Kitabı oku: «Con José, siervo humilde y fiel», sayfa 3
3. María formó el corazón de José
Es una oportunidad esta Misa en este primer día de mayo para que levantemos nuestra mirada a san José. San José que, como sabe hacerlo siempre, protege escondidamente, diríamos, protege a la espalda, sin querer atraer sobre él la mirada, que desea que se dirija hacia Jesús, hacia la Virgen, y él se goza de que esa mirada vaya a ellos. Él toma esa misión de ayudar, de sostener, de servir, pero con esa característica del silencio y del escondimiento.
De hecho, no conservamos ninguna palabra de José, ninguna palabra que él hubiera pronunciado. La verdadera palabra de José es la obediencia, es una obediencia total. Cuando en el Evangelio se habla de esas referencias a san José, que se realizan generalmente en sueños, las comunicaciones a José, lo único que dice es que realizó lo que se le dijo, pero ni siquiera encontramos eso que aparece en la Virgen, que es la respuesta de expresión de su docilidad. No hay una expresión semejante: «Yo soy el siervo del Señor, que se cumpla eso que acabas de decir», ni siquiera eso. Simplemente lo hace, y lo hace silenciosamente.
Es una figura arrebatadora la de José. El hombre curtido a través de las pruebas, dificultades… La obra preciosa de la Virgen, porque hemos de tener bien presente que esa justeza del corazón de José –«José hombre justo» (Mt 1,19), hombre de corazón bueno, de corazón recto–, fue y debió ser en gran parte, obra de la Virgen en su trato cotidiano con él, en su conocimiento en el período de su juventud, cuando empezaron a tener aquellas relaciones sublimes, por otra parte, de intercomunicación personal, en las que iban hablando de lo que a ellos les interesaba. Esto es tan importante, saber tratar de nuestras cosas, que son las cosas de Dios. Y como las cosas de María eran las cosas de Dios, y la preocupación de la Virgen era su entrega al Señor y el vivir en plenitud de amor esa voluntad de Dios –porque como Corazón Inmaculado que tenía, sintonizaba plenamente con el Corazón de Dios–, (…) José fue el confidente de la Virgen, fue el hombre que pudo entender a María suficientemente, que encontraba en María una cercanía ideal. Y María actuaba sobre José; de esa manera es como se va actuando. Esto tenemos que aprenderlo. José lo ha vivido, lo ha enseñado también con su ejemplo, y está ahí como Patrono de la Iglesia y patrono de la vida interior. Pero es verdad, cuando se nos dice que «estaba casada con José» (Lc 1,27), ese estar casada presupone esos conocimientos previos. La Virgen tuvo que revelar algo de su misterio interior, de sus deseos de virginidad, y vio que José la comprendía, que sus palabras encontraban eco en el corazón de José. José entendía lo que María le proponía, estaba dispuesto a colaborar, a ayudar. Y esa palabra de la Virgen, que se revelaba discretamente con la indicación de sus ideales, de su visión de la vida, de su deseo de entrega total al Señor, de su ideal de virginidad, encontraba eco en José. Y eso iba formando el corazón de José. No es que simplemente fuera bueno así, por nacimiento. Sin duda, fue predilecto de Dios y también tuvo en su corazón desde su concepción, o desde su circuncisión, esa riqueza del Espíritu del Señor. Tendría, sin duda, un amor grande al Señor. De ahí venía la sintonía con la Virgen. Pero la Virgen va formando su corazón. El corazón es bueno, es verdad, pero tiene que ser formado. María le fue dando esa forma, esa honradez, esa justeza, esa justicia que destacan los evangelios en José. Y ahí se realiza esa fusión de corazones, fusión virginal, fusión verdadera. ¡Se aman, y se aman ardientemente! Se aman muchísimo, pero se aman integrados en el amor de Dios.
