Kitabı oku: «Sexualidad y violencia», sayfa 2

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Y aunque hombres y mujeres responden a lógicas diferentes, en cuanto a lo sexual, cada uno debe hacer una elección, independientemente de si se es hombre o mujer, una cuestión para cuya elucidación Jacques Lacan inventó el neologismo sexuación, desplegando las correspondientes fórmulas para explicar el posicionamiento y las estrategias con las que cada uno se confronta con lo que el mismo Lacan definió como las tres pasiones del ser: el odio, el amor y la ignorancia.

Agresividad y violencia

No se puede prescindir de la violencia para acabar con la violencia. Pero precisamente por eso la violencia es interminable.

René Girard

I

En las páginas finales del seminario 3, Las psicosis, Lacan destaca que el hombre está poseído por el discurso de la ley, y con él se castiga en nombre de esa deuda simbólica que —nos dice— el sujeto no cesa de pagar en su neurosis. ¿Cómo pudo ser —se pregunta retóricamente— que se produjera esa captura, cómo entra el hombre en esa ley, que le es ajena y que, como animal, nada tiene que ver? Para Lacan la respuesta está en el mito del asesinato del padre, construido por Freud, ante el cual el hombre debe comparecer como culpable. Si bien para Lacan la hipótesis freudiana del asesinato del padre de la horda no podía admitirse como un hecho histórico, realmente acontecido, al retomar Tótem y tabú le otorgó a ese crimen primordial el valor de un mito que explicaría la emergencia de la tríada castración-culpa-ley; y, si en el Génesis se cita a Caín, el hijo mayor de Eva, como el primer asesino de la historia, para Lacan la verdad profunda que contiene el mito freudiano

[…] es demostrar en el crimen primordial el origen de la Ley Universal […] haber reconocido que con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre16.

Todo mito es, en efecto, un relato, y aunque su origen se pierda en la noche de los tiempos sin que sea posible fijar con precisión el instante fundacional, hay en sus comienzos un acontecimiento cierto al que las generaciones sucesivas han seguido enriqueciendo con leyendas acerca de los personajes y las situaciones que aseguran su continuidad atravesando las distintas épocas. Qué acontecimiento dio lugar a la ficción posterior de la que un mito determinado se reviste, y qué pasos se han seguido en el proceso de transformación con el que se presenta, son parte del misterio, del enigma que siempre lo rodea —de ahí que Lacan definiera el enigma como una enunciación sin enunciado—, en cuyo fondo hay algo implicado: se trata, en palabras del mismo Lacan, de la verdad. El mismo Freud diferenciaba por una parte lo que llamaba la verdad histórico-material, lo realmente acontecido, de la verdad histórico-vivencial, sustentada en un retorno de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico primordial de la familia humana, olvidados de antiguo, pero que ejercen sobre los seres humanos un efecto de verdad17. Jacques-Alain Miller, por su parte —en ocasión de una intervención suya en el año 2008 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires— haciéndose eco de las palabras de Lacan, expresó que «nada es más humano que el crimen» una constatación que ya estaba presente en los clásicos griegos y latinos y en infinidad de obras posteriores a Sófocles, Shakespeare y Dostoievski; en una carta que Joseph Conrad envió a su amigo Cunningham Graham en el año 1899, sostenía que «la sociedad es esencialmente criminal, si no fuera así no existiría».

Agresividad y violencia no son sinónimos, aunque la imprecisión mediática y el habla vulgar tiendan a confundirlas y en ocasiones no resulte sencillo establecer el límite que separa una y otra. Incluso quienes están profesionalmente obligados a expresarse con rigor —quienes hacen las leyes y quienes las aplican— contribuyen a la confusión, hasta el punto de que en los llamados «delitos contra la libertad e indemnidad sexuales» tipificados en el Título VIII del Código Penal español, el criterio interpretativo de los magistrados no siempre coincide al tiempo de enjuiciar unos hechos en los que está en juego la indemnidad de la víctima. Sin duda contribuye a la confusión reinante entre los operadores jurídicos la deficiente redacción de los artículos que contienen la descripción de las conductas que conforman una agresión, un abuso o una coacción. La agresividad es común a todos los seres vivos, y por lo que se refiere a los sujetos hablantes, sexuados y mortales se trata de una encrucijada estructural en la que —como señalara Lacan en su texto «La agresividad en psicoanálisis»—:

[…] se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma […] aparece como una tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista18,

y en la que juega un papel fundamental la enajenación de sí mismo revelada en el estadio del espejo. Abundando en esta cuestión, de la que Lacan ya se había ocupado en La familia —un texto de 1938— empleando como ejemplo la hostilidad y la celotipia entre los hermanos, en el instante en el que el individuo se fija en una imagen que lo enajena, emerge

[…] la tensión conflictual interna que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro: aquí el concurso primordial se precipita en competencia agresiva, y de ella nace la tríada del prójimo, del yo y el objeto19.

