acento en el carácter de “Carta de Derechos”, fue profundamente corregido primeramente por un comité de expertos nombrados por el Comité de Ministros, y finalmente por una comisión de altos funcionarios; el resultado fue un instrumento que recogía ambos enfoques, pero con evidente predominio de la perspectiva, por así decirlo, “estatal”, del Convenio como garantía colectiva entre Estados8. El eje del sistema lo constituía una Comisión Europea de Derechos Humanos, encargada de supervisar el respeto por los Estados de una lista de derechos; para ello, los Estados firmantes disponían de la posibilidad de denunciar ante la Comisión las vulneraciones del Convenio por otros Estados firmantes, en lo que representaba un recurso interestatal. La Comisión podría en esos casos presentar su informe al Comité de Ministros del Consejo de Europa para que se pronunciara al respecto.

Hasta aquí, el esquema respondía a líneas clásicas del Derecho Internacional. El Convenio incluía, sin embargo, aspectos de la perspectiva, por así decirlo, de garantía individual de derechos, en una forma que ha podido considerar como revolucionaria en el plano del Derecho Internacional9. Por un lado, se introducía la posibilidad de un recurso individual, esto es, que las personas afectadas por violaciones del Convenio pudieran presentar sus demandas frente a los Estados ante la Comisión; por otro lado, se creaba un órgano jurisdiccional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con capacidad de decisión tanto en recursos interestatales como en recursos individuales.

No obstante, esta segunda dimensión quedaba considerablemente diluida. Como es hoy generalmente reconocido, la idea dominante entre los Estados firmantes era que el Convenio se aplicaría esencialmente en cuanto regulador de relaciones interestatales10. No hay que olvidar que, en aquellos momentos, algunos Estados europeos (señaladamente Francia y el Reino Unido) poseían extensos imperios coloniales en que la situación de los pueblos colonizados se configuraba, en cuanto a los derechos individuales básicos, como muy diferente de la correspondiente en la metrópoli. El reconocimiento del recurso individual se establecía como optativo, y muy pocos Estados efectuaron esa opción; en la misma línea, también se configuraba como optativa la aceptación de la jurisdicción del Tribunal. Pero, además, la legitimación para acudir al Tribunal se restringía notablemente; si bien los individuos podían presentar reclamaciones ante la Comisión frente a los Estados que hubieran admitido el recurso individual, solo la Comisión, o el Estado afectado, a la vista del informe de ésta, podrían acceder al Tribunal. Por otra parte, la Comisión podía decidir llevar el caso directamente al Comité de Ministros y no al Tribunal. Este se configuraba, así, como una opción residual, y desde luego no abierta directamente a los individuos afectados.

3. LA “FASE DURMIENTE” DEL SISTEMA

Es ya lugar común considerar que el funcionamiento del Convenio no respondió, durante mucho tiempo, a los deseos y esperanzas que habían inspirado su creación. Durante algunos años llevó una vida más bien lánguida; algún autor ha llamado al Convenio en su primera fase la “bella durmiente”11. Firmado el Convenio en 1950, no entró en vigor hasta 1953, al obtenerse la décima ratificación; la Comisión Europea de Derechos Humanos no se creó hasta 1956, y el Tribunal Europeo hasta 1959, dictando su primera sentencia en 1960 (Lawless contra Irlanda). Contrariamente a lo que quizás se había supuesto, no hubo muchas demandas interestatales en el primer decenio de vigencia del Convenio; para ser precisos, hubo tres: en los casos Grecia contra Reino Unido (dos demandas, en 1956 y 1957) y Austria contra Italia (1960). Tampoco fueron muy abundantes las demandas individuales presentadas ante la Comisión frente a los Estados que habían optado en favor de esta vía; y en la gran mayoría de los casos, fueron la Comisión o el Comité de Ministros los órganos encargados de resolver definitivamente esos casos. Hasta bien entrados los años sesenta, en muy pocas ocasiones se enviaron casos al Tribunal, bien por la Comisión (por ejemplo, la Comisión no envió ningún caso al Tribunal entre 1960 y 1965) bien por el Estado afectado.

