Kitabı oku: «La academia sonámbula»

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La

academia

sonámbula

La academia sonámbula.

Ensayo sobre la institución universitaria chilena al culminar su cuarto siglo

Miguel Ernesto Orellana Benado

Santiago de Chile, diciembre 2019, versión impresa

Abril 2020, versión digital.

Imagen portada: W. A. Delamotte (1775-1863), Balliol College Quadrangle (detalle).

ISBN impreso: 978-956-9058-27-1

ISBN digital: 978-956-9058-35-6

Registro de propiedad intelectual: 310.480

© Miguel Ernesto Orellana Benado

Diseño y diagramación: María Soledad Sairafi

Orjikh editores limitada

orjikh.editores@gmail.com

www.orjikheditores.com

La

academia

sonámbula


Ensayo sobre la institución

universitaria chilena al

culminar su

cuarto

siglo

M. E. Orellana Benado


Índice

Saludos, mis generosos lectores:

Conferencia “Origen y TRANSfiguración de la universidad chilena entre 1622 y 2019”

Bibliografía

In memoriam

Carlos Gurméndez Victorica (1916-1997),

existencialista uruguayo y miembro de la tertulia madrileña

que acogió a mis padres en sus tres décadas de exilio

y

Javier Muguerza Carpentier (1936-2019),

analítico español que me brindó su amistad,

testimonio de gratitud.

Para

S. E.

El Patrono de la Universidad de Chile

y

la Ministra de Educación,

sucesora de ilustres vicepatronos,

con la esperanza de apoyar en algo

el cumplimiento de sus deberes.

Aclaraciones

Redacté la dedicatoria en los primeros días del mes de octubre de 2019, con humor, pero sin ironía ni sarcasmo. La esperanza que ésta menciona, ahora que finaliza el mes, parece haber muerto. O, por lo menos, estar desaparecida en medio de la marejada que causó, ya en plena era digital, la conjunción del descontento social multitudinario, la impericia gubernativa y la feroz violencia con la que, cuando y donde se desmorona el estado de derecho, descargan su rabia quienes nacieron y crecieron en él desamparados, sin amor, sin medios y sin educación ni familiar ni formal (es decir, las personas que los medios de comunicación llaman con saña maniquea, “el lumpen”) y la violencia que, por su lado, ejerce la policía y el Ejército cuando intentan restaurarlo. “Patrono” quiere decir defensor, protector, amparador según el Diccionario de la Lengua Española. A partir de 1843, con el presidente Manuel Bulnes Prieto, la ley encargó esta responsabilidad a sus sucesores, los jefes del Estado chileno.

Saludos, mis generosos lectores:

¿Es posible ser generoso con lo ajeno? Por cierto que no. Pero, ¿qué es lo propio en sentido estricto? En el mejor de los casos, solo el tiempo de nuestras vidas. ¿Qué otro sentido básico pudiera tener la propiedad privada? Este concepto, en los últimos dos siglos y medio, permitió el “progreso de la opulencia”. Su entendimiento requiere una urgente reformulación para adecuarlo a la actual “era digital”. Por eso califico de “generosos” a quienes tomáis de vuestro tiempo para leer lo que sigue.

Este librito está basado en una conferencia que dicté el nueve de enero de este año titulada “Origen y TRANSfiguración de la universidad chilena entre 1622 y 2019”. Ahora lo ofrezco a un público más amplio y en términos que ubican la reflexión sobre sus transformaciones, logros y posverdades que difunde en un marco que es también más amplio: una elucidación desde el pluralismo del fin, objetivo o propósito de toda educación. Pretendo contribuir a superar la principal limitación que estimo sufre la institución universitaria en el mundo actual: el sonambulismo. Y a mitigar sus terribles consecuencias en la población que recibe educación formal en todos los niveles.

Agradezco al señor Rector de la Universidad de Chile y, también, a su predecesor por alentarme en este trabajo, que comenzó en 2006, cuando el Senado Universitario (cuyos primeros integrantes lo eligieron a él como vicepresidente y a mí como secretario), persuadido de no es posible normar una universidad sin conocer su historia, acordó crear una comisión para investigar acerca del origen de la corporación. Y, también, por haber hecho posible la publicación de este librito. Reconozco el aporte de múltiples conversaciones, sugerencias e informaciones que, a lo largo de los años, hicieran mis colegas (en particular el profesor Patricio Aceituno Gutiérrez, antiguo decano de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas), quienes intentan también vivir el pluralismo como principio orientador nuestro, según ordena la ley. Y las ácidas pero certeras observaciones de mis alumnos ayudantes ad honorem. Así pude “desempeorar” mucho dicho texto (voz que introduzco para señalar una mejoría en algo que, sin embargo, seguirá siendo susceptible de mejoría).

