Kitabı oku: «En el nombre de Padre», sayfa 2

Yazı tipi:

III

Si soy sincero, debo decir que mi padre no abandonó su casa como un hombre derrotado. Un diluvio de improperios lo acompañó desde la puerta de su habitación hasta el espejo del baño. Se tomó su tiempo en centrarse el nudo de la corbata, sin dejar de escuchar a Madre, y luego salir con un aire de satisfacción, tal como si aquellos insultos no fueran dirigidos a él, sino al hombre que dejaba atrás.

Al contemplar cómo desaparecía al llegar al cruce de la calle Italia con el Paseo Doctor Cenarro, pensé que Padre, en realidad, había formado dos familias: una con su mujer y todos sus hijos, y otra a solas conmigo. Es posible que mi madre no lo apreciara y asumiera esa diferencia de trato como algo natural. Tenía bastante con reunirnos a la hora de comer y cenar, a pesar de que nunca sabía a ciencia cierta si su marido vendría o tendría que guardar su ración en la despensa. El hecho es que los recuerdos que conservo se dividen exactamente de la misma manera: dos familias separadas que cuando entraban en la casa se convertían en una sola.

No se esforzaba Padre en disimular esa distinción, ni siquiera con mis hermanos. La afinidad —no me atrevo a usar otra palabra— que sentía por mí, sin embargo, no tenía por objeto participar de mi infancia, vivirla como lo hacen esos padres que se entregan a los juegos de sus hijos, convencidos de que ese tiempo nunca volverá. La idea de Padre era que esa infancia transcurriera lo más pronto posible, disfrazarla de un juego sin ser un juego, moldearla a su gusto para que no fuera un “tiempo desaprovechado”.

Siendo así, no tengo recuerdos claros de haber jugado con él, excepto cuando íbamos a coger navajas. Algún sábado, a primera hora de la mañana, paseábamos por la orilla de la playa Merkala, buscando las burbujas que dejaban al retirarse el agua. Entonces echábamos sal en el orificio y al poco, asfixiadas, sus lenguas blancas emergían sobre la arena. Al principio me divertía. Hacíamos un fajo con un cordel y las llevábamos a casa. Madre les retiraba la arena y las cocinaba. Era el plato principal del día. Pero yo me negaba a comer. Ponía mil excusas. Padre se enfadaba, decía que no había razón para desaprovechar la comida. No me atreví a decirle que me producía náuseas la visión de esas lenguas flojas que colgaban lánguidas manchadas de ajo y perejil. Se dio cuenta por sí mismo, y como consecuencia de ese descubrimiento dejamos de ir a la playa a pescar navajas.

Ahora pienso que Padre, más que el placer del juego, buscaba que por medio de ese ejercicio didáctico yo asociase la muerte del animal con la gratificación de su sabor. Pero la única navaja que conseguí masticar acabó regurgitada sobre mis pantalones y decidí en secreto no volver a probarlas.

A punto de cumplir dieciséis años me llevó de visita al Almirante Churruca. Había atracado esa misma mañana en el puerto de Tánger y, cuando me lo propuso, recuerdo que la idea me entusiasmó. Padre estaba tan deseoso de que disfrutara de la experiencia, que me dejó total libertad mientras él conversaba con el Capitán. Recorrimos la cubierta de proa a popa, subimos al puente de mando, a las piezas de artillería. Nos sentamos a contemplar el trabajo de los marineros cuando cargaban el combustible y aprovisionaban las bodegas con munición. Fue inolvidable, como fue inolvidable un retazo de conversación que alcancé a oír: «Mi hijo servirá en el Ejército cuando tenga la edad». Como para olvidar.

En otras ocasiones Padre parecía cumplir a rajatabla esa idea de “jugar sin jugar”, y me llevaba al Café Fuentes, en el Zoco Chico, y me sentaba cerca de su mesa solo para que estuviera a su lado. «Es mi talismán», decía a sus amigos cuando repartía las cartas. Era suficiente ese comentario para que yo permaneciera inmóvil durante horas, con tal de que se sintiera satisfecho.

