Kitabı oku: «La naturaleza de las falacias», sayfa 9

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Por bulo cabe entender un contenido de apariencia informativa, pero intencionadamente falso, concebido con visos de verdad para engañar al público (cliente o ciudadano) y difundido por cualquier plataforma o medio de comunicación social 13. Desde luego, tanto esta como otras especies afines de distorsión y perversión de la comunicación, algunas tan populares como las fake news, cuentan con una amplia y arraigada práctica en la historia de las comunidades conocidas. Con todo, su desarrollo actual ha traído consigo algunas novedades bajo el sol, en especial las derivadas de la intervención de la inteligencia artificial y de los agentes artificiales (e. g. bots) en acciones y procesos de información y comunicación 14. La desinformación, a su vez, se distingue de la información meramente falsa o errónea y consiste en una falsa información que pretende pasar por auténtica15, responde a motivos o intereses ideológicos, políticos o socioeconómicos y envuelve alguna suerte de manipulación discursiva del público “informado”. Esta manipulación es una compleja operación falaz. No solo se propone unos objetivos como los siguientes: (i) actuar sobre el receptor de modo que éste no sea consciente de tal proceder, de sus propósitos y sus efectos; (ii) inducirlo a confusión o engaño con respecto al objeto de la manipulación; (iii) utilizarlo al servicio de los intereses del emisor o de la fuente del discurso. Además, a diferencia de las falacias y mentiras convencionales, no corre por lo regular a cargo de agentes individuales ni descansa en relaciones interpersonales, sino que suele ser obra de agentes y entidades sociales y moverse en espacios del discurso público. El tercer personaje de los nuevos tiempos es la blanda y acogedora cobertura que proporciona la posverdad. En principio y en línea con el DEL, es posverdad la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y opiniones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Pero esta noción no tiene en cuenta dos rasgos distintivos del marco de la posverdad: uno es no solo el desvío sino la indiferencia hacia la verdad o la falsedad de lo juzgado o referido; otro es la complicidad pública generalizada con esta disposición complaciente con nuestros sesgos cognitivos y alentada por el que llamo “pensamiento confortable” en contraste con el denominado “pensamiento crítico” 16. Una muestra de su deletéreo alcance puede ser el caso siguiente.

En las últimas elecciones al Parlamento de la Comunidad de Madrid (mayo de 2021), Vox exhibió un impactante cartel de propaganda electoral que representaba a un mena —menor extranjero (migrante) no acompañado—, ataviado como un yihadista, frente a una respetable anciana, situados en torno a este lema central: “Un mena, 4700 € al mes; tu abuela, 426 € de pensión/mes”. El cartel fue denunciado no solo por dar señales de odio, como la identificación del mena con un joven radical encapuchado, sino por atribuir una subvención de la Comunidad de Madrid a los menas notoriamente infundada y falsa: ni la cantidad asignada es de libre disposición individual, ni la cifra responde a la realidad. Pues bien, la Audiencia Provincial de Madrid ha archivado la denuncia en aras de la libertad de expresión y «con independencia de si las cifras que se ofrecen son o no son veraces» 17. Creo que esta declaración es clara señal de la propagación de la posverdad entre algunos magistrados madrileños. En todo caso, frente al derecho del emisor a su libertad de expresión habría que ponderar el derecho del público receptor a no ser engañado18, un derecho obvio en cualquier democracia sana aunque todavía no parezca reconocido y protegido.

Este nuevo escenario de los males que amenazan la salud del discurso público no solo evidencia la inagotable vitalidad de la fauna de las falacias en nuestro tiempo; también justifica en justa correspondencia el renovado interés de su estudio. Y, en fin, obliga a revisar los avisos de actuación frente a las falacias avanzados al final del cap. 1, que se atenían a escenarios tradicionales y se referían a agentes individuales; en la tesitura actual, unos avisos como II, IV y VII implican actitudes y resistencias más bien colectivas para ser efectivos.