Este punto de la integración del amor de Dios en el amor humano es uno de los puntos difíciles, que no se entienden simplemente por un puro discurso de razón, sino que son elementos de la experiencia de la vida, de la riqueza del don de la caridad que Dios infunde en el corazón; pero es interesante cómo esto tiene una repercusión en nuestra misma vida. Hay relaciones de amor, de afecto, relaciones con nuestros padres, con personas que amamos, que tienen que ser asumidas y elevadas por la fuerza de la caridad que el Señor infunde en nuestros corazones. Y esto es lo que muchas veces no entendemos bien. A veces se tiene la impresión de que ser llamado a la virginidad es ser llamado a no amar, a sofocar el amor, y eso no es verdad. Ser llamado a la virginidad es ser llamado a una riqueza de amor, a un amor grande, a un amor a Jesucristo con corazón indiviso, pero un verdadero amor. Hay gente que, porque no aman a nadie cree que ama a Dios, y que es amar a Dios el no amar a nadie. Y no es verdad. Amar a Dios es amarle.
José es el hombre que ama a Dios. María fue maestra de José en ese amor de Dios. Le enseñó a amar. Y María amaba a José. ¿Cómo no le iba a amar? Pero no es un amor en contraposición al amor de Dios. Aquí es donde está la cuestión para nosotros importante, que no es un amor contrapuesto, que de alguna manera ensombrece el amor de Dios, sino que es un amor que viene potenciado por el amor de Dios, pero con unas características especiales, con unas características de liberación de todo egoísmo. Es la fuerza misma del amor de Dios la que nos lleva a amar a los que son hermanos, padres, amigos nuestros. Es la fuerza misma del amor de Dios, pero se les ama de manera distinta. San Ignacio llama a esto transformación del amor carnal en amor espiritual. Transformación no es eliminación del amor. En vez de poner una especie de raciocinio, de discurso, por el que yo digo: «Yo amo a esta persona; bueno, yo no le amo, pero como Dios quiere que le ame, yo quiero también servirle», eso no sería amar. Se trata de amar, con la fuerza de ese amor. En el campo del amor es donde esto se realiza, y no por el mero discurso de la razón, sino que es verdadero amor, pero un amor que es realización del amor de Dios presente en nosotros. No es contrapuesto.
Nosotros sabemos que en nuestra vida interior muchas veces hay unas corrientes interiores. Llamamos a eso la unción del Espíritu Santo, nos sentimos como llenos, ungidos interiormente, reblandecidos. Hay dentro una suavidad como perfumada, silenciosa –la suavidad siempre es silenciosa–, que nos mueve, nos conduce. Hay una paz. Todo el caminar interior, todo el trabajar y el obrar no queda suprimido. No es el silencio de la inactividad, sino es el silencio de la calidad de la acción. Hay una suavidad, hay una unción dentro. Hay momentos en los que, en la Eucaristía, en un momento de fervor, el Señor interiormente nos enciende, nos inflama, nos acerca hacia Él, nos eleva a las cosas superiores. Cuando uno está disfrutando de esto, eso no le arranca de la realidad. A veces sí, lo confundimos, porque quizás lo empezamos a saborear de tal manera, que se nos va todo en saborear lo que tenemos, y no somos fieles a eso que se nos da, que no es simplemente para saborearlo, sino para que, en la suavidad de esa presencia del Señor dentro de nosotros, actuemos lo que tenemos que hacer, sea en el cumplimiento de nuestros deberes, sea en nuestras relaciones con los demás. Y hay eso de curioso, en ese momento en que está uno con esa fuerza de unción interior: que uno sale del encuentro eucarístico como elevado, ungido, cuando eso le unge así, se siente uno como cercano a todo lo que encuentra. No se puede hacer uno con Dios sin hacerse uno con todo lo que es creación de Dios, porque en todo está el Señor. Y entonces tiene esa prontitud. De manera que con esa suavidad dentro, si ve a una persona necesitada, siente una ternura que no siente en otros momentos, que viene de esa suavidad que tiene. Esto es elevar. Y si encuentra a su madre, la ama, pero no es con una relación simplemente de relación carnal, sino con la riqueza que acoge ese amor de Dios a su madre. Y la maternidad es acogida, es aceptada, es vivida, pero desde esa riqueza interior en la que uno está lleno, y entonces levanta. Es transformar en espiritual eso que es relación de amor carnal. El espíritu es tan fuerte que espiritualiza la carne.
