Kitabı oku: «Mujeres viajeras»

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Mujeres viajeras

Política, derechos y aventuras desde miradas pioneras

1864-1920

Selección, introducciones, traducción y notas de Luisa Borovsky



Borovsky, LuisaMujeres viajeras / Luisa Borovsky ; comentarios de Luisa Borovsky. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2020.Libro digital, EPUB - (Biografías y testimonios)Archivo Digital: descargaTraducción de: Luisa Borovsky.ISBN 978-987-8388-12-01. Diario de Viajes. 2. Feminismo. 3. Historia. I. Título.CDD 910.4

biografías y testimonios

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1ª edición en Argentina

1ª edición en España

Las traducciones de los fragmentos de los textos de Lina Beck-Bernard, del francés, y de los fragmentos de los textos de Florence Dixie y Katherine Dreier, del inglés, fueron realizadas por Luisa Borovsky.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2019

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8388-12-0

La editorial agotó las posibilidades de búsqueda de los derechohabientes de los textos incluidos en este volumen y está a disposición en caso de haber omisiones involuntarias.

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito

de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

Legales

Eduarda Mansilla. Viajera distinguida en “Yankeeland”

Selección de Recuerdos de viaje

Lina Beck-Bernard. Claroscuros de la vida en Santa Fe

Selección de El Río Paraná. Cinco años en la República Argentina

Juana Manso. De los Estados Unidos a Cuba

Selección de Viaje a Estados Unidos

Florence Dixie. Hazañas en la Patagonia

Selección de Travesía en la Patagonia

Katherine Dreier. La mirada de una sufragista norteamericana.

Selección de Cinco meses en la Argentina desde el punto de vista de una mujer

Ada Elflein. Una maestra precursora del turismo aventura

Selección de Paisajes cordilleranos

Juana Rouco Buela. Cuando es forzoso partir

Selección de Historia de un ideal vivido por una mujer

Bibliografía

Introducción

Penélope esperó durante años que Odiseo regresara de sus travesías. Sólo fue admisible para ella un viaje: el recorrido, simbólico y real, que la trasladó de la casa paterna a la de su esposo.

Mientras los hombres se lanzaban a empresas de exploración y conquista, las mujeres de la Antigüedad permanecían inmóviles en su hogar. El Medioevo les otorgó una forma de viaje permitido: la peregrinación a los Santos Lugares. En el siglo IV, Sor Egeria, una monja española, llegó a Jerusalén, a las ciudades de los apóstoles y a los santuarios de los mártires. El Itinerarium Egeriae es el relato de su viaje, el primero escrito por una mujer, observadora y protagonista a la vez.

Durante el Renacimiento, artistas e intelectuales humanistas viajaron a Italia para tomar contacto con la cultura clásica, anunciando los Grand Tour, las giras educativas por Europa que en el siglo XVIII realizarían los jóvenes aristócratas británicos. Esos itinerarios estaban reservados a los varones; por entonces las mujeres sólo podían desplazarse como acompañantes de sus maridos para preservar en el extranjero el ambiente familiar de su lugar de origen. Aun desde ese lugar, el viaje les abrió nuevos horizontes. Dejaron de ser espectadoras pasivas de los desplazamientos de otros para convertirse en observadoras de nuevas dimensiones espaciales y emocionales, e incluso en narradoras que exploraban la propia subjetividad: su mirada curiosa empezó a transformarse en literatura de viaje, un género en el que se amalgamaba el propósito testimonial con el registro privado, íntimo, de la autobiografía, el diario o las cartas que reponían la experiencia personal.

Con la descolonización y la creación de nuevos Estados, el siglo XIX impuso la necesidad de definir una identidad para las naciones emergentes, tanto desde las nuevas metrópolis como desde las antiguas colonias. Ese momento de cambio coincidió con el surgimiento del feminismo que, a su vez, empezó a esbozar una nueva identidad para las mujeres. Ya no escribieron recluidas en sus casas o en los conventos, y durante el avance hacia la emancipación civil y política que alcanzarían en la centuria siguiente, reseñar sus viajes fue una manera de apropiarse de ciertos derechos exclusivos de los varones. Accedieron así a la escritura como profesión y, en consecuencia, a la esfera pública.

