Kitabı oku: «En el nombre del mar», sayfa 3

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Epílogo

Hacia las doce de la tarde del lunes once de marzo de 1895, veinticuatro horas después de ocurrida la tragedia del Reina Regente, una botella de vino fino lanzada por la duquesa de Niebla se hizo añicos contra el casco del Carlos V, que inmediatamente comenzó a descender hasta las plácidas aguas del caño de la Reina en Cádiz. Millares de voces se alzaron emocionadas y la muchedumbre repartida entre las salinas y los esteros aplaudió a rabiar cuando vieron al flamante acorazado mecerse soberanamente sobre las aguas.

En la plataforma de madera levantada en el astillero para dar cobijo de la lluvia a los invitados más distinguidos, el ministro Beránguer se congratulaba con los duques, el delegado del gobierno y otras autoridades locales del soberbio aspecto que presentaba el acorazado, el más grande de los buques construidos por la industria nacional y orgullo de todos los españoles. Alguien preguntó por el Reina Regente cuya presencia en los actos se había anunciado repetidamente, el ministro cruzó una mirada con el almirante Pasquín e inmediatamente sonrió y se disculpó informando que el fuerte temporal desatado la víspera había obligado al crucero a buscar abrigo en algún punto de la costa que no quiso concretar. Las secuelas de la borrasca aún eran palpables, la botadura se había visto empañada por la incómoda llovizna, y la mar, todavía agitada, presentaba un aspecto oscuro y lóbrego. Entre los asistentes circulaba que los daños en la costa gaditana incluían la pérdida de 35 barcos de pesca que habían dejado sin medio de vida a quinientas familias e incluso un vapor de mediano porte, el Caspio, que había salido de Huelva con cuarenta pasajeros que no querían perderse la botadura del Carlos V, se había hundido a las puertas del muelle de Cádiz, pereciendo la mayor parte de los pasajeros. La de marino es una profesión sacrificada, sentenció Beránguer, y todos volvieron a asentir con gesto grave regresando a los catavinos, a las bandejas de cazón y langostinos de Sanlúcar y a sus conversaciones superficiales. Lo cierto era que no se tenían noticias del barco. La línea telegráfica con África había quedado interrumpida y el ministro quería suponer que el Regente permanecía fondeado en Tánger o que quizás habría zarpado aquella misma mañana tras el paso del temporal y los densos penachos de humo de sus chimeneas aparecerían en cualquier momento tras el telón del horizonte lejano.

El telégrafo quedó reparado al día siguiente y el primer cablegrama llegó precisamente de Tánger. Era del cónsul y en él preguntaba al Comandante de Marina de Cádiz por la llegada a puerto del Reina Regente, que había zarpado de la capital tingitana el domingo y en las playas de la ciudad estaban apareciendo banderas de mano con su nombre.

A partir de ese instante se desató la locura. El telégrafo comenzó a funcionar sin descanso y los semáforos a ambas orillas del Estrecho repetían incansables la misma pregunta: ¿Dónde está el Reina Regente?

El catorce se dio orden a los buques en la mar de rastrear detrás de cada ola y cada roca en busca del crucero desaparecido. Los primeros en movilizarse fueron el vapor Piélago, en Cádiz y el Hassani marroquí en aguas africanas. Poco después zarpaban los cruceros Alfonso XII e Isla de Luzón, las cañoneras Perla y Cuervo, los vapores Gallo y Solferino y otras unidades nacionales y extranjeras que se repartieron la búsqueda a ambos lados del Estrecho, llegando hasta las islas Madeira y las Canarias, pero todos los esfuerzos resultaron infructuosos. El buque había desaparecido sin dejar rastro.

Inmediatamente se dispararon las alarmas. Debido al sistema de levas, buena parte de la marinería procedía de los reemplazos de Málaga, de donde empezaron a llegar docenas de tartanas repletas de familiares de los desaparecidos. De sol a sol se les veía recorriendo las playas dejándose los ojos en el horizonte y por la noche encendían centenares de velas y el viento arrastraba tierra adentro el susurro de sus sentidas plegarias. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer restos del barco diseminados por todas las playas de la costa gaditana: banderas de mano, salvavidas, restos de botes, remos y otros efectos con el nombre del buque escrito en pequeñas placas de bronce. Al hilo de la desesperación aparecieron los primeros signos de impotencia y de la mano de ésta tomaron voz las preguntas que hasta entonces todos se hacían envueltas en velados susurros: ¿Por qué se había enviado a navegar a un buque con tantos defectos estructurales? ¿Por qué no se había puesto remedio a sus carencias? Las familias pedían a gritos un responsable, un cabeza de turco en quien descargar su desesperación, cuando, de pronto, el telégrafo trajo noticia de la feliz arribada del buque a Las Palmas.