Nos pasa en la resurrección algo parecido. Leíamos el día pasado, ayer o antes de ayer en san Cirilo Alejandrino, en el Oficio de Lecturas, unas palabras que se referían a la resurrección, e insistía en que Jesús resucitó con su cuerpo, el cuerpo de Cristo ha sido glorificado; pero añadía enseguida: aunque está en una condición espiritualizada, pero es el Cuerpo de Cristo el que ha sido resucitado, está en una condición espiritualizada. Esto nos sucederá a nosotros, sucede al cuerpo de Cristo, es la espiritualización de la carne. En su grado, esto se vive en la espiritualización, es una cierta participación de la resurrección de Cristo en la espiritualización de lo que es amor carnal. ¡Es verdadero amor!, no es decir: no es amor. Es verdadero amor, pero es un amor espiritualizado. Un santo ama a su madre como no ama un simple hijo a su madre. La ama, pero la ama con toda su riqueza. Y no es que le ame menos, ¡ni mucho menos! Le ama más, le ama con un amor más alto, más grande, con un amor que no es contrapuesto al amor del Señor. Ahí hay una tarea muy grande en nosotros.
Esto puede enseñarnos san José. Cómo amaba san José a la Virgen. La amaba como amiga, como esposa, pero como la Madre de Dios. La amaba con esa riqueza interior de su corazón transformado. Y le hacía colocarse en una postura de una servicialidad constante, diríamos, detrás de la Virgen y del Niño, él está como detrás. Él está siempre como en la sombra, actuando simplemente, con una actuación que está llena de admiración, llena de respeto; que está al mismo tiempo impregnada de sencillez, impregnada de suavidad. Y ahí es donde nosotros tenemos que aprender nuestro actuar. José trabaja así, actúa así. De esa manera pasa por las páginas del Evangelio con esa suavidad con que él lo hace, eficiente, como apareciendo sin aparecer, casi como en el extremo del cuadro, siempre ahí. Siempre en una misión de servicio generoso, abnegado, y, al mismo tiempo, en el escondimiento. Esto nos tiene que enseñar san José a nosotros.
San José ayuda mucho, lo sabéis bien. El recurso a san José es continuo en nosotros, nos ayuda en todo. En las cosas materiales, en todo lo que sea… San José sabe lo que es ir a Egipto, caminar, sabe lo que es ir por las carreteras, él sabe todo eso. Y sabe intervenir, le debemos mucho. Pero no le reduzcamos a eso a José, como si dijésemos: es el administrador, es el que se cuida del dinero, el que se cuida de que tengamos posibilidades de actuar. El gran patrón de la vida interior, es el gran patrón del amor sobrenatural, del amor espiritual, del amor de entrega y de servicialidad. Es un modelo continuo. Es ese saber estar donde uno se encuentra, en el servicio a la manera de José: en ese servicio atento, humilde, escondido, abnegado, en una intimidad con la Virgen, en una cercanía con María, en una servicialidad a Jesús, a la Eucaristía, a la presencia eucarística del Señor. Siempre impregnándoos personalmente e irradiando ese amor del Señor, el amor que el Señor quiere que se difunda en el mundo, el reinado de su Corazón, la civilización del amor.
