Kitabı oku: «Famosas últimas palabras», sayfa 2

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Todo empezó en el Callejón

A Mariana, ahora sí

Elena protagonizó un memorable berrinche cuando supo que no conseguimos boletos para llevarla al circo el día de su décimo cumpleaños. Mi papá reservó en un restaurante de moda a sugerencia de Olga, mi hermana mayor, sin pensar que Elena no estaba en edad de entusiasmarse con un lugar de ese tipo, y fue de mala gana, sin saber que, cuando volviéramos a casa, todas sus amigas la estarían esperando para darle una sorpresa.

En cambio Olga iba de muy buen humor. Sus veinte años encajaban perfectamente en ese lugar. Yo también estaba contento, porque siempre que íbamos a un restaurante a festejar algo, no había restricciones para pedir, gran ventaja para un adolescente de catorce años que además, había jugado futbol esa mañana.

La clientela del Callejón se componía básicamente de semi adultos esnob que pedían bebidas exóticas y platicaban idioteces. No era lugar para festejar a una niña de diez años. Cuadros de estrellas de cine decoraban las paredes, y los meseros usaban gorras al revés. El que nos correspondía se acercó muy sonriente a preguntar que queríamos beber. Era un muchacho alto, de poco más de veinte años, ojos verdes y dientes muy blancos. De su gorra asomaban algunos rizos castaños. En cuanto lo vio, Olga me propinó un violento pellizco en el muslo, señal inequívoca de que el mesero le había gustado. Todos pedimos bebidas menos Elena, que seguía con la cruda de su berrinche. El mesero se acercó a ella y le dirigió un guiño.

—¿Qué le vamos a traer a la señorita?

Elena se puso muy roja y le ofreció su primera sonrisa del día.

—Una naranjada.

—Muy bien, una naranjada —el muchacho lo anotó en su libreta—. Soy Toño y estoy para servirles.

Olga le dio un codazo a Elena.

—Está guapo, ¿no?

—Ay, ya cállate —Elena no quería salir de su enojo. Un momento después, Toño regresó con un menú de papel y unas crayolas.

—Toma, para que no te aburras.

El rubor apareció de nuevo en las mejillas de mi hermana y reprodujo su anterior sonrisa, que no volvió a desa­parecer de su cara. Olga también sonrió, pero con intención muy diferente. Un rato después me preguntó en secreto cómo podía hacer para dejarle al mesero nuestro número de teléfono.

—Es un desconocido —dije—, no creo que sea buena idea.

Antes de que mi papá pidiera la cuenta, Olga dijo que iba al baño, pero iba a platicar un poco con Toño para atenuar su situación de desconocido y poder darle el teléfono tranquilamente. Vi cómo se le acercó, le dijo algo y él asintió sonriente. Después Olga caminó al baño y volvió con la boca pintada de nuevo, esbozando una sospechosa sonrisa.

Un rato después, Toño y algunos de sus compañeros se acercaron a nuestra mesa y se pusieron justo atrás de Elena. Cantaron a coro las mañanitas y Toño le dio una rebanada de pastel con una velita.

—Pide un deseo, muñeca.

Elena sopló la vela.

—Feliz cumpleaños, linda —Toño plantó un beso en la colorada mejilla de mi hermana. Después todos los meseros hicieron una reverencia y se retiraron. Elena y Olga siguieron a Toño con la vista hasta que se perdió detrás de las puertas de la cocina.

—Está guapo, ¿no? —volvió a preguntar Olga. Esta vez Elena asintió.

Olga buscaba otro pretexto para hablar con él, y decidió escudarse en Elena. Con una de las crayolas escribió en una servilleta: “Toño: Muchas gracias por el pastel. Besos, Elena”. Dibujó dos corazones rojos y cuando Toño se acercó a dejarnos la cuenta, Olga le puso el papel en la mano y señaló a Elena. Él sonrió.

—Invítalo, invítalo a la fiesta —me dijo al oído Olga. Yo no creía que aquel tipo hiciera juego en la fiesta sorpresa de Elena, pero lo consideré como un favor y entonces fue mi turno de visitar el baño. Cuando salí Toño estaba atendiendo otra mesa.

—¿Sabes? —dije, sintiéndome muy estúpido—, le caíste muy bien a mi hermanita y le tenemos preparada una fiesta sorpresa, ¿quieres ir?

—No sé —Toño vio su reloj—. Me falta hora y media para terminar el turno, pero igual.