Estas escritoras proyectaron en sus narraciones la imagen que tenían –o deseaban tener– de sí mismas, y oficiaron –cada una a su manera– como traductoras de lo ajeno a los términos de la propia cultura, articulando diferencias para los lectores que ellas mismas creaban en sus textos.

Como nos muestran las protagonistas de este libro, en cada caso las motivaciones personales enmarcan el relato. Son, en su mayoría, las de la burguesía trotamundos: huir de la realidad cotidiana, ir en busca de aventura, lograr la realización personal, escoltar al marido. Hay, sin embargo, entre estas viajeras, una militante anarquista que escapa de la persecución política. Para unas, la Argentina es el punto de partida. Para otras, el lugar de destino. Sus miradas y sus voces son plurales. Todas tienen algo en común: el viaje las impulsa a recrear el itinerario en la memoria, para escribirlo, para invitarnos a recorrerlo junto con ellas.

Eduarda Mansilla

Viajera distinguida en “Yankeeland”

En la literatura de viajes escrita por mujeres argentinas, Eduarda Mansilla es pionera. En mayo de 1880 sus Recuerdos aparecieron como folletín en La Gaceta Musical. En 1882 –veinte años después del viaje que relata y diez años antes de su muerte– se transformaron en libro: Recuerdos de viaje. La portada de la edición original indica que se trata del “Tomo primero”, el que comienza con el relato de su llegada desde Europa a los Estados Unidos cuando empezaba la Guerra de Secesión y concluye cuatro años más tarde, cuando los acontecimientos políticos de la Argentina obligaron a Eduarda y su familia a partir: “... fue menester decir adiós á Yankeeland para volver al Viejo Mundo. Con el andar de los tiempos, aquel adiós resultó ser tan sólo un hasta la vista. En un segundo tomo contaré mis impresiones de esa vuelta á la triunfante Union Americana”, anuncia la autora. Sin embargo, nunca escribió ese prometido segundo tomo.

Cuando el libro –escrito a instancias de sus amigos– se publicó en Buenos Aires, el nombre de Eduarda Mansilla era reconocido en los círculos culturales porteños desde hacía dos décadas. Había publicado dos novelas, el primer libro argentino de cuentos infantiles, y había colaborado con distintos diarios y revistas.

Hija de Agustina Ortiz de Rosas –hermana menor de Juan Manuel de Rosas– y el general Lucio N. Mansilla –héroe de la Independencia–, y hermana del destacado escritor y militar Lucio V. Mansilla, Eduarda tuvo acceso a una educación poco usual para las niñas de la época, que hizo de ella una mujer ilustrada, melómana y políglota. En la infancia, durante el bloqueo anglofrancés, ofició de traductora entre Rosas y el representante de Francia, y más tarde, durante su estadía en París publicó en francés una novela –Pablo ou le vie dans les Pampas– que mereció el elogio de Victor Hugo.

Su temprano interés por otras culturas y por el aprendizaje de otras lenguas la preparó para el rol de mediadora cultural que desempeñaría a raíz de su casamiento con Manuel Rafael García Aguirre. Hijos de familias políticamente enfrentadas, Eduarda y Manuel fueron equiparados con Romeo y Julieta. Depuesto Rosas, el marido de Eduarda fue representante diplomático de la Argentina en Europa.

Allí se encontraba en 1860, cuando le encomendaron una misión en los Estados Unidos, adonde se trasladó acompañado por su familia. Ese mismo año se editó por primera vez un libro escrito por Eduarda, El médico de San Luis. Unos meses después, el diario La Tribuna comenzó a publicar como folletín su novela Lucía Miranda. Las dos obras aparecían firmadas por “Daniel”: hacer de la escritura un acto público requería de una mujer valentía y también ciertos recaudos. Ante todo, reafirmar que no desplazaba a la maternidad y la familia –tradicionales atributos femeninos–, sólo se sumaba a ellos.

Eduarda viajaba cumpliendo con su deber, “seguir a su marido dondequiera que fije residencia”, para administrar el hogar nómada de un representante diplomático. En virtud del matrimonio obtenía los beneficios de ser “extranjera distinguida”, conocía lugares, se relacionaba con personajes ilustres, tenía acceso a otras culturas. Pero a diferencia, por ejemplo, de su propio hermano Lucio Victorio, era acompañante, no se desplazaba libremente por el mundo. Y era mucho lo que se esperaba de ella. Además de criar bien a sus hijos, para favorecer la imagen de su país tenía que dar muestra de su savoir faire.