Las universidades están hoy a cargo, por resumir mi tesis en una metáfora, de la academia sonámbula. Este fenómeno va más allá de los ámbitos chileno, latinoamericano e iberoamericano. Aflige incluso a las dos universidades occidentales de habla inglesa con las más largas y fructíferas trayectorias. Según el diccionario, el sonámbulo, a pesar de no estar en vigilia, es capaz de ejecutar “algunas funciones correspondientes a la vida de relación exterior”.

¿Y cuáles son las funciones de la institución universitaria? Las universidades se presentan ante las sociedades que sirven como responsables de preservar, transmitir y aumentar el conocimiento con el propósito tácito de formar personas honestas, documentadas, rigurosas, imaginativas, agradecidas y generosas al tiempo que certifican el nivel alcanzado por cada uno de sus alumnos con grados académicos y títulos profesionales.

Sin embargo, las corporaciones universitarias hoy, en el mejor de los casos, ejercen solo dos de estas funciones: transmiten el conocimiento gracias a la información que entregan en sus actividades docentes, así como con la curiosidad y el rigor analítico que éstas despiertan en (al menos algunos de) los alumnos. Y también incrementan el conocimiento, gracias a los logros de (al menos algunos de) sus profesores en investigación. Pero la academia sonámbula está inmersa por completo en tibias aguas que adormecen. Esto es, las crecientes exigencias burocráticas que asuelan la vida de los profesores (la programación, ejecución y rendición de cuentas de múltiples actividades de docencia e investigación, para no hablar de la búsqueda de financiamiento para proyectos). Por ese y otros motivos de corte histórico que he examinado en un librito anterior, han olvidado que la educación supone también preservar el conocimiento. Los profesores universitarios, en general, no cultivan ni valoran ni la filosofía ni la historia, ni siquiera la historia de las instituciones particulares a las que dicen consagrar sus vidas (laborales).

¿Qué hay de sorprendente aquí? Nada, al menos en el caso del 90% de las universidades chilenas, las “novísimas” universidades privadas (recojo el término de mi colega Bernardino Bravo Lira, Premio Nacional de Historia). Para comenzar, por dos motivos. Porque tales corporaciones tienen, las más antiguas, poco más de treinta años. Es decir, tienen aún una historia incipiente. Y, también, por la entumecedora precariedad contractual de la mayoría de sus profesores, que solo genera un sentimiento de comunidad frágil entre ellos y gran indiferencia en sus relaciones con los estudiantes.

Respecto del interés en la historia de las universidades, la situación es aún peor en las dos corporaciones que sí cuentan con trayectorias más que centenarias. Pero, antes de exponer por qué, debo despejar un asunto previo. Porque hay una tercera sede de la institución universitaria chilena que, a partir de la última década del siglo 20, y por causas de las que “no quiero acordarme”, comenzó también a reclamar para sí una historia más que centenaria, situación que corresponde despachar de inmediato.

Si bien la raíz más antigua de dicha corporación es la Escuela de Artes y Oficios de Santiago, que fundó el presidente Manuel Bulnes Prieto en 1848 en el entonces camino de Chuchunco (hoy avenida Ecuador), solo un siglo más tarde, una vez amalgamada con otras escuelas técnicas por el presidente don Gabriel González Videla, que ésta se transformó en la Universidad Técnica del Estado, recién en 1947. Es decir, más allá de los sucesivos cambios de nombre, solo corresponderá a la actual Universidad de Santiago de Chile celebrar su primer siglo de existencia como universidad en 2047.

Ahora bien, en las dos corporaciones que sí tienen más de un siglo concediendo grados académicos y títulos profesionales en el Valle Central, según mostraré en el ensayo que sigue, la inmensa mayoría de los profesores se contenta con burdas “noticias falsas” respecto de su propia historia. Noticias que han surgido (como todas las demás noticias falsas) de motivaciones políticas que, en este caso, han ido quedando sepultadas en el olvido desde que en 1925 la República de Chile y la Iglesia Católica Apostólica Romana acordaran divorciarse.

Quien desconoce el pasado –es decir, quien no está familiarizado con los textos que informan, interpretan y debaten acerca de lo que ya ha ocurrido y que defienden los diversos puntos de vista– nunca podrá ser agradecido, que es el primer rasgo de la persona educada. A saber, la disposición a conocer, reconocer y agradecer, para comenzar, lo que debemos a quienes nos precedieron en la existencia (como se dice en inglés, los elders and betters, esto es, los mayores y mejores) y luego los coetáneos e instituciones de quienes uno también recibió beneficios. Las más antiguas sociedades humanas, aún antes de la invención de la escritura hace seis mil años, ya lo sabían.

