Kitabı oku: «La teoría de la argumentación en sus textos», sayfa 5
Está dando una justificación no del todo sincera de un procedimiento que Platón considera apropiado en otros lugares para la búsqueda de la verdad. El preguntador, al menos nominalmente, no tiene una tesis propia y acepta, dentro de los límites de la lógica, lo que el respondedor le dice.
Solo si intentásemos dar una razón para la disposición de las cuestiones podríamos sentirnos inclinados a modificar esta visión. De hecho Sócrates aparece, a la larga, como alguien con una visión propia muy acusada. Las cuestiones sesgadas o cargadas no son infrecuentes, y algo puede deducirse de la manera en la que las cuestiones están formuladas, en espera de una respuesta y no de otra. Sócrates dice muchas veces cosas como “Pero, la recuperación del conocimiento dentro de nosotros mismos, ¿no es lo que llamamos reminiscencia?”, o “Entonces, Trasímaco, ¿realmente crees que el injusto es sagaz y bueno?”, y pregunta y repregunta cuando no está de acuerdo, al tiempo que desiste cuando el respondedor le da la respuesta que quiere. Tales tácticas no tienen por qué ser desautorizadas por las reglas del juego, aunque introducen en él otra dimensión. Para formular las reglas tendríamos primero que elaborar una teoría de los compromisos interrogativos y su interacción con los indicativos, y eso nos alejaría mucho de nuestra ruta. Hay, en efecto, dos juegos griegos con un grado de sofisticación distinto, y nos limitaremos aquí al más sencillo.
Las preguntas tienen que ser “definidas” o “destacadas” y tener un número reducido de posibles respuestas, de manera que nuestro modelo “Pregunta ¿S, T, …, X?” pueda representarlas razonablemente bien. Puesto que el objetivo del preguntador es refutar al respondedor, debe disponer de medios para llevar a cabo esa refutación, y se le deben permitir locuciones como “Resuelvo S”. Pero fuera de esas dos locuciones, no debe disponer de más.
El registro de compromisos del respondedor está inicialmente vacío, y todas sus locuciones son enunciados simples de la forma “Afirmación S”, con las excepciones de que, para responder a “Resuelvo S”, debe decir “Retiro S” o “Retiro ¬S”, y de que puede decir “No lo sé S, T, …, X”. La razón para distinguir en nuestras locuciones “Sin compromiso” previas estas dos categorías se harán manifiestas dentro de un momento.
Una característica del juego que es difícil formalizar es su dependencia de las opiniones de los espectadores o de “la mayoría”. Esas personas son los árbitros últimos tanto de la admisibilidad de una aserción o de un argumento particular como del resultado final. Quizá pudiéramos intentarlo con la siguiente fórmula: se da, en relación al juego, una lista de aserciones que representan “creencias populares”. El desarrollo de las posibles partidas del juego depende críticamente de esa lista, que se tiene (en general) por extensa y asistemática. No tiene por qué ser consistente. Su función es proporcionar respuestas prima facie al respondedor. Así cuando el preguntador pregunta “Pregunta S, T, …, X”, y una o más de S, T, …, X es una “creencia popular”, el respondedor da una de ellas como respuesta, al menos cuando ese proceder no sea inconsistente con nada en su registro de compromisos.
El respondedor abre la partida con la locución “Afirmación T”, donde T es la tesis, y la partida termina si el respondedor usa “Retiro T”. A menos que T sea contradictoria, no se le puede obligar a hacerlo —el sistema es semánticamente libre— pero puede verse obligado a hacerlo. Tiene que haber reglas, es decir, que le impongan conceder las consecuencias de sus diversas admisiones. De nuevo, eso es difícil de formalizar de manera realista. Cualquier pregunta, podríamos decir, que solo admita una posible respuesta R como una consecuencia de las afirmaciones previas del respondedor, por definición, por modus ponens o silogismo, debe ser contestada con “Afirmación R”, con las correspondientes cláusulas cuando se impliquen de esta manera dos o más preguntas. Pero Platón también usa a menudo argumentos por el ejemplo o por inducción, y a veces argumentos por la autoridad de los poetas u otras fuentes, y se supone que tales argumentos encaminan al respondedor hacia las admisiones apropiadas, aunque le brindan la posibilidad de resistirse, por lo menos mientras la evidencia no sea abrumadora.