Mientras acompañaba a su esposo en sus destinos diplomáticos, Eduarda Mansilla se desenvolvió con pericia, combinando recato femenino con una cuota de osadía. Frecuentó los más elevados círculos de la cultura y la política. Conoció a Abraham Lincoln. Fue recibida en la corte de Napoleón III y en la de Francisco José de Austria. En su salón recibió a Victor Hugo. Perfeccionó sus conocimientos musicales con Jules Massenet y Charles Gounod.

“Los talentos de su señora deben servirle mucho en Washington donde deberá establecerse”, recomendaría Sarmiento a García en 1868, al nombrarlo ministro plenipotenciario en los Estados Unidos (motivo del regreso de la familia García Mansilla a ese país). La señora de García colmó una vez más las expectativas, hizo gala de su encanto, de su sagacidad, de sus conocimientos, de sus dones musicales. Pero no olvidó que era escritora.

En 1879 llegó a Buenos Aires para hacer una visita a su madre. Su estancia se prolongaría cinco años. Quería dedicarse a escribir. Agustina Ortiz de Rosas apoyó su audaz decisión, que implicaba dejar en Europa marido e hijos al cabo de veinticinco años de matrimonio. Tal vez la propia experiencia norteamericana había influido en la decisión de Eduarda, insólita para una mujer de su época y sus valores familiares: en los Estados Unidos había conocido “damas muy distinguidas, que, después de divorciadas de su primer marido, por causas que ignoro, habían contraído matrimonio con el Master tal, bajo cuyo nombre yo las conocí, sin desmerecer por eso en la sociedad”, comenta en sus memorias de viajera.

A partir de ese momento la escritura dejaría de ser sólo un plus. El médico de San Luis aparecía ahora firmado con su nombre. Su regreso a la Argentina anunciaba un punto de inflexión en su vida. Los Recuerdos lo evidencian, en primer lugar, porque Manuel García está visiblemente ausente en casi todo el libro.

Como en una de sus tertulias, con agudeza, con saber mundano, Eduarda “dialoga” con los lectores sobre política, historia, arte, cultura, sociedad. Es una causeur que en su amena charla ofrece descripciones de la vida doméstica –la esfera de lo femenino– y de la sociedad y la política, espacios tradicionalmente masculinos. Así cautiva a hombres y mujeres.

Si en Pablo se proponía presentar la Argentina a los extranjeros, estas memorias de viaje intentaban ser una guía para los argentinos de la generación del 80 que, como ella, tuvieran el privilegio de viajar a la nueva metrópoli, los Estados Unidos. Eduarda reflexiona, opina, enuncia un juicio individual sobre los temas que interesan a su clase social desde su lugar de viajera experimentada. Explícita o implícita, su función de intérprete entre culturas –europea, norteamericana, argentina– es permanente.

Aunque amiga de Sarmiento y admirada por él como escritora, la suya era una voz femenina que se diferenciaba y hasta se oponía a la del propio Sarmiento en su visión del mundo yankee. Los Estados Unidos le despiertan, alternativamente, atracción y rechazo. “Nosotros les llamamos, con cierta candidez, hermanos del Norte y ellos, hasta ignoran nuestra existencia política y social”, se lamenta. Destaca que esa nación “ha alcanzado en un siglo, portentoso progreso, nivelándose hoy, por su grandeza y poderío, con las más grandes naciones de Europa”, y aun así, el viajero, que “comprende toda la riqueza y poderío que esta parte del mundo encierra”, halla “mucho que le sorprende pero poco que le seduzca”. Entre espantada y divertida, describe a la “Nueva” York como una falsificación, una versión vulgarizada –¿una forma de barbarie?– del viejo mundo, matriz de lo bello. Los norteamericanos, “pueblo práctico y nada sentimental”, parecen anteponer la utilidad a la belleza.

En este y en todos sus libros se detecta la intención –común a las escritoras argentinas de su generación, más allá de otras diferencias– de unir la perspectiva femenina a una nueva idea de nación. Los Recuerdos –síntesis del viaje de conocimiento de Sarmiento y el viaje estético del dandi que encarnaba su hermano Lucio– delinean un itinerario de aprendizaje que, pese a sus profundas y obvias contradicciones, resulta en una inevitable evolución de su mirada, su pensamiento: el refinamiento de la corte de Napoleón III da paso a la democracia de George Washington como marco de referencia para pensar el futuro de su país.

