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UNA MUJER FEA
(1932)

Tan convencida estaba de su fealdad, que se abstuvo de darles la buena nueva a sus amigos por temor a que se burlasen. Fueron ellos quienes la rodearon al verla llegar la tarde de un domingo a Villa Josefina, el merendero donde se reunían casi todas las fiestas.

—¿Dónde has dejado a la pareja?

—¡Caray, qué reservona!

—¿Qué, cuándo es el buen día?

Ella se sonrojó y volvió la cabeza al otro lado (aún solía sonrojarse la virgen madura), fingiendo buscar algo.

—¡Bueno! ¡Pues vaya guasa!

Se sentó y se puso a mirar a las personas que ocupaban los veladores inmediatos; las parejas, que bailaban muy juntas, en un patio próximo; la botella y los vasos, mediados de tinto, que había sobre la mesa larga, de madera sucia y resquebrajada.

Y como en aquel instante viese comparecer a Faustino en la puerta del merendero, se turbó aún más.

Los otros, al advertirle, levantaron en alto sus vasos, bordeados de redondeles húmedos.

—¡A la salud de la nueva pareja!

—¡Vivan los novios!

Benita cogió un pedacito de pan que había en la mesa, hizo de él una bola y la aplastó con el índice contra la madera agrietada.

*

Faustino era demasiado guapo, más bien alto, grueso, el pelo muy negro, rizado, brillante; los dientes, chiquitos, blancos; la boca, muy pequeña y bien dibujada.

Como buen barbero, se jactaba de tocar bien la guitarra y de saber piropear como nadie a las jóvenes que pasaban ante la puerta de su establecimiento.

A Benita la conoció en Villa Josefina, adonde iba todos los domingos, con un compañero de trabajo y varios amigos horteras.

Salían con ellos tres muchachas: dos de ellas sirvientas; la otra, cajera de un comercio de confecciones. Las tres se relacionaban amorosamente («estaban arregladas», decían ellas) con los amigos de Faustino.

Las mujeres del grupo tenían del barbero un concepto nada amable. Le tildaban de presuntuoso y fatuo, fundadas quizá en que él, tan amigo de las mujeres, no las había requebrado nunca. «No sé qué esperará este.» «Lo menos, una duquesa.» «¡Claro, como es tan guapo!», se decían.

Una tarde, al despedirse, les anunció Sacramento, la dependienta: «El domingo que viene traeré pareja a Faustino». Riéronse los demás. «Oye, ¿dónde has encontrado esa joya?» «A lo mejor esta nos va a traer un retrato de la Venus de Milo.» Ella explicó: «No, en serio. Es una muchacha que borda para mi casa. Bueno, pero que no sirva de guasa, ¿eh? Os advierto que es fea con ganas. Me da lástima ver la vida que hace. No tiene familia. No sale nunca de su guardilla. La he dicho que si quería venir con la pandilla. No creáis que es una chavala; ya le andará rondando a los treinta. Supondréis que lo de antes fue pura broma. Ya sé que la pareja de Faustino tiene que venir de muy alto… y en avión, por lo menos».

Únicamente «por darle en las narices a Sacramento», quien a pesar de «hablarle» a uno de los muchachos del grupo, le «miraba con buenos ojos», acogió Faustino con afabilidad, y hasta con cierta finura, que reservaba solo para las hembras de su agrado, a Benita la bordadora.

Sí que era feílla la pobre. No había exagerado Sacramento al hablar de su fealdad. En cambio, hizo omisión de sus manos, que eran blancas y delicadas, como debieron de ser las manos de esas princesas de los cuentos infantiles que bordan mantos de oro detrás de los ventanales de sus palacios viejos.

Faustino no conocía manos semejantes, y en parte por tocar aquellas manos raras, en parte por «darle en la cara a la Sacramento», invitó a bailar a Benita. «Pero si yo no sé…» «No importa, aquí no vamos a ganar un concurso.» «¡Si no sé dar un paso siquiera!» «No se preocupe, ya aprenderá.»