Una regla especial del juego griego es que no se puede ignorar ninguna cuestión, lo que comporta postular algún tipo de repositorio de “cuestiones no respondidas”, de manera que la partida no termina propiamente hasta que está vacío. Debemos por tanto distinguir entre “No lo sé” y “Retiro”. Las reglas para responder una pregunta vienen a ser algo así: a “Pregunta ¿S, T, …, X?”, si “Afirmo S” o … o “Afirmo X”, o también “Afirmo ¬ (S ∨ T ∨ … ∨X)”, viene impuesta por una regla de inferencia, el respondedor debe usarla; en otro caso, si una de ellas es una creencia popular, la usará, y si no, puede usar cualquiera, y si ninguna de ellas está en su registro de compromisos, puede responder “No lo sé S ∨ T ∨ … ∨ X” o “No lo sé S, T, …, X”. Si se da la última respuesta, se la debe incluir en el registro de compromisos, colocando la pregunta, como si dijéramos, en el diario de avisos. Una locución “No lo sé” incluida así en el registro de compromisos solo se borra cuando se vuelve a plantear y la pregunta correspondiente y se la responde adecuadamente.
Ni que decir tiene que todas las falacias de la lista de Aristóteles pueden darse en este marco, en una u otra forma, aunque aplazaremos la consideración de las falacias dependientes del lenguaje hasta el próximo capítulo. No hay mucho que añadir sobre las demás, pero hay que señalar que dado que la tarea del preguntador es rebatir lo que dice el respondedor, hay una carga de la prueba implícita que hace posible la comisión de la falacia de pedir la cuestión en su sentido propio. El preguntador comete la falacia de pedir la cuestión cuando hace una pregunta que tiene entre sus alternativas la negación de la tesis T, o alguna afirmación que es el último eslabón de una deducción que llevaría a rebatir T, o alguna afirmación relevante que (en el pertinente sentido aristotélico) es menos cierta que la negación de T. Podría haber, en principio, una regla específica que prohibiera tales preguntas.
El preguntador también puede usar implícitamente la reductio ad impossibile e incluso, literalmente, la reductio ad absurdum, si lo “absurdo” es lo que es contrario a la firme opinión de la mayoría. Eso quiere decir que se puede dar la falacia clásica de no causa por causa, y que puede formularse una regla que la prohíba. ¿Cuántas veces puede el respondedor cambiar de opinión? ¿Cuánto tiempo puede mantenerla frente a la consecuencia inductiva de las creencias populares? No se puede formular reglas precisas acerca de esas cuestiones (y de algunas más), si no es mediante estipulaciones arbitrarias. La debilidad última de los intentos del propio Aristóteles de formular reglas precisas radica en su confianza en la “opinión de la mayoría” para hacerlas cumplir, puesto que lo que la mayoría se preocupa por hacer cumplir es, cuando menos, algo contingente.
Los sistemas construidos hasta ahora descansan en la justificación deductiva de las tesis. Es instructivo concluir considerando uno basado fundamentalmente en la inducción a partir de la “evidencia empírica”. El juego que vamos a describir es poco ambicioso y está concebido únicamente para mostrar que es posible un análisis de los procedimientos inductivos.
Se asume que los dos participantes pueden acceder a un repositorio de hechos empíricos; en concreto, al conocimiento de la existencia de diversos objetos caracterizados por conjuntos de propiedades. Por ejemplo, puede saberse que hay una gran silla roja, una mesa roja de tamaño desconocido, una estantería no muy grande, pero bonita sin color conocido, y así sucesivamente. Algunos de esos hechos pueden ser públicos y otros conocidos al principio solo por alguno de los participantes.
Las locuciones son de los siguientes tipos.