La escritura de Recuerdos de viaje incluía una finalidad política. Ella, que mantenía el vínculo afectivo con su tío Juan Manuel de Rosas y con su prima Manuelita, exiliados en Inglaterra, consideraba arbitrario e injusto el juicio histórico que se hacía sobre Rosas. La sociedad norteamericana dividida en norte y sur –Unión y Confederación–, que en más de un aspecto espejaba a la propia, le permitía discutir el conflicto civilización-barbarie (unitarios-federales) y avizorar su posible disolución a través del mestizaje, con el indio y –ahora también– con el inmigrante.

Después de haber dedicado el cuarto capítulo a reseñar la historia de los Estados Unidos, en el quinto Eduarda deplora que las virtudes de los patricios fundadores de esa nación fueran reemplazadas por los intereses personales de politicians y su red de clientelismo. Como es habitual, hace gala de su ilustración: cita a Byron para alabar a Washington –“el primero, el mejor, el último”–, al que el poeta consideraba poseedor de las virtudes de Lucio Quincio Cincinato, patricio de la república romana. Pese a estas observaciones, afirma que el mayor valor de la gran nación norteamericana, capaz de superar las flaquezas humanas, es la fe en sus instituciones, rasgo ausente en los argentinos.

Aun con oscilaciones y desde una posición de superioridad con respecto al indígena, en su obra literaria –Lucía Miranda, El médico de San Luis, Pablo ou la vie dans les Pampas– Eduarda Mansilla había propuesto la síntesis de aspectos positivos en lugar de la aniquilación del conquistado por parte del conquistador. Como su hermano Lucio en Una excursión a los indios ranqueles, ella debatía con su amigo Sarmiento en defensa del mestizaje que él condenaba. Esta vez retoma un eje presente a lo largo de sus memorias de viaje, la comparación entre la cultura norteamericana –sajona– y la criolla –latina– para abordar el tema central del capítulo: un doloroso aspecto de la historia –“que llamaré privada”– de los Estados Unidos. Y denuncia abiertamente la usurpación a los indígenas norteamericanos con la connivencia de los corruptos funcionarios del Indian Department. Habla de la política de “muerte, traición y rapiña”, de “promesas y engaños” con que el gobierno estadounidense combatió a esos pueblos que ella reconoce “hijos del desierto”, “dueños de la tierra”. La resonancia con la Campaña del Desierto argentina es manifiesta y, previendo que su discurso sea descalificado como mera expresión de emotividad femenina, advierte: “No se me acuse de sentimentalismo, ó mejor dicho, écheseme en cara el sentir, no me será disgustoso”.

Su testimonio tiene especial valor porque revela una zona común entre los Estados Unidos y la Argentina y porque, sorprendentemente, Eduarda abandona el habitual recurso a la frivolidad y el recato que le permiten eludir opiniones comprometedoras. En este capítulo las expresa con claridad y vehemencia.

En cambio, sus conceptos sobre las mujeres norteamericanas son ambivalentes. Dos formas de poder femenino se aúnan en la sociedad estadounidense: la autoridad maternal que rige el home –plácido, modesto, donde “no puede albergarse sino la virtud”–, y en el espacio público, el trabajo de periodistas y traductoras, un medio “honrado é intelectual para ganar su vida”. La autora argentina opina que este trabajo “las emancipa de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invención de las máquinas de coser”. Sin embargo, no aboga por la emancipación femenina. En los Estados Unidos ve a la mujer como “soberana absoluta; el hombre vive, trabaja y se eleva por ella y para ella” y opina: “Qué ganarían las Americanas con emanciparse? Más bien perderían, y bien lo saben”.