Anotó nuestra dirección. No tuve que regresar a la mesa porque mi familia había empezado a desfilar hacia la salida. Olga me llamó aparte.

—¿Qué te dijo?

—Que igual iba.

—¡Dejé mi dibujo! —gritó Elena y me pidió que la acompañara a recogerlo. Toño estaba levantando su propina. Elena tomó su dibujo y Toño se le acercó, la levantó en sus brazos y le dijo en voz baja:

—¿Por qué no me das ahora uno de esos besos?

Elena lo miró confundida y se retorció un poco; él la besó en la frente y la puso en el suelo.

—Yo creo que sí nos vemos al rato —me dijo a mí.

Yo mismo le abrí la puerta. Llevaba en la mano diez rosas rojas y un oso de peluche.

—Para tu hermana.

—¿Para mi hermana? —pregunté medio incrédulo.

—Sí cumple diez años, ¿no? —Toño contó las rosas.

—¿Quién era, quién era? —Elena se acercó corriendo con dos de sus amigas, que comprobaron aliviadas que no eran sus mamás.

Elena se alegró mucho al ver a Toño. Él también: la cargó de nuevo, le dio algunas vueltas en el aire y esta vez la besó muy cerca de la boca. Elena no parecía desconcertada. Yo lo estaba, y no sabía qué hacer. Mis papás se habían expresado muy bien de Toño en el camino de regreso a la casa. “Nunca había visto un mesero tan mono y tan simpático” dijo mi madre. Mi padre y, por supuesto, mis hermanas estuvieron de acuerdo. A mis papás les dio gusto verlo en casa. Él los saludó muy propio y ellos respondieron con cordialidad. Elena tomó a Toño de la mano.

—¡Ven, vamos a jugar!

Yo corrí a la recámara de Olga, que iba por el séptimo cambio de ropa.

—Ya llegó el mesero.

—No le digas el mesero. ¿Me veo bien?

—Te ves bien. Pero no creo que te sirva de nada. Creo que no te viene a ver a ti, sino a Elena.

—¿Cómo crees, menso?, es el pretexto. Elena es una niña, ¿cómo la va a venir a ver a ella?

Claro que a mí también me parecía extraño. Aunque Elena era una niña muy bonita, mucho más de lo que siempre fue Olga, tenía sólo diez años. ¿Qué podía encontrar de divertido un muchacho de veintitantos en ella? Lo ignoraba, pero tenía la certeza de que Elena era el motivo por el que Toño se encontraba en mi casa. Olga también se convenció cuando vio que no dejaba de jugar con Elena y sus amigas y a ella la trataba con profunda indiferencia. Cuando se dio cuenta de que sus intentos de plática y hasta una propuesta de ir al cine no surtían efecto y Toño seguía con las matatenas y los palitos chinos, Olga se dio por vencida y regresó furiosa a su cuarto.

—Ha de ser un retrasado mental —me dijo antes de encerrarse.

Toño parecía estarse divirtiendo mucho con mi hermana y sus amigas; en ningún momento le quitó de encima la vista a Elena. Yo estaba preocupado, aunque Toño no tenía cara de sinvergüenza ni nada parecido, aprovechaba cualquier oportunidad para tomarla de la mano o cargarla, y eso no parecía normal. Nada normal.

A las ocho empezaron a llegar por las amigas de Elena. Mis papás habían ido a dejar a mis abuelos a su casa y yo fui el encargado de entregar a las niñas a sus respectivas madres.

Cuando faltaba sólo una, mis papás no regresaban y Toño no parecía querer irse. Tocaron el timbre.

—Ha de ser tu mamá —dijo Elena a su amiga. Ésta recogió sus dulces y se despidió. La acompañé a la puerta y fui objeto de un interrogatorio exhaustivo: “¿Comió Bien? ¿Jugó mucho? ¿Le gustó su regalo a tu hermana?” Respondí con monosílabos probablemente descorteses, pero saber que mi hermanita estaba sola con un tipo tan extraño me tenía muy nervioso.

Sin embargo cuando iba de regreso a la sala me detuve. Me di la vuelta y me asomé por la ventana de la cocina para espiarlos. Tenía curiosidad de saber qué hacían, de qué hablaban.

Estaban sentados en el suelo, recargados en el sofá. Toño tenía una mano de Elena entra las suyas y la miraba sonriente.

—Eres muy bonita.

—Tú también eres muy bonito.