Mucho más le satisfacía que lo acompañara a practicar el tiro en Cabo Espartel, en una zona arbustiva y áspera que daba por un lado al mar y por el otro a un monte sembrado de roca caliza. La experiencia no empezaba allí mismo, sino en el momento en que decidía qué armas iba a llevar. Era para él un ritual metódico, en el que se tomaba su tiempo para escoger entre dos o tres fusiles o pistolas del mismo o parecido calibre para establecer entre ellos una comparación. Le gustaba calibrar su puntería, la potencia de fuego en el diámetro del impacto, el tiempo de carga de la munición. Me fascinaba cuando las sostenía en el aire a media altura, mirando a lo lejos con gesto de concentración, como si tuviera el poder de averiguar su peso exacto.

No había, sin embargo, nada que se pudiera comparar a la caza. Suponía para él la ocasión de llevar a efecto el propósito de un arma y no le importaba abandonar por uno o dos días el trabajo cuando llegaba la temporada del arruí. Viajábamos entonces a Chaouen, en las estribaciones del Rif. Muchas veces dormíamos al raso, para cazar las cabras de madrugada, cuando aún estaban adormecidas. Si había suerte volvíamos en el autobús de línea con una cabeza dentro de un saco de patatas, porque era la cornamenta lo único a lo que encontraba provecho, aunque acabara siempre como un trofeo regalado a un amigo. El animal, desollado, lo dejaba colgado de la rama de un árbol y también lo regalaba si encontraba a algún rifeño que aprovechara su carne. De todo se deshacía mi padre, de modo que de esos fatigosos viajes poco más quedaba que el momento vivido y el barro de la ropa.

En otro orden de cosas, Padre tenía el convencimiento de que yo estaba predestinado a hacer algo grande y único, algo que estaba por encima de las posibilidades del resto de la humanidad; estaba tan convencido de ello que cuando encontraba una ocasión para recordármelo se expresaba como si hubiera tenido el privilegio de una revelación. En mi opinión, creo que su certeza procedía de un deseo impreciso y vago, cuyo verdadero objeto, esencialmente, no era yo, sino el hombre que en un futuro podía llegar a ser. Sea como fuere, si le preguntaba a qué se refería cuando hablaba de esa manera y cómo estaba tan seguro de esa premonición, él decía que solo el tiempo me daría la respuesta.

El día que cumplí diecinueve años yo era, digamos, un huérfano de padre. Y acaso en su honor acudí temprano a la École Française de Boxe. Fue Padre quien me inició en el boxeo. Él también lo practicó durante mucho tiempo, antes de que sus largos viajes le impidieran asistir a los entrenamientos con la necesaria regularidad. Decía del boxeo que era un arte poco reconocida, que no se merecía su mala reputación, y que esta se debía probablemente a que los burgueses lo consideraban un deporte de pendencieros y un entretenimiento propio de espíritus violentos. Me gusta el boxeo, aunque en ocasiones me pregunte si es porque cumplo el deseo de Padre o porque, precisamente, soy un espíritu violento.

Una semana antes apareció en el gimnasio sin avisar. En los primeros años me acompañaba sin falta al entrenamiento. Repasábamos los golpes básicos, los juegos de pies, los movimientos de defensa. Me enseñaba incluso a estudiar la mirada del adversario para adivinar sus intenciones. «Los ojos te dicen lo que la boca calla», decía. Daba por hecho que me gustaba, aunque nunca me lo preguntó, y creo que si hubiera tenido que elegir entre el boxeo o la enseñanza en el Lycée sin duda me hubiera obligado a abandonar los estudios.

Esa última vez que entrenó conmigo me esperaba subido al cuadrilátero. Tenía el pecho empapado de sudor. «Sube», dijo indicándome la escalerilla con un abultado guante.

«El directo es certero, hijo, como un disparo. Si eres rápido puedes lanzar tres directos sin darle tiempo al adversario a que averigüe por dónde le vas a entrar». Mientras calentábamos se ocupaba de recordarme los golpes, las técnicas básicas, la posición de la cadera, los tipos de mirada. Me extrañó que lo hiciera, a esas alturas, pero actué con la naturalidad que esperaba de mí. «El uppercut es mi golpe preferido. Es un gancho desde abajo, potente, dirigido a la mandíbula o al plexo solar, consume mucha energía y solo debe lanzarse cuando se está seguro de que el fallo es imposible». Nuestros pies bailaban, lanzábamos golpes al aire, próximos a la cara, a las costillas. Sentía una euforia líquida. La cicatriz de su rostro dividía los ojos con una diagonal, le daba un aspecto amenazador. Se me hacía difícil reconocerlo, tan entregado como estaba. Parecía sentirse en otro lugar y frente a otro hombre, tal como si estuviera en un sueño delimitado por las cuerdas del cuadrilátero. «El boxeo ordena los pensamientos, te libra de los más perniciosos. Esos escapan con el primer sudor. El crochet es un golpe lateral. Alcanza la cabeza, o los riñones, y puede repetirse una y otra vez». Sus puños estaban cada vez más cerca; podía sentir incluso el flujo de aire que producían al pasar cerca de mis oídos. Nos habíamos alejado del centro del ring. Me empujaba hacia un rincón. «Está bien», advertí. «Mira a los ojos. El miedo se lee en los ojos», dijo en un jadeo. Me soltó entonces un directo, o un uppercut, o un crochet. Imposible averiguarlo. Caí sobre las cuerdas. La cabeza entera me retumbaba. «Ya está bien», dije. Me incorporé. Padre me observaba. Sus brazos colgaban lánguidos. La boca entreabierta. «Perdona», dijo.

