Kitabı oku: «Todo lo que somos», sayfa 2

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¿No lo sabías?

El vuelo de regreso a Puerto Vallarta está programado para despegar después de la comida, Celia calcula que tiene tiempo y desea disfrutar de un desayuno en la cafetería a la que acostumbraba asistir durante los años que trabajó con la señora Anita, piensa que ojalá los chilaquiles sigan tan buenos como entonces. La recepcionista pregunta si viene sola, ella confirma y la acompaña a una mesa que le permite ver la entrada del lugar. Ordena café para empezar, y al pedir la especialidad del lugar, el recuerdo del sabor de la nostalgia le hace agua la boca.

Entre cada sorbo, observa bien los rincones en los que estuvo, unos muros con la misma pintura color terracota, con azulejos de talavera y otras paredes blancas bien encaladas; algunas con hiedras que las cubren. Le fascina el contraste y sobre todo la añoranza. La melancolía le punza en el pecho, frunce el ceño en una mueca de dolor, cierra los ojos, aspira para aliviar ese dolor que la acompaña ante la imposibilidad de regresar el tiempo. Al recobrarse dirige la mirada a la puerta de entrada, ve el contorno de la persona que llega, algo le impide dejar de verla, en la medida en que se acerca, siente la emoción al reconocer de quién se trata. Se levanta impelida por un resorte, la intercepta con los brazos abiertos. La mujer, de menor estatura que ella y de más edad, se sorprende con desconcierto, empequeñece los ojos, voltea a ambos lados para ver si alguien sabe qué está pasando y entonces escucha su nombre:

—¡Martha!

La mirada cambia del escrutinio a la sorpresa y al gusto. Corresponde al abrazo.

—¡Celia!

Se aparta tomándola de las manos, da un paso atrás, sin soltarla la revisa de pies a cabeza, su sonrisa es franca.

—¡Estás hermosa!

Los comensales observan el encuentro, escuchan las preguntas: ¿qué haces aquí? ¿Dónde has estado?, ¿Vienes sola? La chica que las recibió sigue las instrucciones: desayunarán juntas, así que dispone su lugar en la misma mesa.

Se cuentan lo que les ha pasado durante los años que se dejaron de ver. Se oyen risas por cada anécdota y algún nudo en la garganta por sucesos de dolor. Otros comentarios suscitan merecidas lágrimas. Martha externa cuánto quiso a la mamá de Guillermo. Ambas saben de las cualidades que tenía, todo lo que les enseñó y lo que sufrió.

—Me tocó atestiguar cosas difíciles, siempre apoyé a doña Anita, como te consta.

Celia trata de imaginar lo que hacía el padre de Guillermo.

¡Estás echando a perder a este muchacho! Entre tú y Martha lo tienen muy consentido. ¡Ya hice arreglos para que me lo reciban en la escuela militar, en cuanto cumpla los diez!

¡Por favor! ¡No lo hagas! ¡Esa escuela no es para él! ¡Te lo suplico!

La plática de Martha le reitera que doña Anita lo supo desde que Guillermo era pequeño. El papá nunca reconoció la realidad. Vivía amargado por la sospecha y se dio a la tarea de tratar de hacerlo como todos los niños. El hijo no se sentía igual a los demás, estaba convencido de que iba a curarse. Psicólogos y consejeros iban y venían. Su mamá estuvo siempre cerca hasta que a los veintiún años Guillermo reconoció su homosexualidad.

Celia suspira. Piensa que doña Anita hizo de Guillermo un hombre especial, incentivado para lograr una cultura y gusto por lo bello, hasta ser un personaje único. No cree que exista alguien igual.

—Por eso me enamoré de él.

—Y su mamá hubiera querido que se casara contigo. Cuando te fuiste ella sufrió mucho.

—Martha, ¿tienes contacto con él?

—No, cuando murió su mamá me fui a vivir con mi hija, a Estados Unidos, y me alejé totalmente. Él ya había hecho su vida como si su hermano Enrique no existiera, con él si tengo contacto de repente.

—Entonces, ¿no sabes?

—¿Qué es lo que no sé?

Celia la mira fijo, lo dice con una mueca que simula una sonrisa.

