Kitabı oku: «Niño santo», sayfa 2
II.El cerdo y la Virgen
El silencio sepulcral de la iglesia hacía que el sonido de una mosca pareciese el de un helicóptero. Antes de retirarse a la sacristía, Don Evaristo me había pedido que barriera el suelo mientras él contaba el dinero del cepillo. Acabábamos de tener una misa de difuntos porque hacía justo un mes que se había muerto una tía lejana de la Señorita Mari Sierra. A mí se me hacía un poco raro pedir limosna en una ceremonia así, pero acataba las órdenes del cura sin rechistar. Avanzaba con pasos muy cortos, circunspecto, a lo largo de la nave, mientras se repetía el sonido metálico de las monedas cayendo en el cesto. Clin. Clin. Y yo bajaba la cabeza en señal de agradecimiento cada vez que algún feligrés contribuía a la causa. Clin. Clin. Clin. Asistieron muchas personas aquella tarde, por lo que había mucho dinero que contar.
Mientras Don Evaristo construía pequeñas torres con la recaudación del cepillo, yo empujaba por el suelo otro tipo de cepillo, uno de gruesas cerdas, para hacer desaparecer los pelos y las pelusas que la gente había traído de fuera. Barría con especial atención debajo de los reclinatorios, que era donde más se enganchaban.
Me movía con soltura y ágiles movimientos entre lirios y gladiolos, iluminado por cientos de velas, observado desde lo alto por los ojos inmóviles de las vírgenes y los santos que iba encontrando a mi paso. Fue entonces cuando lo vi. Más bien, cuando sentí su presencia. Lo miré de soslayo y noté unos dedos helados acariciándome la espalda de repente. Me asusté y se me cayó la escoba, provocando lo que a mí me pareció un estruendo. Miré a la puerta de la sacristía por si Don Evaristo aparecía de golpe, pero no debió de oírlo, concentrado como estaba en su tarea matemática.
Cogí el cepillo y me giré con lentitud hacia el foco de mi turbación: el Cristo de la Humildad, la última talla adquirida por la parroquia, una figura de casi dos metros que representaba a Jesús momentos antes de su crucifixión. Vestido únicamente con un trapo mal anudado alrededor de su cintura, cubriendo solo su sexo, miraba al suelo cabizbajo, apenado. Me miraba a mí, que tenía la cabeza a la altura de sus pies desnudos, llenos de rasguños, atados con una soga a una columna.
Parado frente a él, escoba en mano, contemplé con detalle su dulce rostro, su nariz fina y su barba espesa. Tenía los ojos de color avellana y algunas gotas de sangre recorrían su frente y su cuello. Me produjo mucha ternura. Representaba a la perfección un cuerpo masculino, los abdominales y los pectorales bien marcados, con una línea recta que iba del esternón al ombligo, más oscuro que el resto del cuerpo. Las venas de sus brazos le hacían parecer un hombre de verdad, como si fuera a moverse de un momento a otro.
Yo no había visto muchos cuerpos de hombres desnudos. Había visto a algún futbolista quitarse la camiseta para celebrar un gol o a mi padre al salir de la ducha, pero nada más. En alguna película sí, claro, pero no tan cerca. Nunca tan cerca. Casi podía notar una respiración entrecortada que yo creía suya, pero en realidad era la mía. Deseaba acercarme a él y, cual Verónica, enjugar sus lágrimas, limpiar su sudor y sus heridas con un paño húmedo.
Me acerqué con sigilo a sus pies, sin apartar ni un segundo la mirada de sus profundos ojos marrones, tan vivos que parecían humanos. Por el rabillo del ojo veía su sombra, gigantesca, proyectada en el fondo de terciopelo rojo de su hornacina. De haber estado a mi altura, me habría abrazado a él para compartir su dolor, para que Él compartiera el mío. Nos habríamos fundido en un solo ser. Los dos, hijos de un carpintero, los dos, hijos de María. Ambos, destinados a sufrir.
Me limité a besar sus pies con lentitud, con los ojos cerrados, esperando encontrar en ellos el consuelo que no hallaba en mi corazón. Pensé en lo que dirían mis compañeros si me vieran besando una estatua. Pensé en lo que diría mi padre. Deseé que, en vez de besar sus pies, mis labios estuviesen besando su boca.