—¿Puedo darte un beso? —preguntó Toño. Elena le dijo que sí. Él acercó lentamente su cara a la de mi hermana, al mismo tiempo que le acariciaba el pelo. Sus labios se juntaron brevemente, y de pronto Elena se echó para atrás.

—No pasa nada —dijo él—, mira.

Sacó la lengua y con la punta acarició los labios de mi hermana. Yo mientras tanto tracé mi plan: En el momento que él intentara tocarla o lastimarla, yo sacaría un cuchillo del cajón y le cortaría el cuello. El corazón me latía rápidamente, quizá tan rápido como debía estar latiendo el de Elena. Pero ella no parecía asustada, en cambio lo abrazaba con fuerza.

—Tú también saca la lengua —dijo Toño. Mi hermana obedeció. Siguieron besándose mientras yo repasaba mi plan de emergencia, que no tuve la necesidad de aplicar, porque Toño y Elena se separaron bruscamente al sonido de la puerta al que siguieron las voces de mis padres. Corrí a la sala. Después de todo ya me había convertido en cómplice y tenía que aparentar que no pasaba nada. Elena sonreía contenta y se pasaba la lengua por el labio superior. Me sorprendí al ver la mirada de Toño: parecía que estaba a punto de echarse a llorar. No dije nada.

—Uy, ya se fue todo el mundo —dijo mamá.

—Yo… —Toño titubeó— sólo estaba esperando para despedirme.

—¿Y Olga? —preguntó papá.

—Se sentía mal, se subió a dormir —mentí.

Mis papás se miraron extrañados y se encogieron de hombros.

—Bueno, muchachita, ya es hora de que tú también te vayas a dormir —mi papá tomó a Elena en brazos y me dijo—: Acompaña a Toño a la puerta.

Se despidieron con la misma amabilidad con la que se saludaron. Toño y yo caminamos en silencio hacia la puerta. Antes de que la abriera, Elena se acercó a nosotros, abrazó a Toño y se besaron sin recato frente a mis narices. Me sentí incómodo, con ganas de decir algo, pero no supe qué.

—Ya vete, Elena, van a salir mis papás —la única frase que se me ocurrió acabó por confirmar mi condición de cómplice.

Elena se fue corriendo. Toño tenía en los ojos un par de lágrimas a las que no les permitió salir. Su mirada me dejó incapaz de reprocharle nada.

—¿Por qué te gustan las niñas? —pregunté.

—No me gustan las niñas. Me gusta tu hermana.

—¿Por qué te gusta mi hermana?

Toño no supo contestarme en ese momento. Supongo que él mismo no lo sabía, y estaba tan confundido o mucho más que yo.

Ese día descubrí que en el mundo hay personas muy extrañas.

Y Elena descubrió que a veces los deseos de las velas sí se cumplen.

El encargo

Carmela va tres veces por año a San Antonio y dice que es por negocio, pero no es cierto. Sus viajes son un pretexto para alejarse de todo lo que le recuerda a Alberto, que en paz descansa desde hace casi tres años.

Carmela tiene sesenta y ocho años y es capaz de re­correr hasta tres centros comerciales en una sola tarde. Padece una especie de consumismo compulsivo, y aunque casi todo lo que trae son pedidos de sus amigas, sus ganancias normalmente ni siquiera alcanzan a cubrir los gastos del viaje.

Una noche a principios de diciembre, Carmela se encontraba preparando el viaje de compras prenavideñas. Esta vez iría con Lola y Lucecita, y sabía lo desorganizadas que eran ambas, así que ella planeó todo lo que quería que hicieran. Luego sacó la calculadora y una vez que estuvo dispuesta a empezar con las cuentas, sonó el teléfono. “¡Ana Mari! Sí, claro que me acuerdo, eres la sobrina de Finita, tan buena amiga que es, aunque nunca me habla por teléfono la ingrata… Sí, me voy pasado mañana… ¿Un paquetito?… Bueno, pero dile a tu pariente que me lo lleve al hotel porque yo voy a andar del tingo al tango y a lo mejor no me da tiempo… Sí, en el Álamo, ahí me quedo siempre… ¿Tú vas al aeropuerto? ¡Ah, perfecto! —Carmela le dio a Ana Mari la fecha y número de su vuelo de regreso— . Dile a tu tía Finita que todavía existo, que a ver si un día me echa una llamadita… Ándele pues, de nada, adiosito”.