—Que tenemos un hijo.

Martha no parece reaccionar como ella esperaba. Se hace un silencio, frunce el ceño.

—¿Cómo? ¿Quién?

—Guillermo y yo.

La señora suelta una carcajada.

—¡No es cierto! ¡Me estás bromeando!

—Es cierto.

La noticia le provoca agitación y un ataque de risa y al ver la seriedad de la joven la interroga con la mirada. Celia, con ese acostumbrado aguijón en el pecho imposible de disimular en este momento, le relata la decisión que tomó para abandonarlo desde pequeño y el porqué de todo. Martha guarda silencio, tiene sentimientos encontrados: extrañeza, decepción, rechazo. Le dice que tiene que asimilar lo que le ha contado y hace una seña a la mesera, cuando se acerca le pide la cuenta, toma su servilleta limpia las comisuras de la boca, la deja sobre la mesa.

Celia busca su mano, la estrecha, le pide que la comprenda. Martha asiente con una sonrisa superficial, le dice que buscará a Guillermo de inmediato para poder conocer a su hijo.

—El esposo de la señora Anita decía siempre, como para disimular la orientación de su hijo, que Guillermo tenía dos mujeres en su vida, sin aclarar que la primera era su madre y la segunda yo. Ahora puedo decir que tuvo tres y la tercera eres tú.

La mesera pregunta si prepara los chilaquiles para llevar, Martha niega con la cabeza y se marcha.

Mi segunda madre

Guillermo está concentrado frente a la mesa de dibujo, contesta el celular sin comprobar quién llama, al escuchar la voz, la reconoce, suelta el lápiz sonríe y ante la pregunta afirma que es él.

—¡Martha querida! ¡Qué gusto me da escucharte!

Tratan de decirse todo lo posible, ella le comenta sobre el encuentro que tuvo con Celia y la sorpresa que le causó saber que tienen un hijo. Él lo confirma, lo hace con orgullo y la invita a que le haga el honor de venir a su casa para conocerlo.

—Paso por ti al hotel, no puedes irte sin que nos veamos.

Al terminar la llamada reflexiona, dirige la mirada a su diseño, mientras acomoda lápices y enrolla los pliegos de papel, piensa en lo que le habrá platicado Celia a Martha. Siente remordimiento por haberse distanciado de ella y el haber perdido el contacto, después de todo lo que hizo por él durante su niñez y juventud.

En el trayecto hacia el lugar del encuentro con Martha, Guillermo revive el viaje y la visita a Celia después de años de alejamiento, día que, por coincidencia, fue el mismo en que se conocieron David y él…

Al verlo entrar, Celia, abre los brazos, se estrechan efusivos. Al preguntar qué hace ahí, él responde que fue para gozar de la Caminata del Arte.

Y quise darte la sorpresa y conocer tu galería.

¿Y qué te parece?

¡Perfecta! Tu presencia está en cada rincón y has logrado prestigio.

Tuve al mejor maestro y no podía defraudarte. Qué bueno que te saliste de tu casa.

¿Por qué dices eso?

Porque contigo no habría hecho lo que hasta ahora he logrado. Me llevó tiempo quitarme la ilusión de que te fijaras en mí.

El comentario lo intimida: aspira profundo, con disimulo.

Celia lo invita a recorrer la casa de muros altos y blancos que hacen el ambiente fresco, con techos de teja roja. Ve obras de arte en cada pared, esculturas de artistas reconocidos mundialmente, piezas contemporáneas, algunas muestran el Vallarta de antaño, pueblerino y amable.

El señalamiento de la ubicación del hotel donde debe encontrarse con Martha, su segunda madre, como a veces la llamaba, interrumpe el recuerdo del día en que su vida dio el giro. Tiene una sensación de vergüenza porque supone que Celia le dio detalles íntimos que no debiera y que no le agradaría que supiera.

El reencuentro acorta la distancia entre el hoy y último día que se vieron, ahora que están uno frente al otro. Se abrazan con cariño.

—Guillermo querido, me he perdido de muchas cosas que te han sucedido.

—¿Qué te contó Celia?