Pues bien, hoy es un día para agradecerle a san José todo lo que nos ha hecho. Dadle gracias por su servicio abnegado, sacrificado. Dadle gracias por su trabajo, con el que sostuvo a la Virgen y al Niño, ¡tan abnegadamente! Y dadle gracias por el cuidado que tuvo siempre para defender la vida y para defender la existencia de sus seres tan queridos, y seres tan fundamentales para nosotros. Dadle gracias.
Dadle gracias también por su ayuda a la Iglesia. Es la fiesta que vino a sustituir a la fiesta del Patrocinio de san José. Se celebraba antes una fiesta que era el Patrocinio de san José sobre la Iglesia. Aun cuando no exista una celebración así, pero sí existe el patrocinio. Parece que José sigue insistiendo en esa línea de su disimulo, de su escondimiento y, hasta le han quitado las fiestas que tenía. ¡No importa! Él no se preocupa de eso, no le preocupa en absoluto. Se alegra de las fiestas de la Virgen. Él sigue sirviendo y no como protesta dice: «pues yo ya no os protejo». No es así san José, sino que sigue protegiendo, sigue cuidando. Y tenemos que darle gracias por todo su patrocinio en la Iglesia. Dadle gracias por todas sus ayudas. ¡Le debemos mucho! Él es callado y no quiere ni que lo recordemos, pero se lo recordamos, se lo queremos recordar, que le debemos mucho.
Y pedidle este sentido interior espiritual sencillo, como él. Ese sentido del servicio por amor. Esa elevación del amor humano, ese amor verdaderamente humano, pero divinizado, pero amor humano, perfecto. El amor que él aprendió de María, en el que la Virgen le formó, y que él nos presenta a nosotros como verdadero modelo de nuestra vida.
(Homilía, 1-5-1989)
4. La vocación de José vinculada a María
Celebramos el comienzo del mes de mayo, que coincide con la fiesta de san José obrero. Es el título que le dio Pío XII a esta fiesta cuando la instituyó, en un intento de cristianizar la fiesta del trabajo. Ya que era la fiesta del trabajo el 1º de mayo, el gran patrono del trabajo es san José. Por lo tanto, pensó en poner en la Iglesia esta fiesta, que primero tenía una categoría superior y –como pasan las cosas en san José–, luego le pusieron en una categoría inferior, en una simple memoria. Es providencial que comencemos el mes de mayo acudiendo a san José, como una entrada hacia la Virgen en el humilde José, en el hombre fiel, en el hombre justo, en el hombre escondido. A él tenemos que acudir en el día de hoy con una especial veneración. Él es el protector siempre fiel y siempre escondido, que nos lleva a una vida interior en la vida real. Esta es la característica de san José. Es el «hombre justo» (Mt 1,19), el hombre que viviendo esa vida sencilla de cada día, la vida de carpintero, como se le llama en el texto que acabamos de leer: «¿No es este el hijo del carpintero?» (Mt 13,55; Mc 6,3), así le llamaban en Nazaret, «el hijo del carpintero»; en ese oficio sencillo, humilde, es el santo más excelso, llamado por Dios a colaborar tan de cerca a la obra de la Redención; pero, de nuevo, con una colaboración que no es espectacular, que no tiene unas características de brillo, de esplendor, sino que se mantienen en esa vida escondida.
Si la vida de Jesús hasta los treinta años fue oculta, y luego predicó, salió fuera, hasta luego sufrir la pasión y la muerte, la vida de san José fue toda ella oculta, y murió en esa misma vida escondida en la que había vivido. Pero en él encontramos nosotros el gran protector, no solo para reducirlo al nivel de la ayuda en los problemas materiales, como se suele considerar a san José. Él lo tuvo que hacer así, proveyendo a Jesús y a la Virgen del sustento necesario, con su trabajo, con su sudor, y sabe lo que cuesta sostener económicamente las vidas humanas. De esta manera, justamente le confiamos a él todos los problemas referentes a nuestra sustentación, pero no es solo eso. San José es el patrono de la vida interior. Es el hombre que gozó de la familiaridad y de las confidencias de la Virgen. Si con alguien María tuvo confidencias de su vida interior, fue con su Hijo y con José; pero ya antes de la Anunciación, sin duda María y José habían tenido esas confidencias que les llevaron a la realización de ese matrimonio, matrimonio virginal, pero verdadero matrimonio, en el que se unieron para siempre en la línea de realización de los proyectos de Dios. Sin duda que ese matrimonio se realizó, como ninguno, en la docilidad a los proyectos de Dios.