(1) Una generalización de la forma “Todo es A” o “Todos los As son Bs”, donde A y B son términos afirmativos o negativos. Cuando se hace una generalización, queda “presentada”, y no debe ser equivalente a ninguna que ya haya sido presentada.
(2) Una negación de una generalización ya presentada. A menos que sea impugnada con éxito, una negación reemplaza a la generalización que niega.
(3) Una impugnación de una generalización presentada o de una negación. Una impugnación se considera exitosa a menos que sea contestada como en (4) o (5).
(4) Una ejemplificación de una generalización. “Todo es A” se ejemplifica dando un ejemplo de algo que sea A; y “Todos los As son Bs” dando un ejemplo de algo que sea· A y B a la vez, o, dada la equivalencia con “Todos los no B son no A”, de una cosa que sea a la vez no A y no B. Los ejemplos pueden ser públicos o (todavía) privados.
(5) Una prueba de una generalización o de una negación, por deducción a partir de generalizaciones presentadas o negaciones, y/o a partir de uno o más ejemplos como en (4).
(6) Una concesión o movimiento vacío. Varios movimientos vacíos sucesivos, uno de cada participante, ponen fin al diálogo.
Todos los ejemplos y pruebas deben ser lógicamente válidos; esto es, cualquier cuestión de validez se resuelve fuera del propio diálogo. Lo mismo vale para las objeciones a generalizaciones basadas en su equivalencia con otra ya presentada.
Una prueba por combinación de deducción y ejemplo, como en (5), puede darse de la siguiente forma. Si “Todos los As son Bs” ya ha sido presentada, se puede probar la negación de “Todos los Bs son Cs” —aunque no se conozca ningún ejemplo de un B que no sea un C— dando un ejemplo de un A que no sea un C (pero del que no se sepa estrictamente si es un B o no). Del mismo modo, “Todos los As son Bs” ha sido presentada, la negación de “Todos los no A son B” puede probarse con un único ejemplo de un no B.
Un “buen” diálogo es el que establece tantas generalizaciones como se pueda, aseguradas la consistencia y la comprobación rigurosa. Podemos imaginarlo como un proceso competitivo o cooperativo, como prefiramos.
Si se presenta una generalización y no es negada pese a conocer datos que sustentan la posible negación, es un caso de selección o supresión de pruebas, del tipo mencionado como un abuso del método científico. Cuando se propone una generalización de la que no hay ninguna ejemplificación conocida, y no es cuestionada, el resultado es una especie de argumentum ad ignorantiam.
Tal y como han sido descritas las posibles locuciones, en un diálogo competitivo una buena parte depende de qué propuestas de generalización se atribuyan a los participantes, por iniciativa y táctica, y, en esas circunstancias, muchas veces una generalización será refutada por referencia a otra previa que no tiene una fundamento más firme. Cuando sucede así, se comete una versión de la falacia (clásica) de no causa. En algunas versiones del sistema sería deseable introducir una modificación de las reglas para evitar esta contingencia.
Parece que un participante que consiga presentar los seis enunciados interrelacionados “Todos los As son Bs”, “Todos los Bs son As”, “Todos los As son Cs”, “Todos los Cs son As”, “Todos los Bs son Cs” y “Todos los Cs son Bs” sin que sea negado ninguno, sería inmune a cualquier recusación, puesto que sea cual sea la recusada, siempre podrá probarse deductivamente a partir de otras dos, Naturalmente sería un ejemplo de argumentación circular. En realidad, tal y como se han enunciado las reglas, evitan en general esta caso puesto que las negaciones empíricamente fundadas tienen por preferencia con respecto a las pruebas deductivas. Por consiguiente solo podría ocurrir si no hubiera evidencia para sustentar alguna negación.
El sistema puede servir de base a un juego real, en el que la evidencia empírica se representa con cartas y las generalizaciones con la consecución de puntos. Una característica importante para asegurar el realismo es que una complejidad suficiente de la evidencia empírica disuada a los participantes de cualquier tentativa de examinarla exhaustivamente. Eso, sin embargo, es fácil de conseguir y difícil de evitar. (Compárese con el ajedrez, en el que una partida lógicamente perfecta está más allá de la capacidad del ordenador más potente).