El resultado de esta nueva vía de aproximación a las falacias, a través de los motivos y razones de su estudio hoy, es complementario de las anteriores. Si nuestros primeros pasos a lo largo de los capítulos 1 y 2, nos han conducido a una caracterización etológica básica de la argumentación falaz, esta aproximación en el presente capítulo, con el preludio histórico que incorpora, puede anunciar además algunas de las cuestiones que hacen que el estudio específico de las falacias tenga especial interés en la perspectiva global de los estudios de la argumentación. Con el fin de apuntar una idea general y relativamente comprensiva de la situación, me limitaré a recordar tres muestras de problemas y asuntos de muy distinto tipo como las siguientes: 1) Los problemas de detección e identificación de falacias. 2) Las perspectivas de su explicación y su integración teórica. 3) Las cuestiones de normatividad y sus proyecciones filosóficas −por ejemplo, qué hay de malo en las falacias y por qué debemos evitarlas. Como ya he sugerido, todas ellas representan puntos pendientes y problemas abiertos. Así que, en orden a su tratamiento y resolución, nadie a estas alturas, en la tercera década del s. XXI, ha nacido tarde, sino muy a tiempo, y toda contribución es bienvenida.

Pero antes de abordar esas cuestiones sustanciales en su momento, en la Parte III, y con el fin de recabar todos los elementos de juicio pertinentes, hemos de considerar otro aspecto fundamental de la naturaleza de las falacias, su formación y desarrollo históricos, en suma: la construcción del concepto de falacia a través de sus hitos y tradiciones, más concretamente sus autores y sus textos.

1 E.g.: (1894) “A Logical Paradox”, Mind NS III/11: 436-438; (1895) “What the Tortoise said to Achilles”, ibd., IV/14: 278-280. El propio Lewis Carroll, en la Introducción de su Symbolic logic (1896), recomendará el estudio de la Lógica por su capacidad formativa y, sobre todo, por su poder para “detectar falacias y despedazar los argumentos insustancialmente ilógicos” que se encuentran por todas partes; vid. El juego de la lógica y otros escritos, edic. de A. Deaño. Madrid: Alianza, 1972; pp. 29-30.

2 Cito por la segunda edición: Alfred Sidgwick (1890) Fallacies. A view of Logic from the practical side. London: Kegan Paul, Trench, Trübner & Co. Recientemente han empezado a reconocerse y apreciarse las aportaciones de Sidgwick, entre las que se cuentan no solo la propuesta de una lógica práctica como órganon crítico, sino una revisión de la presunción y de la carga de la prueba en el discurso cotidiano.

3 Charles L. Hamblin (1970), Fallacies, London: Methuen & Co. Reimpreso en Newport News (VA). Vale Press, 2004. Hay trad. de H. Marraud y presentación de L. Vega. Falacias, Lima: Palestra, 2016.Vid. una revisión y revalorización de la contribución en Hamblin en el monográfico de la revista Informal Logic, editado por D. Walton y R.H. Johnson, 31 /4, 2011.

4 Vid. la edición actualizada: Howard Kahane & Nancy Cavender, Logic and Contemporary Rhetoric. The Use of Reason in Everyday Life, Belmont (CA): Thomson - Wadsworth, 200610th .

5 Sin que esto implique, desde luego, que todo uso de la publicidad y de la propaganda sea perverso o manipulador. Con respecto a la idea de manipulación, confusa y cargada en este contexto, recordemos las tres operaciones que caracterizan un discurso manipulador en sentido propio: (i) actuar sobre el receptor de modo que éste no sea consciente de tal proceder, de sus propósitos y sus efectos; (ii) inducirlo a confusión o engaño con respecto al objeto de la manipulación; (iii) utilizarlo al servicio de los intereses del emisor o de la fuente del discurso.

6 Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair 2002, “Informal logic and the reconfiguration of logic”, en D.M. Gabbay, et al. eds. Handbook of the logic of argumentation. The turn towards the practical, Amsterdam: North Holland [Elevier Science B.V.], pp. 355-6, 369, 374-7.

7 Vid. Joel Marks 1988, “When is a fallacy not a fallacy?”, Metaphilosophy, 19 /3 & 4: 307-12.

8 Cf. Gerald J. Massey (1981), “The fallacy behind fallacies” Mildwest Studies in Philosophy, 6: 489-500, y la réplica de Trudy Govier en el cap. 9, “Four raisons there are no fallacies?”, de su (1987), Problems in argument analysis and evaluation, Dordrecht: Foris. La lógica actual conoce, por lo demás, ensayos e investigaciones de sistemas de relaciones de no-consecuencia o anti-consecuencia, e. g. en el ámbito del razonamiento automático y la inteligencia artificial, que desmentirían esa imposibilidad de principio.