Por eso, es justo que le confiemos a José también, entre otras (porque tantas cosas le confiamos a él), las vocaciones, porque es el hombre de la vocación, es el hombre que fue dócil a la llamada del Señor. Esa llamada le vino en aquel lugar donde él estaba, alejado de su patria de origen, alejado de Belén, en aquel pueblecito desconocido, donde él se encontraba con una fidelidad al Señor extraordinaria en la sencillez de su vida. Cuántas veces encontramos a las almas más cercanas a Dios en la vida más escondida y sencilla, pero en la cual están tan abiertas en todo a la voluntad del Señor, tan gozosos en su trabajo humilde, tan serenos en su corazón. José es uno de estos, pero en grado extraordinario. Su vida era exteriormente común: un muchacho, un joven de aquel pueblecillo, dado al trabajo, ejemplar en su comportamiento, honrado con todos, honesto. Eso que tanto anhelamos encontrar y tan difícilmente hallamos, en lo que tiene que ser para nosotros un ejemplar extraordinario. Ejemplar, modelo e intercesor. Esa vida honradamente llevada, con intención recta, dando a cada uno lo suyo, con una transparencia de vida en la que se manifestaba la nitidez de su corazón. Un joven generoso, religioso, trabajador, fiel, sonriente, sereno, que comunica paz en su entorno a todos aquellos que, por cuestiones de negocios, es decir, para el arreglo de sus instrumentos de trabajo, acuden a él, y le encuentran siempre acogedor, siempre igual, siempre pronto a satisfacer a sus deseos y siempre sereno en todo su comportamiento.
Y este joven se encuentra con que llega al pueblo, probablemente venida de Jerusalén, en fuerza de la promesa o del propósito de virginidad que había concebido a la luz de Dios, una joven que es María, que llega allí también como desterrada, libre y voluntariamente desterrada, para poder vivir su propósito de virginidad en docilidad a los caminos de Dios. Y Dios une estas dos vidas, mucho más de lo que unió la vida de Tobías con Sara, según el libro de Tobías. Mucho más une el Señor estas dos vidas, porque son dos almas elegidas por Él, en lugares distintos, pero destinadas a entrelazar sus vidas, a unirlas en una unión matrimonial.
María llega al pueblo de Nazaret, con aquel tesoro que llevaba dentro, con aquella vivencia interior del amor de Dios que la envolvía, que la atraía hacia Él, que le hacía sentir que tenía que poner en Dios todo su corazón, toda su capacidad de amar, enormemente dilatada por una infusión del Espíritu Santo que la había llenado desde el momento de su concepción. Y aquella joven así, que venía lejos del ambiente de su familia –tantas veces es necesario huir de un ambiente para la fidelidad propia al Señor–, Ella, que no sería comprendida, y sabía que no era comprendida en su línea de virginidad, en su familia sacerdotal, se destierra a aquel pueblecito para vivir humildemente, en ese trabajo sencillo, en aquella casita de Nazaret donde está Ella sola. No tenemos ninguna noticia de que con Ella estuvieran sus padres, sino parece que está sola, recogida, trabajadora, sencilla. Y ahí se encuentran estas dos vidas. María no había podido seguramente desahogar con nadie su misterio interior, el misterio interior de su amor, de su propósito de ser toda y solo del Señor; pero, con esa atracción que el Señor pone en los corazones de los que le son fieles, se vio atraída por aquel joven que era capaz de comprender algunas de sus