Benita dio unas vueltas por el patio entre los brazos de Faustino. Le pisaba muchas veces; tropezaba a cada instante en los pies de su pareja, y le pedía varias veces perdón por sus tropezones. «¿Ve usted?… Ya le decía yo…»

En domingos sucesivos la acompañó a su casa, al regreso del merendero, y le hizo alguna confidencia acerca de su vida, solamente porque no era charlatana, ni entrometida, ni le gustaba oír anécdotas escabrosas, como a las otras mujeres del corro.

Ella le correspondió con su confianza; en primer lugar porque era efusiva; luego, por el deseo de estrechar su amistad con aquel hombre, que gustaba a sus amigas y que había puesto sus ojos, su confianza en ella, a pesar de su fealdad. Le dijo que ganaba diez pesetas al día, y que a fuerza de grandes privaciones había ahorrado unas pesetas, con las cuales pensaba establecer una tiendecilla modesta, que dedicaría a la confección de ropa interior.

Él también pensaba establecerse algún día, cuando alcanzase el premio gordo en navidad. «Cualquiera piensa en esas cosas como no le toque la lotería. Tiene uno un oficio de lo más miserable.»

*

Lentamente fueron aproximándose sus vidas.

Ahora la esperaba Faustino a la puerta de su casa para acompañarla al merendero.

Durante el camino hablaban poco. Él le preguntaba por sus planes, y ella respondía: «Se trabaja, pero ¡qué le vamos a hacer! Ahora miro todos los días los periódicos a ver si encuentro algún huequecito que me convenga. Preferiría que fuese en calle céntrica, pues la gente paga el sitio. En un barrio apartado no se hace una peseta».

Faustino pensaba: «¡Qué bien sabe vivir esta mujer!».

Una vez estuvo enfermo varias semanas.

Sacramento se lo dijo a Benita. «Está bastante malo Faustino. Vamos a ir a verle esta noche; si quieres venir… Te lo digo porque como sois tan amigos…» «Sí… Bueno. Pero no vayas a pensar que…» «¡Ni mucho menos! A ver si vas a creer que creo que te hace el amor. No es por nada, pero… En fin, que Faustino pica muy alto.»

El barbero estaba hospedado en un piso tercero de la calle de la Cabeza. Su alcoba, de techumbre muy baja, no tenía más ventilación que un ventanuco, que abría sobre un patio estrecho.

—No se puede respirar aquí —dijeron sus amigos.

—De compañía no anda mal —observó Sacramento, sacudiendo una chinche que caminaba por el borde de la almohada de Faustino.

Al despedirse, Benita le ofreció con timidez:

—Si le hiciera falta alguna cosa… ¡Como dice usted que aquí le atienden tan malamente!

No esperó respuesta afirmativa. Al día siguiente volvió a ver al enfermo, y al otro, y al otro; y ya todos los días.

Faustino la veía ir y venir por la habitación estrecha, pasar un trapo humedecido sobre los cristales del ventanuco, y acompañando con una frase de indiferencia todo cuanto hacía, para que perdiese importancia ante sus propios pensamientos, que le preguntaban con frecuencia: «¿Por qué haces esto con ese hombre? ¿Por qué te preocupas de tal modo?». Y cada día, al marcharse, dejaba sobre la mesita de noche un vaso de leche caliente y algunas galletas finas. También le dio a la patrona algún dinero, para que «le pusiera aparte un pucherito con un poco de gallina». «No se le olvide a usted; ya sabe que si no estos hombres no se ocupan de nada.»

Con estas cosas, después de su enfermedad, Faustino se encontró unido a Benita por un lazo fuerte: la gratitud.

*

Un día Benita se sorprendió mirándose al espejo más tiempo del que tenía por costumbre. Porque, habitualmente, apenas se detenía a contemplar su boca, grande y desdibujada, ni su cuerpo, que jamás inspiró a los hombres una frase afable o grosera, ni sus ojos, donde la alegría de sentirse joven no había brillado nunca.