Ese día de mi diecinueve cumpleaños no me subí al cuadrilátero. Pasé la mañana dando golpes al saco, sin apenas descanso más que para un trago de agua o secarme el sudor con la toalla. De vez en cuando echaba una mirada a mi alrededor. Conocía a todos los aficionados, sus nombres completos, sus ocupaciones, el barrio donde residían. En general, a Padre no le importaba demasiado con quién me relacionaba, excepto que fueran militares, o policías, o hubieran mostrado una simpatía política que no fuera de su aprobación. Solo cuando perdí la amistad de Efrén supe que esa libertad que se tomaba no era algo que yo debiera permitir.

Si pienso en él construyo la imagen de un hombre con una maleta, un sombrero y una sonrisa sobre una cicatriz.

IV

De entre todas las complicaciones que surgieron con la desaparición de mi padre, existía una que nadie podía imaginar. Tenía que ver con un apelativo, y dado que los apelativos identifican a la gente en lugares en donde todos se conocen, como era Tánger, Padre dejó de ser conocido como Emilio, el mecánico para llamarse Emilio, el de la judía. Ese cambio tenía dos connotaciones: una, que se había marchado con una mujer, y dos, que la mujer era judía. Era aquí, justamente, donde estaba la complicación: Mariza, la mujer de la que me enamoré, era también judía.

La conocí por puro azar, en la biblioteca del Lycée Regnault, lugar de una penumbra boscosa, con amplias paredes forradas de libros de lomo oscuro que se ensombrecían en las esquinas. Las lámparas del techo, tal vez para protegerlos, estaban siempre apagadas, de modo que la única iluminación procedía de las pequeñas lámparas que había sobre las mesas y que atraían alrededor de sus cercos a los estudiantes como polillas a un punto de luz.

Pertenecíamos a un Club de lectura para jóvenes, auspiciado por el Protectorado francés. Nos sentábamos a una misma mesa para leer a Baudelaire, a Victor Hugo, a Honoré de Balzac, a Zola, aunque ella prefería los novelistas contemporáneos, como Mauriac, Antoine de Saint Exupéry y, por encima de ellos, Louis-Ferdinand Céline y su Viaje al fin de la noche, obra que consideraba insuperable, y de la que decía que su escritura, más que leerse, se oía.

Además de por Céline o Exupéry, Mariza sentía fascinación por los mitos griegos. Los citaba a menudo, poniéndolos de ejemplo y usándolos como una medida universal. Los tenía tan asumidos que los había incorporado a su lenguaje cotidiano con asombrosa naturalidad. De modo que cuando decía “me he quedado de piedra”, pensaba en la gorgona Medusa. Si había “vivido una odisea”, pensaba en Ulises, y si “entraba en pánico”, reconocía que en su pensamiento recreaba al dios Pan soplando un caramillo. Años después Mariza descubriría que Céline, aquel escritor al que tanto admiraba por el frescor de su lenguaje y su prosa atrevida, acusaba al pueblo judío de incitar a la guerra.

Decía de mí que era un “redicho”. Y tenía razón, porque a consecuencia de la lectura me gustaba emplear cultismos y sentía predilección por el uso de adjetivos complicados. Tenía, además, la influencia de Padre, quien sin haber estudiado demasiado, o justamente por ello, se esforzaba en hablar con un lenguaje elevado, aunque en muchas ocasiones su falta de vocabulario lo llevara a equívocos.