—Mucho de nosotras y poco de ti, sé que tienen un hijo. Me impactó saber que te lo dejó y le he dado mil vueltas en la cabeza, no entiendo cómo una mujer se puede desprender de un hijo.

—Según sé, sus padres lo rechazaban por mis preferencias o mi condición o como quieran llamarle, y como ella ganó una beca fuera del país, decidió que yo me hiciera cargo de él.

—¿Y tú aceptaste así de fácil?

—La verdad, no. Me costó trabajo asimilarlo porque mi hijo tenía tres años cuando me enteré de que existía y eso fue lo que me pareció inaceptable al principio, pero una vez que lo tuve enfrente ya no hubo marcha atrás, es lo mejor que me ha sucedido.

Martha se toma la cabeza, la mueve de un lado a otro con enojo.

—La quise mucho y me equivoqué. La tenía en otro concepto, es sorprendente. ¿Por qué no te lo dijo? Después de tres años, ¡no lo puedo creer! Me fue tan desagradable el impacto que no pude resistir su compañía más tiempo.

—Piensa que tengo una razón para vivir, Martha y se la debo a ella, así de simple.

—Si así lo sientes, también yo, aunque tendré que asimilarlo —la razón se engarza en una disputa con las emociones, con la moral, con los afectos. Se siente vieja.

¿Es una danza?

El reencuentro con Martha, su segunda madre, lo hace sentir que tiene familia: al ver a Julián, Martha no puede contener la emoción. Lo abraza con los ojos acuosos, le comenta cómo era su padre a su edad, el chico comprende y corresponde con emoción genuina, a pesar de que es una total desconocida. David la recibe con respeto y ante las expresiones de admiración por el buen gusto y el ambiente familiar que se respira en la casa, siente orgullo por darle tan buena impresión.

Después de la merienda ligera, David y Julián comprenden que hay que dejarlos solos y se retiran. Así que Martha y Guillermo se quedan en el comedor mezclando recuerdos con sus vidas presentes, y aunque comparten grandes confidencias, Guillermo no es capaz de contar con detalle cómo fue su encuentro con Celia esa única vez. Nadie podría haber pensado en un embarazo. Esa noche, después de llevar a Martha a su hotel, en el trayecto a casa, revive cada escena:

Al terminar de ver cada rincón de su galería, Celia lo invita a ir a la parte superior de la casa, que es donde ella vive, lo toma de la mano. Al entrar a su habitación, Guillermo aspira el perfume de su amiga que flota en el aire. Abre las puertas de cristal para salir a la terraza y observar el mar azul, que se pierde en el horizonte para confundirse con el cielo.

Me costó trabajo conseguir esta casa pero lo logré. Desde aquí veo las mejores puestas de sol.

Lo invita a ponerse cómodo en uno de los camastros, camina hacia el bar, saca champaña rosada, la hunde en la hielera de plata y prende el jacuzzi; el ruido se confunde con el sonido del mar, el cielo empieza a ofrecer una gama de colores azules con rayos amarillos y naranjas. Extrae la botella, él se incorpora, le ofrece abrirla, sirve la bebida, chocan las copas en un brindis.

La chica se recuesta sin perder de vista los cambios de colores mientras el sol se pone, la brisa y el frío de la bebida los envuelve en un ambiente místico que les hace recordar y platicarse todo lo que hicieron juntos, con alegrías y tristezas.

La luna se refleja en el agua, el rumor del mar los relaja, las burbujas de la bebida de una segunda botella los exaltan hasta la euforia; ríen, ella se sienta en el camastro de Guillermo, lo besa en el oído, le desabrocha camisa y pantalón con suavidad, sus manos acarician, provocan: ya no hay más pensamiento que la urgencia. Se toman de las manos, lo invita a levantarse, se dirigen al jacuzzi, ella entra primero, siente las caricias de los chorros calientes que los estimulan, desde abajo lo ve sumergir las piernas poco a poco, lo detiene para besar el miembro erecto, la respuesta es inmediata, no puede esperar, él se sienta en el escalón, la toma de la cintura, la eleva para que se monte hasta penetrarla; se funden en un acto imperioso que surge de una necesidad reprimida.