Y recordó rostros extraños. El de aquella misma Sacramento, su compañera de trabajo; en sus ojeras falsas, en su lunar, también falsificado: en todas sus graciosas mentiras físicas, que excitaban el entusiasmo de los hombres, y comprendió que todos aquellos mejunjes no harían de ella otra cosa que poner de manifiesto la pequeña redondez de sus ojos y la abertura desmesurada de la boca, adonde asomaban los dientes separados, de forma cónica.

Y se apartó del espejo, y empezó a llorar.

Fue cuando tuvo la seguridad de estar enamorada de Faustino y de que sus cuidados de días anteriores no fueron otra cosa que amor, y pensó que aquella misma afabilidad de Faustino hacia ella, desde el instante de conocerse, pudiera ser amor también. Aunque él era demasiado guapo, y ella demasiado fea, en el amor se dan casos tan raros.

Ante estos pensamientos secó sus lágrimas y, al acercarse casualmente otra vez al espejo, le parecieron menos feos sus ojos, humedecidos por el llanto.

*

Los amigos, sabedores de las visitas de Benita a casa de Faustino, empezaron a tejer una espesa urdimbre de maledicencia.

—Ya sabemos, ya…

—No la hagas y no la temas.

—Os aseguro que…

—A otro perro con ese hueso.

Faustino protestó:

—No consiento que digáis burradas. La Beni es una santa.

—Bueno; no te pongas trágico, tú.

—Claro. Y peor para ti, si no es verdad.

El temor de que llegase a oídos de Benita el concepto falso que se tenía de su virtud, y que le perseguía constantemente como el remordimiento de una culpa, fue el único impulso que empujó un día la mano de Faustino hacia el brazo de Benita, sí que también el único gesto sentimental de su vida.

—Mira, Beni: cuando quieras nos casamos. ¿A qué pensarlo tanto? Eso de los papeles se arregla en cuatro días.

¡Entonces sí que brillaron de juventud los ojos redondos de Benita!

*

Se casaron.

Benita entregó a Faustino sus ocho mil pesetas, ahorradas a costa de muchos sacrificios. Desistió de sus sueños de la tiendecita de confección en la calle céntrica para que él realizara el suyo de la peluquería en la calle modesta.

Benita era feliz en su cocina, lavando los paños blancos de la tienda, y al cuidado de que no le faltase nunca carbón a la olla del agua para afeitar.

Con frecuencia, empinándose un poquito, atisbaba detrás de la vidriera de la tienda la figura de su marido, ennoblecida por la bata blanca de faena, que tanto le asemejaba a un hombre de ciencia —un químico o un doctor en Medicina—, y se sentía orgullosa de ser la esposa legítima de aquel hombre tan guapo, que olía siempre a los perfumes intensos de las lociones y que sabía como pocos hacer vibrar una guitarra.

Él se sentía halagado con la sumisión de aquella mujer que adivinaba sus menores deseos y recibía sus espaciadas caricias con gratitud felina. Le estaba agradecido porque había independizado su vida, y a veces la alegría de sentirse libre le impulsaba a decirle:

—Anda, vámonos un rato a un bar.

Y le daba golpecitos cariñosos en las manos, única gracia del cuerpo desgraciado.

Pero lo más frecuente era que agarrase el estuche de la guitarra y se marchara.

—Me voy a casa de un cliente.

En un principio le esperaba Benita en la cocina, planchando los paños de la barbería, que despedían el mismo olor a colonias fuertes que las manos de Faustino, hasta que el sueño la rendía sobre la mesa tibia. Después, cuando veía salir a su marido, se acostaba y adormecía llorando; un llanto que amortiguó enseguida el brillo fugaz de juventud que los primeros días de matrimonio regalaron a sus feos ojos.

*

—¡Claro!

Le dijeron que Faustino «había puesto cuarto a una mujer del barrio», y no tuvo otra exclamación.

—¡Claro!