El sistema podría modificarse de distintas maneras para modelizar otras características del razonamiento inductivo y sus abusos.
3 A lo largo de este artículo he traducido statement a veces como “aserción”, a veces como “enunciado”. Entiendo por aserción un acto de habla en el que se dice que algo es el caso, y por enunciado lo que se dice mediante una oración declarativa cuando se utiliza en un acto de habla con la fuerza de una aserción. (N. del T.)
4 Una de las cuatro escuelas de abogados de Londres (N. del T.).
Los argumentadores como amantes
Wayne Brockriede
Una premisa introductoria que se me debe conceder para que se pueda aceptar el resto de este ensayo es que uno de los ingredientes necesarios para desarrollar una teoría o una filosofía de la argumentación es el argumentador mismo. Me refiero a algo más que un mero reconocimiento de que son las personas, después de todo, las que manejan pruebas y aseveraciones y siguen las reglas de transformar premisas en conclusiones. Lo que sostengo es que la naturaleza de las personas que argumentan, en toda su humanidad, es en sí misma una variable intrínseca en la comprensión, la evaluación y la predicción de los procesos y los resultados de una argumentación.
Cuando un lógico proclama triunfante, como resultado de la manera en que ordena sus premisas, que Sócrates es mortal, no necesita saber nada sobre sí mismo o sobre sus interlocutores (excepto que son “racionales” y seguirán las reglas) para saber que las premisas implican la conclusión. Pero, cuando un argumentador sostiene una postura filosófica, una teoría científica o una idea política —es decir, cualquier proposición sustantiva—, la respuesta del coargumentador puede verse influida por quién es él mismo, quién es el argumentador y cuál es su relación. Quizá una forma tan buena como otra cualquiera de distinguir el estudio de la lógica del estudio de la argumentación es comprender que los lógicos pueden ignorar sin problemas la influencia de las personas en la transacción, pero los argumentadores no pueden.
A menudo los estudiosos de la argumentación no tienen en cuenta tal premisa. Es posible leer muchas de las obras de referencia sobre la argumentación, como por ejemplo los Elements of Rhetoric del obispo Whately, así como la mayoría de los libros de texto de argumentación del siglo XX, sin necesidad de considerar quiénes son los argumentadores o qué relación hay entre ellos. Se asume en todo momento, por supuesto, que son personas las que están argumentando, pero cuando el autor pasa a su tarea principal de clasificar y explicar las pruebas, las formas de razonamiento, las falacias, los modos de refutación y demás, las personas se vuelven irrelevantes. Uno a veces lee una declaración explícita de que esta situación es deseable para evitar caer en la degradación de un análisis psicológico. ¿Por qué es una degradación? ¿Qué tiene de degradante darse cuenta de que uno de los estudios apropiados para cualquier transacción humana es un análisis psicológico de las personas que participan en la transacción?
Entre los filósofos contemporáneos que reconocen el papel central de los argumentadores están Henry W. Johnstone, Jr. y Maurice Natanson. Las afirmaciones de Natanson sobre esta cuestión son especialmente agudas (1965a, pp. 10-11):
Dado que los argumentos no argumentan por sí mismos, el argumentador... debe estar localizado. ¿Dónde está situado?... Claramente, el caso paradigmático de localización del argumentador consiste en encontrarlo en el proceso de argumentar con otra persona... Para poder argumentar, estoy de hecho obligado a buscar a mi interlocutor. El argumentador asume su papel al menos en una situación diádica.
En este ensayo mi atención se centra en el argumentador. No niego que cualquier estudio exhaustivo de la argumentación deba incluir un estudio de la lógica, de las proposiciones, de los símbolos, del análisis lingüístico, de los formatos en los que se presentan los argumentos y de las situaciones en las que tienen lugar. Solo digo que los argumentadores también son importantes y que las relaciones entre las personas que argumentan pueden ofrecernos una manera útil de clasificar los procesos argumentativos. Me fijaré en tres actitudes que los argumentadores pueden adoptar frente a otros argumentadores, y las miraré desde los puntos de vista de sus comportamientos entre ellos, sus intenciones hacia el otro y las consecuencias de esos comportamientos y esas intenciones para el acto mismo. La metáfora en la que se basa mi clasificación es sexual1.