¿Quién no ha oído hablar del culto de los muertos o de los antepasados? Estos rituales renovaban el lazo, forjado por la gratitud, entre las personas que entonces estaban vivas con quienes vivieron antes y que crearon las condiciones que permitían a sus descendientes disfrutar de una vida mejor. En el Talmud, el tratado jurisprudencial rabínico escrito en arameo, encontramos encontramos un relato, una historia, un “cuento de hadas” que ilumina este punto.

Un anciano planta un tamarindo, un árbol frutal de muy lento crecimiento. Al verlo, un pasante le pregunta para qué lo hace, si él no alcanzará a cosechar sus frutos. El anciano responde sonriendo que, durante toda su vida, comió la fruta cosechada de árboles que no plantó. ¿Qué imagen podría hacer mejor justicia que ésta al sentido de la educación? La academia sonámbula hace clases e investiga, pero está dormida. Desprecia la historia y la filosofía. No quiere mirar atrás. ¿Será por temor de convertirse en un pilar de sal, como ocurrió con la mujer de Lot?

¿Cuáles son las causas últimas de este fenómeno? Tengo para mí que, como se decía en tiempos de la guerra fría, estamos frente a una troika. Primero, la inédita creación de riqueza material propia de la modernidad (el tiempo histórico que ya pasó) y propia también del tiempo que estamos viviendo a partir de 1989, al que, con otros, prefiero denominar la era digital, un asunto que abordé por primera vez hace algo más de un lustro y en un librito anterior, Enriquecerse tampoco es gratis. Educación, modernidad y mercado.

He aquí la paradoja en el corazón de nuestros tiempos: la coincidencia de la mayor creación y concentración de riqueza material en la historia humana (la profecía de Marx que sí acertó) con la mayor pobreza espiritual, intelectual o educacional en los sectores dirigentes de las sociedades más ricas en términos materiales. La segunda causa del sonambulismo en la academia es la indiferencia casi completa entre los profesores por elucidar cuál sea, en un sentido abstracto pero capaz de orientar los distintos ámbitos y niveles, el objetivo último de la educación. ¿Cómo pudiera alguien liderar la formulación de políticas públicas en educación y evaluar su ejecución o, aún más importante en mi concepto, formar a la juventud, sin tener luces respecto de este asunto?

Por último, la academia sonámbula surge de una tercera causa: la creciente “profesionalización” de las actividades universitarias, esto es, su sometimiento al lecho de Procusto, un artilugio diseñado por ingenieros comerciales ignorantes, sádicos e insolentes que administran el actual modelo economicista cuantitativo. Esto es, quienes homologan la producción académica indexada con la producción material, como si la actividad universitaria tuviera una esencia comercial. Esta tendencia, la creciente comercialización de las relaciones humanas (incluida la actividad académica), se agudizó a partir de la segunda mitad del siglo 20. Fue la consecuencia última de un triunfo bélico, seguido de otro “frío” o comercial.

La segunda guerra mundial concluyó con el triunfo bélico del cientificismo economicista sobre el cientificismo biológico, la doctrina que apadrinaban las supuestas “razas superiores”: alemanes, austríacos, italianos y japoneses. Su continuación, la guerra fría, concluyó con la victoria (comercial) del cientificismo economicista capitalista, liderado por estadounidenses y británicos, sobre el cientificismo economicista de raigambre comunista, encabezado por los soviéticos y sus estados vasallos en Europa central. Tal es el origen de la comercialización de todas las relaciones humanas, incluidas las que surgen de la interacción de los profesores con sus alumnos.

Por eso, la compensación económica de los profesores universitarios (sí, me refiero a su sueldo) se determina hoy según su “productividad”, medida en términos de sus horas lectivas, sus publicaciones en revistas indexadas y su “índice de impacto”. Tal política, que quizás haya sido y sea fructífera en las ciencias experimentales, la medicina y las tecnologías, tiene consecuencias devastadoras en las humanidades y en las ciencias sociales. Estimula a los profesores a examinar asuntos tan exquisitos como circunscritos y que solo pueden aspirar a ser del interés de un puñado de eruditos, repartidos por todo el mundo.

Esta última circunstancia justifica, estructura y alienta el turismo académico, con fondos públicos y privados, las reuniones científicas para buscar, presentar y compartir resultados. Los investigadores humanistas y en las ciencias sociales viajan orondos por el mundo sin percatarse que están desnudos, que sus resultados son por completo estériles para abordar el mayor desafío que, en las distintas sociedades, enfrentan hoy esas disciplinas: dar sentido y orientar la educación de la juventud para que ésta marche hacia el encuentro respetuoso, productivo y festivo, cuándo y cómo corresponde.