Comprendió entonces que su marido nunca le tuvo amor. Pensó que en su acercamiento a ella no hubo más que lástima, y le agradeció profundamente aquella ternura de que la había rodeado en los primeros días de convivencia.

Así se resignaba a los caprichos de él, a sus exigencias, con una sumisión de mártir que apaciguaba las iras violentas de Faustino, quien se decía: «Es una infeliz que no tiene la culpa de que yo me haya sentido romántico y haya hecho la mayor tontería de mi vida».

Casi todas las noches dormía en casa de su amante: una mala cantante de ópera que le llamaba «mi capricho» y «Fígaro mío», y que firmaba las cartas que le dirigía con un cursi tutta tua que encantaba al barbero.

La cantante dio pronto fin de las escasas ganancias que rendía la tienda.

A Faustino no le causó gran extrañeza que le dijera una mañana su mujer:

—Hoy habrá que empeñar tu traje nuevo para pagar la contribución.

—Pues me has partido —fue lo único que objetó—; tengo que salir a la noche. Podías llevar algo tuyo.

—Como quieras. Yo lo decía porque por tu traje darán más.

Siempre igual. Sumisa.

Faustino pensaba: «Si a esta mujer se le ocurriese marcharse…».

Su gratitud, su compasión hacia Benita se habían agotado. Ya no tenía una palabra cariñosa para ella, ni una ligera caricia para sus manos, que las faenas rudas fueron deformando. Solo un pensamiento persistente: «¡Si se cansara de mí esta mujer!». Porque ya la inminente ruina le hacía presentir una insoportable vida de escaseces junto a una esposa hacia la que no sentía la menor atracción.

Para despertar su furor y originar un motivo de ruptura fingía olvidar las cartas de su amante encima de los muebles, y preguntaba después: «¿Has visto por aquí una carta mía?». Y ella, «Sí. Ahí está», sin el menor gesto de rebelión.

Al fin se vieron precisados a traspasar su establecimiento.

El poco dinero que percibieron lo emplearon en pagar las deudas que tenían contraídas.

Benita lloró al despedirse de aquella casa, donde tan dichosa fuera durante dos o tres meses.

Se trasladaron a una guardilla, lo más lejos posible de la barriada que conoció sus días de abundancia.

Pretextando buscar trabajo, Faustino pasaba el día fuera de casa.

Benita ya no esperaba la frase afable, ni el golpecito cariñoso en sus manos, que habían encallecido. Su única preocupación era que no le faltase a su marido un botón en la americana y dos pesetas en el bolsillo del chaleco. Por lograrlo había ido malvendiendo una a una sus prendas de vestir, y hasta su traje nupcial, guardado durante dos años en el fondo de un baúl, entre membrillos olorosos.

*

Una mañana le dijo a Faustino:

—Ya no queda en casa otra cosa que la guitarra…

—¡La guitarra!

—He preguntado en la casa de empeño y dan ocho duros.

—¿Y quién te manda a ti preguntar eso, idiota? ¡Vender mi guitarra! Antes muérete tú y toda tu casta.

Como ella tratara de justificarse, le dio un fuerte empujón y salió.

Iba pensando por el camino: «Hoy sí que se larga».

Pero cuando regresó, la encontró en la cocina, guisando.

—He estado en casa de mi antiguo jefe. Me ha dado cinco duros. Además, me ha prometido colocarte. Le han hecho diputado hace unos días. ¡Fíjate, un segurito!

Faustino calló.

Y como no era en modo alguno un sentimental, no se le ocurrió otra casa que coger un tenedor y pinchar una patata que flotaba en el lago verdoso de la sartén.