Las grandes líneas inicialmente inspiradoras de la creación del Convenio se mostraron poco efectivas. En lo que se refiere a la garantía interestatal ante derivas totalitarias, la realidad europea mostró que esas derivas no eran muy probables en la situación de congelación de bloques en los años cincuenta y sesenta; la función de integración europea se trasladó pronto a otros foros, como la Comunidad Europea del Carbón y el Acero y el Mercado Común, y en cuanto a la garantía individual de derechos, la desconfianza mostrada por algunos Estados, la tardanza en la constitución del Tribunal, y las pocas adhesiones a esa vía no la hicieron inicialmente muy operativa.

Durante esta época (entre 1956 y 1975, podría decirse) el protagonismo dentro del sistema le correspondió sobre todo a la Comisión, quedando el Tribunal en un segundo lugar12. No obstante, se fue produciendo, muy lentamente, una evolución del sistema, que acabaría alterando las previsiones de sus creadores o al menos de muchos de ellos. El alcance de los derechos protegidos por el Convenio se amplió mediante varios Protocolos de reforma: así, el Protocolo Adicional de 1952 (que garantizaba el derecho de posesión pacífica, el derecho de los padres a la forma de educación de sus hijos y el derecho a elecciones libres) y el Protocolo 4 en 1963. El número de ratificaciones del Convenio fue aumentando progresivamente durante los años sesenta y setenta, incluyendo a los antiguos regímenes dictatoriales del sur de Europa, y reintegrando a Grecia tras la caída del régimen de los coroneles. Igualmente, fue aumentando el número de países que aceptaban el recurso individual y la jurisdicción del Tribunal. A ello debe añadirse que la Comisión Europea de Derechos Humanos fue desarrollando una doctrina sobre la interpretación de esos derechos, que de alguna forma presagiaba un futuro desarrollo del sistema13.

4. LA CONSOLIDACIÓN DEL TRIBUNAL COMO ÓRGANO ESENCIAL DE SISTEMA

Todos estos factores fueron contribuyendo a que, por una parte, se reforzase el carácter del Convenio como Carta de Derechos europea, y por otra, y correlativamente, el eje de gravedad del sistema del Convenio se fuera desplazando progresivamente de la Comisión al Tribunal. El aumento de países firmantes del Convenio, y el correspondiente aumento de demandas individuales fueron dando oportunidad al Tribunal de elaborar una interpretación de los derechos del Convenio que implicaba una efectiva garantía de esos derechos, que tenía una cada vez mayor difusión en el mundo de los actores del Derecho, y que, a su vez, daba lugar a una mayor afluencia de demandas.

El profesor Ed Bates14, desde la perspectiva británica, coloca el punto de inflexión en el desarrollo del Convenio, confirmando la posición clave del Tribunal, en la sentencia Golder contra Reino Unido, de 1975. En esta sentencia, el Tribunal, frente a la opinión del juez británico, optó por una interpretación del derecho a un proceso equitativo, del artículo 6 del Convenio (en una aplicación innovadora de los términos de la Convención de Viena sobre la interpretación de los tratados) no meramente literalista, y restrictiva en favor de los Estados firmantes, sino claramente garantista y, desde una perspectiva actual, activista. Sea o no Golder el punto de inflexión, a partir de 1975 la actividad del Tribunal aumenta progresivamente, tanto en aspectos cuantitativos como cualitativos. Entre 1975 y 1979 dictó diecisiete sentencias sobre el fondo; en ellas fue afirmando las líneas básicas de su jurisprudencia, que se mantendrían hasta hoy. Así, en Tyrer contra Reino Unido, de 1978, la idea del Convenio como un “instrumento vivo” (living instrument) frente a interpretaciones “historicistas”; en Marckx contra Bélgica, de 1979, el concepto de “margen de apreciación”; en Airey contra Irlanda (1979) la afirmación de que el Convenio perseguía una protección real y efectiva, y no meramente formal de los derechos en él consagrados; en Engel contra Países Bajos, de 1976, el Tribunal acuña la noción de “conceptos autónomos”.