La mirada perdida en el horizonte oscuro, el rumor del mar con su cadencia calma los sentidos. No necesitan hablar, el goce de su encuentro llegó sin planearlo. Celia se levanta, de momento siente vergüenza al verse desnuda, cruza los brazos para cubrir su pecho, sube el escalón y sale del jacuzzi; se envuelve en la toalla, apaga la tina, Guillermo se vuelve a verla.

Está ardiendo, ¿no te parece?

Le sonríe, niega con la cabeza y la echa para atrás, el agua le llega hasta la cintura, permanece sentado con los brazos abiertos que descansan en la orilla.

¿Te quieres bañar?

Al recordar el tono de voz de Celia, Guillermo se ubica en el presente, aminora la velocidad del automóvil, piensa que debió haber notado que cambió de actitud. Encoge los hombros, “me sentía tan bien que no lo percibí, ¡la provoqué a que se quedara! ¿Qué me pasó?”

Todavía no, no te vayas, mira las luces del crucero que está entrando a la bahía.

Se siente incómoda, no sabe cómo reaccionar, quisiera hablar, piensa qué puede decir, dirige la mirada al barco, escucha la pregunta que parece una ocurrencia, se sienta en el camastro para oír.

¿Alguna vez has visto cómo se aparean los caballitos de mar?

Frunce el ceño. Mueve la cabeza negando.

¿Recuerdas cómo son?

Vuelve a negar en silencio.

La hembra es más pequeña que el macho: cada mañana los hipocampos se reúnen repetidas veces, parece que bailan, cambian de color mientras se mueven con las colas enlazadas. Es una danza fascinante.

Celia hace un gesto de extrañeza, se pregunta a qué viene el tema. Él continúa.

Si siguiéramos su rutina matutina lograríamos las mejores relaciones humanas. Se aparean como en actos acrobáticos, bien erectos, uno frente al otro, parece que se besan y se van desplazando impulsados por una aleta en el dorso, como abanico que se mueve a gran velocidad.

Su voz profunda, reflexiva, hace parecer que está sumergido en el fondo del mar para dar testimonio de la vida de esos peces.

Después de la rutina del baile, con la cola entrelazada, la hembra le transfiere los huevos al macho para que se desarrollen en su abdomen.

Celia escucha el relato con desagrado. Lo siente fuera de lugar.

Ya en el estacionamiento de su casa, antes de bajar del auto, Guillermo se recrimina:

—¡Estaba ebrio! En un estado que no me explico. ¡Y seguí como un necio! ¿Cómo es posible que hasta ahora me dé cuenta? Debí de haber parado, pero seguí y seguí.

Sí, el abdomen del macho crece como si fuera de hembra, lo más hermoso es ver cuando ella trasplanta sus huevos en el saco del macho a través de un apéndice equivalente al pene.

La joven comenta en voz baja, sin interés.

Entonces podemos pensar que es la única especie que puede asegurar quién es el padre.

Así es, su embarazo puede durar hasta seis semanas, depende de la especie; cuando llega el momento, el macho se empieza a contorsionar para expulsar a cientos de pequeños caballitos; el parto dura varias horas.

Se hace un silencio entre los dos.

Guillermo permanece en el coche con el corazón acelerado. Suelta el volante, se cubre la cara con las manos

—¡Qué vergüenza! Era ridículo, tenía que aclarar lo que habíamos hecho.

Sale del agua desnudo, sin pudor Celia voltea para no verlo, le acerca la toalla, él la enreda en la cintura; se sienta en el mismo camastro, la toma de la barbilla para encontrar su mirada.

—No puedo ofrecerte nada, esto que nos ha pasado es inexplicable. Me transportaste al mundo de la danza sensual de los hipocampos.

No espero nada. Somos adultos, va a ser un recuerdo inolvidable, sigamos la vida como hasta ahora. Será mejor que te vayas ya.

¿No quieres cenar?

No, quiero quedarme sola.

En ese momento no había futuro. Quedaría solo como un recuerdo.