Una de las actitudes puede caracterizarse con la palabra abuso2. Parece bastante claro que el abuso es una analogía apropiada para muchas situaciones comunicativas que normalmente no se consideran argumentativas. Algunos comunicadores no están interesados principalmente en lograr un asentimiento a afirmaciones justificables. En lugar de ello, operan por medio del poder, de la capacidad de aplicar sanciones psíquicas y físicas, de recompensas y especialmente castigos, de órdenes y amenazas.
Las personas también pueden intentar coaccionar por medio de argumentos, y puede que a veces lo consigan. Muchas transacciones argumentativas pueden ser vistas justamente como abusos. Los argumentadores pueden tener una actitud de abusador hacia otras personas, los argumentadores pueden intentar abusar y el acto argumentativo mismo puede constituir un abuso. El abusador argumentativo ve la relación como unilateral. Su actitud hacia sus coargumentadores consiste en verlos como objetos o como seres humanos inferiores. Así que la intención de un abusador en una transacción con tales personas es manipular los objetos o violar a sus víctimas. El abusador quiere conseguir o mantener una posición de superioridad, ya sea en el aspecto intelectual de hacer que su postura prevalezca o en el aspecto interpersonal de humillar a la otra persona.
Una forma de abuso argumentativo puede consistir en que el argumentador estructure la situación de manera que tenga más poder que otros. Cuando el defensor de una persona pobre tiene demasiado pocos recursos humanos y materiales para enfrentarse al poder del Estado o de un abogado corporativo, quienes “tienen” han abusado de quienes “no tienen”. Cuando un editor de una columna de cartas al director coloca sistemáticamente las cartas que defienden su postura en una controversia en la esquina superior izquierda de la columna, donde es más probable que sean leídas, y coloca las cartas que defienden otras posturas en la esquina inferior derecha, donde es menos probable que sean leídas, el resultado es un abuso argumentativo. Tal vez el caso más extremo de esta forma de abuso sea la censura, ya sea explícita o sutil. Los argumentos de quienes tienen demasiado poco poder para resistirse a la censura son silenciados. En cualquiera de estas situaciones, las personas a las que no se permite que presenten sus argumentos o que los presenten de la manera como desean han sufrido un abuso.
Sin embargo, incluso algunas situaciones argumentativas que están estructuradas a la manera de un juego para garantizar a cada persona una igualdad de oportunidades para argumentar pueden ser caracterizadas como abusos. El sistema contencioso en toda su gloria manifiesta abusos cuando uno de los adversarios ve al otro como un objeto o un ser inferior e intenta destruir a ese oponente. Tal relación a menudo se da en los tribunales, en las campañas políticas, en muchas deliberaciones de grupos pequeños, en muchas reuniones de empresas y organizaciones y en muchas cámaras legislativas. Otro lugar en el que se pueden encontrar las actitudes y las intenciones del abusador en situaciones contenciosas es el debate interuniversitario. El lenguaje es sintomático: “Hemos acabado con ellos en la última ronda”. “Los hemos destruido”. “Se han venido abajo”. En todas esas situaciones la actitud del abusador hacia sus coargumentadores es de desprecio, su intención es la de victimizar y el acto mismo, dado otro ingrediente más, es un abuso.
Ese otro ingrediente concierne al papel de la víctima. Un coargumentador puede adoptar varias posturas cuando se encuentra con la argumentación de un aspirante a abusador. Puede ser una víctima complaciente, dispuesta a aceptar como legítimo el desprecio del abusador hacia ella. En efecto, puede que su propio autodesprecio sea tan grande que parezca invitar sus ataques y en ocasiones incluso hasta casi forzarlos. O puede ser una víctima reacia que rechace ese desprecio y luche todo lo que pueda para repeler los ataques, pero que finalmente carezca de poder para evitarlos. En cualquiera de esas situaciones, el acto de abuso se consuma. O puede que tenga suficiente poder para defenderse y gane la lucha. O puede que él mismo tenga las actitudes y las intenciones de un abusador, y en tal caso el resultado dependerá de qué aspirante a abusador tenga mayor poder. O, finalmente, puede que de algún modo consiga cambiar las actitudes y las intenciones del aspirante a abusador y transforme así la situación en algo diferente de un abuso.