[OLIVOS]
(circa 1933)

Olivos…

Desde el tren, a la luz de la luna de noviembre, son negros, informes. Desde la ventanilla, a la que de vez en cuando salpica la menuda arenilla del camino, espumarajo de la tierra, se los ve ondular. Desde el sucio vidrio del vagón, ojo que mira al campo, ondulan las masas negras de los olivos, sus despeinadas copas cargadas de fruto, que se inclinan pesadamente hacia el suelo helado. Desde la empañada ventanilla del vagón, apenas alumbrado por una mortecina bombilla, se adivinan las ramas apretadas, las pardas ramas del pardo olivar, que la noche vuelve negro y desconocido; se adivina el golpear seco y ligero del fruto maduro, desgajado del árbol en sazón; se adivina la aceituna desprendida de su rama matriz, huérfana, saltarina sobre la tierra, sobre la piedra, sobre el falso cuarzo que cuaja la helada sobre los terrones.

Se adivina, pero no se ve. Bajo la luna, y desde el tren que rueda, el olivar ondula sus copas henchidas, en un abanicar incesante, hacia la máquina que avanza y huye; un abanico negro, interminable, sin principio ni fin.

*

Con las luces primeras de la aurora, bajo el desteñido cielo de invierno, bajo el dosel gris que gotea su llanto manso y silencioso, los olivos muestran sus tupidas sombrillas sin brillo. La triste mañana los baña con su lenta lluvia, que pronto convertirá en barro los terrones de hielo.

Triste amanecer sin sol. Frío despertar de la tierra, a la que falta (inacabado cuadro) un cielo claro, cruzado de esas vetas azules y anaranjadas que anuncian cada día el sol en los campos andaluces.

Los olivos se extienden interminables sobre la tierra. Algún goterón de agua se mezcla al caer con alguna aceituna desprendida de su raíz vital. Henchido grano amargo, caído, abandonado; semilla verde; corazón de oro; perla henchida de sangre altiva, que sobre un trono de paz se aposenta…

El cielo bajo y espeso aplasta el olivar. Al pie de sus troncos, la tierra helada cruje, penetrada por la llovizna, que lentamente la posee. Maridaje que bien puede dar por fruto la muerte de la aceituna, la sal del olivo. Del olivo, riqueza del rico, esperanza del pobre; pan y canto; anhelo y temor; vida y muerte para quien de ella se sustenta.

*

La lluvia, que se quiebra sobre el apretado olivar, se aplasta y repta sobre los adobes de una vieja ventilla de la carretera. No hay otra carretera ni otra ventilla en muchas leguas a la redonda. Es el único camino que lleva del pueblo al cortijo La Marquesa, cuna del olivar.

En la ventilla hay bancos de madera en torno de mesas redondas. Adosadas a una pared, hay anaquelerías con botellas empolvadas, carteles que anuncian la feria ganadera del pueblo, sucios por las moscas. Sucia está también la bombilla suspendida del techo. Sobre un pequeño mostrador de madera, pintada de rojo oscuro, se ven un barreño hondo de cinc, en el que se lavan los vasos, y una jarra con vino tinto. En otros estantes hay comestibles, cajas de hilos, alfileres, tabaco y cerillas, aspirinas y bicarbonato. Sobre la puerta de la vivienda del ventero se ven colgadas ristras de ajos y de chorizos. Sobre todo ello, un olor rancio y ácido, mezclado al agrio del vino que rezuma en la jarra y en un pellejo de la trastienda.

Los hombres que hay en el local han juntado dos mesas y se han reunido en torno a ellas. Son viejos y jóvenes. Todos tienen un aire de inquietud, de ansiosa espera. Algunos juegan una partida de dominó, otros los contemplan. Hay quien mira hacia la única ventana de la taberna, vidrio opaco, que ostenta un papel pegado a una esquina rota. A través de ella, cerca y perdido en el infinito, el olivar, sobre el que descarga la lluvia menudita. El olivar, objeto del amor de todos.

Uno de los hombres aparta de sus labios una punta de cigarro, lo deja caer al suelo y lo aplasta con el pie, mientras murmura:

—Ese no viene.

Y otro:

—Ya vendrá.

Y un tercero:

—El amo no puede esperar mucho.

—Menos puede esperar nuestra hambre.

El silencio se ha cortado de pronto. Ahora todos los hombres reunidos en la taberna quieren hablar a un mismo tiempo.

—La aceituna no aguanta, y a estas alturas ya no hay cuadrillas que contratar.