Baja del carro, camina despacio, le parece increíble que el encuentro con Martha, su segunda madre, lo haya hecho reflexionar sobre el suceso, igual que cuando doña Anita, su mamá, lo hacía pensar y analizar sus actos para que fuera fuerte y valiente. Le parece escuchar su voz: “te tocó ir contra corriente, así que a trabajar”. Sonríe satisfecho.

La confidencia

Ya en la sala de abordar del aeropuerto, Martha contesta la llamada. Los pasajeros sentados cerca de ella escuchan lo que repite: que tuvo que retrasar su regreso por un día porque sus documentos no estaban listos. El tono de las últimas frases es de enojo. Se despide con “nos vemos en unas horas”. Apaga el aparato, revisa su pase de abordar y pasaporte, los guarda en la bolsa y se levanta por un café. Le agrada sentirse libre. Hoy regresa con una sensación de felicidad, la coincidencia de haberse encontrado con Celia, ver a Guillermo y a su familia, es gracias a que no hubo quién la acompañara en ese viaje necesario.

Una vez instalada en el asiento del avión, recuesta la cabeza en el respaldo, cierra los ojos, los pensamientos dan vuelta como torbellino con imágenes de su vida, las más sobresalientes son la de doña Anita: en el piano, en la cocina, en cursos de arte, de lectura. La gran dedicación a sus hijos y en especial a Guillermo, quien le demandaba respuestas y búsquedas por su profunda curiosidad, tanto en el arte como en el deporte. La mente la lleva al día en que después de que el padre de Guillermo le anunció que lo mandaría a la escuela militar y que no hizo caso a sus súplicas: Anita, desconsolada, subió a su habitación y ella quiso acompañarla.

El aumento de la velocidad del avión para levantar el vuelo le detona el estremecimiento que le provoca el recuerdo. Ese día la señora Anita le reveló un secreto y Martha se pregunta si alguien más lo sabría:

Toca a la puerta. La señora, entre sollozos, le dice que pase. Está sentada en el sillón donde siempre lee, a un lado, sobre la mesita auxiliar, tiene abierta una botella de vino blanco y una copa; se sirve, le indica a Martha que tome asiento en el taburete frente a ella. Le da las gracias por su apoyo. Los tragos del vino la relajan. El tiempo se hace largo. Doña Anita se desahoga, Martha decide retirarse, pero antes de hacerlo, escucha su voz:

Te voy a hacer una confidencia, solo a ti porque has sido como una hermana y sé cuánto quieres a mis hijos.

Se queda sentada, asiente, y la mujer empieza a hablar:

Hice los arreglos para que mi madre cuidara a Enrique cuando apenas tenía dos años. Me fue difícil tomar la decisión de acompañar a mi esposo al viaje que debíamos aprovechar, aunque era de negocios. Hicimos un recorrido en carro por las carreteras de Italia, desde Milán hasta Roma. Devoramos kilómetros con las vistas de la campiña espectacular, con paradas sin límite para disfrutar de las bellezas inolvidables de Italia y, ¿qué crees?

Martha hace una mueca, sus ojos interrogantes esperan una sorpresa.

Empecé a tener una molestia inoportuna en la boca, el dolor se hizo insoportable. Llegamos a Florencia. En el hotel me recomendaron a un dentista y el diagnóstico fue que había que esperar a que la inflamación bajara para poderme arreglar la muela. ¿Te imaginas el caso? Eso iba a tomar por lo menos cuarenta y ocho horas.

Martha sigue en silencio, curiosa por saber qué pasó.

Anita sigue el relato. Convenció a su esposo de que continuara solo: debía llegar a Roma para la reunión objeto del viaje, y era imposible no asistir. Ella lo alcanzaría en cuanto le arreglaran la muela, él se opuso, pero al final accedió. No era la primera vez que viajaba sola, tomaría un tren para llegar a encontrarlo.

La molestia cedió al segundo día con el tratamiento, el doctor le aseguró que podía continuar con el viaje sin problema, si seguía con sus recomendaciones. Reservó lugar en el tren. En la estación compró el boleto hacia Roma.