Nunca fuimos más allá de ese juego de juventud comparando obras, escritores, estilos, verosimilitudes, como expertos críticos de respetable opinión, hasta que un día advertí un sorprendente cambio en ella, algo que en ese momento califiqué como “una metamorfosis”. El Club de lectura y el estudio fueron quedando relegados a un segundo puesto, de modo que prevalecía Mariza ante cualquier otra razón para acudir a la biblioteca. Busqué los momentos para coincidir, me interesé por los libros que ella leía y me habitué a presentarme con la suficiente antelación para colocar un libro abierto en su asiento y que nadie más lo ocupara. Aprendí a reconocer el sonido de sus pasos al aproximarse, y si escuchaba el crujido de la puerta de entrada, prestaba atención para retirar apresuradamente los libros antes de que me descubriera. En ocasiones me aclaraba la garganta y aquello servía de excusa para contemplarla por un ínfimo instante. Ya no podía observarla como siempre: el perfil de su rostro había perdido la redondez de la infancia, sus hombros aparecían torneados bajo la blusa y el colgante de oro que acostumbraba a llevar se escondía en el hueco de sus pechos.

Desconocía si ella era consciente de ese despertar, si del mismo modo advertía en mí algún cambio, o si yo era el único que había cambiado y ya no podía mirarla como antes. Nuestros temas de conversación también cambiaron, más en el fondo que en la forma. Si hablábamos de una novela, ya no interesaba tanto el estilo o la pureza del lenguaje como las razones que habían impulsado al autor a escribirla. No interesaba tanto la ficción de la historia como la verdad que encerraba. Cuando uno argumentaba, el otro replicaba, o matizaba, o le daba la vuelta para que pareciera otra cosa. Charlábamos mientras recorríamos los caminos de tierra del parque del hospital, los alrededores de la sinagoga de Nahon, el Zoco Chico. Si nuestras conversaciones se volvían demasiado sesudas, podíamos llegar sin darnos cuenta hasta el mismo borde de la playa Merkala.

Sin embargo, sabíamos que nuestra relación se sostenía por una fragilidad. Una tarde de verano, sentados bajo las palmeras del Hospital Español, sentí el impulso de contar lo sucedido. Le hablé de Padre, recalcándole el hecho puntual de que se había marchado con una judía. Creí decirlo con cuidado, a sabiendas de que ella también era judía, pero se tomó a mal mis palabras y, después de sacudirse de la falda unas migajas imaginarias, se levantó, recogió sus libros y se perdió entre las hileras de plantas que cerraban la parte trasera del hospital.

Dejé que se alejase una cierta distancia, con la intención de que su enfado se aplacara. Al poco fui tras ella y observé en su apresurada huida el gracioso oscilar de sus hombros perfectamente acompasados con el ritmo de los pies: punta izquierda adelante, hombro derecho adelante, punta derecha atrás, hombro izquierdo atrás. Al andar sus pantorrillas rozaban el borde de la falda y los hombres a los que adelantaba la seguían con ojos de perplejidad. La alcancé a medio camino de su casa, casi a punto de doblar la esquina con la Avenue d’Angleterre.

Tenía Mariza ese orgullo de la gente que se sabe aparte y creo que en ese evitar obstáculos se esforzaba por suprimirlo, porque sus enfados consistían en una efervescencia y un rápido diluir. Su técnica se basaba, me confesó cierta vez, en buscar escenas que la apaciguasen, como una polilla revoloteando alrededor de una luz o una forma geométrica que le pareciera complicada. Nada había que la molestase, excepto aquello que escapaba a su control, como cuando le decía que mi padre quería que me alistase en el Ejército al tener la edad. Cruzaba entonces los brazos y posaba la mirada aquí y allá, en busca, supongo, de una polilla, pero no había polilla ni forma geométrica que la hiciera sentirse mejor.

Cuando me sintió cerca cambió su ritmo frenético por un deambular pausado, cruzó sus dedos con los míos y me habló de un escritor que había visitado el Lycée, un piloto de Latécoère, destinado como jefe de escala en un aeródromo del Sáhara español, refiriéndose a Exupéry. En realidad no venía a cuento, pero creo que fue un benévolo intento para recobrar la naturalidad de nuestra conversación.

La dejé cerca de su casa, a la hora de la cena. Por primera vez, no logré que Mariza se despidiera con una sonrisa. Dijo un adiós entre dientes y, como si sus pasos fueran refrenados por una fuerza inversa que tirase de ella, desapareció por detrás de los altos pretiles de la Sinagoga de Nahon.