—Es precioso —dijo Don Evaristo a mi espalda, rescatándome de golpe de mi ensoñación. No supe qué responder. Cualquier cosa que dijera podía revelar mis verdaderos sentimientos. Sabía que tenía que ocultarlos a toda costa.
—Quieres mucho a Jesucristo. ¿Verdad, hijo? —añadió, muy serio.
—Sí —logré articular.
—Él también te quiere a ti. Fíjate en cómo te observa.
Los dos miramos hacia arriba y, de repente, me sentí juzgado. Quise huir.
—Cuánto amor hay en sus ojos —añadió Don Evaristo—. Es la figura más cara que tenemos. Cuando la vi, no me pude resistir. Tenía que ser mía.
Yo estaba tan petrificado como el Cristo. Asentí con la cabeza, como pude.
—Ya está bien por hoy. Venga, vámonos —dijo el cura, poniéndome la mano en el hombro—. ¿A que no sabes qué hace un mudo bailando?
Pestañeé. No estaba preparado para uno de sus chistes.
—¡Una mudanza!
Sonreí con timidez.
—Pero venga, ¡muévete!, que pareces Fray Escoba.
Cuando llegué a casa, nada más cruzar el umbral, mi padre me ordenó que bajara a darle de comer al guarro. Todavía no me había perdonado por meterme a monaguillo. Él sabía que no me gustaba ir a la cuadra. Me daba miedo que el cerdo me mordiera un dedo, o incluso la mano, en su afán por engullir todo lo que caía del capacho casi antes de que tocara el suelo. Las sobras de nuestra comida. Verduras en mal estado. Pan duro. Cortezas de árbol. Todo. Sería capaz de comerse hasta a sus propias crías, de haberlas tenido. Pero era un macho. Mi madre lo llamaba Antoñito. Le tenía mucho cariño.
Antoñito era un poco más grande que yo. Tenía las orejas puntiagudas, los ojos achinados y un enorme culo rosa y peludo. Cada vez que abría la boca emitía un sonido similar al de los ronquidos de mi padre. No hacía oink-oink, como me habían enseñado en preescolar, sino que rugía. Su sonido recordaba al de un volcán entrando en erupción, a los truenos en medio de una tormenta, al tractor del tío Luis arando los campos.
Cuando me veía llegar con el capacho negro se ponía a chillar de manera estridente, histérico, y yo tenía que verter con urgencia el contenido por encima de la portezuela, para poder taparme los oídos mientras lo observaba devorar las sobras.
Nunca olvidaré sus chillidos el día de la matanza. Sus alaridos me acompañaron durante mucho tiempo y se colaron en mis pesadillas. El sonido de la muerte. Su voz porcina pidiendo auxilio al notar el filo del cuchillo en la garganta. La sangre cayendo a borbotones, roja, espesa. Luego, el silencio. Y los sollozos de mi madre ahogados en una almohada, mordida con rabia hasta hacer sangrar las encías.
Estuve varios días planteándome si existía un Cielo para los cerdos. Nosotros, al morir, podíamos ir al Paraíso, pero nadie me había explicado dónde iban los cerdos. Un día se lo pregunté a Don Evaristo.
—¡Qué cosas tienes! ¿Adónde van a ir? ¡A nuestra barriga! —añadió con júbilo.
Me puso bastante triste pensar que no existía la vida eterna para los cerdos. Me pareció un destino muy cruel pasarse la vida comiendo para luego ser devorado por otros.
—Ya se está poniendo muy gordo. Casi no cabe en la cuadra.
—¿No podemos esperar un año más? —imploró mi madre, mirando a los ojos a su marido.
—No.
—¿Por qué eres así?
—Los cerdos se comen. No son mascotas.
—Solo te estoy pidiendo un poco de tiempo.
—No hay tiempo que valga. Además, tenemos la despensa vacía. ¿Tú sabes la de chorizos y morcillas que podemos hacer con él?
—Es una criatura de Dios —susurró mi madre, sabiendo que su plegaria caería en saco roto.
—¡Es un cerdo! Ya sabías lo que le iba a pasar desde el primer día.