La tristeza tornó en inusitada alegría. En la calle la gente se abrazaba, cantaba, bebía y la cuestión de las responsabilidades quedó aparcada, hasta que pocas horas después el mismo telégrafo informaba que el buque atracado en la capital canaria era el Reina Mercedes.

La muchedumbre volvió a rugir de ira y esta vez su cólera llegó hasta las Cortes, donde los diputados del Congreso se dividieron en dos grandes grupos: los que defendían con virtuosísima retórica que, caso de haber fallecido, los marinos del Reina Regente lo habían hecho en un hermosísimo acto de servicio y los que sostenían, también con encendida elocuencia, que si verdaderamente se habían ahogado era debido a un estúpido acto de irresponsabilidad.

El debate estaba en la calle y, para terminar de encender los ánimos, comenzaron a aparecer en las playas botellas lacradas conteniendo mensajes supuestamente manuscritos por los tripulantes del barco y los responsables de la Armada recibían anónimos en los que se comunicaba el sitio exacto donde el crucero yacía sumergido para siempre. Sin embargo, del buque y sus 412 marinos nunca más se ha sabido, pues, aunque hubo un superviviente, no pudo contar el final de la desafortunada nave ni el lugar donde reposa el sarcófago que guarda el último suspiro de los marinos.

A los dos días del hundimiento, el destructor británico Sheffield salió en tránsito de Gibraltar para Portsmouth y estando en la mar recibió noticias de la desaparición del crucero español, uniéndose de manera espontánea a su búsqueda. Atardecía cuando un serviola informó de la presencia de un punto oscuro sobre las aguas, hacia donde puso proa inmediatamente el destructor. Desafiando el vaivén de las olas sobre un enjaretado, los ingleses recogieron del mar un pastor de Terranova escuálido y asustado que apenas era capaz de tenerse en pie.

Eran tantos los buques que se habían perdido con el temporal que inicialmente nadie vinculó al perro con el crucero que buscaban, aunque un marinero, dando por hecho que el animal debía pertenecer a alguno de los barcos perdidos y considerando por tanto que había regresado de las profundidades, decidió ponerle el nombre de Nemo, recordando al del capitán de cierta nave submarina protagonista de la última de las novelas del escritor más leído del momento. En todo caso, Nemo pasó a formar parte de la dotación del buque británico que lo adoptó y cuidó como propio, aunque todos decían que era un perro triste al que era muy difícil arrancar un ladrido de alegría.

Pasó el tiempo y el Sheffield debió regresar a sus operaciones en el Mediterráneo, pero antes su comandante decidió hacer escala en Sevilla, de modo que echó el ancla en el abra de Sanlúcar a la espera de práctico y marea, cuando, de un modo repentino, Nemo comenzó a mostrar signos de inquietud. Nadie a bordo era capaz de entender la insólita y desacostumbrada actitud del animal hasta que, de improviso, se acercó a la borda, olisqueó el aire y se lanzó al mar con decisión.

El comandante del destructor ordenó alistar un bote y seguir a Nemo, que nadaba hacia la costa ignorando las llamadas que se le hacían desde la embarcación. Cuando llegó a tierra los ingleses lo siguieron por entre las encaladas calles sanluqueñas hasta que lo vieron detenerse frente a un portal, donde comenzó a ladrar desaforadamente hasta que se abrió una puerta, dando paso a una mujer rigurosamente vestida de negro que cayó redonda al suelo al encontrarse con el excitado animal.

El oficial que había desembarcado en el bote y seguido al perro hasta aquel portal corrió a socorrerla, pero antes de llegar otros brazos surgieron de la casa y la ayudaron a volver en sí. Alzando la vista, el inglés contempló una placa metálica en la que brillaban unas lustrosas letras de bronce que a pesar del idioma no le fue difícil interpretar:

Aquí nació y creció

José María Enríquez y Fernández,

Alférez de navío de la Real Armada,

que entregó el alma a Dios en el

hundimiento del crucero Reina Regente

en aguas próximas al estrecho de Gibraltar.

Dios lo tenga en su gloria.

Desde entonces dicen que en las noches en que las tormentas azotan las playas gaditanas, el viento arrastra el quejido de las almas que duermen el sueño eterno en un túmulo de hierro en cuya popa aún se distinguen dos palabras: Reina Regente. Y dicen también que en el susurro del viento puede distinguirse el aullido lastimero de un perro.

Nota del autor: La historia del crucero Reina Regente y su desgraciado final es tan real como triste. Desde su pérdida en 1895, y a pesar de que la derrota entre Tánger y Cádiz no deja demasiados resquicios a la duda, nunca se ha sabido el lugar exacto de su desaparición. La costa atlántica gaditana es zona de fuertes corrientes y el fango no suele tardar en enterrar los naufragios. En algún punto desconocido de la misma, probablemente no lejos de Barbate, se esconde uno de los misterios más tenebrosos de nuestra historia naval.

Mientras tanto, a los marinos que a despecho del paso de los años nos sentimos compañeros de los 412 desgraciados miembros de la dotación del crucero, no nos queda sino aventurar su desdicha en espera de la noticia feliz del descubrimiento de su sudario de hierro. Sirva esta recreación literaria como el póstumo homenaje a su trágica y dolorosa desaparición.

2. El arponero


El látigo restalló sobre el húmedo pelaje del caballo despidiendo una miríada de gotas de lluvia. Resoplando y lanzando densas volutas de vapor por los ollares, el noble bruto arrancó tirando de la calesa que pronto desapareció, dejando tras de sí el eco metálico de las herraduras del animal y los silbidos cada vez más lejanos del cochero. Entonces el viajero se giró, alzó el cuello de su pelliza para resguardarse de la persistente llovizna y buscó su destino entre los edificios de la calle.

La tarde languidecía y, aunque aún faltaba una hora larga para la anochecida, la densa capa de nubes que cubría el cielo mantenía la ciudad a oscuras; sin embargo, al fondo de un callejón que se abría justo en donde lo había dejado el cochero, la luz mortecina de una farola alumbraba un letrero metálico que oscilaba mecido por el viento, anunciando con su chirriar el nombre de la posada: «Douqep».

Echándose el saco a la espalda, el viajero caminó hasta situarse delante del establecimiento: un oscuro tugurio con una puerta de madera de pino repintada y dos pequeños ventanales clausurados por contraventanas. Sobre el conjunto, el letrero mostraba el nombre del establecimiento sobre un mar encrespado de espuma en cuya superficie destacaba una enorme ballena con tres arpones clavados en el costado y un rictus en la cara a caballo entre el horror y la furia. Adosado a la puerta, un pequeño receptáculo de madera hacía las veces de buzón. El viajero permaneció contemplándolo con extrañeza. En cualquier establecimiento público de Massachusetts era habitual encontrar una abertura en las puertas por la que el cartero pudiera hacer llegar la correspondencia; sin embargo, en el caso de la «Douqep», aquel pequeño receptáculo parecía concebido para depositar la correspondencia desde dentro.

La puerta parecía atrancada y tuvo que empujar con el hombro hasta que la madera chirrió al abrirse. En el marco quedó alguna tela de araña. El polvo y la mugre se acumulaban en el quicio y en el suelo, como si hubiese transcurrido un largo periodo de tiempo desde que la puerta se abriera por última vez, a pesar de lo cual el viajero penetró en el umbral de la posada confiado y contento de guarecerse al fin de la molesta lluvia.

Una vez dentro del local se sintió invadido por un calor agradable. El lugar no estaba mucho más iluminado que la calle, pero el grupo de velas que ardía sobre las mesas y, sobre todo, las brillantes lenguas de fuego que despedían las llamas de la chimenea le permitieron hacerse una idea del local y distinguir a los clientes que ocupaban las mesas desperdigadas a lo largo y ancho del establecimiento, así como a tres de ellos que apoyaban los codos en la pequeña barra tras la que el posadero se afanaba en secar las jarras de barro alineadas sobre el mostrador. Unos y otros dejaron sus conversaciones y se giraron para contemplar la llegada del desconocido, un joven espigado y fibroso, de aspecto vulnerable y que, algo cohibido, permanecía junto a la puerta de la «Douqep» contemplando el cuchitril como el que asiste a una escena sacada de los libros de historia.

—¡Cierre la puerta, joven! —bramó una voz desde el fondo de la posada.

El muchacho se giró y cerró la puerta sin esfuerzo, a pesar de que abrirla no había resultado igual de sencillo. Se sentía observado y, tímido y reservado por naturaleza, esperaba que los clientes dejaran de contemplarle y regresaran cuanto antes a sus pintas de cerveza.

Echándose el saco al hombro se acercó hasta la barra. Desde las mesas los clientes de la posada le siguieron con la mirada. El silencio pesaba como una losa y apenas se escuchaba otro sonido que el crepitar del fuego de la chimenea, frente a la cual un individuo de aspecto indio daba forma a una talla de madera utilizando un cuchillo de grandes dimensiones. Parecía que no había reparado en su llegada y era el único que no se ocupaba en vigilar sus movimientos.

Depositando el saco en el suelo se dirigió al posadero que frotaba la barra con un trapo viejo sin dejar de contemplarlo con curiosidad.

—Buenas tardes —saludó el recién llegado llevándose un dedo a la gorra—. Me llamo Jim Bow, tengo una carta que me cita hoy aquí para embarcar en la goleta...

—¿Eres el arponero? —le interrumpió el posadero, un tipo entrado en carnes y de mofletes rosáceos cubiertos por una capa de pelusa dorada.

—Sí. Aquí tengo la carta —contestó el joven sacando un sobre del bolsillo interior de la pelliza.

—No es necesario —intervino uno de los hombres apoyados en la barra—. Yo escribí esa carta. Me llamo Ismael Button.

Y extendió la mano buscando la del arponero.

—Jim Bow... —susurró el posadero—. Un nombre apropiado para un marinero y más aún para un arponero.1

—Sí señor, así me bautizaron hace veinte años en Yerbabuena.2

Sin dejar de contemplarlo con desconfianza, el posadero colocó una pinta de cerveza tibia frente a él.

—Toma chico, ésta corre de parte de la casa. Ahí fuera el viento se lo come a uno, debes estar pelado de frío.

Jim agradeció la bebida con un gesto. El comentario le llamó la atención. Afuera la lluvia resultaba bastante molesta, pero no hacía ni pizca de viento y tampoco la temperatura era excesivamente desagradable.

—Ten cuidado, Jim —sonrió Ismael Button—. Aunque asegure que es una gentileza de la casa, esa cerveza te convierte en un caballo muerto a su servicio.

Y alzó su jarra llevándosela a los labios después de un guiño y el gesto amistoso de un brindis.

Jim imitó el movimiento y bebió un trago de cerveza, lo que inmediatamente le dispensó un agradable golpe de calor.

Le pareció curiosa la expresión de Ismael. Caballo muerto era un término antiguo que había escuchado alguna vez de boca de los marineros más viejos y se usaba coloquialmente para referirse a un grumete durante su primer mes a bordo. Como norma general, los marineros recibían al enrolarse un mes de salario por adelantado que, indefectiblemente, se gastaban en puerto antes de zarpar, lo que les ataba definitivamente al barco; y como ese primer mes trabajaban sin el aliciente de la paga, se comportaban igual que uno de esos testarudos animales de carga a los que tan difícil resulta mover a trabajar.

—Cuéntanos —dijo el posadero interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Qué tal el viaje? Yerbabuena es un lugar alejado.

—Oh, no, señor —replicó el chico atropelladamente—. Desembarqué en New Bedford hace cosa de dos meses. Estaba enrolado como arponero mayor en el Ventine cuando recibí la carta. Las condiciones me parecieron muy ventajosas.

Una incómoda cortina de silencio se estableció entre los cuatro hombres. Al fondo los ocupantes de las mesas habían reanudado su cháchara, de la que les llegaban suaves murmullos entremezclados con el crepitar de las llamas en la chimenea y el chasquido del cuchillo del indio modelando lo que parecía un pequeño ídolo. Tanto el posadero como Ismael le miraban absortos, como si esperaran algo de él, mientras el otro hombre permanecía abstraído en la contemplación de un cuadro colgado en la pared que representaba una escena de la caza de la ballena. Jim se llevó la jarra a los labios tratando de ocultar su azoramiento ante la mirada de aquellos dos hombres que seguían observándole con atención, después dejó la jarra sobre la mesa y carraspeó incomodado por el silencio.

—Mis padres eran buscadores de oro. Bueno, naturalmente me refiero a mi padre. Mi madre atendía en la cantina —dijo al fin incapaz de soportar la tensión.

—He oído que el oro ha vuelto loca a mucha gente en los placeres de los ríos del oeste. Basta meter la mano en el agua para sacar pepitas del tamaño de un puño.

A Jim le parecieron extrañas las palabras del posadero.

—Bueno, eso fue hace tiempo. Más o menos cuando yo nací. Hoy los lechos de los ríos están exhaustos. Y tampoco fue para tanto; por cada hombre rico que produjo el oro, otros mil lo perdieron todo a manos de los avariciosos terratenientes, los bandidos o las busconas. Ciertamente, me quedo con la tranquilidad de un barco. No es más duro, se lo aseguro, señor, y por la noche uno puede descansar sin temor a que le rebanen el cuello mientras duerme.

Al pronunciar sus últimas palabras Jim lanzó una mirada inquieta al indio que continuaba en cuclillas frente al fuego dando forma a su estatuilla.

—Qué raro —murmuró el posadero con un brillo de codicia en la mirada—. Los marineros siempre han envidiado la vida de los buscadores de oro. Se dice que a lo largo de la costa oeste se multiplican las deserciones ante la llamada del metal.

—Eso fue sólo al principio. Más adelante la mayoría abandonó los cedazos y volvió a la seguridad de los barcos. Ya ven, el propio Sutter se volvió loco y murió en la indigencia.

—¿Sutter? ¿El suizo? ¿El descubridor del oro? ¿Dices que ha muerto pobre?

—¿Cómo? ¿No lo saben?

Jim Bow volvió a sentir una extraña sensación y esta vez un escalofrió recorrió su espina dorsal como una culebra.

—Su pleito en la corte de justicia hizo correr ríos de tinta, aunque de eso hace ya algunos años.

El posadero quiso intervenir de nuevo, pero el individuo que hasta ese momento había permanecido silencioso en la contemplación del cuadro lo fusiló con la mirada.

—Y dígame, Jim Bow —se repuso el posadero volviendo a pasar la bayeta por encima de la barra con evidente nerviosismo—. ¿Tiene usted experiencia con el arpón?

—Ya le digo que vengo del Ventine. Fui arponero mayor durante las dos últimas campañas. Antes serví como segundo lanzador en otros barcos.

—¿Disparó usted a muchas ballenas? —preguntó Ismael uniéndose al interés del posadero.

—Francas, lo menos una veintena. Muchas más si contamos azules, grises y jorobadas.

—¿A cuántas ha matado? —preguntó repentinamente el individuo que había permanecido en silencio hasta entonces.

—Muchas, señor. No podría decirle un número exacto.

—¿Alguna en especial?

—Todas las ballenas son especiales, si me lo permite. El truco consiste en meterles el arpón en el cerebro para no dejarlas pensar. Si se falla, entonces puede ser ella la que te cace a ti. Yo iba a bordo del Hawknest cuando nos atacó aquella franca. No exagero si les digo que pesaba más de doscientas toneladas. De una tripulación de dieciséis, sólo conseguimos escapar cinco. Yo estaba en el agua junto al capitán cuando la vimos venir, en el último momento se decidió por él; lo engulló sin ningún esfuerzo a cinco metros de mí. Esos animales saben lo que hacen, señor.

—Bah, no son más que estúpidas ballenas. No me venga con ésas —refunfuñó el tipo regresando a la contemplación del cuadro.

—Lo que el capitán quiere decir es si encontró usted alguna ballena blanca —apostilló el posadero dejando de dar lustre a la barra.

—Entiendo. Ustedes se refieren a Mocha Dick.

Como si le hubiera mordido una serpiente, el capitán se giró y zarandeó al arponero.

—¿La vio usted? Dígame, ¿la vio?

—Mucha gente cree que Mocha es una leyenda, señor, pero que me aspen si aquella ballena blanca como la espuma que encontramos en el sur no era Mocha.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —bramó el capitán enfurecido agitando el cuello de la pelliza de Jim Brown.

—Cálmese, capitán —intervino el posadero pidiéndole tranquilidad con las manos—. Deje que el chico se explique, aunque cuesta creer que haya podido verse una franca como esa al otro lado de la Línea.3

—Lo he contado en todas las tabernas de New Bedford y la gente se mofa, pero yo les juro por lo más sagrado que aquella ballena blanca era Mocha Dick. Y ya sé que no siendo del tipo austral, las francas no se han visto nunca en aquellas aguas.

Jim Bow volvió a coger la jarra y apuró un trago de cerveza como si necesitara armarse de valor para seguir con la historia.

—Continúe. No se detenga —le apremió el hombre de mirada extraviada al que llamaban capitán.

­—No la vimos acercarse hasta que estuvo prácticamente al costado. El sol aún no había despuntado pero la luz del crepúsculo fue suficiente para reconocerla. Cuando la vimos ya la teníamos encima, sin embargo se limitó a dar unas vueltas al barco como si quisiese cerciorarse de quiénes éramos.

—¿Les atacó?

—No. Y eso es lo más extraño. Dicen que Mocha es una ballena tremendamente agresiva.

—Muchos dicen que sólo es una leyenda —intervino Ismael.

—Les digo que era Mocha. La reconocí al instante. Tenía dos arpones metidos en las costillas y otro más le atravesaba el ojo derecho y se alojaba en alguna parte de su sistema respiratorio. Cada vez que lanzaba un chorro de agua emitía un silbido agónico que no he podido quitarme de la cabeza. Ni eso ni la mirada asesina de su único ojo. No me crean si no quieren, pero les aseguro que...

Jim Bow guardó silencio. Los clientes de la posada se habían acercado y se congregaban a su alrededor dispuestos a no perderse una palabra de la historia. Tras ellos, el indio continuaba agachado frente al fuego en la misma postura, pero ya no daba forma a la madera, en vez de eso le contemplaba con un rictus de fiereza en la mirada que a punto estuvo de helarle la sangre.

—Siga —volvió a apremiarle el capitán golpeándole el hombro.

—Esa ballena existe, capitán, créame. La he visto con mis propios ojos. Le digo que Mocha Dick no es ninguna leyenda, sino una ballena inteligente. Sabía que acercándose como lo hizo no tendríamos tiempo de cargar el arpón. Quería reconocernos, de eso no me cabe duda; permaneció un rato dando vueltas al barco hasta que se convenció de que no éramos el buque que buscaba.

—Dígame, ¿dónde ocurrió eso?

—Doscientas millas al sureste del archipiélago de las Malvinas. Y no me diga que no son aguas de francas, capitán. Ya le digo que he visto muchas de ellas, aunque ninguna blanca y tan terriblemente herida como ésta. Era Mocha, capitán, no lo dude, cualquier marinero del Proverb podría certificarlo, aunque creo que...

—¿Qué es lo que cree? —bramó a su lado un marinero de miembros flácidos, piel cartilaginosa y rostro cerúleo como el de un cadáver.

—Creo que ustedes ya saben esto. Quizás por eso me han traído hasta aquí.

—¿Cuándo la vio? —ignorando sus palabras el capitán volvió a agitar el brazo de Jim Bow.

—Hace nueve meses. En invierno.

—Nos vamos —sentenció el llamado capitán incorporándose de la alta silla de madera en la que había permanecido sentado hasta ese momento.

Como si de una orden se tratase el grupo se puso en marcha en dirección a la escalera que ascendía a la parte alta de la posada. Jim se echó el saco al hombro y les siguió. El viaje desde New Bedford hasta la isla de Nantucket le había fatigado y más aún la tensión de la conversación y el esfuerzo mental al recordar la mirada asesina de Mocha Dick. Le vendría bien descansar. Al día siguiente le llevarían a conocer su nuevo barco. Comenzaba a sentir el gusanillo de la caza y ansiaba empezar a afilar sus arpones.

La larga fila de individuos continuó el ascenso hasta que la escalera quedó sumida en la penumbra. Aquello era lo más extraño que le había pasado en su vida. Deseaba con toda el alma sentir el calor de una cama y ordenar sus pensamientos antes de entregarse al sueño.

Repentinamente, alguien abrió una puerta en la parte alta de la cadena humana y un torrente de luz iluminó de nuevo la escalera, alumbrando los rostros espectrales de sus compañeros de ascensión. Por un instante sintió un miedo indefinido imposible de explicar, pero siguió subiendo empujado por el torbellino que le seguía, hasta que se encontró en una superficie firme y un golpe de aire fresco le hizo sentirse momentáneamente reconfortado.

Aquello debía ser el tejado de la posada al que habrían accedido por una claraboya, sin embargo era de noche y, aunque vaporosa, la claridad se correspondía con las horas del día. Echó una ojeada a su alrededor y vio que los hombres desaparecían entre las brumas, entonces miró hacia la claraboya y vio salir al que cerraba la fila humana, aquel tipo extravagante y nervioso al que llamaban capitán, el cual abrió una puerta y se desvaneció tras ella. Hubiera jurado que cojeaba y una sensación de terror se alojó en su garganta.

El posadero se le acercó y le sujetó del brazo.

—Señor Bow, soy Buñuelo. El oficial Stubbs me ordena que le acompañe a la proa, valga la redundancia —para celebrar su chiste el posadero esbozó una sonrisa de hiena, dio media vuelta y esperó a que el joven arponero se decidiera a seguirle.

Conforme avanzaba siguiendo a Buñuelo comenzó a escuchar en la distancia unas voces que seguían cierta cadencia musical. Se trataba de una conocida saloma de cabrestante,4 una tonadilla antigua que había escuchado y repetido cientos de veces antes, pero que carecía de sentido en aquellas alturas de la posada.

Ese barco de aquí no es.

Túmbale, túmbale...

No es español ni es francés.

Túmbale, túmbale...

No es ruso, tampoco inglés.

Túmbale, túmbale...

Dime niña si es portugués.

Túmbale, túmbale...

O es el barco de tu holandés.

Túmbale, túmbale...

De repente, a sus ojos se hicieron patentes los torsos desnudos de cuatro marineros que con cada túmbale daban un golpe de riñón en el cabrestante, el cual giraba enrollando en su tambor un cabo grueso hasta que otro hombre, asomado a lo que parecía la borda de un buque, alzó un puño, deteniéndose el movimiento de los marineros y su rítmica tonadilla. Jim reconoció entre ellos los semblantes de los que habían acudido en la posada a escuchar su controvertida historia de Mocha Dick. El arponero se rebeló contra este pensamiento. No es que antes estuviera en la posada y ahora estuviese en otra parte; seguía en la posada y de alguna manera estaba sufriendo una alucinación. Quizás se había quedado dormido y al despertar no recordaría nada más que jirones brumosos de aquella pesadilla...

—Señor Stubbs, el ancla está arriba y clara, podemos proceder.

El grito del tipo de la borda quebró sus dudas y sus pensamientos se diluyeron como arena entre los dedos. Inmediatamente, una sombra se alzó sobre su cabeza como un ave de proporciones extraordinarias que descendiese a prenderlo con su negro pico. Alzando el rostro vio una vela que se iba hinchando conforme ganaba altura, mientras sonaba otra tonadilla tan popular como la anterior, la más conocida de las salomas de driza.

Ese barco no flotará.

Y un doblón, un doblón.

El rey de España nos compensará.

Y un doblón, un doblón.

Quién lo hundió, jamás se sabrá.

Y un doblón, un doblón.

Quizás fue Hawkins, quizás Barrabás.

Y un doblón, y un doblón.

Calico, Morgan o mi capitán.

Y un doblón, un doblón...

Jim asistía al espectáculo hipnotizado. Alucinación o no, con cada doblón un grupo de marineros templaba al unísono las drizas y uno tras otro los foques fueron ascendiendo hasta quedar firmemente amurados. En ese momento la superficie a sus pies, que hasta entonces había permanecido estable, comenzó a agitarse como la cubierta de un barco y el viento le trajo los conocidos olores de la sal y la brea. Por la proa una luz de destellos comenzó a hacerse cada vez más visible.

—Es el faro de Brant Point —sonrió Buñuelo estúpidamente sin dejar de avanzar entre cabos y maromas.

—Vencejos, señor Stuuuuubb.

El grito procedía de las alturas, donde debía ubicarse la cofa de aquel barco imaginario. Con aquella voz el vigía señalaba que una vez abandonado el resguardo del muelle que supuestamente dejaban atrás les esperaba un temporal, ya que el vencejo es el único pájaro que se atreve a desafiarlos, mientras que en medio de una galerna pueden verse volar otras aves como patos o golondrinas. Sin embargo, cuando la mar arrecia hasta convertirse en una tempestad, ningún ave se atreve a abandonar la tierra.

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