Una segunda actitud puede caracterizarse con la palabra seducción. Mientras que el abusador conquista por medio de la fuerza de los argumentos, el seductor hace uso de sus encantos y sus engaños. La actitud del seductor hacia sus coargumentadores es similar a la del abusador. Él también ve la relación como unilateral. Aunque puede que no sienta desprecio hacia su presa, es indiferente a la identidad y la integridad de la otra persona. Mientras que la intención del abusador es forzar el asentimiento, el seductor intenta conseguirlo embelesando o engañando a su víctima.
¿Qué es lo que caracteriza a la seducción argumentativa? Una de las formas que puede adoptar es el uso consciente de las estratagemas que aparecen en las listas de falacias. Recursos tales como el de ignorar la cuestión, la petición de principio, la pista falsa, las apelaciones a la ignorancia o al prejuicio van dirigidos a lograr el asentimiento por medio de un discurso seductor que solo aparenta establecer afirmaciones justificables. Los usos indebidos de las pruebas también implican las actitudes y las intenciones de la seducción. Prácticas tales como ocultar información, citar fuera de contexto, citar incorrectamente a una autoridad o un testigo, tergiversar una situación de hecho o extraer conclusiones injustificadas de las pruebas también van dirigidas a lograr el asentimiento por medio de usos seductores de la argumentación. Muchas de las categorías consagradas en la retórica, incluso cuando se usan sin una pretensión consciente de engañar, pueden tener efectos seductores. El pathos y el ethos de un discurso, la imagen del argumentador, su estilo y su oratoria pueden hacer que un coargumentador encandilado dé su asentimiento de una manera bastante similar al acto de la seducción. En cualquiera de esos casos, el argumentador que seduce ha adormecido a su interlocutor para que baje la guardia por medio de lo que, en la argumentación, equivale a atenuar la luz.
Los seductores abundan especialmente en la política y la publicidad, aunque no todos los políticos y no todos los publicistas son seductores. Gran parte de los discursos políticos y de los textos publicitarios, sin embargo, tienen forma argumentativa y el objetivo es el asentimiento, pero no el asentimiento libre sino el asentimiento fruto del engaño de la seducción. Los argumentos de la administración Johnson para justificar el envío de tropas estadounidenses a la República Dominicana son un caso instructivo de uso político de la argumentación seductora. Sin duda, se puede pensar en muchos anuncios publicitarios que entran en la categoría de argumentación por medio de la seducción.
La actitud del aspirante a seductor es indiferencia hacia la humanidad de la otra persona. Es decir, el seductor intenta eliminar o limitar la capacidad humana más distintiva de su coargumentador: el derecho a decidir desde una comprensión de las consecuencias y las implicaciones de las opciones disponibles. La intención del aspirante a seductor es vencer por engatusamiento. La cuestión de si la seducción es consumada o no, sin embargo, también depende del papel de la presunta víctima. Un coargumentador puede adoptar varias posturas cuando se encuentra con la argumentación de un aspirante a seductor. Puede ser una víctima complaciente, dispuesta a aceptar como legítima la indiferencia del seductor, quizá incluso invitando o casi forzando la seducción. O puede ser una víctima reacia que se esfuerce por descubrir los trucos del seductor pero carezca de habilidad para conseguirlo. En cualquiera de estas situaciones, la seducción se consuma. O puede que tenga suficientes habilidades críticas para descubrir y rechazar las artimañas del seductor y gane la contienda. O puede que él mismo tenga las actitudes y las intenciones de un seductor, y en tal caso la discusión puede caracterizarse como una seducción recíproca. O, finalmente, puede que consiga cambiar las actitudes y las intenciones del aspirante a seductor y transforme así la situación en algo diferente de una seducción.