Mi madre, con los ojos vidriosos, se levantó y salió por la puerta del saloncito. Mi padre siguió comiendo, algo contrariado. Lucas y yo nos miramos absortos, con la tenue luz de la bombilla desnuda alumbrándonos las caras. Una vez más, solo se oían los palos ardiendo dentro de la estufa y una mosca sobrevolando nuestras cabezas. Seguimos comiendo.
Me sentí tremendamente culpable. El mayor pecador sobre la faz de la Tierra. Yo había rezado para que Antoñito desapareciera de nuestras vidas. De rodillas, antes de meterme en la cama, le había pedido al Señor que hiciera desaparecer al cerdo. Me daba miedo. Me daba asco. Me daba envidia. Mi madre le hablaba con dulzura, se metía en la cuadra con él, aun sabiendo que se mancharía el vestido, para acariciarle el lomo mientras comía. Le cantaba. Hacía tanto tiempo que no me cantaba, que no me dejaba dormir con ella cuando mi padre se iba de caza de madrugada o se quedaba traspuesto en el sofá. Me decía que ya era mayor para meterme en su cama. Que quien se acuesta con niños, amanece mojado. Yo no entendía muy bien a qué se refería. Me había hecho pis en la cama alguna vez, sí, pero hacía mucho que eso no sucedía.
Echaba de menos sus besos, sus caricias, sus nanas. De pequeño, me cantaba muchas. Recuerdo sobre todo una muy triste, sobre el Niño Dios, que se había perdido y andaba pidiendo por el mundo. Por lo visto, había llegado a pedir a casa de un caballero y, allí que lo vieron, le achucharon los perros. Y el Niño Dios lloraba preguntando qué había hecho él para merecer eso. Más o menos. Cuando mi madre no me hacía caso, sentía que el niño abandonado del que hablaba la canción era yo mismo.
Leía mi Biblia resumida con ilustraciones cada noche antes de irme a dormir. Me encantaban las historias del Antiguo Testamento en las que los hombres soñaban con Dios y este les decía que eran los elegidos. Noé, Abraham, Moisés y Salomón poblaban mis fantasías y, a veces, dibujaba sus historias en cómics a los pies de la escalera. Lucas se burlaba de mí por leer y me exigía que apagase la luz. A veces me lanzaba con fuerza una almohada a la cara. O amenazaba con regarme con el contenido del orinal que tenía bajo la cama.
Otras veces era él quien se acostaba con una revista y la hojeaba boquiabierto. Había mujeres en camisón en la portada y Lucas la leía solo con una mano. Decía que tenía frío y que por eso solo sacaba una de entre las sábanas, pero se comportaba de un modo extraño. Yo fruncía el ceño y lo observaba por encima de las páginas de mi pesado libro. Entonces él me gritaba que dejase de mirarlo o me daría una paliza. Deprisa, me giraba en la cama y me ponía de cara a la pared, apretando mucho los párpados para que el sueño llegase cuanto antes. Sabía que era capaz de cumplir sus amenazas porque una de sus mayores aficiones era darme puñetazos en los brazos. Para él se trataba de un juego, pero a mí me aterrorizaba notar sus nudillos hundiéndose en mi escuálido cuerpo. Lucas tenía dos años más que yo y me sacaba dos cabezas, tenía la nariz afilada, la tez morena y los ojos demasiado abiertos, como si acabara de ocurrirle algo sorprendente que no se atreviera a contar. De hecho, era bastante parco en palabras. Parecía haber heredado por completo el carácter austero del campesino manchego que ha pasado más tiempo entre animales que entre personas. Era un chico muy bruto y un poco peculiar, pero uno no elige a sus hermanos.
Recuerdo como si fuera ayer el día que mi padre nos quiso enseñar a partir leña. Estábamos en pleno invierno y quedaban ya muy pocos ceporros en el cobertizo. Lucas y yo, enfundados en dos gorros de lana hechos a mano, seguíamos a nuestro padre por las calles desiertas hasta la finca de un vecino. Este había talado unos cuantos árboles y nos iba a regalar la leña que sacáramos porque le debía un favor a mi padre, pero teníamos que cortarla nosotros mismos.