Eduarda no desafía los valores tradicionales criollos. La función primordial de las mujeres es la maternidad. Pero en lugar de restringirlas al rol que la naturaleza les asigna, ella amplía un poco los límites de lo aceptable, por ejemplo, cuando dice: “Las mujeres influyen en la cosa pública por medios que llamaré psicológicos é indirectos. Mujeres son las encargadas de los artículos de los Domingos, de esa literatura sencilla y sana (...)”. La autoridad de esas crónicas dominicales deriva de la modestia y la armonía aprendidas en una familia “tal cual la pinta el autor de El vicario de Wakefield”, la obra que le había servido de modelo para El médico de San Luis. Así es el hogar que visita en Brooklyn, donde destaca “allí había madre” y donde la sorprende la mención de su “madre amada”.

Ella, que refiriéndose a la sociedad argentina dice que “la trasformación no se obtiene sin lucha, tanto en el órden moral como en el órden natural”, deja a la vista sus propias luchas, sus contradicciones. Mientras en su escritura revindica el poder materno, en su vida real se arriesga a la condena pública por haber dejado a sus hijos. Si bien recuerda que “soy lady”, más que diplomática consorte quiere ser una reporter al estilo de esas mujeres, una escritora para la infancia y la juventud como las que admira en su visita a la Librería de Appleton. Sabe que tiene cualidades suficientes para destacar en lo que emprenda. Lo confirman innumerables halagos, como la pregunta del senador Sumner –“Supongo, querida señora, que allá en el Plata Vd. y Mr. Sarmiento son excepciones?”– y también su respuesta, con la que cierra el capítulo.

Siempre sorprendente, Eduarda Mansilla expresó en una carta el deseo de que su producción escrita no siguiera publicándose después de su muerte. Su voluntad se cumplió, en parte, debido a que precisamente en uno de sus viajes se extravió un baúl que contenía obras inéditas. Por fortuna, aunque tardíamente, sus Recuerdos de viaje volvieron a publicarse.

Eduarda Mansilla

Recuerdos de viaje (1)

Capítulo V

Despues de este rápido boceto de la historia de los Estados Unidos, me ocurre ser del caso hacer una comparación, igualmente rápida, entre los prohombres que crearon las libertades norte americanas y aquellos que continuaron más tarde practicando y gozando de esas libertades. Mr. Laboulaye dice, que los “Norte americanos aman, sobre todo, su Constitución y que así como otros pueblos se agrupan en torno de su bandera, el Yankee, prefiere al constelado pabellón, su Constitución”.

Yo pienso que tienen razón, dada la índole de ese pueblo práctico y nada sentimental. Esa Constitución, para ellos ha resultado ser perfecta, pues al través de las vicisitudes de todo género, que ha atravesado, se ha mantenido siempre la misma, sin que á nadie ocurriera la idea de modificarla, de alterarla.

Indudablemente, al leer los nombres de los diversos Presidentes que han tenido los Estados Unidos, se nota un decrecimiento marcado en las personalidades. Otro tanto acontece con sus Congresos, sus magistraturas y sus municipios. Se diría, que á medida que la Union crece, se vigoriza y centuplica su poder, que su comercio rivaliza con el de la Inglaterra, y llega un momento en que disputa á la antigua metrópoli la supremacía de los mares, sus hombres van perdiendo, no sólo el prestigio del talento, sino aun algunas de esas virtudes del patricio, de que hizo tan justo alarde Jorge Washington, el primero, el mejor, el último.

Politician, se llama hoy á aquellos, que un día merecieron el sagrado título de patriotas.

El negociante, el industrial, esas fuerzas vivas de la Union Americana, desprecian á los politiqueros, y sobre todo, los aborrecen. Y, sinembargo, muchos tienen que ser aquellos á quienes tal nombre convenga pues por tal se entiende todo individuo que directamente tenga atingencias con la cosa pública.

Y como en la Union, cuya contestura administrativa es en extremo complicada, varían incesantemente todos los empleados, pues con el cambio de Presidente, cada cuatro años, se renuevan hasta los porteros de la Casa Blanca, indudablemente el número de politicians, ya activos, ya pasivos, es numeroso. El mal, según yo creo, consiste, no en la cantidad, sino en la calidad, porque cada candidato político, para triunfar, ofrece sin reserva, empleos y puestos en el Gobierno.

Van, vienen, se suceden, se trasforman las Presidencias, en ese país, que como un médano movedizo, cambia sin cesar la fisonomía de sus administraciones; pero la Constitución se mantiene siempre en alto, superior á todas las humanas flaquezas, á la fluctuación de las pasiones, y dejando imaginar al soñador, que en efecto el Espíritu Santo descendió sobre los patriotas congregados en Filadelfia.