—Todos los pueblos de la comarca están vacíos.

—En todos los cortijos se trabaja, menos en este.

—Pues yo, si no viene ese, me iré a la tarde a la plaza, a ver si cae algo.

—Y yo.

—Y nosotros.

—¡Ahí está ya!

Entra en la taberna un campesino. Es joven. Se cubre la cabeza con un saco, que chorrea hilillos de agua. Sus alpargatas mojadas dejan charquizuelos en el piso.

Con él entra en el local el olor a tierra mojada que exhala el campo.

Uno de los hombres se encara con el recién llegado. Parece de los más jóvenes y decididos:

—Bueno, ¿qué?

—Que el manijero ya habló con el amo. Os espera luego en el cortijo.

—¿A qué hora?

—A las once.

—¿A cuánto, por fin?

El recadero se encoge de hombros:

—¡Yo qué sé!

—Tú lo que sabes es demasiado.

—Bueno, yo cumplí.

El mandadero sale, ahuecando el saco sobre su cabeza.

—Tú te confías demasiado —dijo uno al que había hablado primero—. Ese es un espía del manijero; todos lo saben.

Los que jugaban al dominó abandonaron las fichas sobre la mesa.

Los hombres se fueron levantando.

—Pues ir así, sin más ni más…

—Sin saber uno a qué atenerse…

—Nosotros, lo nuestro, ¿no? —El que habló primero recorrió a sus compañeros con una mirada—. ¡Ni un céntimo menos!

Se envolvían en sus mantas y pellizas; se ceñían los sombreros y gorras, e iban saliendo al exterior.

La ventilla quedó sola, y el ventero recogió los dados que habían quedado sobre la mesa.

*

Los trabajadores convocados por el aperador del cortijo La Marquesa llegaron con puntualidad a la cita.

Se les había citado en un cuarto que hacía las veces de oficina en la finca; un aposento grande, con varias sillas de anea, con estantes en las paredes que contenían medidas de cobre, para medir el trigo y el salvado.

Detrás de una mesa amplia, donde había papeles y un viejo tintero, con su salvadera enmohecida, estaba el aperador.

Al entrar en la habitación, los hombres convocados se quitaban los sombreros y decían:

—Santas y buenas.

El aperador, mirándolos, preguntó secamente:

—¿Están todos?

—Sí —contestó uno de los campesinos.

Entre ellos estaba el que los había citado.

Nadie hablaba. Todos miraban al aperador. Este dijo:

—Sentarse por ahí.

Y después de una breve pausa:

—Conforme lo que se habló aquí, la otra tarde, comuniqué al amo vuestra proposición, pero la rechaza… Hicimos números, y ni con la mejor voluntad se puede pagar lo que pedís. Las cosechas estuvieron malas este año, lo mismo aquí que en Encinillas. Vosotros sabéis mejor que nadie que las heladas hicieron mucho daño. La aceituna es la esperanza en este año, y no podemos echarla por los suelos con vuestras exigencias.

Un movimiento de inquietud agitó a los hombres.

—Pues si para el señorito el año ha sido malo, ¿qué diremos nosotros los probes? —dijo una voz.

—Sí; ¿qué diremos nosotros? —remachó otra voz.

—No se puede negar que el año ha sido malo —dijo el aperador—. Pero hay que tratar de compaginar las necesidades. El señor conde necesita la aceituna, y vosotros necesitáis recogerla para vivir. La aceituna no puede estar eternamente en el árbol, ni vuestros hijos vivir con la barriga vacía. Se trata, pues, de llegar a un acuerdo. El amo os hizo ya una proposición por mi conducto, y ahora la repito. Vosotros decís cuál es la respuesta.

Después de un largo silencio, uno de los campesinos manifestó:

—Ya lo dijimos también el otro día: queremos treinta pesetas.

—Por ahí no vamos a ninguna parte —gruñó el aperador—. Estamos en las mismas. Eso no es querer llegar a un arreglo.