La posición del Tribunal y el papel del Convenio como Carta de Derechos, frente una interpretación de este como garantía antitotalitaria, se vieron decisivamente reforzados tras la disolución del bloque de los países del centro y este de Europa dirigidos por la pronta extinta Unión Soviética. Los acontecimientos del año 1989 condujeron, en un corto plazo, a la aparición de numerosos regímenes constitucionales en esa área que pretendían, como muestra de homologación democrática, la inserción en el Consejo de Europa y la inclusión entre los países del Convenio; además, la necesidad de una garantía interestatal antitotalitaria desaparecía o se reducía considerablemente. En la nueva situación, algunas de las estructuras creadas en 1950 aparecían como innecesarias o al menos como disfuncionales, ante el incremento del número de demandas, y la necesidad de establecer unos estándares mínimos sobre derechos humanos en el nuevo “orden público europeo”. En palabras del Presidente Wildhaber, “muchos de los casos que llegaban a Estrasburgo tenían poco que ver con el objetivo inicialmente proclamado del Convenio esto es, la derrota de las dictaduras totalitarias”15.

5. LAS REFORMAS DEL PROTOCOLO 11

La evolución del sistema del Convenio, en sus aspectos cuantitativos y cualitativos, llevó a una radical reforma mediante el Protocolo 11, que entró en vigor en 1998, y que vino a consolidar la dimensión del Convenio como instrumento de protección de derechos individuales. Se ha puesto en ocasiones el acento en los cambios que supuso la desaparición del enfrentamiento entre bloques propio de la Guerra Fría, y la incorporación de las nuevas democracias al sistema del Convenio; pero también por alguno de los protagonistas de la reforma ha podido afirmarse que ésta era ya previsible desde antes, debido tanto al crecimiento de las demandas ante la Comisión como a la percepción de la situación de inferioridad procesal en que se encontraban los recurrentes individuales en comparación con los Estados16. Ya en 1985 el Gobierno suizo propuso fundir Comisión y Tribunal en un solo órgano, pero la propuesta encontró seria resistencia. No obstante (en parte por la acción del Presidente Ryssdal, y a sus instancias, del Gobierno noruego)17 la reforma siguió su camino, y una conferencia interministerial encomendó al Consejo de Europa la elaboración de un proyecto de Protocolo, eventualmente ratificado por todos los países miembros y que modificaba sustancialmente los aspectos procedimentales del Convenio.

El Protocolo 11 supuso la consolidación del Convenio como carta de derechos individuales, y el protagonismo del Tribunal. La Comisión Europea desapareció, o, mejor dicho, vino a fundirse con el Tribunal, dando lugar a lo que se llamó “el nuevo Tribunal” que asumía las funciones de los dos órganos: de hecho, en el nuevo Tribunal se integraban miembros de los “antiguos” Tribunal y Comisión. El Tribunal se estructuraba como órgano permanente, integrado por jueces a tiempo completo, y se abría el acceso directo de los recurrentes al Tribunal, suprimiéndose el filtro que representaba la Comisión. El recurso individual, a partir de entonces, se configura como el elemento eje del sistema del Convenio. Las decisiones sobre la inadmisibilidad de las demandas se encomendaban como regla general a comités de tres jueces, y la resolución sobre el fondo a salas de siete jueces. Debido a las dudas de varios Estados sobre la conveniencia de que hubiera una única instancia, integrada por las salas, el Convenio introdujo una nueva composición, la Gran Sala del Tribunal, que podría conocer de casos provenientes de las salas, a petición de los Gobiernos o de las mismas salas del Tribunal.

Lo que podría llamarse “judicialización” del sistema se completaba mediante la reducción de las facultades del Comité de Ministros del Consejo de Europa; sus funciones se limitaron a supervisar la ejecución de las sentencias del Tribunal. Debe tenerse en cuenta, en todo caso, que el papel del Comité seguía siendo muy destacado, en cuanto aseguraba que las sentencias en cuestión, aún “declarativas” en la forma, cobraban efectividad en los países afectados. Valga decir que la existencia del Comité de Ministros supone una diferencia considerable, en cuanto a la efectividad de la protección concedida por el sistema, respecto de otros casos, señaladamente el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, en que no existe un órgano similar, y es la propia Corte Interamericana la que ha de velar por el cumplimiento de sus sentencias.