manifestaciones, algunas de las expansiones de su misterio de amor. Y ahí se realizó entre los dos, sin duda, un intercambio que les enriqueció a ambos. María fue modelando el corazón de José. Un corazón ya dispuesto por la obra de la gracia en él, pero que con la intervención de María todavía fue matizando y fue perfeccionando aquellos aspectos de su vida interior y de su vida social (pues la vida interior tiene que reflejarse necesariamente en la vida social), dándole unas tonalidades particularmente finas y delicadas. Y María entra en aquel corazón, puede expansionarse con él. José entiende el misterio de la Virgen, entiende su propósito de virginidad. Él se enriquece con las comunicaciones y manifestaciones de María. María siente esa protección humana que le viene de aquel joven que la comprende, en quien Ella puede desahogar sus misterios interiores de la gracia. Y ahí se estrecha entre los dos una relación maravillosa de cordialidad, de amor verdadero –de amor verdadero, no pasional–, de amor respetuoso mutuamente, que les lleva a ese propósito. José se siente movido por la gracia, quizás por inspiración de la misma Virgen, a constituirse protector de la virginidad de María. Y viene ese matrimonio virginal. Si era difícil que María se pudiera conservar en aquel ambiente sola, sin haberse casado, era fácil hacerlo así en un matrimonio donde José se sentía, no solo capaz, sino invitado y movido desde dentro a mantener aquel hogar con María en perfecto respeto a la virginidad de aquella joven que se sentía llamada por Dios a esa entrega virginal. Y la virginidad de María maduró y llevó a cabo todavía hasta el fin, la virginidad de José, la entrega virginal de José. Se modelaron, se ayudaron mutuamente, y se constituyó ese matrimonio en el que la virginidad de María quedaba protegida por san José, el carpintero de aquel pueblo pequeño.
Ese es José, todo unido a la Virgen, madurado por Ella, formado en sus perfiles por María, y unido a Ella con un amor indescriptible para nosotros, de respeto, de admiración, de entrega, puesto totalmente al cuidado de aquella joven que él veía tan llena de Dios.
Y ahí es donde tiene lugar la intervención del ángel de Dios, de la Anunciación. Y ahí se desarrolla el proyecto de Dios de la Encarnación del Verbo en aquella joven, y en aquel carpintero que se resistía a aceptar el tener en su casa a la Madre del Hijo de Dios. Porque cuando, viviendo ellos en ese matrimonio virginal, sin haber tenido ningún contacto carnal entre ellos, viene Dios por medio del ángel a anunciarle que Ella será Madre del Hijo de Dios, entonces el instinto santo de José le lleva a tal respeto, a tal reverencia respecto de aquella joven a la que él tanto amaba, que al sentirla Madre de Dios, creyéndolo así, él se siente indigno de tener en su casa al Hijo de Dios. Y se encuentra ante ese terrible problema de conciencia, de qué hacer en una circunstancia en la que él no era digno de recibir en su casa a la Madre del Señor, de tener en su casa a la Madre del Verbo hecho carne, de tener en su casa al mismo Hijo de Dios. Y ahí venimos a las dudas de José, a los problemas que José tiene, siempre en el camino de su fidelidad al Señor y precisamente producidos por su deseo de fidelidad al Señor. No nos cabe duda que los problemas de José, los tormentos de sus dudas venían de su deseo de agradar a Dios, de su deseo de hallar el camino de Dios, que no le era claro.