Cuando regresé a casa, una turba de vecinos se arremolinaba en torno a la puerta. No había mercado ni festejos, ni había razón alguna para congregar a la gente a esas horas de la noche. Más lejos, un grupo de mujeres se reunía cerca de la calzada, muy juntas, el pañuelo de cabeza sujeto por una mano, para que nadie leyera sus labios. Hablaban en voz alta y se quedaron calladas cuando me vieron llegar. Por un momento pensé que Padre había regresado de Casablanca. Lo imaginé en casa vestido de traje, limpio, afeitado, su nueva mujer cogida del brazo, porque si volvía no era para retractarse. Padre nunca se retractaba. Sentí que la sangre fluía más rápido, que generaba calor. Por un instante, dudé si entrar o salir corriendo en sentido contrario. Recordé de pronto a Federico y lo imaginé asfixiado, con la piel azul y la boca abierta como los sapos. Mohamed, el ayudante de mi padre, también estaba allí. «Salam alaikum», dijo, con una curva entre las cejas, sin añadir una palabra. La casa también estaba llena de conocidos. Mis hermanos dormitaban acurrucados en un rincón del comedor, aún no se habían puesto el pijama. Olía a comida, alguien hacía la cena. Madre no estaba en la cocina, estaba en el hospital. «Un accidente», dijo Fátima, la mora, moviendo sopa en un puchero, «un camión de ganado».

V

“El hombre es un ser libre por Naturaleza y cualquier imposición, por sensata que pueda parecer, no pasa de ser la consecuencia de una mala interpretación del orden social”, había escrito Padre en una página en blanco entre la portada y la primera lámina de su álbum.

Era un hombre inteligente —expresarse de esa manera requiere inteligencia y sensibilidad—, y si no estudió demasiado no fue porque no pudiera dar más de sí, sino porque había construido una filosofía propia que cumplía a rajatabla y que regía todos y cada uno de sus actos, todos sus pensamientos y todos sus deseos. Estaba lleno de peculiaridades, entre ellas utilizar la escena de una pintura famosa para emplearla como una metáfora aleccionadora. Y en eso era inigualable: con facilidad traía a colación el título de un cuadro que, asombrosamente, encajaba a la perfección con su propósito.

Ese álbum era una colección de postales a color sobre marco de paspartú que guardaba en el estante más elevado del mueble del salón; un regalo que, según contaba, le había comprado mi abuelo en una tienda de Oviedo —mi abuelo convivió un tiempo con nosotros—. Si Padre estaba en casa —lo cual, andando el tiempo, se convirtió en una extrañeza—, lo sorprendía a menudo sentado de espaldas a la puerta, la luz de la lámpara brillando en la tonsura de su cabeza, absorto en el álbum abierto sobre las rodillas. Me reconfortaba encontrarle en ese estado, lejos del fragor del trabajo, de las pasiones políticas y las preocupaciones de la casa. Cuando pasaba las hojas de papel cebolla, humedecía sus dedos y asía la esquina con la delicadeza de un cirujano. Con ese gesto, más que pasar una página, acariciaba un recuerdo con la punta de los dedos. Y, sin duda, en ese recuerdo existía alguien a quien Padre debía su ser.

No tengo memoria de cuándo murió el abuelo. Tampoco tengo una idea exacta de su fisonomía, de la estatura, el color de los ojos, su forma de andar. Si hago un esfuerzo por recordar, la imagen convocada es la de un hombre destruido.

Recuerdo los rasgos cavados en su rostro, la prominencia de los pómulos, su piel sin brillo, tan oscura que parecía que el polvo de la hulla se hubiera infiltrado poco a poco en ella para darle el aspecto de un esbozo hecho al carboncillo, el esbozo de un hombre. Cuando le pedí a mi padre que me hablara de él, poco tiempo después de que me percatara de que lo estaba olvidando, abrió el álbum, lo hojeó y se detuvo en una lámina con la imagen de La balsa de la Medusa. Como yo era aún demasiado joven, aquellas imágenes de los cuerpos desnudos y blancos agarrándose a los troncos me estremecieron. Me contó que trabajaba en un pozo minero cuya boca de entrada se abría a un desnudo desfiladero. Para que pudiera tener mejor idea de cómo fue su vida, Padre explicó que «la mayoría de los días el abuelo entraba en la mina antes de que amaneciera y cuando salía, si era invierno, se encontraba con la misma oscuridad con la que había entrado, de modo que su paisaje no tenía amanecer».