—Queremos llegar a un arreglo, pero, para trabajar, necesitamos comer.

El aperador comenzaba a perder la calma:

—Vosotros abusáis porque en el pueblo no hay más brazos. Pero este no es el único pueblo de la comarca.

Se encaró con el que acababa de hablar:

—Además, ¿quién eres tú para responder por los otros? Tú eres el único que ha hablado. Los demás no han dicho esta boca es mía.

—Que hablen, que hablen. —El muchacho se dirigió a sus compañeros—: ¿No es eso lo que hemos acordado?

Los otros callaban.

El aperador se dirigió al que había hablado:

—¡Ves como tú eres el que los soliviantas…! El otro día pasó igual. Te reúnes con ellos por ahí y me los sonsacas. El que más y el que menos llegaría a un arreglo si no fuera por ti.

Los hombres se miraban unos a otros.

—Déjalos que hablen ellos, que digan lo que piensan… A vosotros os digo. No os dejéis influir por este. Todos sois libres de manifestaros. Se os ha hecho una oferta. El señor conde no puede dar más. ¿Qué decís? No es lo que queréis, pero peor es que la aceituna se pudra en la rama, o se queme en el suelo, sin que nadie la recoja.

Los hombres callaban.

Volvió a intervenir el joven que parecía dirigir a los demás:

—Sí; debéis decir lo que estáis pensando; debéis decir ahora lo que decís cuando estamos solos; que vuestros hijos van descalzos y que tienen hambre. ¿Por qué no lo decís ahora, delante del señor Pepe?

Se puso en pie y se dirigió a algunos de sus compañeros:

—Tú, Ciriaco, ¿no quedamos en que ni un céntimo menos de las treinta pesetas? Y tú, Manuel, ¿qué fue de lo que hablamos? A ver, Juan…

Uno de los hombres se puso de pie:

—Tiene razón Rogelio, señor Pepe. Habíamos acordado lo que él ha dicho; ¿verdad, muchachos?

El aperador insistió:

—No seáis brutos. Se os han dado razones. El señor conde no puede dar más. Al final, vais a tener que apechugar con los cinco duros. ¿A qué perder más tiempo? Los días pasan, y la aceituna no espera. ¿Qué decís?

Los hombres cambiaban miradas y palabras a media voz, clavaban sus ojos en el compañero que los dirigía, pero callaban.

El llamado Rogelio se dispuso a salir del local:

—Yo me voy. No aceptaré un céntimo menos de los seis duros. Pero no quiero hacer fuerza sobre nadie. Cada uno manda en su hambre…

Abandonó el cuarto.

Algunos le siguieron. Se levantaban en silencio y se dirigían a la puerta, sin mirar a los que quedaban.

Quedaron solo cuatro, con los ojos clavados en el suelo. El aperador los increpó:

—¿Por qué no os vais también vosotros? Andar, iros, y cuando se haya podrido la aceituna, que os dé de comer ese.

A quince kilómetros del cortijo La Marquesa estaba el pueblo más cercano. Un pueblo chico (dos mil almas): el ayuntamiento, la iglesia, callejones sin empedrar y, en la plaza, una fuente con su pilón al pie, donde abrevaban las bestias.

En su borde solían sentarse los hombres sin trabajo. Algunos se acomodaban en el suelo, apoyando la espalda sobre el pilón; otros se sentaban en su borde. Fumaban unos cigarrillos delgados; cambiaban palabras entre sí; pero a veces permanecían callados durante horas enteras, clavados los ojos en la tierra o en la lejanía.