Caminábamos a pocos metros de él. El filo del hacha sobre su hombro recibía los rayos de sol y los proyectaba de manera directa contra nuestros ojos, obligándonos a cerrarlos y a avanzar casi a ciegas. Los pájaros cantaban y mi padre les contestaba con un silbido alegre. Estaba feliz. Nos iba a enseñar cosas de hombres. A Lucas le emocionaba la idea de empuñar un arma. Por el pueblo corrían historias de gente que había matado a otra a hachazos y eso le fascinaba.
—¡Mírame! Soy Tomasín —decía, levantando el hacha en el aire con cara de loco.
Tomasín era un vecino que vivía con su madre y que un día, de repente, decidió abrirle la cabeza. Se la encontraron despatarrada delante de la chimenea con un hacha incrustada en el cráneo y un reguero de sangre alrededor. Al principio la dieron por muerta, claro, pero una vecina muy cotilla, la Manoli, que se había colado en la casa para fisgarlo todo, se dio cuenta de que todavía respiraba y se la llevaron corriendo al hospital. Al final logró sobrevivir y, a pesar de las secuelas, se recuperó como pudo. Dicen que fue un milagro de San Judas Tadeo, de quien la señora era devota. Para más inri, uno de los símbolos que porta dicho santo, además de la medalla con la cara de Cristo y la llama sobre la cabeza, es un hacha.
—Es para mear y no echar gota —oí decir a uno de los viejos que siempre estaban en la plaza comentando los sucesos del pueblo.
—¡Jódete y baila! —le contestó otro.
Los hermanos de Tomasín metieron a la madre en una residencia de Toledo y a él lo acabaron ingresando en un centro psiquiátrico. Sabíamos de sobra que su casa estaba abandonada, pero cada vez que pasábamos por delante no podíamos evitar llamar a la puerta, con una mezcla entre horror e ilusión, deseando que el loco saliera persiguiéndonos blandiendo su hacha.
Mi padre se la quitó de las manos a Lucas con un gesto rápido y brusco. Yo contemplaba sus brazos robustos, acostumbrados a cortar madera, y sabía que no los había heredado. Los míos eran delgaduchos y demasiado largos. Lucas, sin embargo, los tenía más fuertes y proporcionados. Sin duda, compartía código genético con él. Un día tendría su mismo aspecto.
Recordé un relato de mi Biblia resumida en el que Jacob, para recibir la bendición paterna, tuvo que fingir que era su hermano Esaú, poniéndose la ropa de este y una piel de cabritillo por encima que simulaba el vello corporal. Supe que esa sería la única manera de sentirme apreciado por mi padre: aparentar ser otro.
Estaba claro que a Lucas se le iba a dar bien cortar leña, al igual que cualquier otra actividad física. Todo lo contrario que a mí.
—No tienes ni idea. ¡Quita!
Lucas me dio un leve empujón y yo caí al suelo, golpeándome con el hacha en la espinilla. No me corté ni nada, fue un golpe tonto, pero el dolor se extendió por todo mi cuerpo con velocidad. Tirado en el suelo junto al pedazo de madera que debía haber partido en dos, chillé. Apreté mucho los dientes. Me mordí el puño para no hacerlo pero, al final, lloré. Mi hermano se reía y miraba a mi padre, que también sonreía, desde las alturas.
Seguí llorando, agobiado por no haber sido capaz de dar el golpe en el lugar adecuado, echando de menos a mi madre con toda mi alma, rezando para ser tan fuerte como ellos y no sentirme como lo que era: un auténtico fracasado.
—Tus manos no están hechas para el trabajo físico —me intentó consolar mi madre, después de enterrarme en mantas y darme una taza de azúcar tostada. Era el remedio casero que me daba siempre que estaba resfriado. Y a mí me encantaba.
—¿Y para qué están hechas entonces? —pregunté, tosiendo, con las lágrimas asomadas a los ojos.
—¡Mírame! Tú no eres como tu hermano o como tu padre. ¡No eres un bruto! Dios te ha elegido para que guíes a otros, no para partir leña.
Sus palabras me reconfortaban. Tal vez llevara razón, era posible que Dios me tuviese preparado un destino en el que usar un hacha fuera algo secundario, sin importancia.
—Mama, ¿me cantas una canción?
—Ya eres mayor para nanas, cariño.
—Por favor —imploré, entre toses.