Una tercera actitud argumentativa puede caracterizarse con la palabra amor. Los amantes difieren radicalmente de los abusadores y los seductores en sus actitudes hacia sus coargumentadores. Mientras que los abusadores y los seductores contemplan una relación unilateral hacia la víctima, los amantes contemplan una relación bilateral con otro amante. Mientras que los abusadores y los seductores ven a la otra persona como un objeto o una víctima, los amantes ven a la otra persona como una persona.
Los amantes también difieren radicalmente de los abusadores y los seductores en sus intenciones. Mientras que los abusadores y los seductores pretenden establecer una posición superior de poder, los amantes quieren paridad de poder. Mientras que los abusadores y los seductores argumentan contra un adversario o un oponente, los amantes argumentan con sus iguales y están dispuestos a arriesgar su propio ser para intentar establecer una relación bilateral. Dicho de otra forma, los argumentadores amantes se preocupan por lo que están argumentando lo suficiente para sentir la tensión del riesgo para su propio ser, pero también se preocupan por sus coargumentadores lo suficiente para evitar el fanatismo que podría llevarlos a cometer un abuso o una seducción.
En su forma pura, tal vez el amor argumentativo sea un bien escaso, pero no es una categoría vacía. Los amantes y los amigos pueden manifestar las actitudes y las intenciones del amor en los diálogos íntimos. La actitud del amor también es al menos un ideal en otros dos tipos de argumentación.
El primer tipo es la argumentación filosófica. El tipo de argumentación sobre el que hablan Johnstone y Natanson podría llamarse argumentación con amor. Tal vez la etimología de la palabra “filósofo” sea significativa. Dado que un filósofo es un amante de la sabiduría, quizá también sea un amante de otras personas que la buscan.
Varias de las características que Johnstone y Natanson identifican como necesarias para la argumentación filosófica también son necesarias para la argumentación con amor. Una de ellas es que el filósofo pida el asentimiento libre a sus proposiciones. No se conforma con forzar el asentimiento o con obtenerlo por medio de engaños. Johnstone lo expresa así (1965a, p. 141):
Ningún filósofo que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento a su postura por medio de técnicas que oculta a su auditorio. Una de las razones de esto es que le resultaría imposible evaluar filosóficamente tal asentimiento.
Ningún amante que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento por medio de la argumentación a menos que ese asentimiento fuese otorgado con conocimiento y libremente.
Otra característica relacionada es que un argumentador filosófico solo quiere que prevalezcan sus puntos de vista si pueden superar las críticas más rigurosas posibles. De nuevo, Johnstone enfatiza esta idea de manera notoria (Ibid.):
No sirve para ningún propósito filosófico que un punto de vista prevalezca solo porque su autor ha silenciado las críticas al mismo por medio de técnicas cuya eficacia se basa en que están ocultas para los críticos.
Los argumentadores filosóficos, así como otros argumentadores del paradigma del amor, quieren que sus verdades existenciales queden establecidas en un ambiente abierto.
Otra característica es el reconocimiento de los filósofos de que sus argumentos transcienden las proposiciones intelectuales para llegar hasta su propio ser. Natanson desarrolla esta postura (1965a, pp. 15-16):
Cuando me arriesgo verdaderamente al argumentar, me abro a la posibilidad viable de que la consecuencia de un argumento sea hacerme ver algo de la estructura de mi mundo inmediato... Cuando un argumento me daña, me hiere o me purifica y libera, no es porque cierto... segmento de mi visión del mundo se vea conmocionado o sacudido sino porque yo me veo herido o vivificado —yo en mi particularidad—.
El filósofo de Natanson y otros amantes no pueden argumentar con otros sin arriesgar su propio ser y sin involucrarse con la otra persona. Natanson continúa (1965a, p. 19):
Se establece un riesgo cuando... su vida inmediata de sensaciones y sensibilidades se ve desafiada y se abre al desafío. La argumentación involucra la constitución de ese mundo total, del cual solo una parte superficial está constituida por la formación de argumentos.