En otras palabras, se desea aquello que el Otro tiene, y de lo que se quiere desposeerlo, aunque sea mediante la fuerza.

Semejante configuración imaginaria de la agresividad no tiene necesariamente que derivar en violencia; de hecho, esa agresividad primaria es generalmente reconducida de tal modo que la inmensa mayoría de quienes integran el grupo social adaptan su comportamiento a las normas que les vienen impuestas por el discurso del amo, interiorizando el principio de autoridad impulsado por el superyó, liberándose así de la «angustia social» generada por la amenaza de castigo. Diez años más tarde de «La agresividad en psicoanálisis», Lacan volverá sobre la relación entre una y otra señalando que

Para recordar cosas inmediatamente evidentes, la violencia es ciertamente lo esencial de la agresión, al menos en el plano humano. No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Si la violencia se distingue en su esencia de la palabra, se puede plantear la cuestión de saber en qué medida la violencia propiamente dicha —para distinguirla del uso que hacemos del término agresividad— puede ser reprimida, pues hemos planteado como principio que solo se podría reprimir lo que demuestra haber accedido a la estructura de la palabra, es decir, a una articulación significante. Si lo que corresponde a la agresividad llega a ser simbolizado y captado en el mecanismo de lo que es represión, inconsciencia de lo que es analizable e incluso, digámoslo de forma general, de lo que es interpretable, ello es a través del asesinato del semejante, latente en la relación imaginaria20.

Esa agresividad imaginaria se ve reconducida, en la generalidad de los casos, hacia la socialización, mediante la internalización de los valores impuestos por el discurso del amo, empujados por el superyó, ante el cual la amenaza de castigo satisface un rol liberador de lo que Freud denominaba «angustia social».

Lacan abordó tempranamente en su enseñanza la diferencia, no siempre nítida, que existe entre la agresividad y la violencia, a la que se identifica con el pasaje al acto. En ocasión de su seminario dedicado a Los escritos técnicos de Freud, dictado entre los años 1953-1954, alude a un comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneingung planteándose un interrogante retórico:

¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina allí, incluso sin que se la provoque?21

sugiriendo que la violencia está ahí en potencia, latente, transformándose en acto en ausencia de la palabra. El mismo Lacan retomará esta cuestión en el curso desplegado entre los años 1957-1958, en el Seminario Las formaciones del inconsciente.

Sin embargo, la experiencia muestra que en demasiadas ocasiones el pasaje al acto sobreviene sin pasar siquiera por la palabra y que, aun estando presente la palabra, esta no basta para conjurar la violencia, porque el cruce de significantes entre los interlocutores no garantiza en absoluto que el enunciado y la enunciación sirvan a un propósito común. A diferencia del manido dicho de que «hablando se entiende la gente», lo cierto es que la gente no se entiende, precisamente, porque habla, y el hablar está en relación con la dimensión de la verdad, que es misteriosa, inexplicable, y que tiene estructura de ficción, como se verifica en particular en el discurso jurídico, cuyo fundamento es la búsqueda de la verdad. El efecto de ficción que este discurso evoca en la teatralidad de los procedimientos judiciales —explotado ad nauseam en las películas y las series televisivas— no hace más que poner en evidencia la insuficiencia del lenguaje, la imposibilidad de encerrar en palabras todos los hechos y la subjetividad de los protagonistas, y que exhibe su impotencia cuando pretende eliminar las paradojas y contradicciones. Lacan señala esta paradoja en el Seminario Aún, al decir que

[…] todavía hoy al testigo se le pide que diga la verdad, solo la verdad, es más, toda si puede, pero por desgracia ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe, pero en realidad lo que se busca, y más en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce se confiese, y precisamente porque puede ser inconfesable. Respecto a la ley que regula el goce, esa es la verdad buscada22.