“Diablos”, pensó Carmela al colgar. Pero no podía negarse, Finita era una muy buena amiga aunque nunca le hablara, y había que hacer lo que se pudiera por conservar a las viejas amistades. Total, sólo era un paquetito de… ¿De qué? ¡Se le había olvidado preguntar!

El viaje estuvo lleno de contrariedades para la pobre Carmela. Nunca imaginó que Lola y Lucecita pudieran caminar tan poco antes de necesitar un café y un pastelito. Dos días le bastaron para descubrir que esas mujeres habían resultado pésimas acompañantes. Así pues, el tercer y último día, con la lista de compras atrasada y con un déficit presupuestario provocado por el consumo de tantos pasteles y cafés, Carmela decidió irse de compras sola.

Qué bien se sintió recorriendo cada tienda, sobando cada vestido y comparando cada precio sin traer detrás a las pesadas de Lola y Lucecita pidiendo a gritos su café. A las nueve de la noche pagó su ultima compra y tomó un taxi que la llevó de regreso al hotel.

Tocó con fuerza la puerta del cuarto, esperando ver a sus amigas listas para ir a cenar. Abrió Lucecita, enfundada en su viejo camisón y con una mascada en la cabeza, de la cual se asomaban algunos tubos. Lola estaba también en camisón, recostada en su cama.

—¿Qué hacen en piyamas muchachas? ¿Y la cena?

—Ay, Carmelita, estamos muertas —dijo Lola—. Es que figúrate que nos fuimos al museo de cera, y nos lo caminamos toditito y, como es tan grande, nos cansamos mucho, así que saliendo de ahí tuvimos que cenar para recuperar las fuerzas y poder llegar a hacer la maleta para no perder tiempo mañana.

—Hubieras ido al museo —prosiguió Lucecita—, ahí está lleno de velas en forma de personas famosas. Aunque quién sabe si te gustara, porque no creo que pueda uno comprarlas.

Carmela, resignada a pedir comida por teléfono, se puso su piyama.

—¡Ah, Carmela! —gritó de pronto Lucecita—, acaba de venir un muchacho a dejar eso —y señaló un paquetito de papel manila que estaba sobre una mesa redonda situada en el centro del cuarto—. Nos pidió el número de vuelo de mañana y la hora y todo se lo dimos, ¿verdad. Lola?

Lola asintió con vehemencia.

—¡Ah, de veras! —recordó Carmela—. Es de la sobrina de Finita, ¿se acuerdan de ella? Hace mucho que no la veo, pero ¿creerán que es buenísima amiga?

Ambas lo creyeron y no se preocuparon por indagar nada más acerca de la aludida. Mientras esperaban la cena de Carmela platicaron las vicisitudes de su ultimo día de viaje con el ruido de la televisión de fondo. De pronto, Carmela se quedó viendo el paquetito.

—¿Y no les dijo qué es? —preguntó a sus amigas.

—¿Qué es qué? —respondieron ambas.

—Ese paquete, ¿no preguntaron qué es?

—No, ¿tú no sabes? —indagó Lola.

—No, yo tampoco le pregunté a Ana Mari.

—El muchacho que lo trajo era una facha —sentenció Lucecita—; tenía el pelo largo y un arete, ¿verdad, Lola?

Lola asintió y las tres, preocupadas, se preguntaron qué contendría. Lo hicieron sonar y no hizo ningún ruido. No tenía letrero y estaba todo cubierto de cinta transparente. Lola y Lucecita analizaron la sicología del muchacho basándose en su atuendo, mientras Carmela trataba de recordar algún antecedente de Ana Mari, pero la última vez que la había visto fue en su primera comunión, y de eso hacía como quince años.

—Ay, Carmela, ¿no será droga? —preguntó espantada Lola.

—No creo, pero hubieran preguntado…

—Tú tampoco preguntaste, y eras la del encargo.

—No, no es nada malo, van a ver. Han de ser cartas, o unos pañuelos, o algo así.

—Yo que tú lo abría, no vaya a ser —dijo Lucecita con la aprobación inmediata de Lola.

—Pero es falta de educación abrir los paquetes que no son de una.

—De veras Carmelita, mejor ábrelo, qué tal que sea algo ilegal y nos vamos todas a la cárcel —dijo Lola—. Total, luego lo volvemos a cerrar, vas a ver que ni cuenta se da.

Carmela tenía serias dudas respecto a la apertura del paquete, pero Lola y Lucecita se encargaron de despertar su desconfianza. Sacó su navaja suiza y cortó discretamente una de las esquinas.