A esta improvisada lonja venían los conocedores de los cortijos a alquilar sus brazos, a discutir los contratos de trabajo en cada cosecha. Aumentaban los hombres en la temporada de la recogida de la aceituna. Se agrupaban en la plaza viejos, jóvenes, niños. La presencia de los hombres que ofrecían la contrata sacaba de su somnolencia a aquella masa casi inmóvil. Se discutía el jornal, se peleaba horas y días. El contrato comprendía a toda la familia, incluso a las mujeres y los niños. Se regateaba y, finalmente, se llegaba a un acuerdo. Y al otro día, quince o veinte familias abandonaban el pueblo por el cortijo. Iban sobre sus carros o mulos, y los que carecían de ellos, a pie. Se incorporaban a la cuadrilla de trabajadores albañiles, barberos, veterinarios… Y durante dos meses (el tiempo que solía durar la cosecha de la aceituna), el cortijo era un pequeño pueblo donde la cuadrilla de aceituneros (cincuenta o sesenta personas) trabajaba, amaba y sufría. Bajo los olivos nacían a veces niños y morían ancianos. Comenzaban unas vidas y terminaban otras…

Pero esta vez fue distinto. Aquella tarde los hombres permanecieron sentados en torno a la fuente, y nadie llegó a alquilarlos.

Hacía demasiado frío para sentarse. Los campesinos paseaban por la plaza, o alrededor del pilón de la fuente, y golpeaban de vez en cuando la tierra tratando de desentumecer sus pies.

Un viejo que fumaba se encaró de pronto con Rogelio.

—Es inútil esperar, ya no vendrá nadie. Tendremos que apechugar con los cinco duros.

Se arrebujaba friolento en una capa negra que había perdido el color.

—Un poco de paciencia, abuelo —dijo Rogelio—. Si nosotros los necesitamos, ellos también nos necesitan. Ya no hay quien los trabaje, sino nosotros. Todos los pueblos están vacíos. Los amos no van a ir a «ordeñar» los olivos. Si les trabajamos otro año más por los cinco duros, perdemos la partida para siempre.

—Rogelio tiene razón —dijo otro de los hombres.

Se acercó una muchacha con un cántaro sobre la cadera. Al llegar a la fuente, entregó un papel con comida al anciano que había hablado con Rogelio.

—Tome, abuelo; pan y queso. No ha comido usted nada desde esta mañana. Véngase para la casa, que hace mucho frío.

—Luego iré para allá —asintió el viejo.

La chica llenó su cántaro en la fuente y se alejó. Rogelio fue tras ella.

El anciano sacó una navaja del bolsillo y empezó a comerse el pan y el queso que le había entregado su nieta.

Uno de los hombres dijo, viendo a la muchacha que se alejaba, seguida del mozo:

—La soga tras el caldero, ¿eh, abuelo?

—No me gusta lo de Rogelio —murmuró el viejo—. Se ha vuelto muy levantisco.

Comía lentamente el pan y el queso, cortándolo a pedacitos con la navaja, y al hacerlo, mostraba su manquedad de dos dedos en la mano derecha, huella de un año de heladas.

Porque la helada era criminal, y paralizaba la sangre en los dedos de los aceituneros, al rascar la tierra.

Y a veces había que cortar los dedos para evitar la gangrena.

*

—Dice mi abuelo que estás muy levantisco —decía la chica a Rogelio mientras caminaban por una callejuela del pueblo—. No sé qué querría decir, pero no me gusta.

Sonrió él.

—No hagas caso, Araceli. Si fuera por tu abuelo ya estaríamos en el cortijo, cobrando lo mismo que los otros años. Llevamos varios años cobrando igual. Tenemos que defender nuestro derecho a la vida.

—¿Cómo? Si no trabajamos, mal podremos vivir.

—Ya trabajaremos. El amo no va a dejar que se pudra la aceituna en el árbol. Acabará por ceder y darnos lo que pedimos.

—Tiene razón mi abuelo. Si no se llevaran de ti los hombres ya estaríamos todos trabajando. Pues, ¿sabes una cosa?; la Melesia y la Encarna están aconsejando a sus maridos que trabajen por lo que ofrece el amo.

—Así es como no lograremos nada. Si empiezan a dejarse llevar de las mujeres perdemos la partida.

—Dicen que no te hagan caso, que los estás perjudicando.

—¿Conque dicen eso?

—Sí.

Araceli dejó el cántaro en el suelo. Habían llegado ante su casa.

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