Caminaba de una banca a otra en espera de la hora de partir, la hinchazón cedió pero tocaba su mejilla para comprobarlo. Se sentaba, abría el bolso, veía el boleto, miraba al reloj, volvía a levantarse, los minutos eran largos. Se concentró en la música que escuchaba, trataba de identificarla cuando frente a ella apareció él, vestido con uniforme militar mirándola desde su altura. Ella elevó la vista y encontró una sonrisa que la turbó, sintió la electricidad correr por todo su cuerpo.

Escuchó una voz profunda hablarle en español con acento italiano.

¿Se encuentra bien?

Sí, estoy bien —contestó sorprendida.

La he observado, la noto preocupada.

No, no lo estoy, solo espero a que llegue mi tren.

Anita se pregunta cómo supo el militar que podía hablarle en español. Aunque quiso preguntarle solo pudo decir…

Voy a encontrarme con mi esposo.

En correspondencia al comentario, él preguntó si se podía sentar. Ella asintió. Imposible dejar de verlo a los ojos. Notó algo que nunca había sentido cuando se sentó a su lado. Volteó tensa hacia las vías, trató de oír la música para distraerse, pero el barullo de la terminal no la dejaba. Intentó levantarse, él la tomó de la mano para detenerla. Otro choque eléctrico, sus caras se encontraron, sonrieron.

El rechinar de las ruedas sobre los rieles anunció la llegada del tren y el altavoz anunció la próxima salida a Roma.

¿Tienes que irte ya?

Su voz era una invitación. Ella asintió.

El próximo tren sale dentro de cuatro horas, quédate y nos vamos juntos.

Anita se colgó la bolsa al hombro, cogió su maletín y tomados de la mano salieron de la estación. Se dejó llevar, entró en otra dimensión en donde no existía nadie más.

Caminaron por el Puente Viejo, el más antiguo de Europa. Pasaron por la Catedral, vieron el Campanario del Giotto. Cuatro horas no fueron suficientes, el tiempo era solo para los dos. Florencia se convirtió en una habitación de la pequeña posada donde tuvieron urgencia de hacerse uno. Olvidaron el reloj, el compromiso; solo fue su entrega.

Los sorprendió la luz del amanecer, se entendieron a pesar de la diferencia de idiomas. Podían haber seguido hasta siempre, pero su caricia en la mejilla dolió. La trajo a la realidad y supo que ese no era su lugar. Anita salió de la cama, recogió su ropa, se encerró en el baño para asearse. El militar le hablaba desde afuera, le pedía que se quedara, que no se fuera, podían continuar la vida juntos. Ella le gritaba que no, que era una quimera y que además su español era terrible y ella hablaba peor el italiano. La insistencia del oficial empezó a molestarla, lo que la hizo pensar cómo sería su vida si se quedaba. Tenía además a su pequeño de dos años, eso reforzó la decisión de irse de inmediato. Tomó sus cosas y abrió la puerta.

No te olvidaré.

Caminaba apresurada para llegar a la estación y abordar el tren. Los pensamientos desordenados le surgían en el trayecto, unos de felicidad otros de remordimiento, los fue acallando hasta convertirlos en un recuerdo que la acompañaría toda su vida. ¿Podré ver de frente a mi esposo? Supuso que sí. Decidió que guardaría el secreto como un tesoro, como un sueño.

Anita termina el relato como si volviera a gozar de su aventura inconfesable, Martha está inmóvil, como una estatua, mueve los ojos, la botella está vacía, nota la somnolencia de la señora, se levanta, la sujeta para llevarla a la cama, la prepara para que duerma cómoda y tranquila, la cubre con el edredón, recoge la charola con la botella vacía y la copa, camina de puntas para evitar hacer ruido, apaga la luz, sale y cierra la puerta.

Martha siente en sus hombros un peso enorme, le duele el cuello, siempre le pasa en vuelos largos. Se da un masaje. Resulta una forma para dejar escondida en su memoria la confidencia de Anita, imborrable, imposible de olvidar.

Ya en tierra se distrae sin dejar de pensar que todos guardamos secretos que se esconden en el baúl de los recuerdos, algunos tienen consecuencias y se pregunta si el padre de Guillermo habrá sospechado algo. Al abrirse la puerta de salida, ve a su hija con cara de preocupación, ella camina derecha y sonriente, el encuentro con los días pasados la ha rejuvenecido.

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