Al precio de violar la sensata y pudorosa máxima anti-narcisista, enunciada hace medio milenio por el abogado, filósofo y político inglés sir Francis Bacon (1561-1626), barón de Verulamio y luego vizconde St. Albans: De nobis ipsis silemus (“De nosotros mismos callaremos"), en los siguientes cinco párrafos, que son de carácter autobiográfico, intentaré mostrar que mi relación con nuestro tema, no es un capricho ni un mero entusiasmo oportunista. Pero antes y en relación con la dedicatoria de este librito permítanme ubicar la referida máxima de Bacon. Es el epígrafe de la estremecedora Crítica de la Razón Pura, obra que Immanuel Kant dedicó en 1781 al abogado Karl Abraham Freiherr von Zedlitz und Leipe, Ministro de Justicia, Educación y Policía de Federico II, El Grande, rey de Prusia. Sin embargo, mis generosos lectores, quien prefiera saltarse los siguientes cinco párrafos no sufrirá, créanme, gran pérdida. Procedo con mis confesiones.

Ahora, cuando estoy casi a mitad de camino en mi séptima década (tengo 64 años), me doy cuenta de que mi interés en nuestro tema comenzó temprano y que se desarrolló gracias a circunstancias tan azarosas como privilegiadas, en particular por lo diversas que fueron. Tales circunstancias, para comenzar, son el origen de, entre otras, una “herramienta metafilosófica” surgida en mi línea de investigación en filosofía de la diversidad humana, a saber, el concepto de un rango abierto pero acotado de costumbres, prácticas y acciones que son respetables o legítimas, dignas de ser tratadas como valores por la sencilla razón que son vividas como valores por los prójimos lejanos, según expuse en mi ensayo “Negociación moral” de 2010.

Aunque sonará ridículo para más de alguien, comenzaré afirmando que toda mi educación formal estuvo a cargo de universidades. Dicho proceso comenzó en 1960 cuando, a los cuatro años, ingresé a cursar el denominado “grado pre-escolar” (no era broma, tengo un diploma que lo acredita) en la Escuela Primaria Anexa al Liceo Experimental “Manuel de Salas” entonces, como hoy (después de un interregno debido a la dictadura de Pinochet), dependiente de la Universidad de Chile, establecimiento del que egresé en 1972. Soy, en gran parte, para bien y para mal, al igual que mis contemporáneos ahí, el resultado de los experimentos pedagógicos de inspiración positivista que entonces conducía dicha universidad. Durante 1973 fui alumno del primer año del programa conducente a la licenciatura en física en esa misma casa.

Estudié luego y por períodos cortos en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la Universidad Politécnica de Madrid. Obtuve una licenciatura en ciencias, con mención en matemáticas y filosofía, de la Universidad de Londres, donde fui alumno de Bedford College (corporación universitaria que, en 1849, fue la primera en el mundo que admitió mujeres y solo mujeres hasta 1965, y que dejó de existir veinte años después a raíz de las políticas educacionales de la baronesa Thatcher, la primera mujer que ejerció de Primer Ministro del Reino Unido) en 1981. Ese año gané la Junior Common Room Scholarship de Balliol College, Oxford, beca para estudios de posgrado por la que competían estudiantes de todo el mundo, desplazados de sus países por causas políticas, como era mi caso, y que me permitió graduarme en 1985 como doctor con una tesis titulada “A philosophy of humour”.

El año anterior, gracias a una generosa referencia que dio mi primer supervisor en Oxford, sir P. F. Strawson, había comenzado un trabajo, por decir algo, “profesional”, desempeñándome como consultor en educación de la Organización del Bachillerato Internacional de Ginebra. Así partió mi carrera como proveedor de servicios filosóficos (o, según he dicho por años a mis alumnos, de travesti filosófico), en la fórmula del ensayista mexicano Carlos Monsiváis para la carrera política, mi “humillación ascendente”. Fui contratado en el peldaño inicial, como examinador asistente de filosofía en solo una lengua, el castellano, de alumnos secundarios que, en todo el mundo, postulaban al Diploma que dicha organización ofrece. En 1990 fui designado examinador jefe en dicha disciplina, que se rendía además en inglés y francés. Tiempo después, los examinadores jefe del grupo de asignaturas al que pertenecía filosofía (que, a la sazón se denominaba “El Estudio del Hombre en Sociedad” y que hoy por razones de las que tampoco “quiero acordarme” se denomina “Individuos y sociedades”), me eligieron coordinador. Por último, el claustro de examinadores jefe en las distintas disciplinas me eligió vicepresidente de la junta examinadora y, como tal, integré ex officio el Consejo de la Fundación de dicha organización.

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