—Tiene una bolsa de plástico abajo; no se ve nada.

—Pues hazle un agujerito —dijo Lucecita, que parecía muy emocionada.

Carmela hizo el agujerito y de inmediato brotó de él un polvo grisáceo. Las tres se miraron sorprendidas.

—¡Santo Dios Lola, tenías razón, es droga! —gritó Lucecita.

—Ay Carmela, yo creo que mejor lo dejas aquí y le dices a la muchacha que se te olvidó en el hotel —dijo Lola.

—No, no ha de ser droga —Carmela trató de tranquilizarlas—, la droga en polvo no es así, es blanca.

—Quién sabe, todos los días inventan algo nuevo —dijo Lucecita.

—O a lo mejor la tiñeron para despistar —prosiguió Lola.

—¿Saben qué parece? —respondió Carmela—. Barro. Para las mascarillas de la cara. Eso debe ser. Vamos a pro­barlo.

Carmela tomó un poco de polvo y lo mezcló con agua. Las tres se embarraron un poco en la nariz. Pero la mezcla permaneció tal y como estaba: ni se secó ni les absorbió la grasa del cutis.

—Me parece que no es barro —opinó Lucecita.

—Yo creo que habría que probarlo, a lo mejor es una especia exótica —sugirió Lola.

—No, cómo crees, qué tal que sea veneno —respondió Carmela espantada.

—Si fuera veneno hubieran puesto una calaverita en el paquete —dijo Lucecita—. A ver, cobardes, yo lo probaré.

Y lo probó. Dijo que no sabía a nada y permaneció con vida, lo cual animó a Carmela y a Lola a probarlo también. En efecto, no sabía a nada.

—Si es una especia, es una muy sin chiste —dijo Lola tratando de encontrar algún sabor en el polvo.

Después de pensar un poco, Carmela concluyó que, sin importar lo que fuera, tenía que cumplir con el encargo. Cerró con cuidado el paquete, tratando de que no se notara parchado. Lo metió hasta el fondo de su bolsa de mano y lo cubrió estratégicamente con la increíble cantidad de porquerías que guardaba ahí.

Lola y Lucecita se metieron en la cama y Carmela permaneció sentada frente a la mesa. Sopló con fuerza sobre la superficie y se quedó viendo, intrigada, el polvo que aterrizaba lentamente y se perdía en la alfombra, iluminado por la luz de la televisión.

El viaje de regreso fue todo nervios y sobresaltos para Carmela. Aunque la noche anterior se había tranquilizado recordando la primera comunión de Ana Mari —y partiendo del supuesto de que quien hizo la primera comunión no puede dedicarse al contrabando de polvos ilegales—, cada vez que alguien se dirigía a ella, sentía subir la temperatura de su cara y unas gotitas de sudor se deslizaban por delante de sus orejas.

Llegando al aeropuerto Carmela se apresuró a declarar. En silencio dio gracias a Dios cuando le salió luz verde en el semáforo de la aduana. No podía evitar verles a todas las personas cara de rufianes, así que lo mejor era bajar la vista y seguir a sus amigas, que caminaban despreocupadas delante de ella.

De pronto, unos zapatos negros situados exactamente frente a ella la hicieron detenerse. Lola y Lucecita se adelantaron. Carmela levantó la vista y encontró arriba de los zapatos una falda negra, luego una blusa negra y luego la cara de Ana Mari, que estaba igualita que el día de su primera comunión, si bien un poco más vieja.

Junto a ella había un hombre. A Carmela le llamaron la atención sus ojos rojos. Carmela se acercó a la muchacha y le dijo al oído, con una involuntaria actitud de traficante:

—Tengo el encargo.

Ana Mari la abrazó al tiempo que le decía en voz baja:

—Gracias señora Carmelita, gracias. Déjeme presentarle a Manuel, mi marido.

Carmela saludó al hombre y buscó el paquete en su bolsa, con muchos trabajos y nerviosa todavía. Lo sacó y lo puso en las manos extendidas del marido de Ana Mari, quien al recibirlo rompió en llanto.

—¡Oh, Dios, tío Manolo!

Carmela suspiró y se sintió un poco avergonzada. Murmuró un “de nada” y un “lo siento” y caminó con paso apresurado para alcanzar a Lucecita y a Lola, que al igual que ella y que la alfombra de un cuarto del Álamo, guardarían para siempre consigo una parte de los restos fúnebres del tío Manolo.

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