6. LA EVOLUCIÓN DESDE EL PROTOCOLO 11. LA DIMENSIÓN CUANTITATIVA

En forma no sorprendente, las innovaciones introducidas por el Protocolo 11, especialmente el acceso directo de los recurrentes al Tribunal, supusieron un notable incremento del ya considerable número de demandas. Hacia el año 2008, la media anual era de unas sesenta mil; ello supuso, a pesar del aumento de decisiones y sentencias por parte del Tribunal, que se fuera acumulando un considerable retraso. Hacia el año 2010, los casos atrasados llegaban a casi ciento sesenta mil. La gravedad de la situación había dado lugar a que el Consejo de Europa nombrase una “Comisión de Sabios” presidida por el español Gil Carlos Rodríguez Iglesias, que en su Informe del año 2006 propuso cambios y mejoras en el sistema.

Por su parte, el Tribunal llevó a cabo diversas reformas internas a efectos de incrementar su capacidad resolutiva; como ejemplo, reformó su Reglamento para establecer un sistema de prioridades, de manera que, en lugar de seguir un orden estrictamente cronológico de resolución, según la fecha de presentación de demandas, estas se examinaran de acuerdo con la gravedad del tema que plantearan, estableciéndose diversas categorías. No obstante, y como es lógico, fueron los Estados parte del Convenio los que llevaron a cabo una actividad reformadora encaminada a resolver los graves problemas derivados de la acumulación de casos.

Esta actividad se tradujo esencialmente en la nueva reforma del Convenio llevada a cabo por el Protocolo 14, que entró en vigor (con algún retraso desde su aprobación, debido a la actitud reticente de la Federación Rusa) el año 2010.

El Protocolo 14 introdujo considerables cambios en el funcionamiento del Tribunal. En cuanto a su composición, el mandato de los jueces se extendía a nueve años (frente a seis en la regulación anterior) sin posibilidad de reelección. Pero las innovaciones más señaladas se referían a los órganos de funcionamiento del Tribunal. Se creaba una nueva formación de un solo juez, encargado como principio general, de decidir (en lugar, como anteriormente, de un comité de tres jueces) sobre la inadmisibilidad de las demandas presentadas; con la particularidad de que el juez no podía en ningún caso ser el elegido con respecto al país de origen de las demandas. Adicionalmente, se posibilitaba que los comités de tres jueces pudieran dictar sentencias sobre el fondo en casos de mera aplicación de la jurisprudencia del Tribunal. Como medida añadida, se preveía que el Comité de Ministros, a petición del Tribunal, pudiera reducir de siete a cinco el número de jueces integrantes de cada Sala, aumentando así el número de éstas (si bien hasta el momento no se ha hecho uso de esa posibilidad, manteniéndose el número de cinco Salas). Finalmente, y respondiendo, como se verá, a una cierta tendencia hacia la “constitucionalización” del Tribunal, se estableció como causa de inadmisión de una demanda que el demandante no hubiera “sufrido un perjuicio importante” (artículo 35, 3 b) introduciéndose el principio “de minimis non curat praetor”18.

Los efectos del Protocolo 14 y de las medidas racionalizadoras del trabajo introducidas por el Tribunal fueron destacados, reduciéndose notablemente el número de casos “embolsados”. Valga decir que ello se debió en gran parte a la aplicación, por parte del Tribunal (siguiendo en esto una línea de conducta anterior), de estrictos criterios de admisibilidad; de hecho, los casos no rechazados por el Tribunal y comunicados a los correspondientes Gobiernos para la formulación de observaciones representan un muy pequeño porcentaje de las demandas presentadas, lo que no ha dejado de dar lugar a críticas. En todo caso, y como resulta de la literalidad del Convenio, el Tribunal no goza de discreción (como a veces se ha propuesto) para seleccionar las demandas que considere más relevantes, siguiendo un sistema similar a la concesión del writ of certiorari del Tribunal Supremo norteamericano, o, en expresión coloquial anglosajona, del “pick and choose”. Los motivos de inadmisibilidad siguen siendo tasados, si bien se formulan en el Convenio con una cierta flexibilidad. Flexibilidad que se ve facilitada por la práctica del Tribunal de no motivar las decisiones de inadmisibilidad dictadas por el juez único, práctica ésta también sometida a críticas, y sujeta a revisión.

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