Se puso de pie y me miró sin pestañear. Se asomó a la puerta, para asegurarse de que estábamos solos, y volvió a sentarse a mi lado.
Entonces comenzó a entonar una nana muy dulce. Su voz era el azúcar derretida diluyéndose en el agua caliente y yo me dejaba mecer por su cantinela hasta que el sueño se apoderó de mí. Esa noche soñé que Dios me hablaba. No llegaba a ver su cara, pero sin duda era Él. No recuerdo qué me decía, pero sí la sensación de paz que inundaba todo mi cuerpo.
A la mañana siguiente descubrí que me había meado encima. Lucas se estuvo burlando de mí semanas enteras. Por las noches, rezaba para que no me volviera a ocurrir y también para que le pasaran cosas malas a mi hermano; yo también quería reírme de él.
Tenía cientos de estampitas de vírgenes y santos en una caja de zapatos debajo de la cama, incluidas imágenes de Jesucristo muy diversas. En todas salía guapísimo: con el pelo largo y la barba tupida, los ojos grandes y la sonrisa más benévola del universo. Las tengo grabadas a fuego en mi memoria y podría dibujarlas con los ojos cerrados, de tantas veces que las contemplé, sentado en la escalera del patio, mientras mi madre barría con energía y arrancaba las hojas muertas de las macetas.
Jugaba con ellas como si fuesen cromos. Me inventaba historias en las que la Virgen del Carmen era novia de San Antonio y se iban de vacaciones a Benidorm. No quería ser blasfemo, pero la imaginación a veces me traicionaba y acababa montándome verdaderas películas. Los otros niños jugaban con coches, tanques, soldados, indios y vaqueros de plástico. Yo prefería a las vírgenes, con sus largas melenas y sus labios sonrosados. Las admiraba como si fueran actrices de Hollywood y, nada más ver una de mis estampas, reconocía enseguida de qué virgen se trataba y en qué municipio la adoraban. Era como tener muchas madres. La mía a veces me regañaba porque la molestaba y me tenía que quitar del medio para que ella pudiera fregar. Estas otras madres, todas ellas, eternas y divinas, eran benevolentes y preciosas. Estas madres no llevaban un mandil puesto todo el día, ni chillaban para que bajase a comer. Todas ellas eran la misma: María, mi madre verdadera. Eso afirmaban la Señorita Mari Sierra y Don Evaristo. Eso ponía en mi catecismo. Eso decía, incluso, mi otra madre.
Cuando no quería que nadie me viera jugar, me escondía en la buhardilla. Estaba al final de la escalera, en la planta de arriba, junto a los dormitorios. Para acceder a ella, había que subir un par de escalones, muy altos, y cruzar una puerta de madera que tenía un respiradero en la parte de arriba. Podías acercar el ojo y contemplar su interior a través de dicha rejilla, pero solo se veía un antiguo fresco que representaba el bautismo de Cristo. El dibujo estaba bastante mal hecho, la verdad, pero me fascinaba tener en casa un espacio íntimo, decorado como si fuese una capilla. Ese fresco rectangular y alargado no era el único; había otros. Cuando abrías la puerta y cruzabas el polvoriento umbral, tenías que agachar la cabeza para no golpeártela con el quicio, de lo diminuto que era el acceso. Incluso yo, que todavía no era muy alto por aquella época, tenía que agacharme un poco al entrar porque ya me había llevado más de un golpe en la sesera.
Aquel espacio era tan tétrico que Lucas y yo lo llamábamos «la cámara de las brujas», y decíamos que estaba encantado. Al principio tenía miedo y nunca habría osado entrar de noche, pero poco a poco se fue convirtiendo en mi refugio. Me pasaba horas muertas allí, iluminado por los rayos de sol que atravesaban una parte del tejado hecha con uralita transparente. En verano me asaba de calor, pero me sentía feliz de estar lejos de todos y de todo. Protegido. El suelo era de tierra y dejaba entrever las gruesas vigas de madera que constituían la estructura de la casa. Había otras que iban de pared a pared, a la altura de mi cabeza, por lo que debía tener cuidado de no golpearme con ellas.