Hé ahí el verdadero palladium de la gran nación: la fe en sus instituciones, que son para ellos la última palabra de la perfección política.

Con no poco esprit, el autor de Paris en América, dice: “Nosotros, los Franceses, en cuanto nos hallamos en algún apuro político, lo primero que nos ocurre es modificar, cambiar, hacer otra Constitución”.

Ojalá que los Argentinos tengan siempre presente tales peculiaridades, que constituyen toda la fisonomía política de esos dos países.

Sin sombra de exageración puede llamarse á la nación americana, la más conservadora del mundo, salvo la inglesa; los Yankees no son en realidad sino Ingleses republicanos, y su amor á la tradición es herencia de John Bull.

En sus hábitos, en sus ideas, en sus preocupaciones, el Norte americano es el Inglés, pues de todas las razas que han concurrido á la creación de los Estados Unidos, la que hasta hoy le ha impreso más profundamente su sello, es la del Reino Unido.

Entre nosotros, la fusión de las diversas razas europeas que á este suelo acuden, se ha efectuado más por completo: y el cosmopolitismo ha ido borrando las costumbres, los gustos, de la madre patria.

Aun en el idioma, se nota en Estados Unidos la anarquía que entre nosotros impera con relacion á la Lengua de la metrópoli. El inglés de los Yankees es nasal, y se halla en antagonismo de pronunciación con el de los Ingleses. El Norte americano aspira la h despues de la w, miéntras que el Inglés hace todo lo contrario. Son la c y la z pronunciadas por el Español y descuidadas por el Sud americano. Igualmente en la u y en la r hay gran diferencia de pronunciación.

Es curioso, ver que se repite el mismo fenómeno respecto de ciertos verbos y nombres que, trasplantados á las Américas, cambian totalmente de sentido; sin que sea posible darse cuenta del por qué de tal metamórfosis.

Los Yankees pretenden hablar mejor que los Ingleses; nosotros no adelantamos tal proposición: prescindimos de la España, como si la Lengua fuera nuestra propiedad exclusiva. Muy rara es esta divergencia en la identidad.

Daniel Webster, un Norte americano, escribe el mejor diccionario inglés que se conoce, y el Venezolano Bello, hace aclamar su gramática en España. Pero diccionarios y gramáticas no constituyen la Lengua.

Los Americanos corrompen su idioma, lo prostituyen con mezclas de mucho alemán, algo de irlandés, un poco de francés y aun algunas frases pescadas en el español mexicanizado, como: let us vámunus, que quiere decir simplemente vámonos ó si nos fuéramos; hacer las cosas con gosto (gusto), palabra que sea dicho de paso, me han sostenido ser ellos quienes pronuncian, con la perfección debida.

Nosotros tomamos al francés muchos giros y palabras y al italiano cuanto nos ocurre. Cuál será en el porvenir el resultado de tales anarquías? Es de preverse una dislocación gramatical completa, que hará espeluznarse de horror á los puristas, ya cada día más escasos en el mundo. Pero como decia Voltaire: Quelqu’un qui a plus d’ esprit que moi c’est tout le monde, y según vamos, la democracia por el número llegará quizá hasta imponer sus giros lingüísticos.

No quiero terminar este capítulo, sin hacer observar una similitud notable, que encuentro entre el Sajón de Europa y el trasplantado al Nuevo Mundo.

Dolorosa es la historia, que llamaré privada, de los Estados Unidos, en contacto con esas tribus salvajes, que poblaban los territorios de Nevada, Colorado, etc. Así que el Yankee tuvo una existencia política asegurada, no se contentó ya con comprar, como en otro tiempo, tierras á los indígenas, decidió destruir la raza por todos los medios á su alcance. Muerte, traición y rapiña, han sido las armas con las cuales los han combatido; promesas y engaños, hé ahí su política con los hijos del desierto.

“Dos justicias”, decía el Times de Londres, en su cuestión con el Brasil, “una para el fuerte, otra para el débil”. Y sus descendientes han sido fieles á tal pensamiento, más cínico que evangélico: el fariseísmo político de los Sajones ha hecho su camino, y la gran nación va adelante con su go ahead, destruyendo, pillando, anexando.