9 Cf. Hans H. Hansen & Robert C. Pinto (eds.) (1995), Fallacies. Classical and Contemporary Readings, University Park (PA): The Pennsylvania State University Press. Las partes II, Contemporary Theory and Criticism, y III, Analyses of Specific Fallacies, de esta compilación de Hansen y Pinto contienen muestras ilustrativas de los debates en torno a la viabilidad de una teoría de las falacias, así como alguna propuesta reductiva (e.g. a la equivocidad como falacia madre de todas las falacias). Sobre otras cuestiones debatidas en la actualidad, puede verse el panorama desplegado en mi informe 2008c, “La argumentación a través del espejo de las falacias”, en C. Santibáñez y R. Marafioti, eds. 2008, De las falacias. Argumentación y comunicación. Buenos Aires: Biblos, pp. 185-207; vid. también más adelante la Parte III del presente libro.

10 Vid. por ejemplo Adelino Cattani (2008), Come dirlo? Parole giuste, parole belle. Casoria (NA); Loffredo Editore (trad. bajo la versión algo apagada Expresarse con acierto. Una palabra para cada ocasión, una ocasión para cada palabra. Madrid: Alianza editorial, 2010).

11 Cf. por ejemplo, Lógica viva, edic. c., pp. 23-24. Vaz cuenta que mientras corregía las pruebas de uno de sus libros se tropezó con un nuevo paralogismo de falsa oposición o contraposición forzada entre alternativas no excluyentes. «Pero lo interesante es lo siguiente: cuando ayer preparaba estas lecturas para la presente lección, tenía apuntada la página 119 de mi libro Moral para intelectuales, donde se encontraba el paralogismo. No lo había subrayado. Empiezo a leer esa página, creo encontrarlo; y era otro; otro, que se me había escapado no solo al escribir el libro sino en la misma corrección» (p. 24).

12 Cf. Benjamin Libet (1985), “Unconscious cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action”, Behavioral and Brain Sciences, 8: 529-566. No son pertinentes aquí las derivaciones de esta línea de investigación con respecto al viejo problema del libre albedrío. Lo que importa es su significación para la adopción de actitudes y hábitos de cautela y prevención como las anteriormente mencionadas.

13 Una noción similar ha servido a Ramón Salaverría, Nataly Buslón, Fernando López-Pan, Bienvenido León, Ignacio López-Goñi y Mª Carmen Erviti para un reciente estudio empírico (2020), “Desinformación en tiempos de pandemia: tipología de los bulos sobre la Covid-19”, El profesional de la información, 29/3: 1-15, e290315.

14 Vid. detalles en mi ya citado (2020), Fake news, desinformación y posverdad. Malos tiempos para el discurso público. Beau Bassin, Mauritius: EAE; en especial, I, pp. 9-52.

15 Según el Diccionario de la Lengua Española (DLE), informar es enterar o dar noticia de algo, de modo que la expresión “información falsa” tiene cierto aire paradójico que parece salvarse con la expresión alternativa “falsa (o seudo) información”.

16 Critical Thinking. Cf. sobre el marco de la posverdad la parte III del ya citado (2020), Fake news, desinformación y posverdad, pp. 144-165.

17 Fuente: El País, 05/07/2021.

18 Cfr. Antonio Garrigues Walker y Luis M. González de la Garza (2021), El derecho a no ser engañado. Epulibre. Editor digital: Titivillus (ePub base r2.1).

Parte II

La naturaleza histórica de las falacias

La construcción de la idea de falacia:

Hitos, tradiciones, autores, textos

«Es difícil que haya un tema más recalcitrante o que haya cambiado tan poco en el curso del tiempo. Después de dos milenios de estudio activo de la lógica y, en particular, tras haber superado la mitad del siglo más iconoclasta, el s. XX, todavía nos encontramos con que las falacias se clasifican, presentan y estudian en buena medida a la antigua usanza».

Charles L. Hamblin (1970), Fallacies, 2004 edic. c., p. 9.