Junto al fresco del Bautismo de Cristo, había otro de dos hombres frente a un campo verde, mirando hacia lo lejos como si estuviesen buscando algo. En la pared de enfrente, una paloma blanca con las alas abiertas: el Espíritu Santo. Todos los frescos tenían un tono triste; parecía como si hubieran usado solamente tres colores: blanco roto, verde aceituna y un rojo apagado que recordaba a las rosas marchitas. En mi casa, la buhardilla no le interesaba a nadie y solo servía para acumular trastos y la dote que mi madre había decidido prepararnos a mí y a mi hermano; pijamas de lino, vajillas y cuberterías se apilaban dentro de dos baúles enormes, a la espera de nuestro exilio de la casa paterna.
Era un espacio lúgubre, pero especial y, lo más importante, solo mío. Lo supe desde el momento en que vi el fresco de la pared principal, el que presidía la habitación y, sin duda, tenía más importancia que el resto, el que había sido pintado con mayor delicadeza que los demás: un retrato de la Virgen Milagrosa. Se trataba de una representación de María de pie, con las manos extendidas y dos rayos de luz emergiendo de las mismas. Bajo uno de sus pies descalzos se podía ver la serpiente vencida. Tenía la mirada serena y doce estrellas blancas alrededor de su cabeza, adornada con una corona de oro. Su belleza era espectacular. Me transmitía una paz inmensa y me dejaba boquiabierto cada vez que la veía. Me sentía el niño más afortunado del mundo por tener mi propia Virgen en casa, solo para mí.
—Mama, ¿quién pintó el mural de la Virgen que hay en la cámara?
—Esos frescos son muy antiguos, de antes de la guerra.
—¿Qué guerra?
—La Guerra Civil. En este pueblo nos pasó un poco de refilón. A nadie le interesaban estas tierras, pero sí que se llevaron a los hombres al frente. ¿Sabes que cada uno de tus abuelos luchó en un bando distinto? Mi padre, que en paz descanse, iba con Negrín y tu otro abuelo, Dios lo tenga en su gloria, con Franco.
—¿Quién ganó?
—Todo el mundo pierde cuando sucede algo así —dijo, santiguándose.
—¿Los abuelos murieron en la guerra?
—No. Murieron de cáncer, muchos años después.
—¿Por eso las abuelas van siempre vestidas de negro?
—Sí, hijo, están de luto. Y así van a seguir hasta el día que se mueran, por respeto a sus maridos. Esta familia tiene una larga tradición de viudas.
—Yo no me quiero casar.
—¿Y eso?
—Para no morirme.
Mi madre se rio como hacía tiempo que no la había oído hacerlo.
—¿Entonces no sabes quién pintó la Virgen que hay en la cámara?
—Alguien con mucha fe.
Luego me contó que, cuando entraron a vivir en esa casa, encontraron el suelo de la buhardilla lleno de agujeros. Me dijo que esos huecos, ahora vacíos, habían contenido pequeños tesoros durante la guerra. La gente tenía mucho miedo a perder lo poco que había conseguido ahorrar, las joyas de la familia o las fotografías de sus seres queridos. Hacían pequeños hatos y le pedían a la dueña de la vivienda que, por favor, escondiera sus pertenencias lo mejor posible. La propietaria era una señora gallega muy beata que había venido hasta nuestra tierra por amor, pero que se había quedado viuda a los pocos años. Todos sabían de su buen corazón y que nunca le negaba a nadie un plato de comida, por lo que se ganó el apodo de «la Partepan». Después de la guerra, algunos volvieron a recuperarlos, pero muchos otros sufrieron la misma suerte que sus bienes, quedando sepultados bajo capas de tierra y polvo, olvidados para siempre.
Al comprar la casa, mi padre rellenó de nuevo todos los agujeros, pero mi madre temía que hubiese quedado algún tesoro por descubrir y, el día menos pensado, apareciese alguien reclamando las pertenencias de sus antepasados. A mí me daba miedo que la Partepan hubiese ocultado gente durante la guerra, que estos no hubiesen logrado sobrevivir y sus cadáveres permanecieran todavía tras los muros. Eso podría explicar el olor a rancio que lo impregnaba todo, pero no los murales religiosos. En ocasiones pensaba que las pinturas las había realizado ella. Otras veces, creía que las había hecho el mismo Dios, o alguno de sus ángeles, para marcarme el camino a seguir.