Existen en la Union, no obstante, comisionados, delegados y toda especie de empleados, en el Ministerio del Interior (Indian Department) cuya única misión es enriquecerse, robando sin pudor la pitanza de los pocos indios que aún quedan, y con los cuales la Aministración mantiene aparentemente buenas relaciones.

El Gobierno lo sabe, lo tolera; diré más, lo aprueba; y cuando quiere protejer á algún good friend, le nombra delegado del Indian Department.

Más de una vez he oído á algunos hijos de la Union, de corazón generoso, deplorar tan terribles abusos; pero esas eran gotas de agua que iban á perderse en el vasto océano de la complicada máquina gubernamental de la gran nacion.

Los Sajones que se han mezclado empero, con la raza negra, hánse mantenido distantes de los Pieles Rojas, con una antipatía digna de preocupar á los antropologistas, y que debe indudablemente tener una séria razón fisiológica.

Dicen algunos pensadores, que esta separación, esta antipatía congenial, es una de las causas del engrandecimiento de los Estados Unidos. Yo no sé hasta qué punto tengan razón.

Cuando he visto caciques Rojos, sentados á la mesa del Presidente de los Estados Unidos, en esa actitud reservada y digna, acompañada de un mirar melancólico y profundo, tan penetrante, he sentido respeto y enternecimiento por los descendientes de los dueños de la tierra, que hoy ocupa la Union, despojados, desdeñados, engañados por hombres que profesan una religión de igualdad y mansedumbre, y que, sinembargo, no practican el principal de sus preceptos: la fraternidad. No se me acuse de sentimentalismo, ó mejor dicho, écheseme en cara el sentir, no me será disgustoso.

Capítulo XII

La mujer Americana practica la libertad individual como ninguna otra en el mundo, y parece poseer gran dósis de self reliance (confianza en sí mismo).

En los hoteles hay siempre dos puertas, la grande, para los hombres y los recién llegados, y una más pequeña, llamada de las ladies y exclusiva para éstas.

Creo haber dicho que un Norte americano, no bajará nunca una escalera ó cruzará un corredor con el sombrero puesto, delante de una señora; conocida ó desconocida. Esta galantería, se entiende hasta el punto de creer, que una dama no debe entrar ni salir por la misma puerta que los hombres, en sitios tan concurridos por toda clase de individuos, como los hoteles. Imagino, que, tal refinamiento de cortesía, habrá de parecer exageración ó lisonja de mi parte, á aquellos que tan injustamente representan al Americano del Norte, como el prototipo de la más acabada vulgaridad.

Yo, por lo que á mi toca, los he hallado siempre muy corteses, suaves de maneras con las mujeres y los niños, y en extremo sensitivos en cuestiones de crítica social. En apoyo de lo que avanzo, citaré el siguiente episodio: Cuando Mrs. Trollope, después de haber viajado por la Union, donde fue acogida con suma amabilidad y aún cierto entusiasmo, por sus dotes literarios, escribia de vuelta á Inglaterra: Los Yankees son groseros y se sientan con los piés más altos que la cabeza. En los teatros, así que alguien se permitía estar ligeramente inclinado, no faltaba un chusco que gritaba: Trollope! Trollope! Y al punto el aludido, tenía buen cuidado de poner su cuerpo lo más vertical posible.

Verdad es que en los reading rooms (gabinetes de lectura), en los bar rooms, los Yankees gustan mucho de esa actitud, que consiste en extender las piernas y levantarlas casi á la altura de la cabeza, postura cómoda para los hombres y que tiene, según lo he oído decir á un médico, cierta influencia favorable sobre el cerebro. Sea de ello lo que fuera, delante de ladies, nunca, jamás, un Yankee se permitirá esa libertad, puedo asegurarlo. Habrá, sinembargo, quien sostenga lo contrario, que ciertas preocupaciones hacen camino; pero tales cuentos, pertenecen al repertorio, más ó ménos pintoresco, en que figuran, la navaja en las ligas de las damas Españolas, el traje de colores varios de los Brasileros y el cigarro de las Hispano americanas. En mis viajes, me han repetido sin cesar esta expresión: Fume Vd., señora; ya sabemos que es costumbre en su país. Al principio, este dicho me irritaba, lo confieso; pero luego llegó á causarme risa. Oh poder de la costumbre!

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9789878388120
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