Los apuntes que siguen no tratan de ser una historia de la idea de falacia argumentativa, historia que por cierto aún está por hacer. Pero sí quieren abrir una perspectiva panorámica de la formación y desarrollo de los conceptos de falacia y de argumentación falaz en el pensamiento comúnmente llamado “occidental”, a través de ciertas vías y algunos hitos de constitución. Para dar vida y carne a tan largo proceso, los personificaré en determinados autores y textos. Puede que aquí no estén todos los nombres que se consideran relevantes, pero quienes están lo son. Los apuntes también pretenden contextualizar y facilitar la lectura de unos textos que cabe considerar en ciertos casos contribuciones decisivas y en otros casos muestras representativas de diversos momentos de ese desarrollo. Consisten en diez extractos tomados de muy diversos autores: Aristóteles, Tomás de Aquino [según atribución], Antoine Arnauld y Pierre Nicole, John Locke, Benito Jerónimo Feijoo, Jeremy Bentham, Richard Whately, Arthur Schopenhauer, John Stuart Mill y Carlos Vaz Ferreira, presentados en este orden.

El interés histórico de estos apuntes y de los propios textos estriba en otros dos propósitos sustanciales. El primero es salir al paso de una mala sensación que pudiera haber provocado la consideración “naturalista” y estática de las falacias en la Parte I, como si fueran especies y ejemplares dados y conformados de una vez por todas para siempre. Supondría una imagen pobre e infiel de la naturaleza de las falacias ignorar sus variaciones —no solo sus variedades— y sus vicisitudes históricas. El segundo propósito es consecuente con el primero: consiste en mostrar que la tesis recién citada de Hamblin (1970) sobre la nula o escasa variación de la idea y el tratamiento de las falacias en el curso de su larga historia, es una apreciación errónea, una impresión falsa. Puede que esta falsa impresión de Hamblin tenga algo que ver con su caracterización del tratamiento que denomina “standard” y, más aún, con su creencia en que dicho tratamiento constituye una tradición que se remonta, cómo no, a Aristóteles. Aquí no entraré en la discusión de estos supuestos —por lo demás ya puestos en tela de juicio1—. En todo caso, lo cierto es que la concepción y el estudio de las falacias, en general, y de la argumentación falaz en particular, han conocido notables cambios en los “dos milenios” que menciona Hamblin. Cambios en la ampliación y restricción del campo de análisis; cambios en los criterios de detección, clasificación y evaluación de casos; cambios en el relieve, en el espacio y, en definitiva, en el reconocimiento concedido a su análisis mismo dentro de la disciplina de la Lógica. De ahí también se desprenden actitudes diversas hacia ellas. Por ejemplo, una noción restringida de falacia lógica puede propiciar la confianza en su determinación efectiva por contrapartida, es decir como el reverso negativo de una argumentación cabal, si se entiende que una falacia no es sino la transgresión de alguna regla o condición lógica y el número de estas reglas es fijo y determinado —idea que se remonta a los padres de las grandes lógicas griega y budista (Aristóteles y Dignāga)—; mientras que una noción amplia de falacia como error o fallo discursivo o cognitivo propicia una desconfianza radical en su posible determinación, puesto que las fuentes y las formas del errar humano no dejan de ser prácticamente infinitas.

Cabe incluso considerar que una y otra concepción, la más restringida y la más amplia, tienen cierta relación con dos orientaciones relevantes para el tratamiento de las falacias en el sentido argumentativo que nos importa: una más bien —digamos— “discursiva” y otra más bien “cognitiva”. Ambas orientaciones marcan o acentúan aspectos diversos de la condición falaz al considerarla en diferentes perspectivas. La orientación discursiva es una tradición con mayor solera histórica y tiene mayor peso en las contribuciones clásicas al estudio de la argumentación falaz. Está interesada en la identificación y evaluación de las falacias como actuaciones discursivas ilegítimas —sean productos, procesos o procedimientos— de modo que la condición falaz no solo consiste en un fallo o una falta de virtud, sino en la violación de una norma o en un vicio positivo. Vistas así, las falacias son objeto no solo de corrección sino de denuncia, sanción y censura, y su comisión no es en principio una opción razonable, rasgos que parecen determinar una noción relativamente restringida de falacia. La tradición cognitiva, por su parte, se halla interesada en la producción y explicación de las falacias como errores, fallos o sesgos primordialmente cognitivos. En esta orientación, más descriptiva y explicativa que normativa, son cuestiones capitales las fuentes de error y las condiciones o los factores generadores de errores, que pueden y suelen tener que ver con ciertos modos naturales de responder cognitivamente a las demandas del medio. La condición falaz estriba en un proceder viciado o deficiente que parece estar en orden o aparenta discurrir como es debido. Así pues, esta noción de falacia es más comprensiva y puede ser más genérica que la noción discursiva. En todo caso, las falacias son objeto de corrección y aun de comprensión falibilista no simplemente en el sentido de que con frecuencia nos vemos abocados a cometer errores y muchas veces los cometemos de buena fe, sino incluso en el sentido de que a veces es razonable cometerlos. Recordemos, así mismo, que, a pesar de sus diferencias, estas dos tradiciones no constituyen orientaciones netas y excluyentes, y en ocasiones pueden concurrir en mayor o menor grado como una suerte de variantes tendenciales.