Nuestro mundo se caracteriza por producir más malestar del que los sujetos pueden consumir, es decir, soportar, sin volverse locos, entendiendo por locura las manifestaciones individuales y colectivas más diversas, incluidas las que tienen las mayores apariencias de normalidad y racionalidad. Desde que Lacan pusiera patas arriba el cogito cartesiano que inauguró la filosofía racionalista, contemporáneamente a lo que Gastón Bachelard identificó como el nacimiento del espíritu científico, reemplazándolo por el axioma «o no pienso o no soy», sabemos que no todo lo que un sujeto dice o hace puede ser explicado racionalmente; de ahí que cuando el pensamiento racional choca con la imposibilidad de comprender las innumerables acciones humanas que se muestran carentes de sentido, lo único que puede decirse es que, en efecto, no lo tienen si se las contempla con las anteojeras del racionalismo. De hecho, el inconsciente no tiene que ver con el sentido sino con el sinsentido, con la falla y la división subjetiva, independientemente del hecho de que no todos los síntomas pasan por el inconsciente y que cada sujeto goza a su manera.

II

En El malestar en la cultura, Freud identificaba las tres principales fuentes de padecimiento que les impedía a los seres humanos conseguir la dicha:

[…] la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad23.

En cuanto a las dos primeras constataba la impotencia del hombre para dominarlas por completo, e incluso se anticipa al anunciar que los avances de la ciencia y las técnicas —con ser gigantescos— no han hecho a los hombres más felices. Por lo que se refiere a la insuficiencia de las normas jurídicas para controlar y sublimar las pulsiones, apunta como un factor de desengaño la persistencia de lo que denomina lo «anímico primitivo», un factor que para él es imperecedero en el sentido más pleno, contra el que la conversión de la fuerza bruta original en derecho se muestra solo parcialmente eficaz. Y luego, la desoladora conclusión de que

[…] el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarle y asesinarle24.

Contra las malas inclinaciones del hombre no bastan la educación, la cultura y mucho menos la amenaza de castigo, le escribirá Freud a Albert Einstein en 1932, insistiendo en que ni esa amenaza ni el reproche social son suficientes para evitar que los hombres liberen esa hostilidad primaria y recíproca que pervive a través de los tiempos, una opinión claramente tributaria del pensamiento de Thomas Hobbes. Si el hombre es un lobo para el hombre —homo homini lupus—, para los pensadores contractualistas como Hobbes, la sociedad debió de fundarse sobre un pacto para que los hombres dejaran de matarse unos a otros, delegando en una autoridad que estuviera por encima del grupo la administración de la violencia y el castigo a los transgresores. El mito del asesinato del padre inventado por Freud y la consiguiente instauración de la prohibición del asesinato y el incesto convierten estos preceptos del tabú en el primer derecho, surgido de lo que Walter Benjamin denomina violencia fundadora para distinguirla de la violencia conservadora, destinada a garantizar la preservación del orden social.

La comunicación enviada por Albert Einstein a Freud —que hizo también extensiva a otras personalidades mundiales de la ciencia y la cultura— transmitía un angustiado interrogante, a la vista de la situación política europea: ¿cómo evitar una próxima guerra? La respuesta de Freud no podía ser más pesimista con respecto a la influencia que pudieran ejercer los defensores de las ideas frente a la fuerza, y la impotencia demostrada por la Liga de las Naciones. Escribe:

Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia […] son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento —técnicamente se las llama identificaciones— entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad25.

Resulta extremadamente interesante detenerse en esta afirmación freudiana acerca de los dos factores que estima como determinantes para mantener unida una comunidad humana, porque, atendiendo al hilo del discurso y al contexto en el que se formula admite más de una lectura. En efecto, Freud se sirve de ejemplos históricos tomados de la polis griega y de las ciudades italianas durante el Renacimiento para concluir que en ciertos casos la inclinación a la violencia y la guerra puede ser neutralizada, al menos parcialmente, por un ideal compartido por la mayoría que refuerce el affectio societatis. Pero, la conclusión que extrae al tiempo de redactar su respuesta es que

[…] no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria26.

De los ejemplos que utiliza se deduce que la guerra ha sustituido como elemento unificador a las identificaciones, y que la vía para recuperar el sentimiento de unidad pasa por un desplazamiento del odio y la ferocidad localizándola en el Otro, un enemigo —real o construido ad hoc— que siempre funciona como un factor de cohesión interno. Sin embargo, al observar que la ausencia de uno de los dos elementos no supone necesariamente la destrucción de la comunidad, pareciera que Freud está concediendo un peso igualmente importante a la compulsión a la violencia como a las identificaciones, esto es, las ligazones de sentimiento, los afectos, para «mantener a la comunidad en pie».

La constatación de que un debilitamiento de las identificaciones, o incluso la desaparición de los afectos recíprocos entre los miembros de un grupo social hasta el punto de transformarse en una crisis que amenace la existencia misma del grupo, puede hacer emerger la violencia en la modalidad descrita por Benjamin —como un factor conservador de la cohesión— ejecutada desde el poder institucional legítimamente constituido, o bien como un ejercicio de pura fuerza impuesta por un poder fáctico dispuesto a quebrar la legalidad en aras de mantener la comunidad en pie. Si una sociedad se basa en la ley, tal y como lo expresa el axioma ubi societas ibi jus —donde hay sociedad hay derecho—, y una comunidad se sostiene en el amor, la situación ideal es que una y otro operen conjuntamente como un factor de cohesión en un grupo social determinado o, dicho de otro modo, que ambos sirvan al fortalecimiento de los lazos sociales. Cuando los imperativos del superyó se han inscrito en la subjetividad, es decir, cuando la mayoría de los sujetos que integran la sociedad han incorporado las normas que regulan la convivencia, las instituciones que los mismos hombres se han dado son el marco dentro del cual se resuelven los conflictos, pero como advierte Jacques-Alain Miller, cuanto más se apunta a la norma más debe el sujeto pagar el precio del retorno del amo. Por el contrario, se puede constatar que la declinación del padre —enunciada y anunciada por el psicoanálisis desde hace mucho tiempo— tiene su correlato en lo que el magistrado y profesor de la École National de la Magistrature de Francia, Denis Salas, ha descrito como un proceso de «desimbolización de las instituciones»; un debilitamiento y en ciertos casos incluso una desaparición total o casi total no solo de la fuerza simbólica de las instituciones, sino de las instituciones mismas en las que el amo se encarna. En circunstancias críticas, inestables, se impone un real, que por definición es sin ley, donde los registros imaginario-simbólico-real que aun precariamente se mantenían anudados mediante la apelación a la ley y al significante paterno-institucional quedan desanudados.

Nunca la advertencia de Lacan de que no se puede hacer la clínica del sujeto sin hacer al mismo tiempo la clínica de la civilización, ha tenido tanta vigencia como en la actualidad, en la medida en que para abordar la subjetividad de la época es necesario conocer el contexto en el que esa subjetividad emerge. El orden social capitalista percibe que la sexualidad y el crimen, considerados ambos como espacios esencialmente problemáticos, deben ser estrechamente controlados a fin de que no se desborden hasta el punto de amenazar la estabilidad del sistema, porque —como ha observado René Girard— al igual que la violencia, el deseo sexual tiende a proyectarse sobre unos objetos de recambio cuando el objeto que lo atrae permanece inaccesible: el deslizamiento de la violencia a la sexualidad, y de la sexualidad a la violencia, se efectúa con gran facilidad en ambos sentidos, y el ejemplo más extremo y brutal de este binomio lo ofrecen las violaciones masivas ejecutadas por los vencedores sobre las mujeres de los vencidos en los conflictos bélicos, un arma de guerra utilizada sin distingos por todos los bandos. Como quiera que la dinámica propia del desarrollo capitalista se nutre de una masa de consumidores obedientes, y la acumulación cada vez mayor de recursos en un polo privilegiado habitado por los más ricos profundiza más y más el abismo de la desigualdad, es posible constatar una suerte de empuje al goce —alguien diría a la perversión generalizada—, a la satisfacción inmediata, de tal modo que la proximidad del sujeto con el objeto es el síntoma de la época: quienes pueden consumen, y quienes no pueden acceder a los gadgets y los productos que ofrece el mercado —para obturar la castración, dirá Lacan— agreden, hacen un pasaje al acto como una manera perversa de sostenerse atentado contra lo real-corporal: la exigencia de goce se traduce en nuevas formas de violencia y agresión. Esto supone que debemos tomar muy en cuenta el «efecto crisis», que no es solo económica, con la consiguiente sensación de incertidumbre y miedo no ya al futuro sino incluso al presente, y que se percibe —en palabras de Freud— como un fenómeno de angustia social: no conseguir trabajo, o temor a perder el que se tiene, aunque sea mal pagado; sacrificar una buena formación aceptando empleos por debajo de la cualificación, o marcharse a otro país, o integrarse en las filas del precariado, que es un eufemismo para nombrar la pobreza y la exclusión, a los sujetos resto que el sistema tritura.

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9788412469080
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