Por eso, por un nuevo título, José es patrono de las almas titubeantes, pero titubeantes en el deseo de complacer a Dios, de las almas que muchas veces también sienten el tormento interior de no acertar, de no saber con seguridad suficiente los caminos de Dios. En él esa falta de seguridad no venía de una falta de entrega, cosa que a veces suele suceder en nosotros, que se nos oscurecen los caminos porque nos falta la entrega al Señor, y todo se nos vuelve oscuro y no acabamos de ver claro lo que el Señor quiere de nosotros. En el caso de José no era así. Su entrega al Señor era total. Lo que le parecía es que era excesivo para él, que él no era digno de tener en su casa a la Madre del Hijo de Dios. Esa era su duda, que arrancaba de una sincera humildad y de una falta de datos, de elementos que pudieran superar ese abismo ante el que él se encontraba, por el que pudiera tener parte en el cuidado, en el misterio del Hijo de Dios hecho carne. Ahí vienen sus titubeos, ahí vienen sus ocurrencias, fundadas quizás en sus lecturas de la Biblia. María se va a casa de su pariente Isabel. José queda deshecho sin saber qué camino tomar, pensando que ha tomado el camino prudente. Hasta que el ángel del Señor le tranquiliza dándole la noticia más inesperada para él: que Dios lo escogía para custodio del Hijo de Dios, que esa era su misión, la del pobre carpintero del pueblo pequeño de Nazaret.
Y una vez conocida la voluntad del Señor, superando todos sus temores, ¡justos temores!, de ser capaz de cumplir con una misión así –que es otras veces la fuente de nuestros titubeos, a saber, el temor de no ser capaces de cumplir una determinada misión–, él, sabiendo que ese es el camino querido por Dios, la afronta. Recibe a María en su casa y ya emprende ese camino de custodio del Verbo de Dios. Él pondrá lo mejor que pueda, lo demás se lo confía al Señor, que lo puede todo. Y ahí lo tenemos a José, empeñado en esa tarea y, de nuevo, patrono de los que tienen que tratar de cerca al Verbo de Dios, de las personas consagradas a Dios, de las personas consagradas al culto y a la extensión del culto del Corazón del Señor, del amor del Señor.
Por todos esos títulos nos dirigimos nosotros al carpintero de Nazaret, al carpintero del pequeño pueblo de Nazaret, al desconocido joven que emprende esta tarea con tanta dedicación y tanto amor. Para que proteja a la Iglesia entera, para que nos enseñe a todos nosotros el misterio del amor de Dios, que nos enseñe que la clave de todo está en conocer ese amor de Dios y entregarnos a él en la pequeñez de nuestra vida de cada día. Que aprendamos que ese es el camino por el que se salva al mundo, el camino de la Redención: el ofrecimiento de nuestra tarea cotidiana. Perdidos quizás ante las miradas de los hombres, perdidos en la masa de los que viven una vida semejante, igual, parecida; pero que se destacan por la limpieza de corazón con que la viven, por la honradez, por la justeza, por la alteza de miras, por la intención sobrenatural, por el amor que ponen, por la entrega de la vida en ese trabajo cotidiano y humanamente insignificante.
Por eso, lo que le pedimos a san José es que continúe protegiendo a esta pequeña comunidad, de este pueblo pequeño también. Que ahí perdidas a los ojos del mundo, pero muy abiertas, con los brazos y el corazón abiertos a la grandeza del amor de Dios, sepamos corresponder a una misión que es también muy grande, que nos puede parecer que nos sobrepasa, pero que como san José, tenemos que aprender a asumirla en la confianza, con la confianza puesta en el Señor. Para asumirla así y hacer de nuestra vida esa vida interior con Cristo, esa vida unida a Él, ese ofrecimiento como el de san José, de un servicio total, en una disponibilidad plena. (…) Y que José continúe calladamente, desde su situación, desde su postura escondida siempre, continúe protegiendo a cada una de vosotras. Que mire a cada una como un reflejo de la Virgen. Como él cuidaba a María, que también os cuide a cada una siendo protector de vuestra virginidad, de vuestra consagración al Señor; y siendo de esta manera compañero de vuestra vida, en su tarea escondida siempre, sí, pero soberanamente eficaz, para llevaros desde esta vida escondida a la realización plena de los designios amorosos del Señor.
(Homilía, 1-5-1991)
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