«Tenía los ojos muy blancos y muy abiertos», explicó, «como si en todo momento buscara un resquicio de luz. Cuando crecí fue necesario que yo también trabajara, a pesar de las reticencias de mi madre. Pero eran tiempos en que se crecía demasiado rápido y había que comer. Juntos descendíamos en la jaula y juntos salíamos de ella. Pronto me apunté al Sindicato Minero y pronto empecé a no perdonar a mi padre. No perdonaba su sometimiento, su silencio, la ausencia de una protesta. No perdonaba la estirilidad —así decía: estirilidad— de sus días ni su absoluta resignación a una condena a la oscuridad. Una mañana que recorríamos el desfiladero camino al pozo lo acusé de cobarde. Yo esperaba que se defendiera, que hiciera una réplica aunque fuera pequeña, que mostrase un atisbo de orgullo, pero se mantuvo en silencio hasta que entramos en la jaula. Eres un cobarde, repetí, esta vez delante de los compañeros que descendían con nosotros. Sus ojos, sin embargo, se entretenían en las cambiantes formas de la roca, en la largura de los barrotes, en el mango del pico que apoyaba al hombro. Llegamos al fondo del todo y los compañeros, conforme salían de la jaula, se repartieron por la galería para continuar con la labor del día anterior. Cuando yo me dispuse a hacer lo mismo mi padre me frenó poniéndome una mano en el pecho. Agarró el pico por el hierro y levantándolo con las dos manos me golpeó con el mango. Nadie lo vio y, si no fue así, nadie se atrevió a abrir la boca. El aire era un eco de golpes de pico, de material que caía, de chirridos de poleas y roces de raíl. El dolor en el hombro me dejó tendido en el suelo casi sin respiración, pero había otra herida, aún más profunda, aún más ominosa, que nunca cicatrizaría. Desde entonces, ya no quise acudir a la mina en el mismo turno que mi padre, no por una cuestión de orgullo, sino porque hice de ese rencor una razón para la lucha. Solo una vez, cuando nos encontramos en un cambio de turno en la boca de la mina y aún no había disipado mi rabia, le advertí de que llegaría un día en que se daría cuenta de que había pasado su vida como un siervo, que nadie se acordaría de él cuando sufriera una desgracia y que, en ese momento, recordaría mis palabras».

Padre dejó de ser minero cuando el abuelo enfermó de fibrosis. Para entonces ya había aprendido mecánica trabajando como aprendiz en un taller de automóviles de la capital. Es de suponer que si no hubiera sido por la enfermedad del abuelo habría abandonado la minería con cualquier otra excusa. Así, Padre había determinado seguir los dictados de su propia filosofía y comenzó a leer libros de política, en un intento por dar autoridad académica a los mismos principios que defendía. Leía mucho. Leía teoría política, leía a Marx, a Engels, a Proudhon, leía libros de teología y leía de vez en cuando novelas de viajes. Se trasladó a Tánger con la idea, decía, de iniciar una nueva vida plena de libertad. Fue allí donde abrió su propio taller.

Para ayudarle en el trabajo contrató a un moro de más o menos su misma edad llamado Mohamed —a todos los moros los llamaba Mohamed—, con la intención de que sus hijos no siguieran sus mismos pasos. Aquel lugar, es necesario añadir, no era solamente un taller. Dos veces al mes —el primer y el tercer viernes— Padre se reunía en un cuarto interior, cerrado con llave, que había llenado de sillones viejos, una mesa pequeña y rectangular y un gran lienzo negro donde se entrelazaban unos enigmáticos símbolos pintados en color dorado. Si se le preguntaba para qué servía ese cuarto contestaba con algo que nada tenía que ver, como que le dolía la espalda o necesitaba ir al baño. «Son asuntos delicados», accedía a decir cuando se le insistía. Si Madre estaba presente, fruncía los labios y cerraba los ojos como si hubiera mordido un limón. Sin duda, ella debía de saber quiénes eran esas personas que se reunían en la Sala, como denominaba Padre a ese cuartucho con la idea, supongo, de darle cierto aire de solemnidad.