Por lo demás, al margen de esta relativa convivencia, no dejan de compartir desde sus respectivas perspectivas ciertos rasgos que se suponen característicos del perfil de las falacias. Mencionaré dos de estos rasgos compartidos: (1) La idea de la (falsa) apariencia de las falacias, sea inducida por factores subjetivos u objetivos o sea debida a inadvertencia o fraude; en cualquier caso, se trata de un aspecto añadido que distingue a una falacia de un mero fallo, sesgo o error, y que por ello demanda no solo discernimiento, sino alguna suerte de explicación. (2) El reconocimiento de cierta normatividad en juego, bien en sentido débil o bien en sentido fuerte. En su sentido débil, digamos como normatividad1, descansa en la presunción de un saber hacer o de una competencia discursiva y cognitiva: sanciona el proceder de un modo indebido o el no proceder tan bien como se debería. En su sentido fuerte, como normatividad2, aparte de suponer una presunción similar de la capacidad pertinente y una disposición a su ejercicio razonable, señala el incumplimiento o la violación de una norma del discurso e incluso, más allá de transgredir un código específico, puede representar una amenaza a ciertas condiciones o supuestos o propósitos del discurso mismo.

Por otra parte, aun siendo una impresión falsa la imagen fija de un tratamiento estándar —al menos fuera de los recintos y usos escolares—, podemos reconocer no solo confluencias como las indicadas, sino la existencia de algunos rasgos relativamente comunes o estables en la caracterización de las falacias, especialmente el ser (i) razones o argumentos defectuosos, fallidos o incorrectos, pero (ii) aparentemente legítimos o impecables e, incluso, convincentes y, en fin, (iii) susceptibles no solo de descripción y análisis crítico sino de evaluación o sanción normativa. Es curioso que en estos puntos —en su condición de fallos o fraudes discursivos bajo una falsa apariencia de virtud o de licitud argumentativa, y por ende sujetos a corrección o sanción—, también convengan otras concepciones procedentes de las culturas lógicas orientales en cuya consideración no voy a entrar por limitarme, como ya he adelantado, al pensamiento occidental. La lógica india, por ejemplo, cuenta con una noción relativamente precisa de falacia en los términos de “hetvābhāsa” (“falacia de razón” o “razón falaz”). Según el Nyaya-sūtra, sistematizado a mediados del s. II d.n.e., se trata de una razón defectuosa o meramente aparente, cuyo empleo en un debate es uno de los motivos determinantes no solo de la derrota del infractor sino de su reprensión. En suma, la naturaleza de las falacias también es cultural e histórica.

Además de los propósitos —unos más generales o críticos y otros más específicos o de contextualización de los autores y textos seleccionados— que he declarado, los apuntes que siguen también responden a la intención de que el lector/a pueda juzgar por sí mismo sobre la importancia y el peso relativos de las variaciones y las coincidencias en la formación y el desarrollo de nuestras ideas relacionadas con las falacias y con la argumentación falaz. En consonancia con este propósito añadido, esbozo al final de esta Sección un cuadro comprensivo y esquemático del desarrollo histórico de la idea de falacia, en el que se resumen diversos aspectos de las principales variedades y cambios que han ido teniendo lugar a ese respecto.

Con arreglo a estos —buenos, espero— propósitos, esta Parte tendrá dos secciones correlativas, una consistente en la presentación de los autores reseñados y otra en la exposición de los propios textos.

1 Cf. Hans V. Hansen (2002) “The straw thing of fallacy theory: The standard definition of ‘fallacy’”, Argumentation, 16: 133-155. Según ese presunto tratamiento estándar, una falacia viene a ser un argumento «que parece válido, pero no lo es» (Hamblin, [1970] Fallacies. New Port News, VA: Vale Press, 2004; p. 12; vid. la traducción española de Hubert Marraud, Falacias, Lima: Palestra., 2016; p. 19).

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