Uno de los clientes más asiduos del taller era un médico del Hospital Español. Tenía un Mercedes viejo y humeante, del que se negaba a prescindir. Padre le hacía apaños: le cambiaba el aceite, reapretaba las tuercas, lo limpiaba, de suerte que parecía como revivificado, y el médico, satisfecho, pagaba a gusto por no tener que librarse de él. El caso es que un tercer viernes de mes el coche del médico visitó el taller y Padre me pidió que le echara una mano a Mohamed, porque él tenía que “hacer unas diligencias” que no podía eludir. Para cumplir con esas “diligencias” se vestía con el traje de los domingos y se perfumaba con no sé qué colonia que recordaba el olor de las castañas asadas. La tarde de ese viernes era día de reunión. Un corro de gente se acumulaba cerca de la entrada mientras Mohamed y yo trabajábamos en el Mercedes. Padre llegó un par de horas después, con el pelo repeinado como un colegial y un olor dulzón. «Ve acabando con eso», me dijo al verme con las manos en el motor. Y ya fuera porque conservaba un resto de euforia o porque la “diligencia” le hacía ver el mundo de otra manera, añadió: «Es hora de asumir responsabilidades». Cogió la llave de la Sala, camuflada en un tablero con las formas dibujadas de las herramientas, y abrió la puerta. «Pasen, señores», dijo a la gente que esperaba fuera, y de seguido fueron entrando en fila de a uno. El último, un hombre vestido de uniforme militar, de mentón prominente y ojos pequeños, lanzó un cigarrillo al rincón de las estopas usadas. «Cierre», escuché decir a mi padre desde dentro, pero el hombre se quedó a medio entrar, sujetando el picaporte. Miraba la colilla y me miraba a mí. La estopa comenzó a humear. «Cierre», volvió a decir. Mohamed tenía la cabeza metida en el motor. Me limpié las manos. El humo se hizo más denso, ya llegaba al techo. En poco tiempo se prendería. Sin embargo, el militar permanecía de pie en el mismo sitio. «Qué mala idea», dije, como si no fuera dirigido a él. Fui hasta el rincón y pisé la estopa, «qué mala idea», repetí, y escuché que la puerta se cerraba.

«Engranje roto», la voz de Mohamed sonó como un eco desde los entresijos del motor. «Engranje roto». Nada trascendía de la Sala; si algún murmullo traspasaba la puerta, pronto se ahogaba con el fragor de las caballerías en la grava o el canturreo del muecín en un minarete.

Unos minutos después, la voz grave de mi padre resonó en el garaje. «Vamos», dijo.

Al entrar noté un aire cálido que emergía del interior. Padre cerró la puerta detrás de mí, hizo girar la llave, y me encontré de pronto en un foco de miradas, enfrentado a unos hombres de rostro serio, tan aproximados en su fisonomía que si no vistieran de distinta forma hubiera dicho que eran la misma persona. Unos lo hacían de traje, otros de uniforme, monos de trabajo, ropa de calle. Me sentí abrumado, no solo por el peso de las miradas, sino porque esa puerta había abierto un mundo oculto que en modo alguno asociaba a Padre. Me senté en uno de los sillones. Hablaban del Gobierno, de los fascistas, de Rusia, de camaradas, de revolución. Había en todas esas voces la misma profusión de palabras que reconocía en el lenguaje de Padre. Nada hacía pensar que mi presencia los incomodara. Citaban a Lenin, a Kropotkin, a Durruti. «Algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo», recitó alguien en alto, a propósito de Bakunin; muchos aplaudieron. Escuchaba, y veía en ellos a mi padre discurseando en las jornadas de caza, en los paseos por la playa, o en las sobremesas después de la cena si ese día Madre se encerraba en el atelier, que así llamaba al cuarto de costura.

Se hacía difícil entenderles, porque era como empezar un libro abriéndolo por la mitad, pero nada me parecía nuevo y habría tomado parte en algún momento si Padre no considerase que había escuchado lo suficiente. Me abrió la puerta y me pidió que ayudara a Mohamed. «Muy bien, hijo», se apresuró a decir antes de dejarme fuera de la Sala.

Apareció al cabo del rato, seguido por esos hombres que desfilaban a su espalda y se despedían de él con un golpe de mano en un hombro. Sonreía satisfecho mientras los veía alejarse y me contemplaba en silencio frente a Mohamed, con el cuerpo doblado sobre el motor del Mercedes.

—León, no digas nada de esto a tu madre. No digas que has entrado —advirtió mientras se aseguraba de que la puerta quedaba bien cerrada y colgaba la llave en el tablero, en la silueta de una herramienta.

₺370,99

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
311 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788417118785
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre